27 noviembre 2006

Del último día del mundo

Esa mañana estaba siendo tranquila, incluso aburrida. Los rayos de sol se colaban por las rendijas de las persianas de las tres ventanas que tenía la caravana. Era un vehículo grande y lleno de comodidades: un gran comedor, un dormitorio con cama doble, una cocina completa y un baño sencillo. Poco a poco habíamos ido llenando el espacio disponible con un montón de cosas útiles e inútiles: una televisión, un equipo de música, un par de videoconsolas y un montón de videojuegos, libros, bobinas de DVDs, un ordenador de sobremesa, bolígrafos, cuadernos de estudio, algunos posters de papel y tela, un montón de ropa de invierno y de verano, un radiador, un aire acondicionado, una manta de viaje para el sofá, una pequeña mesa de cristal, un cactus, juegos de sobremesa y barajas de cartas, un par de lámparas de diseño... Todo lo que pudiéramos llegar a necesitar estaba allí. Y lo que no, también.

El exterior estaba extrañamente tranquilo. Pesaba sobre nuestro estado de ánimo el ensordecedor ruido del silencio: no había tráfico, ni obras, ni metros, ni aviones, ni vecinos. Todo el ruido artificial que se había vuelto tan común en la vida de una gran ciudad emanaba únicamente de nuestra caravana. En contraste, el piar de los pájaros, el cristalino sonido de un riachuelo y el viento acariciando la hierba y las hojas de los árboles era lo único que se escuchaba al otro lado de la puerta. Era como haber aterrizado con una nave espacial en medio del Paraíso.

Hicimos algo de almorzar: unos cereales, un par de bikinis, un poco de coca-cola y algo de café. Pusimos la tele, y optamos por bajar el volumen; parecía que nadie se daba cuenta de lo que estaba a punto de suceder. El frenético ritmo de vida de las mentes de plástico y ceniza de las ciudades seguía su curso: peleas familiares y entre vecinos, luchas entre partidos políticos, guerras interminables en países subdesarrollados; la lotería, la prensa rosa, los conciertos y los deportes. Pero nosotros ya no estábamos allí, y de hecho ni siquiera estábamos seguros de que 'allí' siguiera existiendo.

Entró un amigo en el comedor, y sus fuertes pasos hicieron que la caravana se balancease ligeramente. '¡Ei! Buenos días, dormilones... ¿No salís un rato? ¡Hay que aprovechar al máximo!". Miré a mi pareja, que estaba estirada en el sofá-cama conmigo, en un lío de sábanas y mantas. "La verdad es que no me apetece en absoluto salir... Hoy ya no", le susurré al oído, y él le comunicó a nuestro amigo que no pensábamos movernos de donde estábamos. También tuvimos varias llamadas al móvil, pero ese día no queríamos ver a nadie. En el fondo sentía que, si pasábamos el día con alguien más, de algún modo ese alguien más estaría simbolizando algo especial, y yo no podía permitirme esa exclusividad, que rápidamente se convertiría en favoritismo dentro de mis esquemas mentales. De modo que preferí que nos quedáramos solos, en el ambiente cálido y acogedor que nos habíamos construido.

Pusimos algo de música. Incluso ésta se había vuelto aburrida y, de algún modo, incluso temible: melodías miles de veces escuchadas y grabadas a fuego en nuestras mentes cobraban ahora un nuevo significado ante esa precisa situación. Las canciones alegres me ponían melancólica; las agresivas, rabiosa; las tristes me dejaban indiferente.

Estuvimos un buen rato sin hacer nada. Quizá nos quedamos dormidos unas horas, ya que en un lapso de tiempo que me parece tan breve como extenso, la luz diurna se había vuelto de un intenso color anaranjado, casi rojo. Me puse bastante nerviosa, y no pude evitar pensar que me había dejado tantas cosas por decir a la gente, tantos lugares que visitar, tantos libros que leer, tantos juegos que probar, tantas cosas por escribir, tantas experiencias por vivir, que el torrente de ideas e imágenes irrealizadas me provocó angustia y me obligó a llorar como una niña. Pero poco a poco conseguí recuperar la calma: no conseguiría nada llorando por lo que se iba a perder, pues la mente de una sola persona no puede cambiar el curso de las cosas que escapan a su control. De modo que me apacigüé, me abracé a mi pareja, sentí su agradable y tan conocido olor, y deseé que todo acabara allí, en ese preciso instante.

Pero la temperatura iba en aumento. El calor, molesto al principio y ahora tan intenso como el color rojo sangre de la luz solar, me obligó a quitarme casi toda la ropa que llevaba encima. Aunque pusimos el aire acondicionado, éste parecía no tener efecto. De repente se oyó un crujido, como si la tierra se separase en dos, y la caravana se movió bruscamente. Miré por la ventana, para ver que la naturaleza de los vivos había desaparecido: sólo rocas rojas, un cielo naranja y un enorme sol reinaban a los pocos árboles muertos que quedaban. "Ya casi está", le dije a mi pareja. Él, estirado a mi lado, me miró con su rostro tranquilo y sus grandes y cariñosos ojos mientras jugaba con mi pelo.

Entonces miré la puerta de la caravana. La fuerza del árido viento podía abrirla en cualquier momento y matarnos a ambos. Entonces entendí que por esa puerta jamás volvería a entrar nuestro amigo, ni nos obsequiaría de nuevo con una hermosa vista al abrirla una mañana; la televisión, que había dejado de funcionar, jamás volvería a encenderse, siendo para siempre nada más que una caja llena de complicados mecanismos que no servían para nada; la nevera se apagó, y no volvería a refrigerar ningún alimento; la información del ordenador, que tan preciosa nos había parecido, era una simple maraña de ceros y unos que jamás nadie podría descifrar y de la que ni siquiera llegaría a conocerse su existencia; las bombillas no volverían a alumbrar en el silencio de la noche. Sólo quedarían reductos de escaso tiempo de vida: un reproductor de música portátil, si la batería no se fundía, seguiría deleitando al silencio con música que jamás volvería a sonar; la consola portátil esperaría durante un tiempo al siguiente jugador, que se proclamaría el mejor del mundo; los alimentos aguardarían a ser consumidos hasta pudrirse; el móvil buscaría desesperadamente una red a la que conectarse, sin encontrarla, y sus melodías no volverían a sonar; los libros, a menos que se quemaran, guardarían una valiosa información hasta convertirse en cenizas, y la palabra se perdería en la eternidad. Y así fueron pasando mis pensamientos, uno a uno, destruyendo la utilidad de las cosas para siempre, descubriendo su inutilidad como nunca.

Y así, le susurré a mi pareja al oído: "Hoy es el último día sobre la faz de la tierra... Estaremos juntos mientras el planeta muere... Y nunca diremos adiós". Y nos abrazamos como si no estuviera pasando nada, esperando a la hora de hacer la cena, deseando jugar un rato para después hacer el amor.

Y desde lo alto, las estrellas se reían mientras observaban otra pequeña mota de vida perecer en el universo.

5 comentarios:

  1. Aúnque no recibas comentarios, no dejes de escribir núnca.
    A mi me gustan mucho.
    ~ Riku ~

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  2. Muchas gracias ~Riku~, tu comentario me da muchos ánimos para seguir escribiendo, y lo seguiré haciendo n_n.
    ¡Dulces sueños!

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  3. Frase célebre: El hombre es un dios cuando sueña, y un mendigo cuando reflexiona.

    Escribe tus sueños que transcurren entre el Sueño, el reino de Morfeo, y el mundo consciente.

    No dejes de soñar...

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  4. "¿Quién es el responsable? ¿Quién crea el mundo? Tal vez el mundo no se hace. Tal vez nada se hace. Tal vez simplemente "es", "ha sido", y "siempre será"

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  5. Me ha encantado este sueño! Aguantando el fin del mundo dentro de una burbuja abrazando a tu amor! =)

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