22 noviembre 2007

De la ciudad en la que nunca sale el sol

Hay una pequeña ciudad de aspecto medieval en la que se dice que nunca sale el sol. Es única en todo el planeta, no aparece en mapas o guías turísticas, poca gente sabe dónde está y nadie le ha hecho fotos nunca. Pero quienes pasan algunas "noches" en ella jamás la olvidan y siempre quieren volver, aunque sólo se puede estar allí una vez en la vida.

Las calles son de antiguos adoquines desgastados por el paso de carretas y las pisadas de caballos y mulas, y aún quedan caminos de tierra en los que la maleza marca el paso del tiempo y de años de historia. Se puede pasear a caballo por toda la ciudad, aunque se requiere un permiso especial para ello, nada fácil de conseguir; sólo el alcalde, un viejo tacaño y agradablemente gruñón, concederá tal deseo al visitante mediante una tarjeta plastificada. No hay vehículos a motor, pero sí bicicletas y tranvías; no existen televisores y apenas se encuentran aparatos eléctricos, como lavadoras o radios. Podría compararse a primera vista con el Londres del siglo diecinueve, pero no tiene nada que ver: todas las avenidas están impecables, hay papeleras en cada esquina y rincón, y el aire es puro y limpio. No se huelen el estiércol ni los deshechos humanos, sino que siempre flota una agradable sensación a comida, fiesta y frescura en el ambiente. Y tan sólo en ocasiones especiales se goza de las hermosas vistas de las montañas a su alrededor: picos escarpados y nevados y montes verdes y frondosos a los cuales está prohibido el paso, ya que son patrimonio de la humanidad.

Al ser siempre de noche, las calles y fachadas están adornadas por bellos faroles de hierro de los que emana a todas horas una suave luz anaranjada. La noche es cerrada y pocas veces se pueden observar la luna y las estrellas, por lo que el visitante desprevenido puede llegar a sentir claustrofobia, como si se encontrara encerrado en una cajita de terciopelo negro. El único momento del día que más se parece al resto de pueblos y ciudades del mundo es el atardecer, cuando el cielo adquiere una brillante tonalidad azul oscuro, y ese instante marca el inicio de la vida: los comercios abren, las calles se llenan de gente y todos los ciudadanos se reúnen en plazas y avenidas para cenar copiosamente banquetes dignos de un rey: cerdo asado, jabalí, las mejores morcillas, exóticas ensaladas, pato con una gran variedad de salsas, y también manjares de todo el mundo: sushi, tallarines fritos, algas...

Es durante ese momento y las horas siguientes en las que la ciudad entra en plena ebullición, y la mayoría de calles, principalmente la plaza del ayuntamiento en el centro, se convierten en un mercadillo que recuerda a los tenderetes típicos de Navidad: carpas y comercios al aire libre presentan todo tipo de productos, desde enseres del hogar hasta anillos, baratijas y juguetes. Predominan ante todo la joyería de plata, las cerámicas y las velas, así como la ropa de lino y, por supuesto, los exquisitos productos alimenticios de la tierra. Todo es alegría que se transmite mediante una sorprendente explosión de color: toldos azul cielo, granate y verde esmeralda se entremezclan con las vistosas ropas de los ciudadanos, siempre vestidos de rojo, azul o amarillo brillante. Y pese a ello, la luz es siempre cálida y el ambiente, aunque alegre y festivo, es tranquilo, e incluso los gritos y las risas parecen un murmullo calmado que apenas perciben los turistas de las grandes ciudades.

Pero la fiesta, la luz, la felicidad y el bullicio de tan peculiar día a día finalizan cuando aparece la niebla. Debe ser precavido el visitante recién llegado: tendrá que volver entonces a su alojamiento, cerrar a cal y canto puertas y ventanas y dormir plácidamente, o quizá leer bajo la tenue luz de una vela. Y entonces parece que la vida termina; el mundo se vuelve del color de la ceniza mojada, desaparecen las tiendas, la música y la comida, y el pueblo duerme. Cuando se acerca ese momento de metálico ensueño se respira miedo y tensión, ya que el toque de queda prohíbe salir a la calle a nadie, e incluso los perros callan. Visitantes y autóctonos deberán esperar a la retirada de la niebla y no preguntar: nadie sabe qué hay más allá de los límites amurallados de la ciudad, y es imposible recordar cómo se llega hasta ella.

Por eso el pueblo es una leyenda, y quizá no me creeréis o incluso diréis que todo esto me lo invento, pero soy una de las pocas personas que saben que, en realidad, el sol sí aparece. Pero es tan espesa la niebla que todo lo cubre, que sus rayos no llegan a penetrarla e incluso las farolas parecen apagadas. Tuve la oportunidad de pasear por los húmedos adoquines poco después del comienzo del día, y pude observar la melancólica soledad de una ciudad vacía y abandonada. Nadie se dio cuenta de que me encontraba allí: el tiempo se había detenido, los habitantes eran fantasmas del pasado y la ciudad, un triste pueblo abandonado. El aire era espeso y el frío calaba hasta los huesos, empapando mis ropas y mi estado de ánimo. Y entonces entendí que las noches que imitan al día son una simple farsa, y que los habitantes de la urbe son tristes marionetas de trapo bailando al son de unos elementos que no sólo no quieren comprender, sino de los que también reniegan.

Y quizá ese es el más bello detalle de tan peculiar ciudad: observar ambas caras de la moneda haciendo equilibrios sobre su canto. Si alguna vez tenéis ocasión de ir, no dejéis de contármelo... si lo recordáis.

14 noviembre 2007

Componentes del sueño: Introducción

Recordar los sueños puede considerarse una suerte para unos o una desgracia para otros, o ambas cosas a la vez, pero debemos reconocer que nos pueden ayudar a conocernos en profundidad. Escribirlos nos permitirá desgranar y entender todas aquellas formas recurrentes que forma nuestra mente, para darnos cuenta al cabo de un tiempo de que ciertos patrones se repiten, algunas imágenes nunca cambian, y las sensaciones y sentimientos son más fuertes de lo que pensábamos.

Al buscar un sueño para escribir, me sumerjo en los recuerdos de mi mundo onírico para seleccionar aquél que mejor refleje mi estado de ánimo en ese momento, o quizá el que más me apetezca describir por su belleza visual o su riqueza emocional y sensorial. Y mientras realizo la selección observo la baraja completa extendida sobre la mesa, con algunos sueños, los más borrosos o confusos, escondidos bajo otros que recuerdo mejor o con más detalle, y veo de manera global lo que hay en mi mente, hasta que señalo con el dedo y susurro: "Éste". Y comienzo a escribir.

Tras haber narrado ya algunos de ellos, empiezo a discernir los componentes que forman tan extrañas ilusiones. No he leído a Freud en profundidad ni me baso en ningún autor para desarrollar mis humildes conclusiones, así como tampoco creo en los libros de interpretación de los sueños ("Si sueñas con la muerte de alguien le estás alargando la vida", dicen. "Si sueñas que encuentras dinero es que lo vas a perder o corres un grave riesgo de perderlo", afirman). Tan sólo pongo por escrito las ideas desordenadas que tengo en la cabeza y que -seguramente- irán variando, transformándose, madurando e incluso volviéndose ridículas con el tiempo.

Existen tres componentes principales del sueño o pesadilla, que luego se ramifican en diferentes características, y que a continuación enumero:

- Componentes del sueño I: Emociones
Miedos y temores, fobias, deseos, habilidades, formas de pensar, personalidad.

- Componentes del sueño II: Experiencias en la vigilia
Hechos, situaciones y lugares, cercanos o lejanos en el tiempo, que vuelven a nuestra mente tergiversados o siendo copia fiel de la realidad.

- Componentes del sueño III: Estímulos externos
Sonidos, luces y sombras, posturas, objetos e incluso el estado físico de nuestro cuerpo -enfermedades, fiebre, cansancio corporal o agujetas-.

Una mezcla de los tres componentes acaban creando situaciones realistas y surrealistas, tejiendo una maraña de imágenes que se transforman en el sueño o pesadilla, y que hay que saber detectar e interpretar. Y no hay mejor intérprete de los sueños que uno mismo, que es quien mejor conoce su yo, su entorno y sus circunstancias. Pero a veces las interpretaciones ajenas también pueden ser de ayuda, ya que poseen la capacidad objetiva del desconocimiento y por lo tanto una visión más clara o global de lo sucedido.

Cada noche es un nuevo camino a recorrer; cada segundo durmiendo, una nueva aventura. ¿A dónde iré hoy? Y quizá más importante: ¿por qué?

10 noviembre 2007

De una tarde libre

Esta semana he cambiado mi horario laboral. Y ¡cómo se nota tener la tarde libre! Haciendo las mismas horas que en mi turno normal, he aprovechado cada día haciendo cosas para las que antes no tenía tiempo. Claro que a veces no todo sale como uno espera...

Una de esas tardes, tal y como había decidido, visité un nuevo centro de fisioterapia de mi barrio. Aunque ya hacía un tiempo que acudía a una fisioterapeuta autónoma con la que estaba muy contenta, en cuanto supe de la existencia del nuevo centro decidí que era una buena posibilidad para mejorar lo que ya tenía; un amplio grupo de profesionales del sector me atendería, y con sus avanzados métodos y su tecnología me ayudarían a estar mejor mucho más deprisa que de forma convencional.

Pero como suele suceder en estos casos, no es oro todo lo que reluce...

Llegué a la consulta poco antes de las cinco. Se trataba de un enorme y moderno edificio de cristal y hormigón de dos plantas: en la de abajo, una amplia recepción con mesas de vidrio y plantas de plástico; en la de arriba, las habitaciones para los tratamientos. Todo el recinto desprendía una aséptica y de algún extraño modo cálida luz azul, y la única separación entre ambos pisos era una enorme escalera de baldosas grisáceas que le confería al recinto un aire a aeropuerto. Todo era amplitud y espacios abiertos, pero se respiraba un ambiente de recogimiento, hermandad y cariño.

Me atendió una agradable señora con una bata blanca, como si de una enfermera se tratase. "Buenas tardes, es tu primera visita, ¿verdad?". Su sonrisa me relajó y me hizo perder el miedo a ser engañada: una persona con esa simpatía no podía desearme nada malo; de hecho, tanto ella como sus compañeros estaban allí exclusivamente para ayudarme y ganarse la vida de una forma honrada. De modo que le devolví la amable mueca susurrando un tímido "sí", y ella, con un ademán, me guió hasta las escaleras. "Sube y entra en la sala de la izquierda, querida", me indicó, "y ponte cómoda. En seguida estaremos contigo". Y diciendo esto, se fue alegremente a despedirse de una paciente que ya había salido de su visita. Mientras subía las escaleras aproveché para mirar a mi alrededor: un enjambre de personas yendo de aquí para allá sin descanso, pero sin perder nunca los modales y siempre con cara feliz. Definitivamente, me encontraba en una especie de aeropuerto en el que los médicos eran las azafatas y los pacientes, los viajeros.

Una vez arriba, me introduje en la sala que me había indicado la enfermera. La puerta era de cristal opaco y las paredes de color amarillo suave. No era una habitación cuadrada, sino que tenía cinco lados; en el más estrecho se observaba una frondosa planta artificial y una mesa baja cubierta de revistas y panfletos. En medio, la camilla donde me estiraría para los masajes; a mis espaldas, en la parte más larga del pentágono, un armario lleno de libros y utensilios. El zócalo anaranjado contrastaba con el verde suave del suelo, y en general, la sala desprendía tranquilidad y profesionalidad.

Me descalcé y me desnudé hasta quedarme en ropa interior. "Suerte que me he depilado", pensé vergonzosamente. Aunque habían bajado las temperaturas en el exterior y no vi ningún radiador o aparato eléctrico de calefacción, no tuve frío. Algo más tarde picaron a la puerta y, tras responder yo un "Sí" más decidido que el que había pronunciado antes, entraron otra enfermera y una mujer de unos cuarenta años que era claramente mi doctora. Llevaba una bata blanca con su nombre bordado en azul eléctrico en el bolsillo, pero no pude leerlo, y de hecho no recuerdo si la mujer llegó a decirme su nombre. Sólo sé que me sonrió, me dio la mano con firmeza y me invitó a que me sentara sobre la camilla. "Hola", me dijo sin dejar de sonreír, "¿cómo estás? Bueno, eso lo sabremos dentro de poco", y me guiñó un ojo. Ante ese gesto de complicidad dejé de sentirme nerviosa otra vez. "Eso es", agregó, "relájate. Estamos aquí para ayudarte y para que te sientas mejor, pero eras tú quien debía dar el paso". Al instante se dirigió a la puerta de la habitación y dejó entrar a tres o cuatro personas, todas ellas con bata blanca. Me miraron sonrientes mientras la mujer, alta y atractiva, se apartaba el pelo rizado de la cara y me decía: "Siempre trabajamos en grupo, para aprender los unos de los otros. Así nuestro tratamiento es más eficaz, como hemos comprobado". Yo miré sus caras y perdí todo el miedo, aunque una parte de mí estaba recelosa: ¿podía ser todo tan perfecto? Pero ya había llegado hasta allí; había confiado en ellos y les iba a dar una oportunidad.

"Bien, túmbate sobre la camilla boca abajo, por favor", me indicó la mujer. Yo le hice caso, y ella pasó sus manos cálidas por mi espalda, deteniéndose en aquellas zonas en las que detectaba mayor tensión. "Bien bien", iba murmurando. "Ahora ponte de pie". Todos me observaban con ojos de interés, como si estudiaran una nueva mariposa en una vitrina de cristal. No hablaban entre sí, pero parecían estar conectados de algún modo: se miraban, asentían y volvían a estudiarme. "Antes de nada necesitamos conocer tu cuerpo para poder tratarlo como es debido", me dijo la mujer. "Por favor, apóyate únicamente sobre la pierna derecha y mantén los brazos en alto".

Tal pose me intranquilizó ligeramente. "Todo sea por mi bien", me dije. Pero a los dos minutos de estar allí plantada, la mujer y sus colegas empezaron de golpe a hablar y a reírse, y poco después parecían haberme olvidado. No pude seguir sus conversaciones ya que estaba concentrada en no perder mi extraña posición, y tras unos momentos de titubeo les dirigí la palabra. "Disculpad", pronuncié un poco nerviosa, "se me empiezan a cansar los brazos...". En ese momento mi doctora se giró y haciendo ademán de sorpresa espetó: "¡Ah, sí!", y dirigiéndose a sus compañeros agregó: "Chicos, seguimos en un rato. Tú", dijo señalando a un joven muchacho, "quédate". El joven, a todas luces novato e inexperto, la miró con respeto y asintió. La mujer se sentía muy cómoda dominando la situación.

"Bien, jovencita", me dijo, "se trata de mantener el equilibrio. Quizá no lo creas, pero estamos nivelando tu cuerpo. Necesitamos que te pongas en diferentes posturas". Y así empezó a indicarme que me tumbara de lado, que me pusiera de cuclillas o que simplemente me sentara, haciéndome mantener la posición durante algunos minutos mientras ella y su colega hablaban de fiestas pasadas y de planes futuros. Pasó una hora y yo no me sentía más tranquila o relajada, sino más bien todo lo contrario: me iban a cobrar cincuenta euros por estar de cháchara mientras mi cuerpo se cansaba y tensaba. Definitivamente, me habían tomado el pelo.

Pero no dejaría que ellos se diesen cuenta, pues la venganza, como leí en Sinhué el Egipcio, es un plato que se sirve frío (aunque esta vez no habría ninguna calavera debajo). Tímidamente les pregunté: "¿Esto me va a ayudar? No me siento mejor...". La mujer se rió y el chico esbozó media mueca de ironía, y ella me dijo: "Claro que sí, jovencita, pero no lo notarás hasta dentro de un tiempo. Te esperamos aquí la semana que viene". "Por supuesto, creo que esto me va a venir muy bien", mentí con una sonrisa, y ambos salieron de la estancia para que me vistiera. Aunque había mantenido el tipo ante ellos por dentro me moría de rabia: me habían engañado y, aún peor, se creían que seguirían engañándome. Pero tuve claro que no volverían a verme.

Y mientras le daba vueltas a mi forma estúpida de regalar el dinero me vestí, descendí las escaleras y pagué, aún no recuerdo cómo ni a quién. Es curioso cómo el conocimiento cambia por completo nuestra forma de ver las cosas: ya no me rodeaba gente hornada y capaz realizando una bondadosa labor, sino que se habían convertido en lobos sedientos de dinero llevando a su cueva a ovejas descarriadas.

Al cruzar el umbral de la puerta miré las nubes: cielo encapotado en una tarde que se apagaba lentamente. Pero no me importaba: aún me quedaban cosas por hacer. Llamé a mi madre al móvil. "¡Hola! Acabo de salir de la fisio, ni se te ocurra probarla". Conozco bien a mi madre: se deja engañar tan fácilmente como yo. "Quiero comprarme un reloj, ¿me acompañas? Cojo el autobús" (me encontraba a dos paradas de mi casa) "y llego a casa, y desde ahí voy al centro comercial". Mi madre me respondió incrédula: "¿Andando? ¡Pero si está en la otra punta de la ciudad, casi en el estadio de fútbol!". "No, mamá, cómo se nota que sales poco. Está muy cerca, a unos quince minutos caminando". Y así cogí el autobús que me dejaría a medio camino entre mi casa y el centro comercial. Cuando bajé mi madre me estaba esperando. "¿Ves?", le dije, "estamos en el Puente del Trabajo; de aquí a las tiendas es un ratito caminando", añadí mientras señalaba con el dedo a la imponente estructura de metal blanco. Ella decidió ir en autobús: "Ya nos encontraremos allí". Y empecé a caminar, para darme cuenta al cabo de veinte minutos que el camino era más largo de lo que había creído y que, era cierto, tenía que cruzar muchas travesías para llegar. Andando, era un mundo; en autobús, un suspiro.

Aunque tardé mucho rato en llegar, el tiempo parecía haberse detenido, ya que el cielo seguía con su color gris pero sin nubes. El paseo en el que me encontraba estaba repleto de tiendas, y al apearme del metro (finalmente había optado por no pasarme la noche deambulando por las frías calles), vi una tienda de libros. "¡Mira!", te grité, pues nos habíamos encontrado bajo la fría y blanca luz de un vagón de metro, "¡libros!". Y me sentí como una niña rodeada de caramelos, y me dirigí corriendo al escaparate, mientras tu sonreías y te despedías de mí. Cuando me di la vuelta habías desaparecido. "Tendrá prisa...", pensé. Y me olvidé de los libros, y empecé a caminar por la calle.

Lo cierto es que no se trata de una calle normal, sino de un enorme centro comercial cubierto por una altísima cúpula de cristal. La avenida está siempre repleta de tenderetes en los que se vende de todo, como en un mercado de Navidad: ropa, accesorios, relojes, perfumes, libros y música. Desde la parada de transportes (autobús, tren y metro) se entra automáticamente al gigantesco recinto a través de una abertura de acero plateado; imagino que casi no había gente al tratarse de un día laboral. Empecé a pasear entre las tiendas mirando vitrinas llenas de anillos, colgantes y relojes: yo buscaba un reloj pequeño, cuadrado y a ser posible con la correa metálica. Al cabo de un rato, tras haber visto varios modelos y mientras intentaba recordar las tiendas a las que debería volver más tarde, me encontré con mi madre, quien me dijo que no había visto nada que le interesara. Paseamos juntas mirando más tiendas durante un rato, pero tengo que reconocer que con ella pierdo fácilmente la paciencia y me saca de mis casillas: cualquier cosa que vea y que me guste, para ella tiene como mínimo un defecto por el cual no debería ser comprada. A mí me hacía ilusión probarme algunas prendas de ropa que nunca antes me había planteado utilizar, como fulares, toreras y faldas cortas, y cada vez que veía algo que me quedaba bien mi madre le encontraba algún problema. Por ejemplo, encontré un hermoso pañuelo azul cielo con bordados en plata para el cuello y quise quedármelo, pero mi madre empezó a decirme que ese no era mi estilo, que cuándo me lo iba a poner, y que ahora que llegaba el invierno y el frío no podría utilizarlo ni lucirlo. Finalmente insinué que podríamos volver a casa ya y que yo no había visto nada interesante, pero mi intención real era dejarla a ella en casa y volver en autobús o en metro (cada viaje supondría tan sólo cinco minutos).

Cuando volví al centro comercial repasé de nuevo las tiendas en las que había visto relojes que me habían agradado. En una de ellas me probé uno de correa granate y esfera negra, y como no me decidía a comprarlo, el dependiente me permitió llevármelo, dar una vuelta con él y decidirme. "Vuelve cuando quieras, no te preocupes", me decía sonriente. Y aunque ya no me fiaba de las caras amables, me di cuenta de que realmente en esta persona podía confiar: ¡me dejaba que me llevara el reloj sin pagarlo! Y lógicamente, ante tal muestra de confianza yo no iba a defraudarle: si no se lo compraba se lo devolvería esa misma tarde y a cambio le compraría otro artículo.

Volví a casa mientras pensaba qué hacer con el reloj. Pasadas las siete llamé a una amiga al móvil y tras un par de bromas, unas risas y preguntarme por cómo me encontraba, me sugirió que quedásemos ese fin de semana. Yo le dije que ya la avisaría, ya que me apetecía quedarme tranquila en casa. Cuando volví al centro comercial, sin haber decidido aún qué hacer con el reloj, ya había anochecido, pero dentro del centro comercial parecía vivirse una eterna tarde de verano: el sol nunca se ponía. Esta vez entré por una puerta trasera, y hasta llegar a la avenida de tiendas tuve que recorrer multitud de oscuras y frías estancias marrones y vacías, probablemente pertenecientes a los trabajadores de tan gigantesco entramado comercial. "Hacen jornada intensiva durante todo el año, estoy convencida", pensé mientras escuchaba el sonido de mis zapatos de tacón alto golpeando el suelo de piedra (había decidido cambiarme y dejar mis Buffalo en el armario para ponerme algo más elegante, a juego con el reloj que llevaba. Básicamente, me había apetecido arreglarme, algo que ocurría con demasiada frecuencia últimamente). Salí a la gran avenida y sin mayor dilación me dirigí a la tienda del amable señor que me había prestado el reloj. "¿Ya te lo has pensado?", me preguntó pacientemente. "No, la verdad es que aún no sé muy bien qué hacer", le respondí con algo de vergüenza mientras me lo quitaba y se lo entregaba. Él sonrió complacido y yo me quedé merodeando por la minúscula tienda, observando todos sus rincones. Aunque no sabía si quedarme con el reloj que me habían prestado, sí había tomado una decisión: realizaría mi compra en ese local. Sólo por la atención, la confianza y el respeto que me habían mostrado, se merecían ganar una clienta más. Y les compraría un artículo, por pequeño que fuera. Por eso miré de nuevo guantes, pañuelos, anillos y perfumes, intentando convencerme a mí misma de que necesitaba comprar algo. ¿Una colonia quizá? La verdad es que la que usaba me irritaba la piel del cuello... pero no encontré ninguna otra colonia cuyo olor me agradara realmente y, cuando la encontraba, no podía comprarla (hay marcas que por orgullo, dolor y rabia no puedo utilizar, al menos de momento). Mi madre volvió a entrar en la tienda, preguntándome si pensaba volver a casa. "Claro que sí, pero ahora déjame sola, por favor, necesito concentrarme", le respondí. "No te preocupes", agregué, "volveré en bus, ya sabes que tardo diez minutos".

Me quedé merodeando un rato más en la tienda, buscando algo que comprar; salía y me sentaba en uno de los bancos grises de la avenida, entre sus palmeras y sus papeleras verdes, y miraba la multitud de minúsculas tiendas de cristal que me rodeaban. Si habéis estado alguna vez en la madrileña estación de tren de Atocha, os podréis hacer una idea de cómo era el centro comercial. Finalmente, y como ya estaba oscureciendo, me decidí: compraría un reloj; no el que me había llevado, sino otro de esfera redonda y correa de metal. "Hola de nuevo", le dije sonriente al hombre que me había atendido. "¿Ya te has decidido?", me respondió devolviéndome la sonrisa. "Sí...", le dije, y mirando la vitrina enfrente mío señalé el reloj que quería y añadí: "me llevaré este". "¿Estás segura?", me preguntó. "¡Claro!", respondí yo, y entonces me pregunté por qué me había costado tanto decidirme por un reloj si el que realmente quería lo tenía ante mis narices. El hombre volvió a sonreír, me cobró el artículo (aproximadamente sesenta euros que pagué en metálico) y lo guardó en una cajita de madera marrón que introdujo en una pequeña bolsa de terciopelo granate. "Aquí tienes, preciosa", siguió sonriendo, y no sé si fue por el piropo, por su educación y trato amable o porque al fin me había decidido, me despedí alegremente y salí de la tienda sintiéndome feliz. Al fin había conseguido lo que quería.