11 septiembre 2008

De mi secuestro

Os voy a explicar cómo llegué hasta aquí y el cambio brusco que dio mi vida en apenas unos segundos, mientras desgrano cada minuto, cada hora de mis pensamientos en busca de respuestas en esta sucia y polvorienta habitación que se ha convertido en mi hogar sin yo haberlo elegido. Desconozco todavía los motivos superiores que han movido a todas las personas que me rodean a estar aquí, y añoro todas las cosas que ya no podré hacer, pero aguardo expectante el nuevo día en el que quizá logre entender qué papel tengo yo en este gigantesco, aunque invisible, tablero de juegos subterráneo.

Era una soleada mañana de martes cuando me encontraba con mi madre en la cocina almorzando. Hacía bastante calor, y yo sólo llevaba, como cada vez que me levantaba, unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes; el vestido caqui de mi madre me hacía cosquillas en las piernas mientras ella se balanceaba de izquierda a derecha, irritante costumbre que había adquirido cuando fumaba. Yo le daba vueltas ausentemente al café, sentada sobre el frío taburete de metal azul.

– Deberíamos vaciar el cenicero, ¿no? –dijo mi madre de repente con una sonrisa. Me quedé observando el recipiente repleto de colillas, en el que parecía no caber ni una mota de ceniza más, y con una sonrisa le respondí:

– No creo que haga falta… –Y continué con una mueca de humor:– Siempre podemos jugar a hacer figuritas e intentar interpretar qué son.

Mi madre se rió; últimamente se encontraba de buen humor, lo cual era todo un alivio para mi padre y para mí. Terminé el café mientras intentábamos explicarle tal tontería mañanera a mi padre para que se riera un poco, sin apenas conseguirlo; estaba demasiado dormido. Tras el café me preparé para otra larga jornada laboral.

No sé si fue debido a la maldita rutina diaria o a que ese día estaba absorta en a saber qué extraños pensamientos, que apenas recuerdo el viaje de tres cuartos de hora hasta la oficina. Ni siquiera recuerdo haber cogido el ascensor. De hecho me daba la impresión de no haberme movido de la silla; mi madre habría salido por la puerta de la izquierda y, con un barrido surrealista, la concina se habría convertido en mi lugar de trabajo: el ordenador delante de mí, y tras el cristal la sala técnica; el equipo de desarrollo a la izquierda, y a la derecha la puerta que da a la sala de trabajo de unos doscientos asesores telefónicos.

Mis compañeros fueron llegando poco a poco, cada uno preocupado por sus quehaceres: instalar un servidor nuevo, preparar y documentar un nuevo aplicativo, realizar pruebas de telefonía IP, reclamar incidencias a proveedores de líneas y, cómo no, controlar que todo estuviese en orden y que trabajásemos en equipo. Apenas cruzábamos un silencioso y somnoliento “Buenos días”, algo bastante extraño pues era común intentar empezar cada jornada con una sonrisa en los labios y explicando alguna anécdota graciosa para levantar un poco el ánimo. Pero ese día parecía haber bastante trabajo.

De hecho me sentí abrumada ante la cantidad de incidencias que se acumulaban en el software de helpdesk para ser asignadas a sus respectivos técnicos. Más o menos lo de siempre: leer incidencia, comprobar datos correctos, filtrar información, asignar (a mí o a cualquiera de mis compañeros del resto de sedes). Después de eso, resolver todas aquellas incidencias que me había asignado para mí, desde cambiar un ratón que no funcionaba hasta averiguar por qué motivo algunos correos no estaban apareciendo correctamente a los asesores de una conocida compañía de telefonía móvil, sin olvidar, por supuesto, de atender amablemente el teléfono, encontrándome a veces con la más estúpida de las preguntas, o quizá con un problema tan complicado cuya solución me llevaría semanas encontrar.

En tal vorágine de trabajo me encontraba inmersa que no me di cuenta de que algunos de mis compañeros bajaban a desayunar algo, mientras otros se reunían con algún directivo para dar, una vez más, explicaciones técnicas en un lenguaje lo suficientemente sencillo como para que pudieran ser entendidas incluso por la señora de la limpieza (con todos mis respetos hacia ese sector profesional, ¡qué sería de nuestra salud sin ellas! No quiero imaginar cómo olerían los cuartos de baño… Desde aquí os digo: “Gracias”. –Y añado: “Deberíais cobrar más por limpiar la mierda de los demás”.–). Cuando me quise girar a preguntar un detalle técnico a uno de mis colegas (este trabajo me recuerda en ocasiones al de los médicos: si no están muy seguros de si es lupus o sarcoidosis, nadie mejor con quien contrastar ideas que otro médico), vi que el despacho estaba vacío. Miré a través de las ventanas de cristal hacia la sala, girando antes la manecilla que regula las persianas interiores. Sí, allí estaba, hablando con otras dos personas. Supuse que volvería en un instante.

Ese día la sala no estaba demasiado llena. Quizá se debiese a la crisis de la que tanto se hablaba, pero mientras la plataforma de sudamérica estaba ocupada al cien por cien, la nuestra apenas llegaba al veinte por ciento (y aun siendo esto así, debo recalcar la cantidad de trabajo que llegaba siempre a nuestro centro, procedente de los otros cuatro). Cogí una llamada de Madrid: tras unas risas y facilitar la información que se me solicitaba, colgué por última vez, aun sin saberlo, el auricular del teléfono.

De repente escuché un golpe seco que provenía de la pesada puerta metálica de la entrada, seguido por el sonido de dos objetos de madera chocando y gritos. Y al instante comenzaron los disparos.

Sin osar levantarme de mi silla, observé por la ventana cómo la gente corría de un lado para otro y caía al suelo tras ser alcanzada por el impacto de una o varias balas. A los pocos segundos pude verle: un hombre de unos cuarenta y cinco años, un metro ochenta de altura aproximadamente, fornido y con el pelo cano, disparaba indiscriminadamente a toda persona que encontraba a su paso, incluso a aquellas que se habían tirado al suelo. Me quedé paralizada al presenciar tal masacre; algunos conseguían huir, pero la mayoría estaba siendo asesinada a sangre fría. Y entonces el hombre miró hacia mi ventana y comenzó a caminar hacia donde yo me encontraba, disparando sin cesar. Todavía recuerdo el rostro de terror puro de una de mis compañeras a través de la ventana, cuando acorralada entre su mesa, la pared y el cristal de mi despacho imploraba entre sollozos que le perdonara la vida. El hombre se detuvo un par de segundos y, sin titubear, le disparó en el pecho. El cuerpo de ella se desplomó al instante, y lo último que pude ver fue su melena rubia deslizándose por la pared anaranjada.

El hombre abrió la puerta de una patada. Parecía una máquina programada exclusivamente para disparar a muerte a cualquier objeto que se moviera o que tuviese vida. Me miró entonces con sus profundos ojos azules mientras apuntaba su arma a mi cabeza y comenzaba a apretar el gatillo. Yo no pude más que cerrar los ojos con fuerza mientras dejaba los brazos extendidos a cada lado de mi cuerpo, sabiendo que lo último que oiría sería el estruendo del disparo y, quién sabe, quizá oliese a pólvora. ¿Cómo sería morir? Mi cabeza comenzó a trabajar a la velocidad de la luz, asumiendo mi futuro inmediato, repasando todos aquellos momentos de mi vida que había presenciado y pensando con tristeza en aquellos que nunca llegarían a ser. ¿Ya estaba? ¿Era ese el fin? El fin de una vida más, tan valiosa y tan pequeña como la de cualquiera de las demás personas que acababan de morir a manos de un loco enajenado… Tuve miedo, mucho miedo, pero al mismo tiempo ansiaba el deseado pistoletazo y que tal angustia finalizara de una vez por todas. Me sabía tan mal por mis seres queridos, por todas aquellas personas que iban a sufrir… A lo lejos pude oír las sirenas de la policía y las ambulancias. Se estaba generando todo un revuelo alrededor del edificio; ¿llegarían a tiempo para salvarme? Lo dudaba y deseaba que toda aquella pesadilla acabase al fin, por lo que decidí abrir los ojos y mirar fijamente a aquel ser despiadado, retándole a la vez que implorándole que presionara el maldito gatillo.

Pero jamás llegó a hacerlo. Todo lo contrario, bajó poco a poco el arma sin apartar su intensa mirada de mí. Se acercó con rápidas zancadas a mi silla, para cogerme por el cuello y levantarme de un golpe seco. Yo todavía seguía conmocionada, pero ¡estaba viva! Aunque empecé a temer más por mi vida que nunca. ¿Me estaba tomando como rehén? ¿Qué pediría a cambio? ¿Y qué haría conmigo? A todas luces las autoridades no permitirían que se derramara más sangre inocente, por lo que al verlo salir por la puerta con un rehén en sus brazos no se dignarían a dispararle. Y entonces salió a relucir mi parte más fría y calculadora, y sopesé los pros y los contras de mi situación en cuestión de segundos mientras él me arrastraba hacia la puerta, con fuerza pero sin llegar a hacerme daño. Mi miedo más terrible en aquellos momentos, incluso por encima de mi muerte, era la posibilidad de ser violada, no sólo por aquél hombre, sino por los compañeros que intuí que tendría. ¿No era mejor estar muerta?

Ante tal expectativa, sólo pude hacer una cosa: dejarme llevar. No opuse resistencia en ningún momento, y me acoplé tranquila en los brazos de aquel hombre, cuya cercanía me mostraba un lado salvaje que, antes que asustarme, comenzaba a excitarme. Sus manos me decían que sabía lo que estaba haciendo; que no quería lastimarme, que me quería por alguna razón que quizá más tarde lograría averiguar. Por ese motivo, y también por el hecho de que una cámara de televisión había conseguido colarse en el edificio y estaba retransmitiendo el secuestro en directo, apoyé mi cabeza sobre el hombro de mi captor. Al pasar cerca de la cámara miré directamente al objetivo, intentando mostrar con la mirada que estaba tranquila, que no iba a poner mi vida en peligro innecesariamente, y que todo saldría bien, con la esperanza de que me vieran mis padres y pudiesen confiar en mí. Esa mirada no era ninguna actuación: me sentía realmente tranquila, como si fuera yo la que dominaba la situación. Estaba convencida de que no pasaría nada malo. Luego bajé la mirada al suelo y me amoldé al paso del hombre, que no volvió a disparar a nadie hasta que abandonamos el edificio.

En un sucio callejón aguardaba un coche de lujo color crema y cinco hombres más, que abrieron rápidamente las puertas para introducirme en la parte posterior. Aunque yo ya conocía mi faceta de tranquilidad y sosiego en situaciones de riesgo, me estaba sorprendiendo a mí misma con la enorme capacidad para amoldarme a cualquier tipo de situación en cuestión de segundos. De hecho, en cierto momento incluso llegué a ayudar a mis captores indicándoles que se colocaran de otra manera para poder salir más fácilmente del coche en caso de emergencia. A través del retrovisor pude observar la sonrisa del hombre de ojos azules.

El coche arrancó y, tras un breve trayecto, se detuvo en otro callejón. Todos descendimos del automóvil, pero ya nadie me agarraba; me dejaron libre y se concentraron en el trabajo que se traían entre manos, como si confiasen plenamente en mí. Dos de ellos abrieron el maletero y extrajeron de él dos enormes cajas de plástico negro que colocaron cuidadosamente en el suelo. Otro hombre se afanaba en rellenar una esquina del edificio junto al que habíamos aparcado con una masa similar a la arcilla. Entre todos colocaron los cilindros de color granate que habían sacado de las dos cajas, y el hombre que me había capturado conectó con movimientos decididos y firmes lo que a todas luces parecía un detonador. En uno de los bolsillos de sus pantalones militares se encontraba el dispositivo de control remoto que haría estallar los explosivos.

– Todo listo –habló por primera vez, mirándome fijamente. –Éste era el último punto que quedaba por preparar.

De golpe quise preguntarle tantas cosas… Por qué había matado a toda esa gente, qué motivos tenía para ello, a qué grupo terrorista pertenecía, qué iba a pasar conmigo y, ante todo, por qué demostraba tanta confianza en mí. Pero mi prudencia me advirtió de que no era momento para hacer preguntas, de modo que me volví a introducir tranquilamente en el coche, como si hubiese viajado con aquellos hombres en multitud de ocasiones. Y entonces me llevaron a su refugio.

En una zona industrial medio abandonada, una gigantesca fábrica semi derruida se elevaba sucia entre la maleza y los árboles muertos de los terrenos de alrededor. Todos los cristales de los ventanales estaban rotos y las chimeneas hacía mucho que habían dejado de funcionar; el interior estaba cubierto de polvo y escombros. Pero en el subsuelo había una explosión de vida: enormes galerías y larguísimos pasillos llenos de gente bajo la fría y tenue luz de unos pocos fluorescentes blancos. En algunos rincones se observaban luces de colores provenientes de tubos de neón; el humo del tabaco flotaba en el ambiente cargado y viciado.

Algunos se me quedaron mirando mientras, rodeada por los seis hombres que me habían llevado hasta allí, atravesábamos las distintas estancias de esa pequeña gran urbe subterránea. La mayoría era gente joven, de aproximadamente mi edad, y me sorprendió lo alegres que parecían estar. Supuse entonces que, al igual que yo, habrían acabado con la monotonía de sus vidas: no más trabajo, no más deudas, no más peleas familiares; todo por un fin superior, un fin común, un fin que yo todavía desconocía. Un fin capaz de unir a personas de distintas tribus urbanas: desde niñas pijas hasta hippies y okupas con rastas, pasando por góticos y emos de catálogo y princesas de barrio con pendientes de oro barato.

El asesino que me había raptado me llamaba cada vez más la atención. Quizá fuese la ropa negra de corte militar que vestía, o tal vez su ancha espalda y sus fuertes brazos, o quizá su decidida y firme manera de andar, pero ese hombre desprendía un fuerte magnetismo del cual, pude observar, no era la única víctima: muchas chicas lo miraban también y sonreían y musitaban cosas entre ellas al verlo pasar.

Sólo había oído su voz en una ocasión, pero su vibración todavía retumbaba en mis tímpanos. Creí que, de vuelta al lugar que a todas luces era su cuartel general, me explicaría lo sucedido, o quizá me daría una tremenda paliza. Pero lo único que hizo fue darme la mano, sonreírme paternalmente y atravesarme con sus ojos azules, para luego darme la espalda y desaparecer. Y allí me quedé, de pie entre cientos de desconocidos y sin saber qué iba a ser de mí en los minutos siguientes.

Pero no duró mucho mi soledad, puesto que tres chicas se acercaron a mí y sonriéndome se presentaron. Una de ellas estaba claramente satisfecha con su imagen exterior, y tenía muchos motivos: su hermosa melena rubia y unos ojos oscuros y bien maquillados denotaban seguridad en sí misma, aunque por los piercings en nariz y labio me dijeron que estaba ante la típica persona que no ve más allá del físico. Sus ropas también la delataban: camiseta blanca ajustada de tirantes y con un generoso escote, unos pantalones piratas de color rosa y unos bonitos, aunque demasiado extremados, zapatos abiertos de tacón. Las otras dos chicas parecían algo más maduras: la morena y más bajita no sonreía tan vívidamente, y la otra, claramente del montón, parecía incluso aburrida. Ella fue quien me tendió el bolso, que se había quedado en mi despacho.

– Toma, imagino que habrá cosas que necesitarás.

Sostuve el bolso insegura, preguntándome quién se habría tomado la molestia en ir a recogerlo y, ante todo, cómo lo habría hecho para superar el cordón policial sin levantar sospechas. Miré en su interior, encontrando todas mis cosas: las llaves de casa, el móvil y la cartera con la documentación y algo de dinero suelto, unos tampones en uno de los bolsillos, un espejito, una memoria USB de 2 GB, un pote de pastillas de Pasiflora, un paquete de chicles empezado, unos cuantos pañuelos de papel y, lo más importante, mi inhalador para el asma.

– ¿Cómo…? –comencé a balbucear, pero la chica rubia me cortó en seco.

– Hay cosas que nosotras tampoco entendemos –dijo con una voz cantarina y un tono que me pareció ligeramente estúpido–, pero una vez te acostumbres a estar aquí, ¡te olvidarás de todas tus preocupaciones!

“¿Preocupaciones?”, pensé yo. A la mente me vinieron las terribles imágenes que hacía un rato había presenciado en mi lugar de trabajo; pensé en mis padres, familiares y amigos que se preocuparían por mí y a quien yo iba a echar muchísimo de menos. Como un jarro de agua fría cayó sobre mí la certeza de que jamás podría volver a la vida que había tenido hasta entonces, y fue en ese momento en el que me di cuenta de lo idiota que había sido, lamentándome por nimiedades sin apreciar todas las pequeñas cosas que no había sabido disfrutar, y que ahora volvían a mí en forma de recuerdos como pequeñas dagas clavándose en cada una de mis vísceras: ese café matinal en una terraza charlando con mi mejor amiga un sábado por la mañana; esas noches de insomnio haciendo zapping en mi dormitorio; esas copas de más con los colegas que tanto me hacían reír; todas esas personas que había comenzado a conocer… Todo perdido sin haberlo apreciado lo suficiente. “Idiota, idiota”, me repetía para mí misma.

No entraré ahora en detalles acerca de todas las jornadas que siguieron al que fue el primer día de mi nueva vida. Sólo apuntaré que los primeros días fueron como un sueño para mí, rodeada de cientos de extraños que acabarían siendo amigos o enemigos, intentando amoldarme a mi nuevo entorno y procurando no recordar más toda aquella vida de luz y sol que había sido mía hasta entonces y que no había sabido apreciar. Fui de copas a locales clandestinos y visité tiendas de ropa que nadie conocía; aprendí juegos nuevos y conocí a gente de todo tipo. Todos parecíamos iguales y nos tratábamos como tales, hasta que, pasada una semana, sufrí una crisis asmática.

Acudí rápidamente a mi inhalador, pero entonces temí por lo que pudiera suceder: no era la primera vez que sufría una crisis, y sabía que de no hacer efecto el inhalador necesitaría medicación más fuerte. Entonces recordé un importantísimo detalle que, con tanto movimiento, se me había pasado por alto: ¿y mi medicación para el asma?

En una de las salas comunes grité:

– ¡Que alguien me ayude!

Algunos se giraron sin moverse de donde estaban; otros se me acercaron corriendo. Inhalé de nuevo el medicamento y, haciendo esfuerzos por respirar, dije:

– Necesito mi medicación diaria. Por favor.

Los que me rodeaban empezaron a moverse rápidamente, y pude ver que un muchacho le hacía señas a un hombre maduro, el cual asintió levemente con la cabeza y salió con paso decidido de la enorme sala. Era uno de los cinco hombres del coche.

Otras personas me arrastraron hasta un sucio sofá granate, en el que me senté buscando la postura que me ayudase a respirar mejor. Tuve miedo: ¿llamarían a una ambulancia en caso de que fuese necesario? Si mi inhalador habitual no surgía efecto, conocía lo que sucedería después: cansancio físico a causa del esfuerzo, taquicardias y un ataque de ansiedad producido por el medicamento y por el estrés de no poder respirar. Necesitaría un ansiolítico y una inyección y, si esta no llegaba a tiempo, una bombona de oxígeno e ingresar en el hospital. Jamás había llegado hasta ese extremo; ¡qué fácil había sido coger el teléfono y pedir que fuese un médico a casa! ¿Qué pasaría ahora que me encontraba encerrada en un lugar oculto y que nadie debía conocer?

Pasaron dos horas y empecé a notar la taquicardia. Una hora más y necesitaría un ansiolítico. Un par de horas más y la inyección sería vital. A mi alrededor se había formado un cerco de personas que me miraban apenadas e impotentes, sabiendo que lo único que podían hacer era dejarme sitio para respirar. Alguien me acariciaba el brazo derecho. Todo el mundo estaba en silencio.

Entonces se oyó un portazo. Otro de los cinco hombres que había conocido en el coche se acercó corriendo a donde yo me encontraba y me tendió una bolsa de plástico. Con mucho esfuerzo miré en su interior, y me tranquilicé al momento: ahí estaba mi medicación, que me duraría al menos medio año. Alguien me tendió un vaso de agua y me tomé una pastilla. Acto seguido abrí un inhalador verde y tomé una bocanada. Todo el mundo parecía sostener la respiración conmigo. Después di otras dos bocanadas al inhalador marrón, y su gusto amargo me obligó a beber más agua. Poco a poco me fui calmando hasta tumbarme y quedarme dormida. Toda aquella gente me había salvado la vida.

¿Por qué tanta preocupación por mí? ¿Qué era lo que me hacía tan especial? Con el tiempo aprendí que en aquella comunidad todos daban el todo por el resto, pero aun así siempre noté cierto proteccionismo hacia mi persona. Se sucedían los días y empecé a preguntarme si aquello no era más que un sueño; un sueño tan vívido que lo confundía con la vida real. Y necesité comprobarlo.

Una mañana de mucho sol y calor estaba dando un paseo por uno de los patios del enorme edificio. Me recordaba bastante al patio de recreo de mi primera escuela, hecho que avivó en mí la sensación de estar soñando. Me quedé de pie en medio del patio y miré al frente, pensativa. ¿Hasta qué punto lo que estaba sucediendo era real? Noté el cálido aire rozarme las mejillas; pude apreciar el contacto de la ropa sobre mi piel. Podía oír cada nota no armónica de la ciudad; era consciente de mi cuerpo, de mi vida, y de las partículas que me rodeaban. Aquello no podía ser un sueño.

A unos cuantos metros de mí se encontraban los cinco hombres que había conocido en el coche el día del secuestro. Nunca habíamos cruzado una sola palabra, pero allí donde yo fuera ellos me seguían, cuales guardaespaldas protegiendo a una estrella. Yo hacía ver que no me daba cuenta, y ellos hacían ver que estaban allí por casualidad. Habíamos entrado en un juego sin reglas establecidas y siempre quedábamos en tablas.

Entonces di un brinco, y me elevé un par de metros sobre el aire. Me giré para ver como dos de los hombres me miraban impasibles. Nunca mostraban sus sentimientos, pero sabía que estaban atentos a cada uno de mis movimientos. Descendí lentamente para volver a impulsarme hacia el cielo. Veinte metros, manteniendo el equilibrio, flotando sobre las cabezas de todos aquellos extraños conocidos. No podía ser un sueño; era demasiado real. Podía volar. Podía escapar. Pero el juego estaba decidido. Reí entre las nubes y sobrevolé el patio, sin cruzar jamás sus muros. Los hombres me miraban pero no se movían. Entonces, desde lo alto, les grité:

– ¿Veis? ¡Podría escapar! ¡Podría escapar, maldita sea, pero no voy a hacerlo, para demostraros que podéis confiar en mí! –grité enloquecida. ¿Confiar en mí? Estaba claro que ya lo hacían. Estaba clarísimo que no era necesario que les demostrase nada. Quizá sólo necesitaba demostrármelo a mí misma: esa posibilidad de escapar a… ¿dónde? Estaba rehaciendo ya mi vida, sintiéndome siempre una extraña en aquél enorme zulo y sabiendo que jamás podría volver a nada parecido a lo que había sido mi vida. Eso me pasaba por despreciarla. ¿Era una lección?

Ya había demostrado suficiente. Volví a descender, cayendo en la cuenta de que entonces todo aquello no podía ser real, que yo no podía volar más que en sueños. Me senté en el suelo completamente confundida. ¿Acababa de volar? ¿O sólo había sido una mala pasada de mi cabeza, que intentaba convencerme paternalmente de que aquello era irreal, de que en algún momento despertaría a la calidez de mi dormitorio? Sólo había una forma de comprobarlo: volver a volar. Pero no me atreví. Cuando me puse en pie noté como el efecto maldito de la gravedad me aplastaba contra el suelo. Me imaginé dando una zancada esperando flotar y cayendo de bruces, sangrando por la nariz y con las muñecas rotas. No quería arriesgarme a descubrir la verdad. Quería seguir imaginando que aquello era un sueño.

Y así siguieron los días, sin noticias de importancia y sintiéndome cada vez más ajena y extranjera en aquél mundo al que había sido arrastrada. Mi ser ya no formaba parte de ningún mundo en concreto; ni el que había sido forzada a abandonar ni el nuevo en el que me encontraba. A veces tenía, y sigo teniendo, la sensación de haber sido abandonada por una nave espacial en un planeta recóndito y salvaje sin posibilidad de vuelta. Sin ni siquiera saber si alguien vendría a buscarme. Y sin entender jamás por qué yo era especial.

Hasta que un día los cinco hombres me llevaron a un cuarto oscuro, iluminado por un triste fluorescente. Ante mí había una puerta metálica. No me dirigieron la palabra; simplemente abrieron la puerta y allí se encontraba él.

Pensé que tras el día del secuestro jamás volvería a verle. Muchas veces había recordado lo que él había significado para mí, las esperanzas perdidas que había tenido, y había intentado olvidarle, como escondiendo una cicatriz infectada que ahora volvía a sangrar. No tenía buena cara. Había sido muy atractivo, pero había adelgazado y sus ojeras se habían oscurecido. Me miró tristemente. Estaba maniatado a una silla metálica. Ese era su hogar. Y entonces supe y comprendí. Que él me había salvado; que él, quien tanto me había hecho sufrir, me había dado una segunda posibilidad a cambio de su libertad y de su alma. Me miró con ojos desgarrados y una lágrima solitaria se deslizó por su nariz. Él jamás lloraba. Nunca. Y ahora lo estaba haciendo. Sentí pena y rabia. Sentí el impulso de tirarme sobre él y pegarle sin piedad, y de besarle con ternura. Quise sentir su piel bajo mis puños y entre mis brazos. Quise cuidarle y mimarle a la vez que maltratarle. Le bendije por salvarme de aquella masacre, y le maldije por haberme dado una vida de dudas y miedos y soledad. Le quise y le odié, y sin terciar palabra la puerta se cerró y no volví a verle.

Quizá os decepcione saber que mi relato llega a su fin. Quizá os defraude y os sepa a poco esta historia; quedan demasiadas preguntas sin respuesta. De ser así, imaginaos por favor cómo me siento yo, protagonista de esta extraña historia; no poseo ninguna verdad y mi saco de dudas está a punto de reventar. No sé si los explosivos llegaron a detonar. Todavía no entiendo el por qué de aquella terrible matanza. No alcanzo a comprender qué extraño papel juego en este teatro de marionetas sin sentido. Pero quizá jamás deba saberlo; tal vez el único motivo por el que estoy aquí es una lección de sabiduría que llega demasiado tarde. Aprovechad cada día como si fuera el último, pues fuerzas superiores a las vuestras se mueven sin control y pueden cambiar el rumbo de los acontecimientos en cuestión de segundos. Aunque el hastío os invada, sentidlo plenamente, sentidlo. Sentid que sufrís y que disfrutáis y que sentís y que podéis elegir. Porque yo ya no puedo. Y esa certeza me hunde en un abismo de fango maloliente. Dejad de lamentaros por hechos que no podéis cambiar. Concentraos en los que sí podéis moldear a vuestro antojo.

Espero que pronto tengáis noticias mías.

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