15 octubre 2008

Las doce

Son las doce de la noche y no puedo dormir.

Hace tiempo que no consigo controlar mi horario de sueño. Echémosle la culpa al estrés, o a los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá a las pastillas que producen somnolencia durante el día e insomnio por la noche. Pero desde hace bastante tiempo siempre son las doce de la noche y nunca puedo dormir.

Enciendo el televisor con el volumen en un susurro. En algún canal darán alguna serie que me haga dormir, o al menos que me ayude a no sentirme tan sola mientras tengo los ojos cerrados. Programo el apagado automático para dentro de ciento veinte minutos. Espero haberme dormido antes. Lo malo es que puede pasar una hora y yo sólo he conseguido dar vueltas y más vueltas en la cama, ahora a la izquierda, ahora a la derecha, y entonces miro el temporizador y click! vuelvo a ponerlo a ciento veinte minutos. Como si el tiempo no hubiese pasado; de algún modo siguen siendo las doce de la noche y yo sigo sin poder dormir.

En las noches de verano también conecto el ventilador. Curiosamente el tiempo máximo del temporizador también es de ciento veinte minutos. Entonces programo televisor y ventilador, y automáticamente pienso: “¿Me despertará el ensordecedor silencio cuando ambas máquinas se detengan a la vez?”. Nunca me ha pasado, pero no puedo evitar hacerme siempre la misma pregunta. De hecho, creo que sería como cuando en una sala llena de ordenadores y con el aire acondicionado al máximo alguien estornuda y de golpe hay un apagón general. El silencio que se produce de repente es, me repito, ensordecedor. Como si alguien cogiera una cacerola y la golpeara junto a tu tímpano. O como cuando en una noche cualquiera no te despiertan ni el ladrido de los perros ni los truenos de una tormenta, pero sí el maldito zumbido de un minúsculo mosquito. Pero siguen siendo las doce de la noche, y yo sigo sin poder dormir.

A veces intento leer. Lo malo es que últimamente no me apetece demasiado leer, y el último libro que terminé (de un tirón, y a las dos y media de la madrugada) me hizo llorar y, la verdad, empiezo a estar cansada de llorar. Y miro mi estantería y veo los libros que me esperan ahí, pero todavía no es el momento. Me temo que es culpa del estrés, o de los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá de las pastillas que te suben el ánimo pero que te rebajan el nivel de concentración. De cualquier modo siguen siendo las doce, como siempre, y no puedo ni leer ni dormir.

Lo malo de todo esto es el círculo vicioso que genera. Porque a la mañana siguiente no hay que madrugar, pero aun así uno se despierta relativamente temprano, y después de comer le coge ese sopor tan odiosamente agradable que lo empuja a dormir la siesta. Un par de horas o tres. Y al cabo de un rato vuelven a ser las doce. Y no hay quien duerma.

Pero a veces se produce un milagro (llámesele ciencia, química o drogas) y a las doce y cinco es posible conciliar el sueño. Pero ¡oh! Entonces vuelven las pesadillas. Cuanto más duermo más pesadillas tengo. Y se repiten. Puede que el entorno cambie, pero las personas suelen ser las mismas. Y las situaciones, las de siempre. Esas situaciones que me han quitado el sueño y que me persiguen cuando al final puedo dormir. Peleas, decepciones, gritos… Cuando no son las doce de la noche y puedo dormir, revivo situaciones dolorosas del día a día. Casi prefiero estar despierta; de cualquier modo esas situaciones siempre están en mi cabeza. Casi prefiero poder controlarlas. Casi prefiero no haberlas vivido. Casi prefiero no tener que pensar en ello.

El inconsciente es poderoso y traidor, pero hay que saber reconocer y entender las señales que ofrece. Por eso, a las doce de un día cualquiera, algo cambia y se toma una decisión. A veces las decisiones son borrosas y vagas como los sueños, o inquietantes y aterradoras como las pesadillas, y se quedan siempre flotando en ese etéreo que es nuestro pensamiento, tan lejos de la acción. Hasta que se decide tomar una decisión.

Ahora son las doce de la noche y sigo sin poder dormir, pero al menos ya no hay pesadillas. O no son tan recurrentes. Quizá se deba al estrés post-traumático, o puede que al síndrome de abstinencia de las pastillas de la felicidad, o tal vez a la seguridad y vértigo que ofrecen un millón de puertas cuando se abren y dejan pasar la luz. No lo sé todavía, pero pronto serán las doce de la noche y estaré durmiendo plácida y naturalmente hasta que el equilibrio vuelva. Hasta el momento en que las pesadillas se marchen y al fin los sueños vuelvan con fuerza...

3 comentarios:

  1. No son las 12 d la noche, pero se prfectamente lo k es eso d k los ojos no kieran cerrarse, a mi me dan las 2 d la madrugada cada noche, la tv siempre se apaga antes d k duerma y vuelvo a encenderla para volver a programarla y los paketes d ducados vuelan como moscas, el trastorno del sueño es apasionante y a la mañana siguiente hay k trabajar y me digo "hoy dormire pk stoy cansadisimo" pero hoy tampoco duermo, ni mañana ni al otro hasta k t acostumbras a ello y empiezas a sacarle provecho, hasta k empiezas a ver las cosas d otra manera, hasta k disfrutas de las pesadillas como si de peliculas de wes craven se trataran y te ries d los gritos, del miedo, de los disgustos, de los recuerdos...
    Sigo aki vigilante, noche y dia espectante, y por siempre a tu lado.

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  2. Ni las pastillas de la felicidad hacen que se esfumen los malos sueños. Quizá te hagan dormir de un tirón, pero ¿no es más horrible no poder despertar de una pesadilla por una modorra incontrolable?

    Qué difícil es no dormirse despuésde comer. Sobre todo después de cosas gratinadas con bechamel.

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  3. Selquist, sigo igual, pero sé que esto cambiará pronto. En menos de una semana. Más me vale...

    Sphynx Red, ha llegado un punto en el que no sé si prefiero dormir o no, soñar o no. Por cierto... Bechamel... aahhhh

    Dulces sueños,

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