29 marzo 2008

De las dos bodas en un día

La buena noticia llegó a casa durante una fría y gris tarde de domingo de invierno, justo después de comer. Lo celebramos con algunas copas y un montón de pastel, todos sonrientes y felices. Era un puro formalismo, aseguraban mis tíos, pero demostrar ante la ley que se amaba a otra persona conllevaba una obligada retahíla de beneficios para ambas partes y su descendencia (que en ese momento tenía casi quince años), por lo que habían decidido no posponer el evento por más tiempo.

Se decidió fecha y lugar: una tarde de sábado en alguna iglesia de la pequeña ciudad donde viven, cerca de Barcelona. Habían escondido el secreto durante el tiempo suficiente como para sorprendernos no sólo con la boda, sino con que todos los preparativos estaban listos: trajes, arras, restaurante y toda la parafernalia para declarar el amor de manera oficial, si es que quedaba algo de él. Más bien estaban declarando que no rechazaban los beneficios...

Yo no podía creerlo: sólo había estado en dos bodas, por obligación y siendo demasiado pequeña como para disfrutarlas de verdad, y de golpe tenía dos bodas a las que acudir en el mismo año. La primera, de mis tíos, era una simple formalidad, pero la otra era una declaración de amor en toda regla. Al fin, tras muchos quebraderos de cabeza, demasiadas lágrimas y mucha ilusión, mi mejor amiga se casaba. En varias ocasiones (demasiadas, suele decir ella entre risas) le habían pedido matrimonio (de distintos hombres), y ella siempre se había negado, por lo que si al fin había dado el “Sí”, era definitivo. Y mi alegría por ella no podía medirse de ninguna manera.

Pero, como ya se sabe, las amistades son libres como pájaros y vuelan en el momento menos pensado. La relación con mi amiga se fue enfriando hasta que perdimos el contacto casi por completo: yo salía de una depresión y ella estaba demasiado liada con todos los preparativos de la boda, por lo que apenas había tiempo para vernos y los cálidos abrazos dieron paso a fríos mensajes al móvil. Aun así mi alegría por ella no menguaba, ni lo hacía su ilusión. Si ella era feliz, yo era feliz. Iba a tenerme a su lado cuando lo necesitara, igual que yo a ella. Y mientras tanto las dos hacíamos nuestra vida mientras preparábamos las bodas.

El día tan esperado llegó, y en mi familia nos vestimos con las mejores galas. Todos estábamos guapísimos, y me sentí nerviosa y a la vez ilusionada por todo aquello. La parte más narcisista de mí misma, que había estado dormida durante demasiado tiempo y que aún tenía legañas en los ojos, se moría de ganas de ver cómo iba a quedar en las fotografías. Mi tío, ya vestido con el traje y bien guapo, nos fue a buscar con el coche a casa y nos acercó hasta Cerdanyola, donde se celebraría la ceremonia. No pudo llevarnos hasta la iglesia, según nos dijo, porque tenía que realizar algunas gestiones para que todo saliera perfecto, de modo que nos apeamos en medio de una carretera bastante descuidada cerca de la zona industrial. No había nadie por la calle y el cielo, aunque sin nubes, estaba más oscuro de lo normal. “¿Hoy hay eclipse de sol o algo así?”, pregunté en voz alta. “No, que yo sepa”, respondió mi padre.

Íbamos los tres hablando por el camino cuando comencé a inquietarme. Había algo que se me escapaba, pero no sabía qué era. Tuve esa sensación típica de dejarte algo tan importante como las llaves de casa o la tarjeta de embarque en la habitación del hotel cuando la abandonas; me había olvidado durante mucho tiempo de algo, pero no conseguía recordar de qué. Les pregunté a mis padres si no nos estábamos dejando nada, pero no era ese el problema. No tenía nada que ver con mis padres. ¿Qué era?

Finalmente decidí dejar de darle vueltas. Eso es como buscar las llaves de casa cuando no recordamos dónde las hemos dejado: suelen estar en el último lugar, el menos pensado, o bien no aparecen por ningún sitio hasta que aceptamos que las hemos perdido y de golpe, ¡plas!, justo antes de llamar al cerrajero aparecen misteriosamente encima de la cama, y a nosotros se nos queda esa cara de: “¿Pero no había mirado allí antes?”, y las llaves nos responden riéndose: “Sí, tres o cuatro veces, y en una ocasión casi nos aplastas con tu culo”. De modo que me concentré otra vez en la boda a la que nos dirigíamos, cuando se me ocurrió preguntar: “¿A qué hora empieza?”.

La ceremonia se iniciaría a la una del mediodía, y luego habría banquete y baile hasta las seis de la tarde aproximadamente. Eso me hizo pensar en el menú del banquete, y como suele sucederme en demasiadas ocasiones, comencé a enlazar ideas, saltando de una a otra veloz como un relámpago, hasta plantarme en la última de todas: ¡me había olvidado por completo de la boda de mi amiga!

“¡Mierda!”, grité en voz alta. Le pedí a mi madre que me diera el móvil (yo no llevaba bolso ese día), y rápidamente busqué el teléfono de mi amiga y pulsé la tecla de llamada. Beeeep, un tono, beeeep, dos tonos, por favor que lo coja, beeeep tres tonos, por favor por favor cógelo, beeeep cuatro tonos, ¡clic!. “¿Sí?”, me dijo una voz somnolienta desde el otro lado de la línea.

“¡Hola!”, grité feliz, “¡ya pensaba que no me cogías el teléfono!”, y antes de que ella pudiera responder continué: “Tía, me había olvidado por completo, y me sabe realmente mal y ya sabes, me considero una persona muy mala, pero hoy es tu boda, ¿no?”. Y mi cara se arrugó en una mueca de niño pequeño esperando recibir una bofetada de su padre tras haber hecho alguna fechoría. Pero sólo escuché una risa estridente: “¡Tía, que no pasa nada!”, y siguió riéndose. “Ya, pero”, seguí, “hace meses que no hablamos, y entre una cosa y otra...”. “No pasa nada, tranquila”, me respondió ella mientras intentaba calmar la risa, “en serio, no te preocupes. Contamos contigo, vendrás, ¿no?”. “¿A qué hora es la boda?”, pregunté nerviosa. “A las ocho de la tarde, ¿cómo puedes olvidarte?”, me dijo mi amiga entre risas. “Es que resulta que ahora mismo me dirijo a la boda de mis tíos, ¿te lo puedes creer?”, le expliqué. “¡No jodas!”, y estalló de nuevo en carcajadas. Yo conseguí reírme también y le dije: “Sí, pero tranquila, es a la una y acabaremos sobre las seis de la tarde, de modo que me da tiempo de ir para allá. ¿Me recuerdas dónde era? Le preguntaré a mi tío si puede acercarme, o si no ya pillo un taxi”. Ella me respondió: “Ah, perfecto. ¿Tampoco te acuerdas del lugar? ¡Eres un desastre!”, y volviendo a reírse, me indicó: “Es en la Biblioteca de Sant Antoni. ¿Sabrás llegar?”. “Sí, sí”, le respondí yo, y tras una pequeña pausa le pregunté tímidamente: “Una cosa... ¿Aún puedo hacer algo en la boda?”, y de nuevo mi cara se convirtió en la de un niño pequeño. “¡Claro, boba!”, me dijo ella, y añadió: “Como aún faltan unas horas, no te preocupes, lo decidimos y te decimos algo”.

Y así nos despedimos, ella enviándome besos y abrazos y tranquilidad y yo sin parar de pedirle disculpas. Le expliqué a mis padres lo sucedido, y ellos se rieron y me dijeron que no me preocupara, que me ayudarían a llegar a la otra boda sin contratiempos. Y me ilusioné con la idea de participar en el día más importante de una de las personas más importantes de mi vida, pero teniendo en cuenta que llevaba lo puesto y que le había prometido a mi amiga más de un año antes que el objeto prestado que ella llevaría ese día sería mi discreto anillo de plata con cara de gato, y lógicamente no iba a ser así, puesto que no lo llevaba encima, no estaba dispuesta a presentarme en el lugar con las manos vacías.

De modo que mis tíos se casaron, comimos y bebimos, y sobre las cinco de la tarde me disculpé ante mi familia y el resto de invitados, explicándoles la anécdota (no hay nada mejor que reírse de uno mismo para hacer reír a la gente) de que se me había olvidado la boda de mi mejor amiga y que debía ir a comprarle un anillo antes de personarme en la fiesta.

Encontré una pequeña joyería en una de las calles cercanas al restaurante donde se celebraba el banquete de mis tíos. Anochecía con rapidez y la mayoría de comercios ya habían bajado sus persianas, por lo que la blanca y tintineante luz del fluorescente de la tienda le confería un aire bastante tétrico. Entré decidida, explicando mi situación. “Tiene que ser algo prestado”, les dije. La dependienta me respondió amablemente: “Por supuesto, por lo que será mejor que a ti también te guste. Pero lamentamos decirte que no disponemos de ningún anillo en forma de gato o similar”. “No importa”, contesté yo, y le pedí que me enseñara los anillos de plata que tuviese.

En cuanto abrió el cajón vi claramente cuál iba a quedarme: un aro redondeado con una fina hada cuyas alas descendían puntiagudas por el dorso de la mano al colocarlo. La plata era vieja y saltaba a la vista que se trataba de un modelo que no se había vendido demasiado bien. En ese momento entró otra muchacha, muy nerviosa, diciendo a trompicones: “Por favor, me voy a casar pero no tengo los anillos, ¡necesito ayuda!”. Ante tal urgencia, y como yo ya me había decidido, le pedí a la dependienta que por favor ayudara a aquella pobre chica. Yo también fui mirando curiosa todas las arras (de oro blanco, tal y como lo había solicitado) que le mostraban, e incluso llegué a darle mi opinión a la joven, con la que congenié rápidamente. Me explicó cómo había ido todo, que se casaba esa semana y que estaba todo preparado menos las alianzas, y que había estado tan atareada con los preparativos que se había olvidado de lo más importante. Estaba realmente nerviosa ante tan importante evento; tan nerviosa que incluso me hizo dudar de mi decisión: ¿no sería mejor que le prestara a mi amiga un precioso anillo de oro blanco con un diamante incrustado? La muchacha empezó a contagiarme su ansiedad, hasta tal punto que, cuando finalmente se decidió, le dije: “¡Dios mío! Tengo la sensación de que yo también voy a casarme, ¡y me aterroriza la idea!”. La joven me miró paralizada y me respondió bajando la voz: “La verdad es que no estoy muy convencida de lo que voy a hacer... pero debo intentarlo al menos”. En ese momento pensé que ya la había fastidiado, puesto que le vi lágrimas en los ojos, y me había contagiado de tal manera su preocupación y nerviosismo que de mis labios brotaron las siguientes palabras: “No te preocupes, te entiendo... De modo que si no estás segura, no lo hagas, pero si realmente le quieres y no quieres que se te escape, ve a por ello. Luego ya lo arreglarás.”.

Ella alzó la mirada y me sonrió, dándome las gracias y llorando. Lo cierto es que no entiendo muy bien por qué le dije lo que le dije, pero si eso le ayudó en algo me doy por satisfecha, aunque espero que no le traiga malos momentos en el futuro. Cuando abandonó la tienda yo me sentí más tranquila, como si una nube gris de tormenta se hubiera desplazado para dejar brillar el sol, pero el ambiente estaba fresco aún con su lluvia, de modo que compré el primer anillo que había elegido, el del perfil de hada con las alas puntiagudas, y poniéndomelo en un dedo me despedí de la dependienta con un “¡Dios mío, me parece que me caso!”, y ella me respondió: “¡Que tenga buena suerte!”. “Buena suerte...”, pensé yo; no me parecía precisamente tener buena suerte el casarme cuando, aun enamorada, no estaba preparada para ningún tipo de compromiso, ni siquiera algo tan sencillo como tener novio... ¡Mucho menos podría atarme de por vida con alguien! (Y aún así, debo reconocer que una parte de mí estaba ilusionada... y la otra aterrorizada).

Y mirando el anillo e intentando recordarme a mí misma que no era yo la que se casaba, fui en busca de mis padres, que me ayudarían a llegar a la Biblioteca de Sant Antoni, y de golpe pensé: “¿Para quién será el ramo?”.

2 comentarios:

  1. Gracias ju4nm4, tal y como me indicas he dado de alta mi blog en vuestro directorio, espero que disfrutes de tus visitas por aquí!
    Saludos!

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  2. Definitivamente escribes de puta madre!! Tendrías que escribir un libro.

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