31 diciembre 2008

Del abrazo de arena (réquiem y cierre de año)

El fin de semana pasado quedamos para tomar unas copas e ir a dar una vuelta, ¿te acuerdas? Lo dudo, pero yo lo recuerdo a la perfección.

Como en la mayoría de las ciudades costeras, hay una zona de bares al lado del mar. No es posible llegar hasta allí en coche, y de hecho hay que recorrer multitud de estrechas y oscuras calles de adoquines, siempre llenas de gente joven de todo tipo. Y ahí estábamos nosotros, yo vestida de negro, como siempre, tú con tu cazadora marrón y tus tejanos azules. Te llevé por una zona apartada, y recorrimos el laberinto de calles en silencio, observando la luz de la luna reflejándose sobre los charcos de agua y los adoquines húmedos, pasando desapercibidos entre las oscuras paredes, sin que la luz naranja de las pocas farolas que había llegase a tocarnos. El camino, aunque más largo de lo normal, nos llevaría a mi escondite personal, un lugar que poca gente conocía, lejos de las aglomeraciones y del artificial ruido de la ciudad.

Y entonces divisé el mar, y supe que estábamos llegando. Solté una carcajada y sentí ganas de salir corriendo y mirar a la izquierda, para poder comprobar lo antes posible que el lugar no estaba ocupado y que habíamos llegado a tiempo. Me moría de ganas de mostrarte ese trocito de soledad del que me había apropiado; quería saber qué pensarías de él, qué sentirías al sentarte en ese sitio, mirando el paisaje que yo nunca me cansaría de observar y recordar. Y al girar a la izquierda, tras el último edificio, miré y sonreí, y riéndome te hice un ademán con mi mano apremiándote a venir, y mi corazón se alegró, pues aunque había gente sobre la arena, esa parte de la playa estaba prácticamente desierta, ya que la única forma de llegar hasta allí era el camino por donde habíamos venido, y la gente prefería no tomar esa ruta. Y cuando te paraste a mi lado, te cogí de la cazadora y te insté a que saltaras a la arena, y señalé el montículo de arena que se encontraba a pocos pasos de nosotros, y sin dejar de sonreír te dije "¡Vamos!". Y tú pareciste despertar entonces, y fuiste corriendo hasta el montículo en forma de asiento con cúpula, y te desplomaste en la parte de la izquierda riéndote, y yo me acerqué y me dejé caer a tu derecha, y observé contigo el paisaje.

La barrera de arena compacta y húmeda a nuestras espaldas nos aislaba del mundo y nos ayudaba a aislar al mundo de nosotros; la luz artificial de la ciudad no nos molestaba y el cielo y sus estrellas se podían ver a la perfección. Pues aunque de camino a ese lugar había llovido ligeramente y el cielo había estado completamente cubierto de nubes, al llegar nosotros parecía que la luna las había espantado, y brillaba grande y hermosa sobre el mar, y parecía que cualquiera podía alzar la mano y acariciar sus suaves arrugas de plata. El mar estaba en calma y las olas parecía que nos perseguían, y me levanté divertida y jugué con ellas intentando que no tocaran mis pies sin conseguirlo, y eso me dio miedo, pues el mar me produce un profundo respeto. De modo que me volví para sentarme a tu lado, y quizá por haber querido jugar con el mar la vista me jugó una mala pasada, pero lo cierto es que no llegué a verte: eras sólo un montón de arena con ropa de hombre y tu brazo se alzaba en mi dirección, invitándome a recostarme en la arena. Y justo cuando me senté a tu lado buscando una posición cómoda, pasaste tu brazo sobre mis hombros y me empujaste hacia tí, y reposé mi cabeza sobre tu hombro, y pude inspirar la brisa marina y tu calor, pero me sentí incómoda, pues no era eso lo que yo buscaba, de modo que me aparté de tí.

Nos quedamos en silencio, yo sin querer mirarte pero sabiendo que cada vez te confundías más con la arena de la playa, y las olas se acercaban a mis pies amenazantes, pero yo no osé moverme. Y de nuevo te moviste y me acercaste a tí, y entonces supe que tu cuerpo sólo era arena, pero tus manos eran reales, y me cogían fuerte, y tus brazos me arropaban y me acariciabas, y guardabas mis manos en las tuyas para que entraran en calor, y entonces me apretabas un poco más fuerte, y jugabas con mis dedos, con la palma de mi mano, con mis muñecas, y luego con mi cara, con mi barbilla y con mi cuello. Y yo no quería que pararas; no deseaba nada más, sólo quedarme ahí para siempre, sintiendo tu tacto firme y el calor de tu cuerpo de arena, sintiendo que me cuidabas y me mimabas, mirando siempre a la luna y al mar, y cerrando los ojos para perderme en tus caricias...

Y la luna se reía y las olas me perseguían, y desperté...

Desperté al calor de mi tan conocida habitación y no entendí cómo había llegado hasta allí, y quise volver a esa playa; pero cuando la luz del sol fue despejando mi mirada, entendí que esa playa no existía, que ese rincón de arena jamás había sido mío, que la luna no podía ser tan grande y que las calles jamás estarían vacías. Y enfadada con el rey del sueño por ser tan cruel, me levanté rápidamente y miré si estabas conectado. Y ahí estabas, tu nick de siempre, tu eterna presencia, pero no me atreví a hablarte; sólo quería preguntarte si era cierto, si de veras era cierto que todo había sido falso. ¿Recordarías cómo me abrazabas? ¿Recordarías esa luna sobre el mar? ¿Recordarías cómo me acercaste a tí en dos ocasiones? Pero entonces iniciaste tú la conversación, como si hubieses estado observando por un agujerito hasta verme ante el ordenador, y me preguntaste que qué tal, y te respondí que estaba muy bien, y que quería volver lo antes posible a esa playa, pero tú no entendiste nada de lo que dije...

Entonces lloré porque entendí que había sido sólo un sueño, y volví a meterme en la cama, intentando encontrar la postura en la que me había despertado, en la que había estado durmiendo ese hermoso sueño, y cerré los ojos, deseando ser quien te acompañara hasta volver a despertar...

Soñado durante la noche de Fin de Año de 2006, con treinta y ocho y medio de fiebre. Escrito durante la primera semana de 2007.

26 diciembre 2008

El momento de dormirse (invierno)

Es cualquier hora de la noche y me dispongo a dormir.

Como siempre sigo mi rutina. Me lavo la cara, me cepillo los dientes, meo, me pongo el pijama. Recojo un poco el dormitorio, dejándolo preparado para no tener que hacer gran cosa al día siguiente, si es laboral. Si es festivo, me da igual cómo o dónde estén las cosas.

Programo la estufa al mínimo para que la habitación no se enfríe durante la noche. La coloco de manera que el piloto rojo, que se enciende y se apaga cada ciertos minutos, no me moleste durante el sueño. No sería la primera vez que me desvela una intensa luz roja en medio de la oscuridad.

Apago el ordenador tras echar un último vistazo al correo y a mi gestor de descargas. No hay nada nuevo. Como casi siempre.

Dejo la bata sobre la cama, para tenerla bien a mano por la mañana. Compruebo que no hay nada cerca de la estufa para evitar cualquier percance. Todo está en su sitio.

Apago la luz. Hoy no me apetece leer, pero tampoco quiero quedarme a oscuras centrándome sólo en mi cabeza. Enciendo el televisor y lo programo para que se apague al cabo de dos horas. El volumen está al mínimo, pero en el silencio de la noche es audible y puedo seguir los diálogos. Emiten una película de acción en el canal autonómico.

Me meto en la cama y me tumbo sobre el lado derecho. Compruebo el móvil; no hay llamadas ni mensajes. Lo pongo en modo vibración. Luego en silencio. Al final lo dejo en modo normal; quizá alguien me llame o me envíe un sms. Desprogramo las alarmas. Mañana quiero despertarme cuando me lo pida el cuerpo.

Dejo el móvil sobre una de las baldas de mi estantería, junto al libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor. Cierro los ojos.

Empiezo a mover rítmicamente el pie derecho. Cuando estoy agotada este movimiento surge espontáneamente. Significa que me voy a dormir dentro de poco.

Dejo que mis pensamientos fluyan. Básicamente todo gira alrededor de mi nuevo trabajo. Del estrés que me produce, de los nervios que paso. Es normal: hace tan sólo una semana que comencé. Bueno, en realidad eso no es del todo cierto. Empecé hace dos, pero unas anginas y más de treinta y nueve de fiebre me obligaron a coger la baja el segundo día. A eso lo llamo yo empezar con buen pie (y con ironía). Tengo ganas de seguir trabajando, de seguir aprendiendo. Quiero que el tiempo pase rápido y amoldarme a la nueva situación, y que la nueva situación se amolde a mí y deje de ser nueva. Pero me da rabia no encontrarme bien. En dos meses y pico de paro he pasado por costipados, anginas y cefaleas en racimo. Nervios, tensiones y mucha tristeza. Como siempre supe que el trabajo no me faltaría, no me costó nada encontrarlo. Pero me preocupa que mi estado de salud se resienta con tanta facilidad últimamente. Quizá debería hacerme algunas pruebas. Un análisis de sangre. Quedarme tranquila. Lo cierto es que ya no sé si me encuentro mal debido a la tensión y el estrés acumulados, o si la tensión y el estrés acumulados me hacen creer que me encuentro mal. Y entonces recuerdo los motivos, las causas de esa tensión y ese estrés. Y mi pie no para de moverse, pero sigo despierta.

Me doy la vuelta, y me apoyo sobre mi lado izquierdo. Si abro los ojos puedo ver la fría luz de las imágenes del televisor danzando sobre las paredes de mi habitación. Los vuelvo a cerrar; ahora me siento algo más cómoda. Y sigo pensando.

Me centro en la película que están dando. Desconozco el motivo por el cual el canal autonómico se escucha más bajo que el resto. No puedo seguir los diálogos con fluidez, pero al menos los disparos y gritos no me molestan. Me siento algo acompañada. Hay luz y voces al otro lado de mis párpados. Eso me hace sentirme menos sola.

De repente pienso que no tengo ganas de que nadie me despierte con un sms intempestivo por la mañana. Me giro de nuevo y saco el brazo de debajo de las sábanas de franela. Hace algo de frío. Cojo el móvil y programo el modo silencio. Ha pasado media hora desde que me acosté; ahora es imposible que alguien me de señales de vida. Cierro la tapa, lo vuelvo a dejar al lado del libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor, y recupero mi postura sobre el lado izquierdo. Me siento más tranquila.

Cierro los ojos. Esta vez ya no pienso tanto. Más bien dejo que las imágenes fluyan ante los ojos de mi mente. Mi trabajo, mis amigos, mi familia, yo misma. Lo que he vivido y lo que no he podido vivir. Dependiendo de lo que veo se me escapa alguna lágrima. Rápidamente paso a otra imagen; prefiero volver al trabajo. A mi ordenador, al despacho, a los ascensores. Ese entorno que para mí ahora mismo es tan nuevo y extraño, incluso levemente salvaje, se convertirá dentro de un tiempo en un lugar conocido y amable. Poco a poco iré acostumbrándome a él y él se irá acostumbrando a mí. Del mismo modo que mi mente se acostumbra poco a poco al suave sonido del televisor.

En ese momento me doy cuenta de que durante unos minutos no he sido capaz de escuchar nada. Tengo la sensación de haber apagado mis oídos durante un tiempo; ahora, al volver a activarlos, noto que el televisor está encendido. No me he quedado dormida, pero parece que mis sentidos han ido apagándose lentamente. He sido completamente consciente de mis pensamientos, pero los estímulos externos (la luz y el sonido del televisor) han desaparecido.

Me parece bien. Apenas muevo el pie un centímetro y de forma muy suave. Vuelvo a tumbarme sobre el lado derecho, colocando las sábanas y el edredón de modo que la pantalla del televisor no me ilumine directamente. Prefiero presentir las sombras que produce su luz. Y sigo dejando que fluyan las imágenes.

Retomo el hilo de mis pensamientos donde lo había dejado hace un momento. El dinero que tengo y el que no tengo; lo que puedo hacer con él y lo que no puedo. Me siento extraña al no sentir esa necesidad compulsiva de comprarme algo, sobretodo en estas fechas de bombardeo consumista. “Mejor”, acabo creyendo. Ahora mismo no me ilusiona nada material. Quizá se deba a que mi vacío es básicamente emocional. Ya llegará el día en que quiera, desee algo de veras, y pueda conseguirlo. Otra de tantas certezas. Tampoco espero regalos, ni los quiero. Luego aparecen las personas con las que me he encontrado y reencontrado últimamente. Como si de una muerte pasajera se tratase, empiezo a hilvanar todas las situaciones que me han llevado a conocer a esas personas y las relaciones que hay entre ellas. Retrocedo y avanzo en el tiempo, y apenas conscientemente me hago preguntas imposibles de contestar. Tampoco busco la respuesta; simplemente me resulta interesante y apasionante el cómo y el por qué suceden las cosas, y las consecuencias de todo lo que pasa. Intento imaginar mi futuro, aunque no me preocupa prepararlo. Simplemente barajo diversas opciones, intentando aceptar la quietud, frialdad y monotonía de mi presente. Lógicamente el invierno acabará pasando. Ahora sólo puedo soportar el frío e intentar protegerme de él.

Y durante ese somnoliento y apenas consciente filosofar quizá se me ocurra alguna frase increíble que escribir, o tal vez un buen argumento para desarrollar una historia, pero no quiero desvelarme de nuevo. Pienso: “Acuérdate mañana”. Aunque luego nunca me acuerdo.

Y mientras salto de una cosa a otra sin ningún esfuerzo, mis sentidos se han vuelto a desactivar y mi mente actúa cada vez con menos rapidez. Poco a poco el pie se detiene y mi respiración se vuelve más suave y tranquila. Ya no oigo el televisor aunque sé que todavía sigue encendido. Puedo notar levemente mi mejilla contra la almohada, bendita sensación de bienestar, y eso me ayuda a hundirme más en un profundo sueño.

Y al poco rato, perdida en mí misma, ya estoy dentro.

04 diciembre 2008

Del santo que me bendijo

Primero debo dejar claro, para quien no lo sepa todavía, que no soy creyente. He sido criada en el seno de una familia agnóstica, aunque fui bautizada e hice la primera comunión, y me eduqué en dos colegios cristianos, uno de monjas y otro de curas. Quizá por eso ahora tengo la capacidad de poner tantas cosas en duda acerca de esta religión y de lo influyente que ésta puede ser, así como el resto. Las religiones mueven el mundo desde hace milenios, desde los egipcios politeístas hasta los más acérrimos seguidores de la Cienciología. Pero no voy a escribir un ensayo acerca de esta cuestión. Sólo voy a relatar un encuentro del todo sorprendente para mí, que aunque impresionante no me mueve de mis opiniones, aunque sí me provoca algunas dudas y preguntas, no sólo con respecto a la religión, sino también a los sueños, lo paranormal, la vida más allá de la muerte y las energías universales. Cuestiones muy New Age, dirán uno. Demasiado Iker Jiménez, dirán otros. Demasiado yo, pienso a veces para mí misma.

Era una fría noche de finales de noviembre. Los dos estábamos dormidos en mi cama, compartiendo nuestro calor humano cuales cachorros abandonados en una cuneta. Pero por desgracia desde hace demasiado tiempo mi sueño es frágil y fácilmente vulnerable, por lo que en un momento dado me desperté a la oscuridad y me moví levemente. Mi compañero se despertó conmigo.

– ¿Estás bien? –me preguntó en un susurro mientras me acariciaba el brazo.

– Sí, sí –le respondí yo soñolienta. Volvimos a cerrar los ojos, pero me costaba muchísimo conciliar el sueño. Y no era la única que no podía dormir.

– ¿Qué es eso? –me preguntó mi compañero, cuyo rostro me es imposible recordar ahora, mientras señalaba con el brazo izquierdo a la parte superior de una de las esquinas de mi dormitorio, por encima del ordenador, allí donde hacía un tiempo se había ahorcado un hombre.

– ¿El qué? –le pregunté yo dirigiendo mi mirada hacia el punto que señalaba.

– No sé, esa extraña luz roja. ¿Tienes algo conectado?

Me froté los ojos para descubrir que sí, era cierto, una especie de luz roja se reflejaba en la pared. Me quedé mirando con miedo, puesto que se trataba de algo extraño que no pertenecía a mi dormitorio y que no sabía cómo había llegado hasta allí. Mi compañero y yo conteníamos el aliento mientras el silencio golpeaba nuestros tímpanos. Yo no dejaba de observar la extraña luz en la pared, que cada vez se me antojaba más nítida. Parecía una especie de mandala budista proyectado hacia la pared con luces de discoteca, pero eso era imposible, puesto que no había absolutamente nada en la habitación que pudiera crear ese efecto. Mi compañero, al cabo de unos minutos, decidió salir del dormitorio y dejarme sola; quizá fue al baño a lavarse la cara o a la cocina a comer algo.

Yo seguía mirando fijamente el dibujo, que fue aumentando lentamente de tamaño hasta detenerse por completo. No había más que oscuridad a mi alrededor, pero por debajo de la imagen comenzó a aparecer de la nada una imagen nueva; una especie de cuerpo humano cubierto por ropajes blancos. Sin dejar de taparme con las sábanas, y sin atreverme a darme la vuelta y dejar de mirar, intentando relajar mi respiración y aguardar pacientemente a lo que pudiera suceder, la nueva figura se fue transformando poco a poco en un santo.

Mi sorpresa fue mayúscula. Sí, se trataba de un santo. El típico santo de estampa, con su túnica blanca y cinturón marrón, con un enorme libro en su mano izquierda y con la mano derecha alzada con los dedos índice y anular en alto. De su cabeza surgía una brillante luz dorada, como las coronas de los santos. Su cara era de hombre, surcada por arrugas y con una espesa barba rubia. Sonreía pacífica aunque enérgicamente. Él mandaba.

No sabría decir si estaba más asustada que sorprendida. Ese santo desprendía una cálida luz blanca que, aunque confería paz y sosiego, también me asustaba, puesto que noté cierto matiz aséptico que me recordaba a un hospital. El santo se acercaba con lentitud hacia mi cama, flotando en el aire y descendiendo suavemente, y sus ropas se movían a cámara lenta con cada centímetro avanzado. Cuando al fin estuvo a mi lado, se detuvo.

No pude evitar contener la respiración. Quería preguntarle muchas cosas: quién era, de dónde había aparecido, qué era aquella luz roja que había visto, a qué venía; pero no pude articular una sola palabra. Él seguía mirándome sonriente, y entonces se agachó y me saludó.

– Hola –me dijo con una voz que parecía salir de la nada y de todas partes al mismo tiempo–. No te preocupes –agregó–, no vengo a hacerte daño. Pero estás en peligro y te has debilitado demasiado, y por eso vengo a bendecirte y a darte fuerzas para que sigas adelante.

Dicho esto escondió su mano derecha entre sus ropajes, a la altura del pecho, para extraer luego un pequeño cuenco con lo que intuí que era agua bendita. Mojó sus dedos en el agua y me hizo la señal de la cruz en la frente. De ahí, de golpe, pareció desprenderse una intensa luz amarilla que me cegó durante unos instantes. El santo había guardado de nuevo el cuenco entre sus ropajes, pero hizo la señal de la cruz dos veces más sobre mis hombros. Luego colocó su mano sobre mi cabeza y amplió su sonrisa.

Yo sentía paz. Una paz no del todo completa, porque yo seguía sin entender. Lo más seguro es que tan sólo se tratara de una alucinación; quizá se tratase de un sueño. Pero me sentía sosegada. Mientras cerraba los ojos, una vez el santo había desaparecido tal y como había llegado, pude ver que la señal roja seguía proyectándose sobre la pared, cada vez con más intensidad. Yo seguía inquieta, preguntándome qué extraño fenómeno provocaba esas imágenes, y cavilando sobre estas cuestiones conseguí quedarme de nuevo dormida. Cuando mi compañero volvió al dormitorio me desvelé por unos instantes y pude ver que el símbolo rojo seguía en la pared, cada vez más pequeño y difuminado. Mi compañero no preguntó nada, aunque se le notaba asustado, y yo tampoco le expliqué lo que acababa de suceder. Sólo esperé a que la luz desapareciera para no volver a verla nunca, ya que quizá eso significaría que yo ya no estaba en peligro y que, por lo tanto, no necesitaba ser bendecida.

03 diciembre 2008

Del terrible dolor ocular

Un pueblo tranquilo y apacible; un día soleado y un agradable clima con una buena compañía. Las montañas recortaban el cielo como si de afiladas cuchillas se tratasen, y el imponente castillo medieval seguía lleno de vida a pesar de todos los siglos que corrían por sus piedras. Los preparativos para la fiesta estaban ya en marcha, y carruajes tirados por caballos se mezclaban con coches último modelo mientras la calle principal era despejada de transeúntes y vallada. Un equipo de operarios se afanaba por limpiar el lodazal que la fuerte tormenta de la noche anterior había creado a ambos lados del camino. Nosotros, en una posición privilegiada tras un muro, observábamos tranquilamente el devenir de los hechos cuando entonces noté algo en mi ojo izquierdo.

Me quité las gafas y froté suavemente el párpado para luego abrirlo y cerrarlo diversas veces con la esperanza de que el lacrimal funcionara y arrastrara con su agua el molesto objeto que se había introducido en mi ojo. Pensé que se trataría de alguna pestaña inquieta y demasiado pegadiza, y tras varios intentos sin éxito el malestar no remitía. Parecía que se había colocado en la parte superior del ojo cuando lo abría, aunque el dolor se trasladaba a la parte inferior cuando lo cerraba. El caso es que de ninguna manera podía librarme de tan aguda molestia, de modo que le pedí a uno de mis acompañantes que por favor le echara un vistazo a ver si podía detectar algo. Su cara me asustó mucho, y más todavía cuando me dijo, alejándose de mí poco a poco:

– Quizá deberías verlo por ti misma…

Nunca he sabido si poseo una alta tolerancia al dolor o si por el contrario es muy baja; desconozco dónde está mi límite, y aunque estaba nerviosa por lo molesto de un objeto en un ojo no podía creer que realmente fuera algo tan grave. Como mucho se me ocurrió que podía tratarse de un grano de arena. Saqué torpemente un pequeño espejo de mi bolso y me lo puse frente al ojo, y entonces los vi.

Cuatro pequeñas tachuelas para tapicería se encontraban clavadas en la parte blanca del ojo, cercana al lacrimal.

– ¿Qué mierda es esto? –pregunté en casi un susurro.

Miré a mi acompañante con cara de extrañeza. ¿Qué pasaría si sacaba las tachuelas? Probablemente me provocarían unas heridas por las que el líquido de mi globo ocular se iría escapando poco a poco. Sin contar, por supuesto, el terrible miedo a una infección que me dejara ciega. Pero me armé de valor y acerqué mis uñas a una de las tachuelas. Poco a poco estiré mientras observaba cómo el globo ocular se deformaba arrastrado por el pequeño objeto. En ese momento sólo notaba una cierta molestia. En cuanto pude retirar la primera de las tachuelas me di cuenta de cómo mi pulso se había acelerado. Estaba sudando y respiraba con rapidez. Tiré la tachuela al suelo y, cogiendo aire, repetí el proceso con las tres restantes. El dolor remitía a medida que las iba retirando. Mi acompañante se había alejado de mí y estaba vomitando cerca de un muro.

La última tachuela fue la que más trabajo me dio. Quizá porque yo creía que ya le había cogido práctica a retirarlas, o porque la tensión acumulada empezaba a hacer mella, me costó horrores conseguir pinzar entre mis uñas el pequeño objeto punzante, y eso provocó que el dolor aumentara. Lo malo es que aquella maldita cosa se me había clavado con mucha fuerza en el ojo, por lo que era necesario tirar más de él y, en consecuencia, la herida se hacía cada vez más grande. Cada vez que tiraba y mi ojo se deformaba se me nublaba la vista, y cada vez que dejaba de tirar el ojo volvía a su estado normal pero cada vez más dolorido. Tras varios intentos y algunas increpancias nerviosas conseguí extraer la mayor parte de la tachuela. El ojo parecía pura gelatina pegajosa, y no quería soltar su presa. Seguí tirando firmemente sin amedrentarme hasta que al fin conseguí sacarla por completo. El dolor desapareció al instante, aunque del agujero provocado por la tachuela manaba un poco de líquido viscoso y amarillento. Seguí observando con la respiración contenida hasta que vi que la herida se cerraba por sí sola. Pestañeé varias veces, miré a mi alrededor, moví los ojos de un lado para otro hasta que la molestia remitió por completo. Al fin me había librado de aquel horrible dolor.

Me acerqué a mi acompañante para darle la buena noticia. Él parecía ya haberse recompuesto y se alegraba por mí. Pero de golpe me detuve en seco.

– Oh, no –susurré enfadada mientras volvía a sacar el espejito de mi bolso.

El dolor había vuelto a mi ojo. Primero pensé que debía tratarse de un traumatismo provocado por las tachuelas que acababa de retirar. Luego recé porque sólo fuese una pestaña. Pero cuando volví a mirarme en el espejo, lo que vi me dejó paralizada.

Una pajita se encontraba clavada justo en el centro de mi pupila. Sobresalía unos tres milímetros sobre la córnea, pero desconocía cuán profunda podía ser. Me molestaba mucho cuando intentaba cerrar el ojo, y el dolor era insoportable cuando lo movía. Sin poder evitarlo me eché a llorar, lo que hizo que el dolor aumentara. Como me temblaba demasiado el pulso decidí utilizar unas pequeñas pinzas para las cejas para intentar extraer el nuevo objeto. Mientras rebuscaba nerviosa en mi bolso me pregunté por primera vez cómo podían objetos tan extraños y grandes haberse colado en mi ojo sin yo darme cuenta. Pero como nada de lo que me estaba pasando tenía demasiado sentido, sólo me concentré en extraer la pajita lo antes posible.

Nunca me había fijado con tanta atención en mi propio ojo. Al observarlo de cerca en el espejo pude ver cómo se reflejaba en éste todo el entorno; cómo la pupila cambiaba de tamaño dependiendo de la luz, cómo las lágrimas le conferían un extraño aspecto vítreo a todo el globo ocular. Si presionaba ligeramente un párpado el ojo se desplazaba un poco de su sitio. Entonces me di cuenta de la fragilidad de este órgano que me ponía en contacto con el mundo exterior. No quería perderlo. Cuando conseguí coger firmemente la pajita con las pinzas empecé a tirar de ella, viendo con el otro ojo cómo la córnea se deformaba de nuevo, arrastrada por el pequeño objeto. El dolor era insoportable pero intenté no moverme e ir tirando suave pero firmemente; sin prisa pero sin pausa. No quería desgarrarme el ojo en un tirón nervioso. Cuando la pajita, de aproximadamente un centímetro de largo, salió por completo de la pupila, toda la córnea se contrajo dolorosamente y luego volvió a su estado normal tras un movimiento ondulante, como un caldo espeso en el que cae una gota de aceite. Volvió a salir líquido vítreo por la herida, amarillento y espeso, y un olor putrefacto llegó hasta mis fosas nasales. Pestañeé un par de veces y con un pañuelo limpié los restos de líquido. El dolor había vuelto a desaparecer.

Cada vez me encontraba más preocupada. Con toda seguridad debería ir al médico y explicarle lo que me había sucedido. Me perdería aquel maravilloso día por culpa de algo que los médicos no acabarían de creerse. Si volvía a encontrar otro objeto clavado en mi ojo, ¿debía extraerlo o acudir a urgencias para que los médicos pudiesen ver lo que pasaba? También podía hacerme fotos. Y mientras estaba inmersa en mis cavilaciones, el dolor volvió.

Lancé un insulto al viento. ¿Me estaban haciendo vudú? Volví a mirar mi ojo en el espejo, pero esta vez ya no estaba asustada, sino más bien enfadada. Empezaba a desesperarme. Tres alfileres se habían clavado en diversas partes de mi globo ocular. Volví a quitarlos, repitiendo los pasos que había hecho hasta entonces. Más tarde se me clavaron dos tachuelas y otra pajita. Luego una aguja de coser atravesada. A los pocos minutos de extraer un objeto aparecía otro. ¿Era mi destino vivir siempre con un objeto clavado en el ojo? ¿Debía aguantar durante años tan terrible molestia? La vida me estaba cambiando en ese preciso instante. Yo jamás volvería a ser la misma. El dolor me irritaría y acabaría con mi paciencia. El malestar me volvería irascible e insoportable. Ya no podría disfrutar de nada en la vida, puesto que el dolor ocuparía durante cada segundo toda mi atención. No me preocuparía más por mis amistades, por el dinero, por mi futuro. Sólo viviría para y por el dolor, retirando con esmero cada nuevo objeto que apareciese clavado en mi ojo, y mis amistades y familiares acabarían alejándose de mí, puesto que nadie podría aguantar mi compañía. Acabaría loca y encerrada en un manicomio, atada de pies y manos y soportando para siempre el dolor. Mi vida acababa en ese momento y empezaba el infierno.

Y ante la certeza de esos pensamientos, fue entonces cuando todo cambió y yo jamás volví a ser la misma.

15 octubre 2008

Las doce

Son las doce de la noche y no puedo dormir.

Hace tiempo que no consigo controlar mi horario de sueño. Echémosle la culpa al estrés, o a los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá a las pastillas que producen somnolencia durante el día e insomnio por la noche. Pero desde hace bastante tiempo siempre son las doce de la noche y nunca puedo dormir.

Enciendo el televisor con el volumen en un susurro. En algún canal darán alguna serie que me haga dormir, o al menos que me ayude a no sentirme tan sola mientras tengo los ojos cerrados. Programo el apagado automático para dentro de ciento veinte minutos. Espero haberme dormido antes. Lo malo es que puede pasar una hora y yo sólo he conseguido dar vueltas y más vueltas en la cama, ahora a la izquierda, ahora a la derecha, y entonces miro el temporizador y click! vuelvo a ponerlo a ciento veinte minutos. Como si el tiempo no hubiese pasado; de algún modo siguen siendo las doce de la noche y yo sigo sin poder dormir.

En las noches de verano también conecto el ventilador. Curiosamente el tiempo máximo del temporizador también es de ciento veinte minutos. Entonces programo televisor y ventilador, y automáticamente pienso: “¿Me despertará el ensordecedor silencio cuando ambas máquinas se detengan a la vez?”. Nunca me ha pasado, pero no puedo evitar hacerme siempre la misma pregunta. De hecho, creo que sería como cuando en una sala llena de ordenadores y con el aire acondicionado al máximo alguien estornuda y de golpe hay un apagón general. El silencio que se produce de repente es, me repito, ensordecedor. Como si alguien cogiera una cacerola y la golpeara junto a tu tímpano. O como cuando en una noche cualquiera no te despiertan ni el ladrido de los perros ni los truenos de una tormenta, pero sí el maldito zumbido de un minúsculo mosquito. Pero siguen siendo las doce de la noche, y yo sigo sin poder dormir.

A veces intento leer. Lo malo es que últimamente no me apetece demasiado leer, y el último libro que terminé (de un tirón, y a las dos y media de la madrugada) me hizo llorar y, la verdad, empiezo a estar cansada de llorar. Y miro mi estantería y veo los libros que me esperan ahí, pero todavía no es el momento. Me temo que es culpa del estrés, o de los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá de las pastillas que te suben el ánimo pero que te rebajan el nivel de concentración. De cualquier modo siguen siendo las doce, como siempre, y no puedo ni leer ni dormir.

Lo malo de todo esto es el círculo vicioso que genera. Porque a la mañana siguiente no hay que madrugar, pero aun así uno se despierta relativamente temprano, y después de comer le coge ese sopor tan odiosamente agradable que lo empuja a dormir la siesta. Un par de horas o tres. Y al cabo de un rato vuelven a ser las doce. Y no hay quien duerma.

Pero a veces se produce un milagro (llámesele ciencia, química o drogas) y a las doce y cinco es posible conciliar el sueño. Pero ¡oh! Entonces vuelven las pesadillas. Cuanto más duermo más pesadillas tengo. Y se repiten. Puede que el entorno cambie, pero las personas suelen ser las mismas. Y las situaciones, las de siempre. Esas situaciones que me han quitado el sueño y que me persiguen cuando al final puedo dormir. Peleas, decepciones, gritos… Cuando no son las doce de la noche y puedo dormir, revivo situaciones dolorosas del día a día. Casi prefiero estar despierta; de cualquier modo esas situaciones siempre están en mi cabeza. Casi prefiero poder controlarlas. Casi prefiero no haberlas vivido. Casi prefiero no tener que pensar en ello.

El inconsciente es poderoso y traidor, pero hay que saber reconocer y entender las señales que ofrece. Por eso, a las doce de un día cualquiera, algo cambia y se toma una decisión. A veces las decisiones son borrosas y vagas como los sueños, o inquietantes y aterradoras como las pesadillas, y se quedan siempre flotando en ese etéreo que es nuestro pensamiento, tan lejos de la acción. Hasta que se decide tomar una decisión.

Ahora son las doce de la noche y sigo sin poder dormir, pero al menos ya no hay pesadillas. O no son tan recurrentes. Quizá se deba al estrés post-traumático, o puede que al síndrome de abstinencia de las pastillas de la felicidad, o tal vez a la seguridad y vértigo que ofrecen un millón de puertas cuando se abren y dejan pasar la luz. No lo sé todavía, pero pronto serán las doce de la noche y estaré durmiendo plácida y naturalmente hasta que el equilibrio vuelva. Hasta el momento en que las pesadillas se marchen y al fin los sueños vuelvan con fuerza...

11 octubre 2008

De un día de guerra

Un moderno avión de combate sobrevuela el frondoso bosque colindante a Ciudad. Ciudad es un mundo de máquinas y polución, un enorme laberinto de hormigón, acero y cristal monocromo que alberga en su interior todos los males del mundo, cual caja de Pandora sin abrir. Sus habitantes saben que hay guerra, pero la guerra queda lejos, allá donde crecen árboles milenarios que no les sirven para nada en su día a día. No les preocupa la destrucción del pulmón del planeta. Sólo quieren seguir comiendo basura y vendiendo sus vidas a cambio de dinero de plástico rígido. El resto no importa.

A lo lejos se divisan los Altos Picos, blancos gracias las fuertes nevadas del pasado invierno. La visión es espectacular: el azul radiante del cielo recortando los montes y las piedras, y a sus pies un gigantesco mar ondulado de miles de verdes. Es hermoso.

El avión despierta a la muchacha. Supone que se trata de un Vigilante. El enemigo no osaría volar tan bajo. Ha pasado la noche allí, en el gigantesco edificio abandonado, tras haber realizado la entrega para la que se la contrató. Ahora espera órdenes.

La chica se despereza con calma, aunque nunca está tranquila. No debe bajar la guardia. Recuerda con todo lujo de detalles la intensa jornada anterior: cómo se adentró en aquella frondosa jungla para llegar a pies del enorme edificio. Su misión era llegar a la azotea sin ser vista, y su camuflaje termo-óptico se lo puso sencillo. Cuando consiguió alcanzar su objetivo depositó el maletín negro en la marca que se había señalado. Una vez realizada la entrega recibió órdenes de mantenerse a la espera y pasar la noche oculta en la segunda planta de la construcción semi derruida. Para no ser descubierta, la muchacha no se despojó de sus ropas negras y se acostó cerca de uno de los enormes ventanales, con su rifle cerca de su cuerpo. El único calor que podía llegar a sentir era el de la pólvora.

A los pocos minutos de despertar recibe las nuevas órdenes. Un equipo especial de apoyo se reunirá con ella en las instalaciones para sacarla de allí. Al parecer las cosas se están poniendo bastante feas cerca de la frontera, y a pesar de que la zona parece ser segura, algún detalle ha puesto nerviosos a sus superiores. ¿Una emboscada, quizá? Aunque entrenada para las operaciones de sigilo, la muchacha sabe aprovechar cualquier ocasión para entrar en combate. Le gusta mucho esa sensación de la adrenalina recorriendo su cuerpo y la capacidad de reacción que posee ante cualquier situación de peligro. Nunca falla, nunca se equivoca. Siempre toma la decisión correcta en el momento oportuno. Por eso ella es demasiado valiosa como para perderla en una misión rutinaria.

El avión cambia el rumbo y se dirige a la azotea. Allí se detiene sin parar los motores. Se escuchan pasos rápidos y sonidos metálicos. Al instante entran cinco personas en la gigantesca sala en la que se encuentra la mujer. El avión inicia su despegue y se marcha.

Uno de los hombres se deshace del aparatoso casco que cubre su cara. Sudando, mira a la chica.

– La zona es segura, pero no por mucho tiempo. Hay que salir de aquí.

Ella lo mira desconfiada. No se fía del trabajo en equipo; no le gustan los espías.

– ¿Cuándo? –pregunta tranquila.

– En unas horas. Te avisaremos cuando esté todo preparado.

– ¿Quién os envía? ¿Es él? –vuelve a preguntar la muchacha clavando sus oscuros ojos en los del hombre, azules como el cielo sobre sus cabezas.

– Sí –responde el hombre, muy seguro de sí mismo. La mira unos instantes y continúa:– Nuestra misión es asegurarnos de que llegas sana y salva a Ciudad.

Ella suelta una risita descarada.

– No necesito ayuda, gracias. –Acto seguido se da la vuelta y se dirige a la posición en la que ha estado durmiendo. Pero el hombre la sigue y le coge de un brazo. Ella no tiene intención de pelear, al menos de momento, por lo que se gira con calma.

– Mira, nuestras órdenes son esas y vamos a cumplirlas, ¿entendido? –escupe sin miramientos. Tiene el ceño fruncido, pero su mirada refleja respeto.

– Entendido –responde ella sin perder los nervios. De todos modos está alerta. Es la primera vez en muchos años que le envían refuerzos sin haberlos solicitado o que no se le dan órdenes de manera directa. ¿Ir a Ciudad? Intentará ponerse en contacto con su superior para pedir explicaciones.

El resto de soldados han recorrido y asegurado el perímetro, pese a todas las trampas que ha colocado la muchacha. Ahora cada uno ocupa una esquina de la planta. No se pierden de vista, pero ella hace como si no estuvieran allí. Se prepara algo de comer y duerme un poco más. Ellos siguen vigilando, incluso cuando cae la noche. Preparan turnos de vigilancia. Y así pasan las horas hasta que se hace de día.

De repente se oye a lo lejos el motor de un enorme tanque. La chica coge sus prismáticos y observa: el enemigo debe haber cruzado ya la frontera. Aunque duda que consigan localizarlos, sí verán el enorme edificio y seguramente decidirán entrar para inspeccionarlo y quizá quedarse en él.

– Mierda –susurra. Se levanta y mira a los soldados. El hombre de ojos azules la mira y le da una señal. Ella asiente mientras él se comunica por radio con la central para informar de su situación. Pero ella siempre ha preferido el trabajo en solitario, de modo que no piensa quedarse escondida esperando atacar al enemigo por la espalda. Le gusta mostrarse ante el rival y hacer de la lucha un juego limpio y en igualdad de condiciones. Por eso se mueve rápidamente hacia su mochila y empieza a preparar su armamento cerca de la ventana. El hombre de ojos azules le hace más señas para que se esconda, pero ella lo ignora. Cuando al fin divisan el tanque, todos esperan inmóviles.

El tanque marrón avanza lentamente por el camino de tierra que lleva hasta el edificio. Cuando uno de los enemigos desciende del mismo, la muchacha entra en acción sin pensárselo dos veces, obligando al resto a hacer lo mismo. Puede escuchar a la perfección un grito a sus espaldas. “¡Mierda!”, está gritando el hombre mientras da nuevas órdenes a su equipo. Entre los sonidos de cristales rotos que provoca la colisión de una bala contra el ventanal se pueden oír también los gritos de alerta del enemigo. Saben que hay alguien que busca pelea.

La mujer dispara sin piedad y acaba con tres de los soldados enemigos. Otros ocho aguardan en el tanque, que mueve despacio su gigantesco fusil hacia la ventana rota. Pero la mujer es más rápida y ha previsto esta situación; ella y el resto de hombres, todos atados por la cintura con un arnés, se lanzan sin pensarlo sobre la pesada máquina y ella coloca una potente bomba lapa en uno de los costados. Su pelo lacio y negro se mueve con violencia con cada uno de los bruscos pero certeros movimientos de la chica.

– ¡Vamos, todo el mundo arriba! ¡Ya! –chilla tras accionar un botón que recoge el cable y la devuelve a la ventana. Los cinco hombres la imitan pero uno de ellos es alcanzado en una pierna por una bala enemiga. La bomba lapa estalla y la onda expansiva lo empuja hacia una viga de hormigón, en la que rebota con fuerza. El cable consigue recogerlo antes de que el fuego lo engulla, pero está gravemente herido.

– ¿Te has vuelto loca? –le grita de nuevo el hombre de ojos azules–. ¡Has puesto en peligro a todo mi equipo!

Ella no aparta su ojo derecho de la mirilla telescópica de su arma mientras le responde con calma:

– Dime, ¿cuántas bajas enemigas habéis conseguido vosotros cinco? –Y sonríe.

– ¡Me da lo mismo! ¡Nos han enviado aquí para protegerte y ahora tengo a un hombre malherido!

– No pienso discutir contigo. Pero tampoco os necesito.

Y dicho esto le lanza una bolsa negra a los pies. Él la recoge y se la tiende a uno de sus soldados, que se apresura en abrirla y extraer todo lo necesario para ayudar a su compañero herido: gasas, alcohol de quemar, inyecciones de antibióticos de amplio espectro y un bisturí. A ella no le perturban en absoluto los gritos de dolor del soldado. Probablemente tendrán que cortarle la pierna si el equipo de rescate no llega a tiempo. O quizá se le encharque antes un pulmón debido a una costilla rota. Pero no es su problema.

Entonces recibe una llamada en su comunicador. Es la coronel.

– Tienes que largarte de ahí. Ya hemos enviado un coche que recogerá a los otros cinco. No confiamos en la seguridad de la zona, de modo que ese coche hará de señuelo. Tú deberás pasar de largo del coche y seguir por el camino de tierra hasta que encuentres otro vehículo. No deberás preocuparte por nada; tenemos a todo un equipo de hombres especializados en misiones de este tipo que te estarán vigilando vayas a donde vayas.

– Espero que estén más especializados que éstos –responde ella mirando de reojo al soldado caído–. ¿Cuánto tardáis?

– La estimación es de seis minutos y medio. Cierro la línea. Por favor, cuídate.

Luego, silencio.

El hombre de ojos azules parece haber sido informado también de las nuevas órdenes. Por un instante se miran y el mundo parece paralizarse. Luego ella recoge todas sus cosas y roba algo de munición al soldado caído. Le da un par de golpes en el hombro y le susurra al oído:

– Te pondrás bien.

Y sigue mirando por la ventana, y durante cuatro minutos y veinte segundos observa la belleza del bosque que se extiende ante sus ojos. Se pregunta cómo es posible que exista algo tan terrible como la guerra en un mundo tan bello. Es difícil creer que a unos pocos kilómetros de distancia se yergue la mayor urbe del mundo; un bosque muy distinto a éste, y más peligroso aún. Entonces ve aparecer el coche blindado por el camino. Entre dos hombres han llevado al soldado herido a la azotea, donde supuestamente será recogido por un helicóptero de rescate. Bajan todos por la ventana y cuando se acercan al coche ni siquiera se despiden. Ella sigue corriendo por el camino de tierra.

Corre tres kilómetros hasta que aminora la marcha. No se oye ningún sonido extraño, pero tampoco ve ningún coche. Sigue caminando completamente alerta. Empieza a atardecer y no quiere quedarse sin luz. Las sombras se alargan hasta que llega a una avenida de diez carriles. Escondida entre la maleza, observa los modernos vehículos ir y venir, ajenos a todo conflicto bélico. Ajenos a una agente en misión especial que los observa desde la cuneta. Ajenos a cualquier problema que vaya más allá de sus cuadradas y miserables vidas.

Un vehículo negro, similar al anterior, aminora la marcha. Ella mira y al instante corre hacia el asiento del copiloto. Ya está a salvo.

El conductor es un hombre negro, de aproximadamente dos metros de altura. Sus gafas de sol ocultan sus ojos y su cabeza desnuda brilla con el sudor.

– Bienvenida –le dice con voz grave y una media sonrisa indicadora de satisfacción.

– Ya pensaba que no vendríais a por mí. Tengo hambre.

– En la parte de atrás hay comida caliente. Un par de perritos y pizza; no es demasiado. Lo siento.

– Ya me sirve –responde ella mientras se gira a por la comida.

La autopista es larga y no hay demasiado tráfico a esas horas. A los veinte minutos la muchacha ha comido y se siente descansada. El paisaje se mueve veloz a través de las ventanas y las figuras se deforman y pierden su color lentamente a medida que el sol cae. Ella cierra los ojos y piensa que parece mentira que esa misma mañana haya acabado con la vida de diez hombres. Ahí dentro, arropada por el calor de una persona a su lado y por la comida, tiene la sensación de haber tenido un mal sueño; la guerra no va con ella, no tiene ni idea de qué va, y jamás ha sido agente especial. Ahora sólo se dirige a casa a dormir y a seguir haciendo una vida normal. Despertar por la mañana y…

Tal pensamiento le produce vértigo, y un suspiro sale de su boca cuando abre los ojos y se incorpora en el asiento.

– Te quedaste dormida. ¿Una pesadilla? –pregunta el hombre con pinta de gángster.

Ella no responde. No puede imaginarse el vacío al que se enfrentaría de tener una vida normal. No sabría qué hacer. Mira por la ventanilla y ve que el tráfico ha aumentado. A lo lejos se dibuja el artificial horizonte de Ciudad.

– Estamos llegando –le informa él.

A medida que se acercan a Ciudad el tráfico se vuelve cada vez más denso y todas las arterias principales de la urbe sufren continuas retenciones. Ellos se dirigen a la zona Oeste, tal y como les indica el GPRS del vehículo. Cuando se detienen ante un semáforo en rojo el hombre se quita el cinturón.

– Tengo que dejarte. A partir de ahora conduces tú. En cuanto el semáforo se ponga en verde recibirás una llamada con las indicaciones de tu destino. Tienes preparado un alojamiento. Ha sido un placer. Cuídate y llega a vieja, ¿querrás? –y dicho esto, se baja las gafas de sol y le guiña el ojo.

Sale del coche y ella se mueve al asiento del piloto mientras ve cómo el gigantesco hombre se aleja perdido entre la multitud que está cruzando el paso de peatones. Luego mira el volante y por un momento tiene la sensación de no poder conducir aquel vehículo de última generación. Quizá se deba a que hace demasiado tiempo que no pilota un turismo, por muy militarmente preparado que éste esté. O quizá es una duda mucho más interna; por un momento piensa en que nunca sabe qué va a hacer hasta recibir órdenes. Siempre esperando, siempre cumpliendo. Cuando el semáforo se pone en verde y el comunicador comienza a sonar, ella espera unos segundos antes de responder, mientras se imagina a sí misma entrando en cualquier habitación de cualquier hotel, metiéndose en cualquier cama y durmiendo como cualquier persona normal para despertar por la mañana y...

05 octubre 2008

De las marcas de sogas en mi cuerpo

No puede ser cierto. En el fondo sigo sin poder creer lo que están viendo mis ojos. ¿Por qué tengo todas estas marcas sobre mi piel?

Llevo ya unos días así. Al principio pensé que quizá se me estaban marcando las sábanas en las piernas o la goma de pelo en la muñeca, pero ese tipo de señales no duran todo un día, ¿cierto? Y no sólo no se van, sino que cada vez hay más. Empiezo a estar asustada.

El primer día desperté con unas ligeras molestias en las muñecas y los tobillos. Apenas recordaba lo que había soñado, pero estaba convencida de que había visto sogas. Había estado atada de manos y pies. Me sentía inquieta, por lo que con toda seguridad había sido una pesadilla; me había estado pasando algo malo. Cuando salí de mi cama y me dirigí al baño me froté las muñecas y, como el malestar no cesaba, las miré. Unas marcas oscuras cuales tatuajes me desvelaron por completo. El corazón se me aceleró cuando decidí mirar mis tobillos, y me quedé paralizada cuando vi que las mismas marcas aparecían también en esa zona.

Por un momento pensé que seguía soñando o que estaba teniendo alucinaciones. Intenté olvidarme de lo que acababa de ver a medida que el malestar remitía; me lavé la cara y los dientes, me di una ducha y me vestí con manga larga. Pensaba que si ocultaba las marcas éstas desaparecerían. Estaba muy equivocada.

Al día siguiente volví a despertar con malestar en muñecas y tobillos, pero éste era más agudo que el día anterior. Asustada, miré y vi que las señales se habían duplicado. No podía creer lo que veían mis ojos. Más tarde ese día comenté con un amigo lo que me estaba pasando y le mostré las marcas. Su mirada fue tan expresiva que no necesité que dijera nada: parecía que una maldición había caído sobre mí. Me quedé helada y la angustia se apoderó de mí, congelando mi cogote y durmiendo mis extremidades. Quise llorar pero no pude. Siempre se ha dicho que la esperanza es lo último que se pierde, pero lo que más dolor me causaba era no poder librarme de la maldita esperanza; mi mente, cual gato enjaulado, buscaba desesperada alguna explicación, alguna salida, aun sabiendo que éstas no existían.

Con cada día que ha pasado, una nueva marca ha aparecido. Ahora tengo los brazos completamente oscurecidos por las marcas, al igual que las piernas. Incluso han aparecido otras dos alrededor de mi cuello y en mi cintura. Ya no me molesto en esconder mi maldición, y casi me he acostumbrado a las miradas de lástima, pena e impotencia de la gente que me ve. Imagino que queda poco para el final.

La gente está sorprendida. No entienden por qué me tiene que pasar esto a mí. Lo que quizá más me preocupa y me provoca una sensación horrorosa de vértigo es que parece que todo el mundo sabe lo que me está pasando y cuál será mi final. Todos menos yo. Es como si todo el mundo supiese que los tres reyes magos no existen y yo siguiera creyendo en ellos. O como si fuese la única persona en todo el planeta que no sabe quién es Caperucita Roja. Un secreto a voces del cual nunca se ha hablado, ni en la privacidad del hogar ni en programas basura a altas horas de la noche. Y me siento muy ofendida.

Ofendida porque nadie me ha hablado de eso nunca. Ofendida y muy, muy enfadada porque, aunque la gente me muestra mucho apoyo, nadie quiere contarme nada. Parece como si fuera a contagiarles. ¿Qué sabrán ellos? Seguramente a ninguno le tocará pasar por lo que yo estoy pasando. Sí, les doy lástima, pero al mismo tiempo tienen miedo. Miedo a ser los siguientes o a que sea capaz de vengarme, como en cualquier película japonesa de terror. De hecho sé que tienen ganas de que me vaya de una vez por todas, e intuyo por sus miradas y gestos que debe faltar poco, para así poder volver a sus tranquilas vidas mientras esconden la cabeza ante la evidencia de que la maldición existe, de que es muy real. Y seguirán viviendo atemorizados durante muchos años intentando convencerse de que son felices y de que poseen el control sobre todas las cosas de su vida. Pero cada vez que duerman su subconsciente despertará y les recordará que el peligro sigue ahí, por mucho que lo ignoren y que hagan ver que no existe.

En cierto modo me siento aliviada e incluso orgullosa de mi situación. Porque al menos sé a lo que me estoy enfrentando. Bueno, no lo sé del todo porque como ya he dicho nadie quiere hablar del tema; pero al menos no viviré continuamente con la sensación de “¿Seré la siguiente? ¿Me sucederá a mí algún día?”. La maldición ya está aquí, en mi propio cuerpo, esperando que éste se pudra para adueñarse de mi alma. Y por otro lado también pienso que al menos durante mi corta vida no he estado sufriendo a escondidas. Bendita ignorancia. Un día no lo sabes, y al día siguiente lo tienes que aceptar. Rápido, certero, sin confusiones, sin eternas esperas. Lo que ves es lo que hay, te guste o no.

Cierto, estoy muy asustada. Básicamente nunca me ha gustado sufrir. Muchas veces y como el resto de las personas (y quien diga lo contrario, se miente a sí mismo) he imaginado cómo será morir. No me refiero al modo de morir (muerte natural, larga enfermedad, accidente, etc). No; me llama mucho más la atención el momento exacto en el que el cuerpo deja de funcionar y libera el alma. Esa fracción de tiempo inexistente que tanto cambia la vida a los demás. Y visto así tengo la suerte de saber con toda certeza que me queda poco para averiguarlo, y que una vez lo sepa entonces seré yo quien posea el secreto que nadie sabe, y quien quiera preguntarme no obtendrá la respuesta deseada.

Supongo que es la rabia la que me hace hablar así. Nunca he querido morir. Muchas veces tampoco he sabido qué hacer con mi vida. Pero no quiero morir. Más que nada por la cantidad de cosas que me quedan por vivir y ver. Bueno, quién sabe, quizá desde el lugar en el que esté (porque habiendo una maldición, imagino que habrá algún lugar al que ir después) podré seguir observando. Tampoco me preocupa. Sólo me preocupa el sufrimiento.

Es curioso cómo los sentimientos van cambiando lentamente a medida que pasan los días. Primero me asusté muchísimo y más tarde me desesperé; también pasé por la fase de negación, por la de depresión y tristeza, y ahora mismo estoy en la fase de rabia. Rabia en concreto; nada de rabia esparcida sin sentido. Rabia hacia todas esas personas que sabían algo que yo no sabía. Rabia y enfado e ira por haber sido tan ridículamente estúpida que ya no sé si la gente me mira con pena por mi nefasto destino o por haber sido tan ridículamente estúpida. Y eso me saca de mis casillas.

Las marcas ya no duelen, pero la visión sigue siendo horrible. Mi piel está cada vez más oscurecida y algunos lunares sangran, tal y como harían al contacto de una soga. Todo el mundo mira y hace ver que no ve. Todos quieren negar lo evidente y seguir haciendo sus vidas, y sé que se sienten aliviados porque no les ha tocado a ellos. Perdonad, pero es cuestión de puntos de vista. Ya lo he explicado más arriba.

Supongo que el momento no tardará en llegar. Me espera una mujer vestida con un kimono blanco y con el pelo negro y lacio cayendo sobre sus hombros. Lleva un enorme lazo rojo en la cintura, y camina con la cabeza agachada, por lo que no puedo ver su rostro, aunque sus manos indican una palidez casi espectral. Y a su alrededor sólo hay niebla oscura y caótica, en la que parecen dibujarse otros tantos brazos grises, desnudos y sin vida que vienen a buscarme. No sé qué le he hecho, pero ese es mi destino, y quizá lo que para todos es una maldición se convierta en algo que ningún humano todavía ha podido imaginar. Pero en cualquier caso esta maldición me ha abierto los ojos ante la hipocresía, el egoísmo y la falsedad de las personas. Y una vez descubierto eso, espero con los brazos abiertos a que la mujer venga a buscarme y termine con el sacrificio que empezó.

01 octubre 2008

Del zoológico invisible

Hace un año me fue mostrado un lugar secreto. Lo cierto es que no recuerdo si lo encontré yo o si alguien me dio alguna pista para encontrarlo; quizá fueron ambas cosas las que me permitieron ver donde la gente solía mirar sin interés.

Entre las paradas de Plaça de Sants y Hostafrancs, de la línea roja del Metro de Barcelona, allí donde todavía hoy se sigue construyendo la parada de Mercat Nou, sólo hay hueco para hormigoneras, grúas y demás material de construcción. Un paraje yermo y triste por el que pasan convoyes cada tres minutos, llenos de gente que sólo se mira a los pies o al ombligo.

Me dirigía yo al trabajo una mañana que amenazaba tormenta cuando, como siempre, quise observar por la ventana. Y entonces lo vi: una especie de túnel acuoso tapaba todo el solar, y tras sus paredes azuladas se podía entrever un micromundo lleno de vida y de colores. Una multitud de gente entraba y salía del recinto, dándole un toque de centro comercial al mismo. Yo miré a mi alrededor para ver si alguien más había reparado en la construcción, pero dentro del vagón la gente seguía impasible como cada día, con sus caras amargadas, tristes, somnolientas o simplemente abstraídas. Algunas personas también miraban hacia el exterior, pero nadie parecía haberse percatado de ese cambio. Imagino que uno debe tener la mente libre y abierta para que este lugar mágico le sea revelado.

Como no acababa de creer lo que estaba viendo, durante unos días continué con mi rutina, mirando siempre por la ventana cuando llegaba a ese tramo de la línea de metro para comprobar que aquello no era una ilusión óptica. Lo malo es que no tenía a nadie con quien compartirla o a quien mostrar mi secreto; seguro que si lo explicaba en el trabajo me tomarían por loca (esta vez demasiado en serio). Pero una mañana un hombre sentado delante de mí me miró sonriendo cuando notó que yo observaba impresionada lo que nadie más podía ver.

– Me alegra que puedas verlo –me dijo el hombre.

Yo lo miré de reojo y me quité los cascos, que siempre me acompañaban en cualquier trayecto. Le pregunté desconfiada:

– ¿Perdone?

– Que me alegra que puedas verlo –me respondió él sin dejar de sonreírme. Yo me puse ligeramente nerviosa.

– ¿Ver el qué? –pregunté para defenderme ante ese posible lunático. Aunque ¿quién estaba siendo más lunático de los dos?

– Pues el zoológico invisible –susurró a mi oído tras acercarse unos centímetros.

– ¿Usted…? –comencé yo titubeante–, ¿usted también lo ve? ¿Esa especie de construcción acuática? Parece una piscina transparente; es como si el agua se sostuviera por arte de magia en el aire.

El hombre soltó una suave carcajada de satisfacción que me dejó ligeramente perpleja, aunque me tranquilizó bastante. Me quedó claro que no se trataba de una visión.

– Jovencita –me dijo–, te aconsejo que lo visites y, si puedes, lleva contigo a alguien de confianza. Cuando hayan acabado de construir la parada de Mercat Nou este lugar se trasladará a algún otro sitio, y sería una pena que te lo perdieras antes de que eso ocurra. –Y dicho esto se acomodó en su asiento, cruzó los brazos sobre su pecho e hizo como si me ignorara, como si esa conversación no hubiese tenido lugar.

Pero a mí esa corta conversación con un extraño me había convencido; iba a hacer caso a ese hombre. Avisaría a mi mejor amiga y a un compañero de trabajo, y me los llevaría a ambos a ese supuesto zoológico. Lo principal era asegurarse de que ellos también podían verlo.

De modo que un día quedamos los tres y los llevé caminando desde la estación de Plaça de Sants hasta las obras de Mercat Nou. Yo ya les había explicado que allí había algo que poca gente podía ver, y aunque ambos eran personas bastante escépticas me dieron una oportunidad. Me alegré mucho al ver la cara de sorpresa de mi amiga cuando, a medida que nos acercábamos al gigantesco solar, se aparecía ante sus ojos el inmenso cubo de agua. Mi compañero, en cambio, parecía defraudado consigo mismo al no poder ver nada.

Mi amiga y yo le convencimos de que la construcción era real y que debía esforzarse un poco más para verla. Mientras tanto buscamos algún lugar que nos llevara hacia la entrada. Cuando llegamos a uno de los laterales del cubo se me ocurrió tocar su superficie, a pesar de las advertencias de mi amiga.

– Realmente parece agua, aunque algo más densa –les dije cuando rocé con mis dedos ese extraño material–. Pero fijaos, puedo introducir mi mano sin que se moje. –Aquello pareció despertar el sexto sentido de mi compañero, que dio un respingo para después susurrar:

– Tenéis razón.

Entonces nos dimos cuenta de que girando a nuestra derecha se encontraba la entrada al recinto, ya que de ahí salía bastante gente y otras personas, sobretodo parejas, desaparecían por ese lado. Cuando llegamos allí vimos los tornos y la taquilla en la que comprar las entradas.

– Aprovechamos, ¿no? –dije yo con entusiasmo. Y me hice con tres entradas.

Aunque desde fuera el recinto parecía un cubo grande pero no demasiado alto, enseguida nos dimos cuenta de que éste tenía varios pisos de altura y que se adentraba en un túnel oscuro, en el que con toda probabilidad se guardarían los trenes para ser reparados o almacenados. El líquido del que parecía estar construido el cubo se mantenía abierto en forma de puerta para permitir la entrada y salida de las personas. El primer piso, donde nos encontrábamos, parecía un enorme supermercado abarrotado de objetos, con la salvedad de que en este caso lo que allí se exponía eran animales de todo tipo. En uno de los pasillos se mostraban gigantescas estanterías repletas de jaulas de cristal con multitud de reptiles en su interior, desde la más simple de las lagartijas hasta la más peligrosa de las serpientes. En el pasillo de al lado se encontraban los insectos: arañas de todas las especies, hormigas, cucarachas, mariposas y polillas, escarabajos y un largo etcétera. Más al fondo comenzaba la sección de mamíferos, desde los más pequeños como perros o gatos hasta enormes osos, tigres y panteras.

Subimos a la segunda planta, en la que encontramos los pájaros. Sin entender muy bien cómo, todo tipo de plantas y árboles crecían sobre un suelo de madera vieja, y las aves volaban tranquilas y mansas entre sus ramas. Aunque no había ninguna separación visible entre cada especie, los animales no se mezclaban: los alegres periquitos y canarios tenían su lugar, así como las cacatúas y cotorras; un poco más lejos, cóndores, águilas y buitres se mostraban en todo su esplendor. También pudimos ver algunos pavos reales y avestruces, algún que otro kiwi e incluso pollas de agua.

– ¿Cóooomo? –dijo mi amiga sin parar de reírse cuando dije el nombre de ese ave.

– ¡No es broma! –le dije–. Las pollas de agua son animales parecidos a gallinas, les cuesta mucho volar y viven cerca de costas y humedales. ¡De algo me tenía que servir la colección de tarjetas de animales que me compró mi madre cuando era pequeña, tía! –añadí riéndome.

Mi compañero, que no solía hablar demasiado a no ser que se le realizara alguna pregunta concreta, sonrió ante tan absurda conversación. Seguimos caminando hasta que llegamos a las escaleras que llevaban al tercer piso.

En esta ocasión se podían comprar todo tipo de utensilios y enseres para el cuidado y cría de cualquier especie viviente. Para los menos atrevidos existía una amplia gama de merchandising como carteras para ir al colegio, estuches y monederos, tazas para el café o infusiones, entre otros objetos más típicos de una tienda de todo a un euro. Encontré las escaleras que subían hasta el cuarto piso, y a pesar de que se estaba haciendo tarde decidimos subir. Mi amiga y mi compañero parecían haber hecho buenas migas y desde hacía un rato no paraban de hablar. Cuando les grité desde las escaleras si subían conmigo o no, sólo recibí un “Ves tirando, ya iremos” que me decepcionó bastante.

Como era lógico, faltaban los animales marinos. Delfines, todo tipo de peces de agua dulce y salada, ballenas, focas y tantos otros convivían en unas gigantescas piscinas. El lugar era precioso y estaba muy iluminado; ni los más selectos balnearios podían competir con aquellas increíbles instalaciones. Pasadas un par de piscinas abiertas, en las que estaba permitido tocar a los animales, había un par de tiendas de regalos. Una muchacha vestida de rojo se acercó a donde yo me encontraba para informarme de que, si me apetecía, podía subir al piso de arriba a tomar un baño, a lo que no tardé en responder afirmativamente.

Cuando subí al último piso me encontré con una pequeña piscina oscura en la que sólo había una chica de aproximadamente mi edad. La habitación me recordó vagamente a la piscina de mi gimnasio de barrio. Había mucho vapor y el ambiente era demasiado cálido y agobiante. A la chica no le pareció demasiado bien verme aparecer por allí, ya que frunció el ceño en cuanto le dije hola. Tenía el semblante enfadado y de repente me dijo:

– No deberían haberte dejado pasar. ¡No deberían! Estoy harta de no estar nunca tranquila.

No me dio tiempo a responderle, puesto que me giró la cara y se zambulló en el agua. Mi sorpresa fue enorme cuando me di cuenta de que una sirena acababa de hablarme.

Al parecer la muchacha que me había guiado hasta allí debió de haber oído la corta conversación, puesto que apareció por el pasillo a los pocos segundos y me pidió disculpas.

– Lo sentimos muchísimo –me decía–, normalmente está de buen humor, pero lo mejor es que ahora la dejemos en paz.

Cuando volvimos a la planta de animales acuáticos allí se encontraban mis dos compañeros. No había demasiada gente en aquel lugar, y mientras mi amiga y yo íbamos a comprar algún detalle como recuerdo de aquel magnífico y extraño zoológico, mi compañero se perdía entre las distintas piscinas y charcas, observando cada especie como si fuese la primera vez que la veía.

Mi amiga y yo, no sé muy bien por qué, discutimos acerca de lo que debíamos comprar, por lo que finalmente salimos sin haber gastado un euro, yo pidiéndole disculpas al joven empleado de la tienda y asegurándole que volveríamos después. (Tengo que añadir aquí que, aunque fuera sola, yo iba a volver, ya que el chico me había llamado mucho la atención). Entonces vimos entrar a un hombre muy atractivo que, tras hablar con la muchacha del puesto de información, se dirigió con paso firme hacia una de las piscinas en forma de laguna para luego meterse en el agua.

¿Estaba permitido hacer eso? Mis dos acompañantes ya estaban bastante aburridos del lugar, por lo que mientras yo observaba maravillada lo que sucedía en esa laguna ellos decidían marcharse. Yo les pedí que por favor se quedasen cinco minutos más; al fin y al cabo había sido yo quien les había mostrado aquel extraño lugar, y me lo debían. Mientras ellos se decidían pude ver cómo el hombre se acababa de convertir en un pequeño tiburón. Completamente perpleja, le pregunté a la muchacha de información de qué iba todo eso.

– Cada uno de nosotros tenemos nuestro afín acuático –me explicó con su sonrisa bien ensayada–. En realidad tenemos varios afines, y el agua de estas piscinas permite a quien lo desee convertirse en su afín y disfrutar de lo que ese cambio conlleva.

– ¿Hay algún requisito específico para poder probarlo? –le pregunté yo.
– Sí –respondió ella de manera automática–. Si se tiene algo de fobia al agua, lógicamente lo mejor es no intentarlo. También se deben cumplir ciertos requisitos en cuanto a estatura y peso, ante todo para los más pequeños y la gente de la tercera edad. Pero por tu constitución y la de tus amigos no vais a tener ningún problema.

– ¡Eh! –grité a mis dos acompañantes, que se giraron a la vez–, voy a meterme en una de las piscinas, ¿queréis verlo?

Mi amiga me miró algo nerviosa:

– La verdad, no sé si es buena idea… Y además se me está haciendo tarde… Debería irme.

– A mí también se me está haciendo tarde –agregó mi compañero–. Creo que vamos a ir saliendo.

– Bueno –respondí ligeramente enfadada–, esperadme abajo si queréis.

Mi amiga se desapareció por las escaleras, pero mi compañero se quedó deambulando cerca de donde yo me encontraba.

“Bien, veamos cuál es mi afín acuático”, pensé. Y justo antes de introducirme en el agua, el tiburón que había sido un hombre me habló:

– ¡No te lo pienses! ¡Esto es increíble!

Y así lo hice, y me convertí en un pececillo tropical de brillantes colores. De repente me encontraba nadando bajo el agua sin necesidad de aire y respirando con normalidad (para un pez, se entiende), e incluso podía hacer acrobacias y saltar de una piscina a otra. La sensación de libertad era tal que quise quedarme allí, pero no sola. Asomé mi cabecita por encima de la superficie y llamé a mi compañero:

– ¡Prueba esto!

– Creo que paso… –me dijo tras mirarme atentamente unos segundos. Y dicho eso me dio la espalda y desapareció sin más. “Ya hablaré con él cuando le vea”, pensé para mis adentros. Y seguí nadando y jugando, y aunque al cabo de un rato me pregunté si al salir del agua estaría desnuda, pensé que lo mejor es no darle mayor importancia; ya me preocuparía cuando tuviese que volver.

Entraron un par de personas más en el agua; una chica se convirtió en una foca y el chico en un pez manta. Me pregunté si eso tenía alguna explicación o relación psicológica, pero ya me informaría más tarde. Tras nadar y jugar un rato con ellos decidí salir del agua. Estaba seca y vestida. Y muy satisfecha por haber vivido esa experiencia,

En la planta inferior, donde se vendían todos los regalos y souvenirs, me encontré a mis dos acompañantes, que me habían estado esperando. Yo seguía ligeramente enfadada con ellos, pero no pude evitar explicarles lo que había vivido. Y aunque no dejaban de mirar sus respectivos relojes me prometieron que volveríamos otro día. Me supo mal que no compartieran mi entusiasmo, pero ¿qué podía hacerle? Y así abandonamos el edificio.

Desde ese día espero volver a encontrarme a aquél hombre que me habló del zoológico en el metro y que me animó a visitarlo, pero desgraciadamente no lo he podido localizar. Quiero darle las gracias por haber compartido su conocimiento conmigo y por haberme ayudado a disfrutar de tan hermoso lugar. De todos modos, desde hace un tiempo me he fijado que el cubo de agua se está diluyendo, como si fuera un fantasma que poco a poco va desapareciendo. Imagino que es a causa del avance de las obras; cada vez con más frecuencia lo traspasan sin saberlo multitud de camiones y de obreros. Me gustaría saber en qué lugar aparecerá cuando se vaya de aquí, pero siempre me quedará la satisfacción de saber que he sido una privilegiada al haberlo descubierto. Y por favor, cuando paséis por Mercat Nou, intentad abrir vuestras mentes y quizá podáis ver el zoológico invisible; si lo conseguís, ¡no dudéis en entrar!

20 septiembre 2008

De un único beso

Una solitaria jovencita, todavía inocente aunque tempranamente decepcionada con el mundo, camina con su vieja y desafinada guitarra por una amplia avenida cercana a su colegio. Ha vuelto de casa de una compañera de clase tras unas horas cantando y riendo en su terrado. Pero aun habiendo reído y cantado se siente triste.

El ambiente ha refrescado y la joven necesita calor para no dejarse llevar por la ilusión de luces de neón azul y anuncios baratos que regalan felicidad de marca a cambio de unos papeles cuyo único valor es un bien subjetivo. Quiere ir un poco más allá; quiere sentir. Mira a su alrededor para ver únicamente coches de colores apagados, asfalto gris y cielo nublado. Incluso el verde de los árboles no brilla como debería. “Quizá caiga una tormenta”, piensa desganada.

No le apetece volver a casa. Se sienta en un banco, saca su guitarra y toca para la multitud que sólo existe en su cabeza. Pues el resto de gente la mira de manera extraña. “Molestas”, dicen sus ojos. “Estorbas”, cantan sus pasos. “Sobras”, cuentan sus giros de cabeza. Y ella recoge su guitarra y sigue caminando.

Y entonces se encuentra con el esplendor de dos hermosos dragones dorados volando en un atardecer sangriento sobre una interminable muralla blanca, entre nubes de papel arrugado y por encima de ríos, lagos y montañas de cartón piedra. Y ella mira sus ojos verdes y se deja llevar por sonidos que apenas reconoce, cuerdas suave y decididamente acariciadas en una lejana escala que evoca lluvia y paz.

Entra en el subterráneo, alejado de los ojos de aquellos que pueden ver pero no saben mirar. El rugido de los motores de la gran avenida parece el eco de una tormenta de verano cuando la muchacha entra en el templo sagrado del saber milenario. Tranquilo aun estando repleto de gente. Silencioso pese a las incontables conversaciones. Acogedor a pesar de ser un lugar completamente desconocido.

Pide algo para beber y se sienta en una mesa granate. Observa el techo, artificial firmamento regido por el fénix y el dragón, lo femenino y lo masculino, el yin y el yang. Querría quedarse en ese maravilloso lugar para siempre.

Se dirige al baño. Y cuando sale de él, allí está el muchacho. Delgado, de pálida piel y ojos oscuros y rasgados. Ella se queda paralizada mientras él la desnuda con la mirada. “Tantos años”, le dicen sus ojos, “tantos años viéndote y al fin puedo tenerte delante”. Y ella piensa: “Tantos años… Tantos años observándote servir mesas y chapurrear español y ahora...”.

Y entonces él se dirige a ella de esa forma brusca que sólo los orientales parecen haber aprendido con el arte de la guerra, y su cara queda a pocos milímetros de la de ella. “No hay demasiado tiempo”, piensan los dos sin articular ningún sonido. Y ella se mueve y lo acorrala entre su joven e inmaduro cuerpo y la pared, y se acerca poco a poco a sus labios mientras él se amolda suavemente a su gesto, y cuando sus labios se encuentran la calidez de tan leve contacto humano llena un poquito más el alma perdida de la muchacha. Y el mundo parece girar y girar a su alrededor cuando sus lenguas se entrelazan apasionadamente, como dos amantes largo tiempo sin verse; sus bocas se amoldan a la perfección, llenándose ambas sin dejar ningún resquicio para el vacío. La muchacha despierta a un mundo de sensaciones jamás vividas, despertando también su cuerpo palpitante y deseoso de caricias. La calidez de la boca de él recorre el cuerpo de ella hasta su entrepierna mientras su corazón parece querer salirse del pecho. Y así sucede el más hermoso de todos los besos que se hayan dado jamás sobre la faz de la tierra, fénix y dragón en un abrazo celestial, perdidos en un mundo de demonios occidentales.

Pero no hay tiempo, y ambos lo saben. Una vez saciada su mutua curiosidad por el otro se separan lentamente y se miran a los ojos, sin emitir ningún sonido. Ambos se desean, más allá de idiomas y culturas, de prejuicios y peligros. Ambos se temen, tan cercanos y al mismo tiempo desconocidos, tan desarmados ante el deseo pero siempre atentos a un posible ataque desconfiado. Él sonríe; ha querido ofrecerle esos minutos como regalo. Ella devuelve agradecida la sonrisa, sabiendo que ese momento no se volverá a repetir, pero no es necesario, puesto que quedará grabado en su retina para siempre.

La muchacha camina sonriente hacia la puerta, pasando por delante del joven chino que sin perder la sonrisa la sigue con la mirada. Y ella ya no se atreve a mirarle a los ojos, de modo que cuando pasa por su lado le hace una leve reverencia con la cabeza, y él se la devuelve. Respeto mutuo. Satisfacción conseguida. La comunión de dos almas solitarias atrapadas en un extraño lugar.

Jamás volverán a verse; el muchacho dejará de trabajar en ese restaurante y ella conocerá otras almas similares, aunque no podrá olvidar la pasión de ese único beso. Y desde su estantería, la interminable colección de dragones chinos que a partir de entonces comenzará le devolverá siempre algo de ese momento.

11 septiembre 2008

De mi secuestro

Os voy a explicar cómo llegué hasta aquí y el cambio brusco que dio mi vida en apenas unos segundos, mientras desgrano cada minuto, cada hora de mis pensamientos en busca de respuestas en esta sucia y polvorienta habitación que se ha convertido en mi hogar sin yo haberlo elegido. Desconozco todavía los motivos superiores que han movido a todas las personas que me rodean a estar aquí, y añoro todas las cosas que ya no podré hacer, pero aguardo expectante el nuevo día en el que quizá logre entender qué papel tengo yo en este gigantesco, aunque invisible, tablero de juegos subterráneo.

Era una soleada mañana de martes cuando me encontraba con mi madre en la cocina almorzando. Hacía bastante calor, y yo sólo llevaba, como cada vez que me levantaba, unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes; el vestido caqui de mi madre me hacía cosquillas en las piernas mientras ella se balanceaba de izquierda a derecha, irritante costumbre que había adquirido cuando fumaba. Yo le daba vueltas ausentemente al café, sentada sobre el frío taburete de metal azul.

– Deberíamos vaciar el cenicero, ¿no? –dijo mi madre de repente con una sonrisa. Me quedé observando el recipiente repleto de colillas, en el que parecía no caber ni una mota de ceniza más, y con una sonrisa le respondí:

– No creo que haga falta… –Y continué con una mueca de humor:– Siempre podemos jugar a hacer figuritas e intentar interpretar qué son.

Mi madre se rió; últimamente se encontraba de buen humor, lo cual era todo un alivio para mi padre y para mí. Terminé el café mientras intentábamos explicarle tal tontería mañanera a mi padre para que se riera un poco, sin apenas conseguirlo; estaba demasiado dormido. Tras el café me preparé para otra larga jornada laboral.

No sé si fue debido a la maldita rutina diaria o a que ese día estaba absorta en a saber qué extraños pensamientos, que apenas recuerdo el viaje de tres cuartos de hora hasta la oficina. Ni siquiera recuerdo haber cogido el ascensor. De hecho me daba la impresión de no haberme movido de la silla; mi madre habría salido por la puerta de la izquierda y, con un barrido surrealista, la concina se habría convertido en mi lugar de trabajo: el ordenador delante de mí, y tras el cristal la sala técnica; el equipo de desarrollo a la izquierda, y a la derecha la puerta que da a la sala de trabajo de unos doscientos asesores telefónicos.

Mis compañeros fueron llegando poco a poco, cada uno preocupado por sus quehaceres: instalar un servidor nuevo, preparar y documentar un nuevo aplicativo, realizar pruebas de telefonía IP, reclamar incidencias a proveedores de líneas y, cómo no, controlar que todo estuviese en orden y que trabajásemos en equipo. Apenas cruzábamos un silencioso y somnoliento “Buenos días”, algo bastante extraño pues era común intentar empezar cada jornada con una sonrisa en los labios y explicando alguna anécdota graciosa para levantar un poco el ánimo. Pero ese día parecía haber bastante trabajo.

De hecho me sentí abrumada ante la cantidad de incidencias que se acumulaban en el software de helpdesk para ser asignadas a sus respectivos técnicos. Más o menos lo de siempre: leer incidencia, comprobar datos correctos, filtrar información, asignar (a mí o a cualquiera de mis compañeros del resto de sedes). Después de eso, resolver todas aquellas incidencias que me había asignado para mí, desde cambiar un ratón que no funcionaba hasta averiguar por qué motivo algunos correos no estaban apareciendo correctamente a los asesores de una conocida compañía de telefonía móvil, sin olvidar, por supuesto, de atender amablemente el teléfono, encontrándome a veces con la más estúpida de las preguntas, o quizá con un problema tan complicado cuya solución me llevaría semanas encontrar.

En tal vorágine de trabajo me encontraba inmersa que no me di cuenta de que algunos de mis compañeros bajaban a desayunar algo, mientras otros se reunían con algún directivo para dar, una vez más, explicaciones técnicas en un lenguaje lo suficientemente sencillo como para que pudieran ser entendidas incluso por la señora de la limpieza (con todos mis respetos hacia ese sector profesional, ¡qué sería de nuestra salud sin ellas! No quiero imaginar cómo olerían los cuartos de baño… Desde aquí os digo: “Gracias”. –Y añado: “Deberíais cobrar más por limpiar la mierda de los demás”.–). Cuando me quise girar a preguntar un detalle técnico a uno de mis colegas (este trabajo me recuerda en ocasiones al de los médicos: si no están muy seguros de si es lupus o sarcoidosis, nadie mejor con quien contrastar ideas que otro médico), vi que el despacho estaba vacío. Miré a través de las ventanas de cristal hacia la sala, girando antes la manecilla que regula las persianas interiores. Sí, allí estaba, hablando con otras dos personas. Supuse que volvería en un instante.

Ese día la sala no estaba demasiado llena. Quizá se debiese a la crisis de la que tanto se hablaba, pero mientras la plataforma de sudamérica estaba ocupada al cien por cien, la nuestra apenas llegaba al veinte por ciento (y aun siendo esto así, debo recalcar la cantidad de trabajo que llegaba siempre a nuestro centro, procedente de los otros cuatro). Cogí una llamada de Madrid: tras unas risas y facilitar la información que se me solicitaba, colgué por última vez, aun sin saberlo, el auricular del teléfono.

De repente escuché un golpe seco que provenía de la pesada puerta metálica de la entrada, seguido por el sonido de dos objetos de madera chocando y gritos. Y al instante comenzaron los disparos.

Sin osar levantarme de mi silla, observé por la ventana cómo la gente corría de un lado para otro y caía al suelo tras ser alcanzada por el impacto de una o varias balas. A los pocos segundos pude verle: un hombre de unos cuarenta y cinco años, un metro ochenta de altura aproximadamente, fornido y con el pelo cano, disparaba indiscriminadamente a toda persona que encontraba a su paso, incluso a aquellas que se habían tirado al suelo. Me quedé paralizada al presenciar tal masacre; algunos conseguían huir, pero la mayoría estaba siendo asesinada a sangre fría. Y entonces el hombre miró hacia mi ventana y comenzó a caminar hacia donde yo me encontraba, disparando sin cesar. Todavía recuerdo el rostro de terror puro de una de mis compañeras a través de la ventana, cuando acorralada entre su mesa, la pared y el cristal de mi despacho imploraba entre sollozos que le perdonara la vida. El hombre se detuvo un par de segundos y, sin titubear, le disparó en el pecho. El cuerpo de ella se desplomó al instante, y lo último que pude ver fue su melena rubia deslizándose por la pared anaranjada.

El hombre abrió la puerta de una patada. Parecía una máquina programada exclusivamente para disparar a muerte a cualquier objeto que se moviera o que tuviese vida. Me miró entonces con sus profundos ojos azules mientras apuntaba su arma a mi cabeza y comenzaba a apretar el gatillo. Yo no pude más que cerrar los ojos con fuerza mientras dejaba los brazos extendidos a cada lado de mi cuerpo, sabiendo que lo último que oiría sería el estruendo del disparo y, quién sabe, quizá oliese a pólvora. ¿Cómo sería morir? Mi cabeza comenzó a trabajar a la velocidad de la luz, asumiendo mi futuro inmediato, repasando todos aquellos momentos de mi vida que había presenciado y pensando con tristeza en aquellos que nunca llegarían a ser. ¿Ya estaba? ¿Era ese el fin? El fin de una vida más, tan valiosa y tan pequeña como la de cualquiera de las demás personas que acababan de morir a manos de un loco enajenado… Tuve miedo, mucho miedo, pero al mismo tiempo ansiaba el deseado pistoletazo y que tal angustia finalizara de una vez por todas. Me sabía tan mal por mis seres queridos, por todas aquellas personas que iban a sufrir… A lo lejos pude oír las sirenas de la policía y las ambulancias. Se estaba generando todo un revuelo alrededor del edificio; ¿llegarían a tiempo para salvarme? Lo dudaba y deseaba que toda aquella pesadilla acabase al fin, por lo que decidí abrir los ojos y mirar fijamente a aquel ser despiadado, retándole a la vez que implorándole que presionara el maldito gatillo.

Pero jamás llegó a hacerlo. Todo lo contrario, bajó poco a poco el arma sin apartar su intensa mirada de mí. Se acercó con rápidas zancadas a mi silla, para cogerme por el cuello y levantarme de un golpe seco. Yo todavía seguía conmocionada, pero ¡estaba viva! Aunque empecé a temer más por mi vida que nunca. ¿Me estaba tomando como rehén? ¿Qué pediría a cambio? ¿Y qué haría conmigo? A todas luces las autoridades no permitirían que se derramara más sangre inocente, por lo que al verlo salir por la puerta con un rehén en sus brazos no se dignarían a dispararle. Y entonces salió a relucir mi parte más fría y calculadora, y sopesé los pros y los contras de mi situación en cuestión de segundos mientras él me arrastraba hacia la puerta, con fuerza pero sin llegar a hacerme daño. Mi miedo más terrible en aquellos momentos, incluso por encima de mi muerte, era la posibilidad de ser violada, no sólo por aquél hombre, sino por los compañeros que intuí que tendría. ¿No era mejor estar muerta?

Ante tal expectativa, sólo pude hacer una cosa: dejarme llevar. No opuse resistencia en ningún momento, y me acoplé tranquila en los brazos de aquel hombre, cuya cercanía me mostraba un lado salvaje que, antes que asustarme, comenzaba a excitarme. Sus manos me decían que sabía lo que estaba haciendo; que no quería lastimarme, que me quería por alguna razón que quizá más tarde lograría averiguar. Por ese motivo, y también por el hecho de que una cámara de televisión había conseguido colarse en el edificio y estaba retransmitiendo el secuestro en directo, apoyé mi cabeza sobre el hombro de mi captor. Al pasar cerca de la cámara miré directamente al objetivo, intentando mostrar con la mirada que estaba tranquila, que no iba a poner mi vida en peligro innecesariamente, y que todo saldría bien, con la esperanza de que me vieran mis padres y pudiesen confiar en mí. Esa mirada no era ninguna actuación: me sentía realmente tranquila, como si fuera yo la que dominaba la situación. Estaba convencida de que no pasaría nada malo. Luego bajé la mirada al suelo y me amoldé al paso del hombre, que no volvió a disparar a nadie hasta que abandonamos el edificio.

En un sucio callejón aguardaba un coche de lujo color crema y cinco hombres más, que abrieron rápidamente las puertas para introducirme en la parte posterior. Aunque yo ya conocía mi faceta de tranquilidad y sosiego en situaciones de riesgo, me estaba sorprendiendo a mí misma con la enorme capacidad para amoldarme a cualquier tipo de situación en cuestión de segundos. De hecho, en cierto momento incluso llegué a ayudar a mis captores indicándoles que se colocaran de otra manera para poder salir más fácilmente del coche en caso de emergencia. A través del retrovisor pude observar la sonrisa del hombre de ojos azules.

El coche arrancó y, tras un breve trayecto, se detuvo en otro callejón. Todos descendimos del automóvil, pero ya nadie me agarraba; me dejaron libre y se concentraron en el trabajo que se traían entre manos, como si confiasen plenamente en mí. Dos de ellos abrieron el maletero y extrajeron de él dos enormes cajas de plástico negro que colocaron cuidadosamente en el suelo. Otro hombre se afanaba en rellenar una esquina del edificio junto al que habíamos aparcado con una masa similar a la arcilla. Entre todos colocaron los cilindros de color granate que habían sacado de las dos cajas, y el hombre que me había capturado conectó con movimientos decididos y firmes lo que a todas luces parecía un detonador. En uno de los bolsillos de sus pantalones militares se encontraba el dispositivo de control remoto que haría estallar los explosivos.

– Todo listo –habló por primera vez, mirándome fijamente. –Éste era el último punto que quedaba por preparar.

De golpe quise preguntarle tantas cosas… Por qué había matado a toda esa gente, qué motivos tenía para ello, a qué grupo terrorista pertenecía, qué iba a pasar conmigo y, ante todo, por qué demostraba tanta confianza en mí. Pero mi prudencia me advirtió de que no era momento para hacer preguntas, de modo que me volví a introducir tranquilamente en el coche, como si hubiese viajado con aquellos hombres en multitud de ocasiones. Y entonces me llevaron a su refugio.

En una zona industrial medio abandonada, una gigantesca fábrica semi derruida se elevaba sucia entre la maleza y los árboles muertos de los terrenos de alrededor. Todos los cristales de los ventanales estaban rotos y las chimeneas hacía mucho que habían dejado de funcionar; el interior estaba cubierto de polvo y escombros. Pero en el subsuelo había una explosión de vida: enormes galerías y larguísimos pasillos llenos de gente bajo la fría y tenue luz de unos pocos fluorescentes blancos. En algunos rincones se observaban luces de colores provenientes de tubos de neón; el humo del tabaco flotaba en el ambiente cargado y viciado.

Algunos se me quedaron mirando mientras, rodeada por los seis hombres que me habían llevado hasta allí, atravesábamos las distintas estancias de esa pequeña gran urbe subterránea. La mayoría era gente joven, de aproximadamente mi edad, y me sorprendió lo alegres que parecían estar. Supuse entonces que, al igual que yo, habrían acabado con la monotonía de sus vidas: no más trabajo, no más deudas, no más peleas familiares; todo por un fin superior, un fin común, un fin que yo todavía desconocía. Un fin capaz de unir a personas de distintas tribus urbanas: desde niñas pijas hasta hippies y okupas con rastas, pasando por góticos y emos de catálogo y princesas de barrio con pendientes de oro barato.

El asesino que me había raptado me llamaba cada vez más la atención. Quizá fuese la ropa negra de corte militar que vestía, o tal vez su ancha espalda y sus fuertes brazos, o quizá su decidida y firme manera de andar, pero ese hombre desprendía un fuerte magnetismo del cual, pude observar, no era la única víctima: muchas chicas lo miraban también y sonreían y musitaban cosas entre ellas al verlo pasar.

Sólo había oído su voz en una ocasión, pero su vibración todavía retumbaba en mis tímpanos. Creí que, de vuelta al lugar que a todas luces era su cuartel general, me explicaría lo sucedido, o quizá me daría una tremenda paliza. Pero lo único que hizo fue darme la mano, sonreírme paternalmente y atravesarme con sus ojos azules, para luego darme la espalda y desaparecer. Y allí me quedé, de pie entre cientos de desconocidos y sin saber qué iba a ser de mí en los minutos siguientes.

Pero no duró mucho mi soledad, puesto que tres chicas se acercaron a mí y sonriéndome se presentaron. Una de ellas estaba claramente satisfecha con su imagen exterior, y tenía muchos motivos: su hermosa melena rubia y unos ojos oscuros y bien maquillados denotaban seguridad en sí misma, aunque por los piercings en nariz y labio me dijeron que estaba ante la típica persona que no ve más allá del físico. Sus ropas también la delataban: camiseta blanca ajustada de tirantes y con un generoso escote, unos pantalones piratas de color rosa y unos bonitos, aunque demasiado extremados, zapatos abiertos de tacón. Las otras dos chicas parecían algo más maduras: la morena y más bajita no sonreía tan vívidamente, y la otra, claramente del montón, parecía incluso aburrida. Ella fue quien me tendió el bolso, que se había quedado en mi despacho.

– Toma, imagino que habrá cosas que necesitarás.

Sostuve el bolso insegura, preguntándome quién se habría tomado la molestia en ir a recogerlo y, ante todo, cómo lo habría hecho para superar el cordón policial sin levantar sospechas. Miré en su interior, encontrando todas mis cosas: las llaves de casa, el móvil y la cartera con la documentación y algo de dinero suelto, unos tampones en uno de los bolsillos, un espejito, una memoria USB de 2 GB, un pote de pastillas de Pasiflora, un paquete de chicles empezado, unos cuantos pañuelos de papel y, lo más importante, mi inhalador para el asma.

– ¿Cómo…? –comencé a balbucear, pero la chica rubia me cortó en seco.

– Hay cosas que nosotras tampoco entendemos –dijo con una voz cantarina y un tono que me pareció ligeramente estúpido–, pero una vez te acostumbres a estar aquí, ¡te olvidarás de todas tus preocupaciones!

“¿Preocupaciones?”, pensé yo. A la mente me vinieron las terribles imágenes que hacía un rato había presenciado en mi lugar de trabajo; pensé en mis padres, familiares y amigos que se preocuparían por mí y a quien yo iba a echar muchísimo de menos. Como un jarro de agua fría cayó sobre mí la certeza de que jamás podría volver a la vida que había tenido hasta entonces, y fue en ese momento en el que me di cuenta de lo idiota que había sido, lamentándome por nimiedades sin apreciar todas las pequeñas cosas que no había sabido disfrutar, y que ahora volvían a mí en forma de recuerdos como pequeñas dagas clavándose en cada una de mis vísceras: ese café matinal en una terraza charlando con mi mejor amiga un sábado por la mañana; esas noches de insomnio haciendo zapping en mi dormitorio; esas copas de más con los colegas que tanto me hacían reír; todas esas personas que había comenzado a conocer… Todo perdido sin haberlo apreciado lo suficiente. “Idiota, idiota”, me repetía para mí misma.

No entraré ahora en detalles acerca de todas las jornadas que siguieron al que fue el primer día de mi nueva vida. Sólo apuntaré que los primeros días fueron como un sueño para mí, rodeada de cientos de extraños que acabarían siendo amigos o enemigos, intentando amoldarme a mi nuevo entorno y procurando no recordar más toda aquella vida de luz y sol que había sido mía hasta entonces y que no había sabido apreciar. Fui de copas a locales clandestinos y visité tiendas de ropa que nadie conocía; aprendí juegos nuevos y conocí a gente de todo tipo. Todos parecíamos iguales y nos tratábamos como tales, hasta que, pasada una semana, sufrí una crisis asmática.

Acudí rápidamente a mi inhalador, pero entonces temí por lo que pudiera suceder: no era la primera vez que sufría una crisis, y sabía que de no hacer efecto el inhalador necesitaría medicación más fuerte. Entonces recordé un importantísimo detalle que, con tanto movimiento, se me había pasado por alto: ¿y mi medicación para el asma?

En una de las salas comunes grité:

– ¡Que alguien me ayude!

Algunos se giraron sin moverse de donde estaban; otros se me acercaron corriendo. Inhalé de nuevo el medicamento y, haciendo esfuerzos por respirar, dije:

– Necesito mi medicación diaria. Por favor.

Los que me rodeaban empezaron a moverse rápidamente, y pude ver que un muchacho le hacía señas a un hombre maduro, el cual asintió levemente con la cabeza y salió con paso decidido de la enorme sala. Era uno de los cinco hombres del coche.

Otras personas me arrastraron hasta un sucio sofá granate, en el que me senté buscando la postura que me ayudase a respirar mejor. Tuve miedo: ¿llamarían a una ambulancia en caso de que fuese necesario? Si mi inhalador habitual no surgía efecto, conocía lo que sucedería después: cansancio físico a causa del esfuerzo, taquicardias y un ataque de ansiedad producido por el medicamento y por el estrés de no poder respirar. Necesitaría un ansiolítico y una inyección y, si esta no llegaba a tiempo, una bombona de oxígeno e ingresar en el hospital. Jamás había llegado hasta ese extremo; ¡qué fácil había sido coger el teléfono y pedir que fuese un médico a casa! ¿Qué pasaría ahora que me encontraba encerrada en un lugar oculto y que nadie debía conocer?

Pasaron dos horas y empecé a notar la taquicardia. Una hora más y necesitaría un ansiolítico. Un par de horas más y la inyección sería vital. A mi alrededor se había formado un cerco de personas que me miraban apenadas e impotentes, sabiendo que lo único que podían hacer era dejarme sitio para respirar. Alguien me acariciaba el brazo derecho. Todo el mundo estaba en silencio.

Entonces se oyó un portazo. Otro de los cinco hombres que había conocido en el coche se acercó corriendo a donde yo me encontraba y me tendió una bolsa de plástico. Con mucho esfuerzo miré en su interior, y me tranquilicé al momento: ahí estaba mi medicación, que me duraría al menos medio año. Alguien me tendió un vaso de agua y me tomé una pastilla. Acto seguido abrí un inhalador verde y tomé una bocanada. Todo el mundo parecía sostener la respiración conmigo. Después di otras dos bocanadas al inhalador marrón, y su gusto amargo me obligó a beber más agua. Poco a poco me fui calmando hasta tumbarme y quedarme dormida. Toda aquella gente me había salvado la vida.

¿Por qué tanta preocupación por mí? ¿Qué era lo que me hacía tan especial? Con el tiempo aprendí que en aquella comunidad todos daban el todo por el resto, pero aun así siempre noté cierto proteccionismo hacia mi persona. Se sucedían los días y empecé a preguntarme si aquello no era más que un sueño; un sueño tan vívido que lo confundía con la vida real. Y necesité comprobarlo.

Una mañana de mucho sol y calor estaba dando un paseo por uno de los patios del enorme edificio. Me recordaba bastante al patio de recreo de mi primera escuela, hecho que avivó en mí la sensación de estar soñando. Me quedé de pie en medio del patio y miré al frente, pensativa. ¿Hasta qué punto lo que estaba sucediendo era real? Noté el cálido aire rozarme las mejillas; pude apreciar el contacto de la ropa sobre mi piel. Podía oír cada nota no armónica de la ciudad; era consciente de mi cuerpo, de mi vida, y de las partículas que me rodeaban. Aquello no podía ser un sueño.

A unos cuantos metros de mí se encontraban los cinco hombres que había conocido en el coche el día del secuestro. Nunca habíamos cruzado una sola palabra, pero allí donde yo fuera ellos me seguían, cuales guardaespaldas protegiendo a una estrella. Yo hacía ver que no me daba cuenta, y ellos hacían ver que estaban allí por casualidad. Habíamos entrado en un juego sin reglas establecidas y siempre quedábamos en tablas.

Entonces di un brinco, y me elevé un par de metros sobre el aire. Me giré para ver como dos de los hombres me miraban impasibles. Nunca mostraban sus sentimientos, pero sabía que estaban atentos a cada uno de mis movimientos. Descendí lentamente para volver a impulsarme hacia el cielo. Veinte metros, manteniendo el equilibrio, flotando sobre las cabezas de todos aquellos extraños conocidos. No podía ser un sueño; era demasiado real. Podía volar. Podía escapar. Pero el juego estaba decidido. Reí entre las nubes y sobrevolé el patio, sin cruzar jamás sus muros. Los hombres me miraban pero no se movían. Entonces, desde lo alto, les grité:

– ¿Veis? ¡Podría escapar! ¡Podría escapar, maldita sea, pero no voy a hacerlo, para demostraros que podéis confiar en mí! –grité enloquecida. ¿Confiar en mí? Estaba claro que ya lo hacían. Estaba clarísimo que no era necesario que les demostrase nada. Quizá sólo necesitaba demostrármelo a mí misma: esa posibilidad de escapar a… ¿dónde? Estaba rehaciendo ya mi vida, sintiéndome siempre una extraña en aquél enorme zulo y sabiendo que jamás podría volver a nada parecido a lo que había sido mi vida. Eso me pasaba por despreciarla. ¿Era una lección?

Ya había demostrado suficiente. Volví a descender, cayendo en la cuenta de que entonces todo aquello no podía ser real, que yo no podía volar más que en sueños. Me senté en el suelo completamente confundida. ¿Acababa de volar? ¿O sólo había sido una mala pasada de mi cabeza, que intentaba convencerme paternalmente de que aquello era irreal, de que en algún momento despertaría a la calidez de mi dormitorio? Sólo había una forma de comprobarlo: volver a volar. Pero no me atreví. Cuando me puse en pie noté como el efecto maldito de la gravedad me aplastaba contra el suelo. Me imaginé dando una zancada esperando flotar y cayendo de bruces, sangrando por la nariz y con las muñecas rotas. No quería arriesgarme a descubrir la verdad. Quería seguir imaginando que aquello era un sueño.

Y así siguieron los días, sin noticias de importancia y sintiéndome cada vez más ajena y extranjera en aquél mundo al que había sido arrastrada. Mi ser ya no formaba parte de ningún mundo en concreto; ni el que había sido forzada a abandonar ni el nuevo en el que me encontraba. A veces tenía, y sigo teniendo, la sensación de haber sido abandonada por una nave espacial en un planeta recóndito y salvaje sin posibilidad de vuelta. Sin ni siquiera saber si alguien vendría a buscarme. Y sin entender jamás por qué yo era especial.

Hasta que un día los cinco hombres me llevaron a un cuarto oscuro, iluminado por un triste fluorescente. Ante mí había una puerta metálica. No me dirigieron la palabra; simplemente abrieron la puerta y allí se encontraba él.

Pensé que tras el día del secuestro jamás volvería a verle. Muchas veces había recordado lo que él había significado para mí, las esperanzas perdidas que había tenido, y había intentado olvidarle, como escondiendo una cicatriz infectada que ahora volvía a sangrar. No tenía buena cara. Había sido muy atractivo, pero había adelgazado y sus ojeras se habían oscurecido. Me miró tristemente. Estaba maniatado a una silla metálica. Ese era su hogar. Y entonces supe y comprendí. Que él me había salvado; que él, quien tanto me había hecho sufrir, me había dado una segunda posibilidad a cambio de su libertad y de su alma. Me miró con ojos desgarrados y una lágrima solitaria se deslizó por su nariz. Él jamás lloraba. Nunca. Y ahora lo estaba haciendo. Sentí pena y rabia. Sentí el impulso de tirarme sobre él y pegarle sin piedad, y de besarle con ternura. Quise sentir su piel bajo mis puños y entre mis brazos. Quise cuidarle y mimarle a la vez que maltratarle. Le bendije por salvarme de aquella masacre, y le maldije por haberme dado una vida de dudas y miedos y soledad. Le quise y le odié, y sin terciar palabra la puerta se cerró y no volví a verle.

Quizá os decepcione saber que mi relato llega a su fin. Quizá os defraude y os sepa a poco esta historia; quedan demasiadas preguntas sin respuesta. De ser así, imaginaos por favor cómo me siento yo, protagonista de esta extraña historia; no poseo ninguna verdad y mi saco de dudas está a punto de reventar. No sé si los explosivos llegaron a detonar. Todavía no entiendo el por qué de aquella terrible matanza. No alcanzo a comprender qué extraño papel juego en este teatro de marionetas sin sentido. Pero quizá jamás deba saberlo; tal vez el único motivo por el que estoy aquí es una lección de sabiduría que llega demasiado tarde. Aprovechad cada día como si fuera el último, pues fuerzas superiores a las vuestras se mueven sin control y pueden cambiar el rumbo de los acontecimientos en cuestión de segundos. Aunque el hastío os invada, sentidlo plenamente, sentidlo. Sentid que sufrís y que disfrutáis y que sentís y que podéis elegir. Porque yo ya no puedo. Y esa certeza me hunde en un abismo de fango maloliente. Dejad de lamentaros por hechos que no podéis cambiar. Concentraos en los que sí podéis moldear a vuestro antojo.

Espero que pronto tengáis noticias mías.