28 julio 2007

De la isla

Hay una pequeña isla, invisible para aquellos que no saben mirar, perdida en medio de la nada de agua que es el Océano. Esa isla, desconocida por muchos y demasiado poco familiar para otros, contiene secretos que nadie conoce; es un reflejo vivo de nuestros miedos y terrores más infantiles. En ese pequeño trozo de tierra lo imposible se hace realidad y lo normal desaparece tras el velo oscuro y multicolor de la locura. A esa isla van a parar las personas agotadas, desesperadas, perdidas, desoladas, desesperanzadas, tristes. Y cuando llegan quieren irse, pero es una isla de la que es imposible escapar: únicamente se puede desaparecer, para pasar a formar parte de la isla misma.

Cuando una persona llega a la isla, despierta en una cama, perdida y desorientada. No se encuentra en la cálida comodidad de su bien conocido dormitorio, sino en una sala grande, con otras camas como la suya, todas ellas deshechas y vacías. Las sábanas son de color blanco, o quizá verde pastel, o quizá azul cielo. No hay paredes en la sala, sino enormes ventanales sin cristal por donde se filtra la plácida luz del sol; se pueden observar las frondosas copas de los árboles en el exterior, lo que indica que se está en un piso superior. Al abrir los ojos el recién llegado queda cegado por la intensidad de la luz y la fuerza de los colores, que al principio le dañan la vista, tan acostumbrada al mundo gris y sucio de la ciudad. Poco a poco se despereza, se sienta sobre el mullido colchón, y entonces empiezan las preguntas.

"¿Dónde estoy?" y "¿Cómo he llegado hasta aquí?" son las primeras que acuden a su mente. El viaje ha debido ser largo, aunque la persona no lo recuerde y aunque se sienta descansada y libre de pesos y cadenas. Al lado de la cama hay una pequeña mesita de mimbre, sobre la que hay una bandeja blanca con dibujos azules, una jarra de zumo fresco y un platito con tostadas, mermelada y mantequilla. Pero el viajero está aún desorientado y no quiere probar bocado; preferirá indagar por los alrededores, descubriendo el nuevo entorno sin prisa y con mucha curiosidad, deseando encontrar respuestas a sus muchas preguntas y dudas.

Se encuentra en una gigantesca mansión de planta cuadrada, cual caja de zapatos. Hay muchos pisos, y el viajero, en esta ocasión una joven, se encuentra en el piso superior. A su izquierda hay una puerta desvencijada y unas escaleras que, extrañamente, ascienden a otro piso, o quizá la azotea. El umbral de la escalera está a oscuras, y por un momento la joven cree notar una presencia oscura, triste y pesada, arrastrándose por los escalones. La equilibrada calma del exterior contrasta duramente con el frío oscuro de los recodos de la mansión, llenos de polvo, olvidados y descuidados por la luz. Una sombra de melancolía se mueve en ellos, y la joven no quiere mirar, pero su curiosidad es más fuerte y sigue adelante.

Desciende hasta el comedor, en la planta baja: un enorme salón a oscuras donde las motas de polvo flotan en el espeso aire, que parece guardar los recuerdos de cientos de años. Una enorme mesa marrón en medio de la sala, rodeada por antiguas sillas de alto respaldo, quieren invitar a sentarse y probar un delicioso bocado de los platos que se acumulan sobre ella; pero sólo hay restos de comida, platos amontonados y cubiertos desperdigados por su superficie. Un enorme reloj al fondo del salón marca lentamente un tic-tac sin compás, ahora más rápido, ahora algo más lento. Las cortinas se adivinan verdes, pero la suciedad lo cubre todo como un manto cenizo. Y traspasado el comedor, se llega a la sala principal, con una gigantesca puerta de madera maciza y cerraduras enormes sin llave. La muchacha, oprimida por tan desolador lugar, decide salir al exterior.

Y cuál es su sorpresa cuando se encuentra en mitad de un frondoso bosque. A sus espaldas, la mansión parece mucho más pequeña y baja que desde su interior; sus paredes marrones cubiertas de hiedra parecen llorar angustiadas, pero en su azotea se adivina paz y bienestar. La casa se encuentra rodeada por multitud de árboles de tronco enorme y espeso follaje, pero no pía ningún pájaro; el sonido parece lejano y denso, como si de un recuerdo se tratara.

La muchacha se dirige hacia su derecha, hasta encontrar un porche de blancas columnas y con dos bancos del color de las hojas de los árboles, y entonces decide preguntar en voz alta: "¿Hay alguien ahí? ¿Alguien sabe dónde estoy?". Pero no recibe respuesta, y sigue caminando alrededor de la mansión hasta rodearla tres veces, para más tarde sentarse en uno de los bancos del porche. Y entonces, al fin, ve a alguien.

Es un niño de unos seis años, delgado y con gafas, de piel y ojos claros. "Hola", le dice con una voz cantarina y dulce. "Hola", responde la joven, para luego añadir: "¿sabes dónde estoy o cómo he llegado hasta aquí?". El niño la mira con una sonrisa tranquila y le responde: "No lo sé, pero todos vamos y venimos, y rara vez alguien se queda. No te fíes del entorno; guarda secretos más oscuros de lo que te podrías imaginar". Y dicho esto, el niño transforma su cara en una horrible mueca, le da la espalda y echa a correr. "¡Espera!", grita la joven, "¡vuelve!". Pero es demasiado tarde; de repente se siente atemorizada, perdida y sola. Pero extrañamente se siente rodeada de gente, gente a la que no puede ver pero que presiente que sí pueden verla a ella, y eso aumenta su sensación de soledad. Un miedo infantil e irracional empieza a apoderarse de ella, y mirando a su alrededor se siente encerrada en una caja de árboles, sin saber qué hay más allá, aunque puede imaginarlo: más árboles, y luego el azul del mar y del cielo. Y nada más.

Entonces vuelve a meterse en la mansión, pasando por el apagado comedor, cruzando la cocina (en la que antes no se había fijado) y subiendo un piso tras otro, a cuál más tenebroso, hasta llegar a la sala donde despertó. Tiene miedo, y aunque no cree que hayan pasado muchas horas, ha empezado a anochecer en el exterior. Se tumba sobre su cama, quedando sus pies muy cerca de la puerta abierta. "Ahora la cerraré", piensa, pero no puede moverse: está demasiado oscuro y tiene miedo. Y de golpe, como si una voz en su interior le hablara, se percata de que tiene que pasar una noche allí, sola y asustada, y solo piensa en dormir, pero está demasiado desvelada como para cerrar los ojos. Y entonces llega la gente.

Algunos de ellos son caras conocidas; otros, en cambio, no son más que extrañas figuras de humo con voz hueca y risas estridentes. También hay insectos gigantes y pequeños mamíferos, y todos pasean por la sala, sin tocar el suelo, atravesando las paredes, sin mirarla. La muchacha se esconde cada vez más bajo su fría sábana, aunque tiene mucho calor a causa del miedo. Y entonces, de repente, aparece él en su cama. Un antiguo amigo y compañero de la vida al que hacía demasiado tiempo que no quería ver; y ella le pide que se vaya, pero él se ríe y le dice: "Tranquila, sólo tienes que pasar aquí una noche". Y entonces todo desaparece: la gente, las voces y el ruido, y una ensordecedora calma lo envuelve todo como una tela oscura y estrellada, y ella se asusta más, y entonces, tumbada sobre el costado derecho y mirando hacia los ventanales, piensa repetidamente: "Sólo una noche... Sólo una noche...". Intenta mantener la calma pero no puede, y cuando la angustia empieza a obligarla a respirar demasiado rápido, recuerda una canción y decide ponerse a cantar, porque siempre ha creído que la música alegra el alma y el corazón de los hombres, pero no tiene voz, y su garganta sólo produce sonidos ahogados y desafinados, pero ella sigue intentándolo hasta acabar la canción, una melodía sin letra del medioevo que resuena en su mente sin cesar. Y finalmente acaba riendo histérica, pero su risa tampoco tiene sonido, sino que es una risa ahogada y triste, aunque en su interior sólo oye sus propias carcajadas. "Me estoy volviendo loca", piensa desesperada. "Tengo que evitarlo...". Pero sigue riendo, y no puede parar, y el sonido de su risa no le gusta en absoluto, porque no parece suyo y no se reconoce.

Y entonces siente una mirada sobre ella. Todo está a oscuras, pero de la puerta a sus pies emana una tenue luz naranja, como el color sepia de una foto antigua y desgastada. Ella se gira lentamente, y aunque al principio no ve nada extraño, de repente se da cuenta: hay un bulto extraño en la puerta. Es de color marrón, y no sabría decir qué textura tiene, pero parece líquido y sólido al mismo tiempo, y es similar a la rugosa corteza de un árbol, y al mismo tiempo parece liso como la piel de un recién nacido. Y el cilindro gira lentamente sobre sí mismo, como buscando algo, pero no tiene ojos, y aunque acaba deteniéndose, la muchacha se siente observada y atrapada por su mirada. Y entonces algo estalla en su mente, un pequeño click en el mecanismo que la mantenía a salvo de la locura, y ella empieza a reírse a carcajada limpia, esta vez con ganas y fuerza, y señala al cilindro con el dedo índice, y le chilla una y otra vez entre risas: "¿¡Y tú qué eres, eh!?". Quiere reírse de lo que la atemoriza, y eso empeora las cosas, porque ella sabe que está faltándole al respeto a algo que ni siquiera sabe lo que es y que la estaba buscando y vigilando, pero ella no puede parar, y cuando nota que el cilindro está un poco más cerca de su cama, deja de reír en seco y sólo piensa en gritar pidiendo ayuda.

Pero de su garganta, de nuevo, no salen más que susurros ahogados. Le ha dado la espalda al cilindro y a la puerta, y con los pies encogidos intenta llamar a alguien que pueda ayudarle: un amigo, su madre, el niño del porche. Y sus sollozos angustiados son como el aleteo de una paloma en medio del silencio de la isla, y la oscuridad oprime su mente cada vez más, pero ella sigue intentándolo; quiere gritar, necesita gritar, porque sabe que si lo consigue, si finalmente logra alzar la voz en un desesperado intento por conseguir ayuda, quizá alguien vendrá a buscarla y sacarla de esa isla. Y recuerda todas aquellas pesadillas en las que siempre intentaba gritar pero no podía, y se sentía como dentro de una pesadilla, pero esa vez era real, y siendo real y no una pesadilla, lograría gritar.

Y en la tranquila oscuridad de la noche en la isla se alzó débilmente una voz ahogada, como de ultratumba, un último grito que llevó a la muchacha a otro lugar...

21 julio 2007

De cuando me ahogué en el mar

Llega el verano: mucho sol, demasiado calor, poca sombra al mediodía, aire cálido y bebidas refrescantes en terrazas de bares, con pantalones cortos o faldas y sandalias de todo tipo. Extranjeros que vienen de fuera y ciudadanos que un día fueron extranjeros se mezclan con los trabajadores que aún no tienen vacaciones o que ya las han disfrutado. Una explosión de color que no llega con la primavera sino con los primeros grados de más.

Con este panorama, a todo el mundo le apetece un buen chapuzón en la playa: pasar del calor más sofocante al frío helado del agua salada, una especie de auto castigo (todo el mundo lo pasa mal al meterse en el agua) en playas a rebosar y en las que parasoles y toallas cubren por completo la arena.

No suelo ir a la playa; es un hábito que quiero cambiar, ya que de pequeña me gustaba mucho: no había quien me sacara del agua, siempre jugando con la colchoneta o con una pelota. Me encanta nadar, aunque no muy lejos de la orilla, ya que el mar me produce un profundo respeto y un dulce temor: no pertenezco a él. Y esa lección la aprendí hace aproximadamente dos años.

Salí de la boca más cercana de metro, la que me llevaría directamente a la playa tras cruzar tres calles. Quizá fuese producto de mi imaginación, pero todo el barrio producía una extraña sensación de calor que invitaba a seguir caminando dirección al agua: una avenida amplia, con edificios y asfalto del color de la arena, contrastaba contra el azul impoluto del cielo; los bares hacían su agosto (qué peculiar frase) con sus terrazas, y todos los comercios, fueran del tipo que fuesen, vendían helados.

Yo llevaba días esperando ese momento: mi falda corta recién estrenada, mi camiseta de tirantes todo terreno, mis sandalias frescas, y mi mochila al hombro con lo esencial para un día de playa (una toalla, protección solar, las llaves de casa, la funda de las gafas, algo de dinero, documentación y tarjeta de metro). Mi acompañante de último momento estaba acostumbrado a ir a la playa, y conocía bien mi vergüenza: demasiado blanca a la luz del sol, me sentía como un copo de nieve en pleno desierto. Qué extraña ironía; hace siglos, las mujeres de piel blanca eran reconocidas como nobles, en contraste con la gente morena, signo de necesidad de trabajos en el campo. Ahora es al contrario: la tez blanca es sinónimo de rata de biblioteca o de complejidad. Yo, ese día, me armé de confianza y decidí olvidarme de mis libros y mis complejos.

Llegamos a la playa: un pequeño escondite en forma de U, tranquilo y no muy concurrido. Comenté con mi acompañante que me parecía divertido que todo el mundo pareciese querer ir siempre al mismo sitio: playas abarrotadas en las que se siente más el calor humano que el del sol; las playas vacías, le dije, siempre están vacías, para la gente que las busca. Él me respondió que ya se había dado cuenta de ello, pero que nunca se sabía qué sorpresas se podía encontrar uno en una playa.

No nos fue difícil encontrar sitio; extendimos nuestras toallas sobre la arena ardiendo y nos tumbamos al sol, observando a la gente de alrededor: parejas jóvenes, grupos de amigos, y alguna familia con los niños. Había poca gente en el agua, que estaba en calma, su superficie lisa como una sábana de seda azul. A nuestras espaldas quedaba la vía de tren, y un poco más lejos, unas cortas escaleras que llevaban a la pequeña plataforma con tres o cuatro carretas, lugares reservados para privilegiados (ese día yo era uno de ellos) donde descansar del sol y comer o echarse una siesta. De hecho, la mañana pasó rápido, y después de comerme un helado de chocolate, nos metimos en nuestra carreta.

Era pequeña, como una caravana, y oscura y fresca. Tenía una cama, una mesita con una tele, un montón de cortinas y una nevera pequeñita. Estuve tumbada un rato, mirando por la ventana en dirección a la playa (que quedaba a unos cien metros), observando cómo se iba llenando de gente poco a poco. Decidí esperar a que volviera a vaciarse por la tarde para volver a ella y nadar un rato.

Por la tarde no hacía tanto calor, pero el sol parecía no haberse movido del horizonte. Me senté en mi toalla, viendo cómo la gente se marchaba poco a poco. Quizá era producto de tanto sol, pero la playa parecía ensancharse y estrecharse; a veces parecía ser kilométrica, y otras veces me daba la sensación de estar en una pequeña cala perdida. Para despejarme un poco, me metí en el agua a nadar.

Hay un buen truco para superar los primeros momentos de frío al contacto con el agua: mojarse nuca, muñecas, cuello y torso, coger aire y, con paso decidido, meterse de cabeza en el agua rápidamente. De modo que eso hice, ¡y qué maravillosa sensación!, sumergiéndome en el agua, sin oír más que un ruido sordo, sintiéndome rodeada por un líquido refrescante, estando yo sola por unos instantes. No recuerdo cuánto tiempo estuve nadando, pero me sentí realmente bien al salir del agua. Debió ser bastante rato, porque cuando volví a la orilla, ésta era mucho más estrecha y su pendiente mucho más pronunciada, como si hubiera subido la marea.

Me senté de nuevo en mi toalla, mirando embobada cómo las olas iban acercándose a donde yo estaba, hasta que el agua me tocó los pies. Empecé a sentirme ligeramente inquieta, ya que la marea estaba subiendo demasiado rápido, pero la gente a mi alrededor parecía no darle más importancia, de modo que moví mi toalla de sitio y volví a tumbarme.

Y en la calma de esa tarde que parecía una mañana, alguien lanzó un grito. No entendí qué decía, pero la gente comenzó a correr de un lado para otro. La pendiente de arena ahora era muy empinada, y mirando a mi derecha vi que el mar estaba comiéndose literalmente la playa: la gente recogía rápidamente sus pertenencias y subía con esfuerzo la pendiente, y cuando llegaban arriba se quedaban mirando el mar con preocupación, gritando a los demás que subieran sin falta. Yo tardé un poco en reaccionar, y cuando cogí mi toalla y mi bolsa y empecé a subir la pendiente, una ola me golpeó en la espalda, haciéndome caer hacia atrás.

Intenté incorporarme, mirando hacia la gente que me observaba desde lo alto, y pedí ayuda. Pero nadie bajó a ayudarme; sólo me miraban con angustia en los ojos, apremiándome a volver a intentarlo. La arena bajo mis pies era muy poco estable y me costaba moverme; cada vez que trataba de subir la pendiente, se deshacía y me devolvía al mar, en el que las olas se peleaban por engullirme. Seguí intentándolo, agarrándome desesperadamente a la arena como si fuese una barandilla, sabiendo que eso no serviría de nada, sintiendo cada grano de arena clavándose en mi piel; el pánico se iba apoderando poco a poco de mí, y mis ansias por escapar eran cada vez más fuertes: ¿por qué no había sido más rápida cuando oí el primer grito? Y en un último esfuerzo desesperado, cuando casi estaba en la cima de la barrera de arena, una ola gigantesca me atacó por la espalda y me arrastró al mar.

Pude ver cómo la gente cogía mi toalla y mi bolsa, para luego mirarme con tristeza y pena. Al principio quedé muy aturdida, sintiendo todas las burbujas de aire recorriéndome el cuerpo, los finos granos de arena hiriéndome la piel por la fuerza de la corriente, el agua introduciéndose en mis oídos y nariz y obligándome a toser y atragantarme; y no sabía dónde estaba el arriba y dónde quedaba el abajo. Pude sacar la cabeza del agua unos instantes, y vi que la orilla quedaba ya muy lejos, pero las olas eran fuertes y me volvían a introducir en el agua, dejándome sin aire. Quise nadar y salir de allí; quizá si me aproximaba lo suficiente a tierra firme, alguien me lanzaría algo a lo que asirme para salir de allí. Pero cuanto más intentaba luchar contra el agua, más me engullía ésta, con el ensordecedor rugido del agua revuelta en mis oídos y la furia de las burbujas y la arena en mi piel.

La última vez que conseguí asomarme a la superficie, pude ver que la playa estaba ya muy lejos, y que unas espesas nubes grises cubrían todo el cielo. La gente apostada en lo alto de la cima de arena miraba desesperada y, poco a poco, fue dando la espalda al mar y marchándose; y supe que todo era en vano, y que no había manera de salir de allí. Entonces decidí que la próxima ola que me encontrara sería la última. Cogí aire, y cuando ésta llegó, me dejé llevar por la corriente, rindiéndome a la fuerza del líquido elemento al que tanto había respetado y temido, y que ahora me reclamaba enfadado, cual sacrificio humano. No pude evitar en ese momento: ¿aprenderán algo de esto? Y así, dejándome llevar, me adapté poco a poco a la fuerza del mar, y éste pareció relajarse y soltarme, pero yo ya estaba demasiado hundida, y entonces mé arropó con sus aguas cálidas y oscuras y me mimó mientras yo exhalaba los últimos restos de aire de mis pulmones...