21 diciembre 2006

De cuando me tragué una canica y estuve en el infierno

De bien pequeña me tragué una canica. Lo cierto es que nunca supe jugar a las canicas, pero eran bonitas, con sus colores y su redondez perfecta. ¿Y quién no se ha tragado una canica siendo pequeño?

Quizá porque hace ya algunos años de eso no recuerdo exactamente cómo sucedió. Solo puedo contar que llegué a mi casa preocupada, porque había notado cómo la bolita de plástico duro había ido bajando lentamente y con dificultad por mi esófago, y aún la podía sentir en la boca del estómago. De modo que cuando mi madre me vio llorando y descubrió que me había tragado una canica me reprendió nerviosamente, ya que no hacía demasiado también me había tragado un botón de la bata del colegio que se me había caído (recuerdo que era común entre los niños ir chupando los botones que se caían, para no perderlos y porque no nos estaba permitido comer chicle en clase, de modo que era un gran y útil substituto) y ella, siguiendo las indicaciones de mi pediatra, había tenido que rebuscar literalmente en mis defecaciones para asegurarse de que mi cuerpo expulsaba tal objeto.

Pero dejaré de lado los detalles escabrosos. Volvimos a ir al pediatra, quien aconsejó a mi madre, aún enfadada conmigo, que me llevase a una clínica donde me harían unas radiografías para descubrir en qué parte de mi cuerpo se encontraba la canica. De modo que allí nos dirigimos: una sala de espera blanca y una puerta de metal gris pálido que parecía más la entrada a un búnker que a una sala de rayos X (aunque claro, por aquel entonces yo no sabía ni qué era un búnker, ni qué hacían los rayos X -lo cierto es que me hacía una idea acerca de estos últimos, ya que había visto "El hombre de los rayos X en los ojos" por la televisión y se me había quedado grabada la imagen del hombre arrancándose los ojos al final de la película-).

Tras un rato esperando, llegó una enfermera con la típica bata blanca y la no tan típica cofia en la cabeza, y nos indicó que entráramos en la sala contigua. No tenía ni idea de lo que iban a hacerme (esperaba que nadie se arrancara los ojos delante mío, o que al menos no me los arrancaran a mí... ¿o sería a la inversa?), por lo que estaba bastante nerviosa.

Imagino que me durmieron o algo similar (¿similar?), porque cuando me di cuenta estaba tumbada sobre una camilla negra cubierta de ese papel blanco tan hipoalergénico y al mismo tiempo tan pegajoso al contacto con la piel; una enorme máquina de metal negro y plateado que parecía un dinosaurio con un montón de dientes mal puestos me observaba a escasos centímetros de mi cuerpo, y noté el calor del cuero de la camilla en mi espalda desnuda, ya que me habían vestido con el típico batín de hospital, abierto por detrás. Una intensísima luz granate claro iluminaba la estancia cuadrada. De repente, unos cuantos flashes de luz blanca, la voz de un hombre barbudo cercana a mí, mi madre algo más lejos haciendo preguntas y echándome la culpa de todo, y más tarde el sonido de la enorme máquina alejándose de mí.

Mi madre, de algún modo más tranquila, me ayudó a bajarme de la camilla, y dándome la mano me sacó de la habitación. Aunque sólo llevaba encima el batín blanco y ella iba vestida de invierno, sentí bastante calor, quizá inducido por la luz roja que emanaba de las paredes y el techo, ya que parecía no haber bombillas ni fluorescentes. De hecho, las paredes estaban completamente vacías; no había tubos ni interruptores ni cuadros ni estantes, sólo el color rojo de la pintura y su brillo sobrenatural, como si de algún modo procediera del interior de las mismas. Iba cogida de la mano de mi madre, y salimos por la puerta que se encontraba a la izquierda de la camilla, para llegar a un larguísimo pasillo curvado. Daba la sensación de estar caminando alrededor de una especie de motor gigantesco, porque ahora podía oír un penetrante zumbido que incluso hacía temblar ligeramente el suelo. El pasillo seguía y seguía, siempre girando a la izquierda, hasta que al fin divisamos la puerta por la que habíamos entrado antes, aunque por ese lado era de color rojo, algo más oscuro que las paredes.

Mi madre me explicó que el médico le había dicho que no había ninguna canica y que nunca la había habido. Todo había quedado en un susto, aunque intenté explicarle a mi madre que (ojo, vuelve el detalle escatológico) aún no había hecho caca (con estas palabras). "Entonces te lo has inventado", me dijo ella tranquilamente, "pero es mejor así". Yo me quedé callada, intentando recordar si realmente me había tragado una canica (¡todo el mundo se las tragaba entonces!) y, de no ser así, preguntándome cómo había podido llegar a desarrollar esa mentira de tal modo que incluso a mí me parecía una verdad absoluta.

Y con un fuerte sentimiento de culpabilidad provocado por el descubrimiento de mi madre de que yo le había mentido, aun sin yo saberlo, le pregunte: "Mamá, ¿esto es el infierno?".

Ella se rió con un timbre alegre y claro como el agua cristalina que jamás había oído antes, y me respondió mirándome con ternura: "No, hija, esto sólo es una clínica".

"Vaya, yo que tenía una interesante historia que contar...".

18 diciembre 2006

De cientos de ordenadores y de tu ausencia

Hay días en que el trabajo me supera, pero al fin y al cabo esos días finalizan y, como es bien sabido, tras la tormenta llega la calma (o algo así dicen, si no me equivoco). Pero ese día en particular estaba siendo extremadamente difícil: tras la hora de comer, llegó el que entonces era mi jefe y su séquito de admiradoras cuales escarabajos peloteros persiguiendo al dios sol. Pensé: "¡Bien! Está de buen humor, eso es buena señal". Cómo me equivocaba.

Mientras me retiraban el plato de comida de la mesa y la camarera se dirigía a la puerta de la izquierda, donde se encontraba la cocina de tan enorme sala restaurante, el que fue mi jefe hasta hace dos años (lo llamaremos Ma) se sentó a mi derecha y mirándome fijamente a los ojos me dijo: "Esto tiene que estar listo cuando antes". "¿Cuántas posiciones son?", pregunté yo ligeramente preocupada mientras paseaba mi mirada por los aproximadamente mil metros cuadrados de sala que me rodeaban. Filas interminables en las que colocar centenas de ordenadores. Mesas que limpiar, sillas que apartar, alfombrillas de ratón que controlar, y todo eso sin tener en cuenta las innumerables interrupciones que sufriría por parte de, calculando rápido, un sesenta por ciento de los usuarios. "Todas". Fue la peor respuesta que me podrían haber dado jamás. "¿Para cuándo las necesitas?", escupí mientras intentaba mantener la calma. "Para esta tarde". "Bien", contesté, y automáticamente me giré para empezar a configurar el primer ordenador. Ma debió darse por aludido, bien por mi gesto ligeramente enfurecido, bien por mi cara de pocos amigos, bien por la nube de energía negativa que yo sabía perfectamente que se había formado a mi alrededor, por lo que se levantó de la silla y se reunió en la puerta de salida con sus admiradoras peloteras para seguir riéndose de la vida.

Realmente era imposible que pudiese terminar ese trabajo en una tarde. Aunque las torres de los ordenadores estaban colocadas en su sitio, no había ni un solo monitor colocado; se encontraban amontonados a la izquierda de la sala, mirándome apagados con sus ojos de búho medio dormido pero atento a todo. Eran monitores de tubo (la mayoría regalados y a punto de morir; las siglas TFT sólo podían significar "Te Falta Tefal" en el vocabulario cultural de esa gente), por lo que el panorama no era muy alentador.

Tenía ya preparados unos 5 ordenadores cuando empezó a llegar el personal del turno de tarde. Por suerte, el bloque de mesas donde yo me encontraba ya tenía todos los equipos en marcha, de modo que se fueron colocando en esas posiciones. Pero no podía ser tan sencillo. Una de las mujeres, pelirroja, de unos cuarenta y cinco años y con voz de pito, me dijo desde la fila siguiente: "Hoy me quiero sentar aquí, prepárame un sitio a mí y el de al lado a D.". "Maldita sea, ya empiezan", pensé. Sin dirigirle la palabra, y habiendo observado los azules ojos de Ma mirándome, hice lo que me pedía. Poco a poco la sala se fue llenando y la gente se iba sentando en posiciones aleatorias, por lo que tuve que ir de un lado para otro para que la gente pudiese trabajar.

"Me iré a las ocho, me da lo mismo lo que digan", decidí en mi interior. Aunque en teoría tenía que dejar listas unas trescientas posiciones, en realidad la plantilla no superaba la media centena, por lo que ¿para qué podían querer tantos puestos para ya? De modo que mientras las horas iban pasando, fui preparando equipos, uno a uno, hasta que acabé agotada, aunque no había hecho ni un cuarto de la sala. Y cuando estaba a punto de coger mis cosas e irme, Ma se acercó a mí.

"Oye déjalo, no te vas a quedar aquí toda la noche, ¿no?", me dijo con una sonrisa. En mi interior pensé: "Tampoco pensaba hacerlo, pero si es lo que quieres creer, no soy yo quien te diga lo contrario". De modo que me invitó a cenar con el resto de gente en un bar cercano. Le había cambiado el humor, o más bien él había cambiado su humor cada vez que habló conmigo; saltaba a la lista que era su táctica para que yo trabajara más ("Si está cabreada, querrá acabar cuanto antes y lo hará más rápido"), y yo me había dejado engañar como un gato al que le enseñan una golosina para que salga del dormitorio.

Y aunque fui con ellos al bar, yo había quedado contigo. A media tarde aproximadamente, habíamos hablado por teléfono, para quedar sobre las diez cerca de mi casa. Bueno, eran las ocho, de modo que podría estar un rato con esa gente y luego llamarte para saber dónde estabas e ir a verte. Así que acabamos en un bar pequeño pero acogedor, el típico bar de barrio pero sin sus borrachos y juerguistas de más de cincuenta años. Nos sentamos al fondo de todo, bastante cerca de la barra y justo al lado de los lavabos, y pedimos algo de beber. En total éramos ocho personas, amontonadas y apretujadas alrededor de dos minúsculas mesas, con lo que el contacto físico era inevitable y agobiante. Todo el mundo se reía y había un buen ambiente, y yo también hice bromas, despreocupándome por la hora y por todo el trabajo que me quedaba por hacer. Total, estábamos ya fuera del trabajo, así que podía hacer lo que me diese la gana.

Cuando ya me terminaba la Coca-Cola que me estaba tomando, las bromas ya no me parecían tan divertidas, y la conversación tocaba temas completamente desconocidos para mí, por lo que empecé a aburrirme. Miré distraída el móvil para darme cuenta que eran casi las diez de la noche, de modo que interrumpí amablemente la conversación para señalar que me iba un momento a llamar a la calle; la gente me miró sin prestar demasiada atención, y alguien dijo un "Sí, sí, vale" desinteresado que me hizo retirarme sintiéndome completamente ignorada.

Una vez en la calle, enfrente del bar, entre la gasolinera y la enorme avenida de mi izquierda, te llamé, pero no cogiste el teléfono. Pensé que no pasaba nada, que quizá estabas en el metro y no había cobertura. Te envié un mensaje: "Estoy con esta gente en un bar, llámame y te doy las indicaciones de cómo llegar, está cerca". Volví al bar y me senté de nuevo con esa gente, que ya estaba cenando. Dejé el móvil sobre la mesa, esperando una respuesta por tu parte. Pero pasaron veinte minutos y el teléfono no sonó, de modo que volví a salir a la calle y volví a llamarte, una y otra vez. Empecé a ponerme nerviosa, ¿te había pasado algo? Miles de opciones cruzaban mi mente, a cual menos alentadora, y aunque traté de encontrar una explicación lógica, la sensación de angustia e inseguridad fue ganando terreno, hasta que después de decenas de llamadas sin respuesta empecé a preguntar por tí en la calle, en la gasolinera, a los vecinos. "¿Habéis visto a un chico delgado, con el pelo algo largo, vestido seguramente de negro?". La gente me miraba mal y no me respondía. Volví al bar a preguntar a mis compañeros si te habían visto entrar mientras yo estaba en la calle; me miraron extrañados y me ignoraron completamente. El tiempo pasaba, eran las once y media. Salí una vez más al frío de la noche y grité tu nombre, preguntando dónde estabas. Grité a la gente, grité al cielo, grité a los coches y al móvil. Y una extraña certeza de que jamás volvería a verte me había invadido, y no entendí por qué tenía que ser así, ¿qué había hecho yo para perderte de esa manera? Sin explicaciones, sin un adiós, sin nada.

Acabé sentada en el suelo, llorando y sin saber qué hacer. La última vez que miré al móvil eran las dos de la mañana, pero la esperanza seguía clavada como una daga en la espalda. Y lo cierto es que nunca apareciste...