31 diciembre 2008

Del abrazo de arena (réquiem y cierre de año)

El fin de semana pasado quedamos para tomar unas copas e ir a dar una vuelta, ¿te acuerdas? Lo dudo, pero yo lo recuerdo a la perfección.

Como en la mayoría de las ciudades costeras, hay una zona de bares al lado del mar. No es posible llegar hasta allí en coche, y de hecho hay que recorrer multitud de estrechas y oscuras calles de adoquines, siempre llenas de gente joven de todo tipo. Y ahí estábamos nosotros, yo vestida de negro, como siempre, tú con tu cazadora marrón y tus tejanos azules. Te llevé por una zona apartada, y recorrimos el laberinto de calles en silencio, observando la luz de la luna reflejándose sobre los charcos de agua y los adoquines húmedos, pasando desapercibidos entre las oscuras paredes, sin que la luz naranja de las pocas farolas que había llegase a tocarnos. El camino, aunque más largo de lo normal, nos llevaría a mi escondite personal, un lugar que poca gente conocía, lejos de las aglomeraciones y del artificial ruido de la ciudad.

Y entonces divisé el mar, y supe que estábamos llegando. Solté una carcajada y sentí ganas de salir corriendo y mirar a la izquierda, para poder comprobar lo antes posible que el lugar no estaba ocupado y que habíamos llegado a tiempo. Me moría de ganas de mostrarte ese trocito de soledad del que me había apropiado; quería saber qué pensarías de él, qué sentirías al sentarte en ese sitio, mirando el paisaje que yo nunca me cansaría de observar y recordar. Y al girar a la izquierda, tras el último edificio, miré y sonreí, y riéndome te hice un ademán con mi mano apremiándote a venir, y mi corazón se alegró, pues aunque había gente sobre la arena, esa parte de la playa estaba prácticamente desierta, ya que la única forma de llegar hasta allí era el camino por donde habíamos venido, y la gente prefería no tomar esa ruta. Y cuando te paraste a mi lado, te cogí de la cazadora y te insté a que saltaras a la arena, y señalé el montículo de arena que se encontraba a pocos pasos de nosotros, y sin dejar de sonreír te dije "¡Vamos!". Y tú pareciste despertar entonces, y fuiste corriendo hasta el montículo en forma de asiento con cúpula, y te desplomaste en la parte de la izquierda riéndote, y yo me acerqué y me dejé caer a tu derecha, y observé contigo el paisaje.

La barrera de arena compacta y húmeda a nuestras espaldas nos aislaba del mundo y nos ayudaba a aislar al mundo de nosotros; la luz artificial de la ciudad no nos molestaba y el cielo y sus estrellas se podían ver a la perfección. Pues aunque de camino a ese lugar había llovido ligeramente y el cielo había estado completamente cubierto de nubes, al llegar nosotros parecía que la luna las había espantado, y brillaba grande y hermosa sobre el mar, y parecía que cualquiera podía alzar la mano y acariciar sus suaves arrugas de plata. El mar estaba en calma y las olas parecía que nos perseguían, y me levanté divertida y jugué con ellas intentando que no tocaran mis pies sin conseguirlo, y eso me dio miedo, pues el mar me produce un profundo respeto. De modo que me volví para sentarme a tu lado, y quizá por haber querido jugar con el mar la vista me jugó una mala pasada, pero lo cierto es que no llegué a verte: eras sólo un montón de arena con ropa de hombre y tu brazo se alzaba en mi dirección, invitándome a recostarme en la arena. Y justo cuando me senté a tu lado buscando una posición cómoda, pasaste tu brazo sobre mis hombros y me empujaste hacia tí, y reposé mi cabeza sobre tu hombro, y pude inspirar la brisa marina y tu calor, pero me sentí incómoda, pues no era eso lo que yo buscaba, de modo que me aparté de tí.

Nos quedamos en silencio, yo sin querer mirarte pero sabiendo que cada vez te confundías más con la arena de la playa, y las olas se acercaban a mis pies amenazantes, pero yo no osé moverme. Y de nuevo te moviste y me acercaste a tí, y entonces supe que tu cuerpo sólo era arena, pero tus manos eran reales, y me cogían fuerte, y tus brazos me arropaban y me acariciabas, y guardabas mis manos en las tuyas para que entraran en calor, y entonces me apretabas un poco más fuerte, y jugabas con mis dedos, con la palma de mi mano, con mis muñecas, y luego con mi cara, con mi barbilla y con mi cuello. Y yo no quería que pararas; no deseaba nada más, sólo quedarme ahí para siempre, sintiendo tu tacto firme y el calor de tu cuerpo de arena, sintiendo que me cuidabas y me mimabas, mirando siempre a la luna y al mar, y cerrando los ojos para perderme en tus caricias...

Y la luna se reía y las olas me perseguían, y desperté...

Desperté al calor de mi tan conocida habitación y no entendí cómo había llegado hasta allí, y quise volver a esa playa; pero cuando la luz del sol fue despejando mi mirada, entendí que esa playa no existía, que ese rincón de arena jamás había sido mío, que la luna no podía ser tan grande y que las calles jamás estarían vacías. Y enfadada con el rey del sueño por ser tan cruel, me levanté rápidamente y miré si estabas conectado. Y ahí estabas, tu nick de siempre, tu eterna presencia, pero no me atreví a hablarte; sólo quería preguntarte si era cierto, si de veras era cierto que todo había sido falso. ¿Recordarías cómo me abrazabas? ¿Recordarías esa luna sobre el mar? ¿Recordarías cómo me acercaste a tí en dos ocasiones? Pero entonces iniciaste tú la conversación, como si hubieses estado observando por un agujerito hasta verme ante el ordenador, y me preguntaste que qué tal, y te respondí que estaba muy bien, y que quería volver lo antes posible a esa playa, pero tú no entendiste nada de lo que dije...

Entonces lloré porque entendí que había sido sólo un sueño, y volví a meterme en la cama, intentando encontrar la postura en la que me había despertado, en la que había estado durmiendo ese hermoso sueño, y cerré los ojos, deseando ser quien te acompañara hasta volver a despertar...

Soñado durante la noche de Fin de Año de 2006, con treinta y ocho y medio de fiebre. Escrito durante la primera semana de 2007.

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