02 febrero 2009

Interpetación de los sueños: objetos y sensaciones

Después de muchos sueños escritos y otros tantos estudiados que se han quedado en el tintero, he descubierto que intentar interpretar sueños a partir de los objetos o imágenes que aparecen en ellos no sólo es una pérdida de tiempo, sino que además nos alejan del verdadero motivo por el que hemos soñado con algo en concreto.

Hace poco alguien me preguntó si sabía lo que significaba soñar con un cinturón roto, o si me atrevía a interpretarlo. Aquí aparecen dos opciones: ir a cualquier diccionario de sueños (como esos que nos dicen que soñar con arañas dentro de casa es símbolo de buena suerte, o que al soñar con la muerte de un conocido le estamos alargando la vida, o que soñar con que se nos caen los dientes significa que ganaremos dinero), o indagar un poco más en el ser único e irrepetible que es el soñador.

Sólo la persona que sueña puede llegar a entender por qué aparecen ciertos objetos en sus viajes oníricos. O quizá no lo entienda (y por eso pregunta) pero, sin saberlo, es capaz de crear una relación entre el objeto y lo que ese objeto significa en sí.

Para mí, que nunca utilizo cinturones y con los que nunca he soñado, soñar con un cinturón roto no tiene ningún sentido. Sí, algún avispado hará una rápida asociación de ideas: cinturón igual a atar igual a angustia; roto igual a romper lo que te ata igual a libertad.

Demasiado simple.

Le pregunté a esa persona si ese cinturón con el que había soñado tenía algún significado especial para él. ¿Había sido un regalo? ¿O lo había comprado por compromiso o porque se le había roto otro y no tenía más? Puede que el cinturón ni siquiera exista en la realidad, o puede que el soñador lo haya visto en alguna ocasión, aunque aparentemente lo haya olvidado (por supuesto, su mente sigue teniéndolo presente). Él me respondió que no se trataba de un cinturón especial: se lo compró porque a su pareja le gustaba mucho, y él aceptó comprarlo.

Debo dejar claro que apenas conozco a esta persona, y mucho menos el estado de su relación. Sí, algún otro avispado podrá decir que se siente atado a veces por la relación de pareja, y de ahí el simbolismo del cinturón roto. Bueno, quizá eso se acerca más a la verdad, aunque por supuesto no es mi intención saberla. Cuando alguien me pide que interprete un sueño simplemente le digo las cosas que podrían ser, y es única y exclusivamente esa persona la que hará su interpretación final a partir de esa pequeña ayuda.

De modo que le pregunté lo más importante: ¿qué había sentido al darse cuenta de que el cinturón estaba roto? Esta parte es muy interesante, porque de los sentimientos y sensaciones que despiertan los objetos (y también hechos) que soñamos es de donde sacaremos las conclusiones más acertadas. Podían darse varias actitudes: miedo y angustia al haberse roto, indiferencia al tratarse de un cinturón sin importancia, agobio por tener que comprar otro o por dar explicaciones, ansiedad por no saber cómo ni cuándo se había roto... He ahí el secreto del sueño.

En este caso, la persona no recordaba qué sensaciones había tenido cuando veía el cinturón roto. Basándome en mi propia experiencia, supe que efectivamente ese objeto no era demasiado importante. Con toda seguridad el soñador sólo había sido capaz de recordar ese objeto en particular (hecho que luego me corroboró), sin poder contextualizarlo de ningún modo. Si le hubiese causado algún tipo de incomodidad probablemente estaríamos hablando de una pesadilla, que recordaría con mayor facilidad. Probablemente sintió indiferencia y sólo llegó a preguntarse ¿por qué? pero nada más.

Luego le pregunté qué habría sentido si el cinturón se le hubiese roto en la realidad. Me contestó que nada en especial; una ligera indiferencia quizá, pero nada importante. Hay que tener muy en cuenta, y también hablo por propia experiencia, que a veces lo que en el mundo de la vigilia es irrisorio, en los sueños puede convertirse en un objeto de pasión, dolor e intensos sentimientos. En ese momento es cuando debemos averiguar qué es lo que se siente ante un objeto o hecho. Por lo tanto, esa única imagen recordada era sólo un detalle de un sueño más extenso, pero no por ello se trataba de la más importante.

En otra ocasión el sueño fue algo más complejo. Un hombre veía el cadáver de su padre, que había fallecido hacía algunos años, y una gigantesca serpiente que se acercaba a él y le producía un inmenso terror. Él sabía que su padre no podía volver a hacerle daño (la relación entre ambos no había sido buena), pero el mero hecho de ver la serpiente le provocaba un malestar que hacía tiempo que no sentía. En este caso no necesité más datos: la serpiente simbolizaba a todas luces las consecuencias de los actos del padre, quien aun estando muerto podía seguir haciendo daño por todas las cosas que había hecho en vida. ¿Por qué una serpiente? La imagen aquí no es extremadamente relevante: incluso los más valientes sentirán temor y respeto ante un gigantesco reptil capaz de matarlos. De todos modos, en nuestra cultura la serpiente simboliza el engaño, la maldad y el peligro, por lo que la relación es evidente. La persona que soñó esto me dio la razón al instante: la sombra de su padre, el miedo a que resurgieran fantasmas del pasado que debían estar enterrados, había vuelto. Quizá estando despierto no era consciente de esta preocupación, pero ésta seguía bien presente en su mente.

No pretendo demostrar nada con estas interpretaciones. De hecho, la gente se sorprende ante mi capacidad (bastante atípica, por lo que parece) de recordar mis sueños con todo lujo de detalles. Cada persona es un mundo, capaz de crear miles de mundos más cuando duerme, y del mismo modo que no existe ley alguna que pueda catalogarnos por nuestra forma de ser (ni siquiera la psicología, por mucho que intente aproximarse), los sueños siguen siendo únicos y exclusivos de su creador. Interpretar un sueño deberá ser una tarea de introspección y meditación, en la que no hay más leyes que la propia experiencia y los recuerdos.

23 enero 2009

De las hormigas


– Pero… ¿qué es esto?
– ¿Qué pasa?
– Hay hormigas.
– ¿Cómo?
– Pues eso, que hay hormigas.
– ¿Dónde?
– ¿Por qué no te acercas y lo ves tú mismo?
– Ya voy…

– ¡Pues es verdad!
– No te rías, a mí no me hace ninguna gracia.
– Pero si sólo son hormigas…
– Ya, sólo son cientos o quizá miles de hormigas que están entrando por la puerta de la terraza en hilera y que se dirigen directamente a la cama.
– Estarán buscando comida y todo eso que suelen buscar las hormigas…
– Pues yo no puedo estar tranquila con esa larguísima hilera de hormigas pasando bajo mis pies…
– No te preocupes, ya sabes que si no las molestas no te harán nada.
– No, si yo no me preocupo por eso. Me preocupo porque he leído cosas bastante desagradables acerca de lo que pueden llegar a hacerle a un cuerpo muchas hormigas juntas.
– Te lo he dicho ya muchas veces: ¡no leas tanto! Además, imagino que las hormigas comunes de jardín no harán ese tipo de cosas.
– ¿Y tú cómo puedes saberlo? ¿Es que acaso sabes distinguir entre las distintas especies de hormigas?
– Bueno… Si miro estas… Me parecen más bien normalitas… “Comunes”.
– ¿Te estás riendo de mí?
– No, sólo intento bromear un poco para que estés más tranquila. ¿Quién no ha tenido hormigas en su casa alguna vez?
– Cuando vivía con mis padres, alguna vez habíamos visto hormigas por el piso. Pero nunca más de cinco o seis, no toda una procesión. Era como si se hubiesen perdido o algo así. Además, los gatos siempre nos avisaban de dónde estaban… Quizá deberíamos tener un gato.
– No necesitamos gatos. ¿Y las hormigas pueden perderse?
– Bueno, las expediciones de hormigas como ésta comienzan con las que exploran el terreno. Luego las demás van siguiendo su rastro. Pero si pones un obstáculo en medio de una hilera, o la rompes empujando a unas cuantas, verás como las que vienen detrás empiezan a buscarlo rápidamente porque lo han perdido.
– Voy a probar entonces… a ver si vuelven para atrás y salen de casa.
– ¿Estás seguro? ¿No sería más fácil rociarlas con un insecticida y listo? Si rociamos la puerta seguro que no entran más…
– El insecticida dejaría manchas en el suelo y las paredes… ¿No ves que es todo blanco? Los muebles, las puertas… techo, paredes y suelo… Y luego recogerlo todo…
– Ya, y me gusta mucho la decoración, pero si vamos con cuidado no tiene por qué pasar nada… Pero… ¿¿qué haces??

– Vaya… nunca había visto nada igual…
– Esto no me gusta nada.
– A mí tampoco. De pequeño, cuando veraneaba en el pueblo de mis abuelos, los niños nos juntábamos y jugábamos con las hormigas. Cogíamos un palo y rompíamos las hileras que encontráramos. Las hormigas se esparcían un poco y tardaban bastante en volver a encontrar el rastro. Pero esto es increíble…
– Ya, yo de pequeña también hacía lo mismo. Es lo que te he explicado antes. Creo que todos hemos hecho algo así.
– Sí, pero definitivamente éstas no son hormigas comunes…
– No… Está claro que no. ¿Te has dado cuenta de lo rápido que han encontrado el rastro?
– No sé qué me preocupa más: que lo hayan encontrado tan rápido, o el modo en que lo han hecho…
– Nunca había visto tantas hormigas juntas en tan poco sitio. ¡Han hecho una bola rapidísimo!
– En serio… voy a por el insecticida…

– ¡Mierda!
– ¿Qué pasa?
– Aquí. Más hormigas.
– ¿En serio?
– Míralo tú mismo. Salen de debajo de la cama.
– ¿Pero cómo puede ser? Si hicimos obras hace nada. No puede haber ningún hueco por el que puedan entrar.
– Y mira, estas son un poco distintas… Parecen más grandes, ¿no?
– Sí. Voy a buscar en Internet…
– Internet no las va a sacar de casa. Pásame el insecticida que hay en el armario.

– Esto cada vez me gusta menos.
– Es realmente extraño…
– Ni se han inmutado con el insecticida. Sólo han movido las antenas como si les molestara algo y ya está. A ver, que miro el pote. “Mata hormigas, arañas y pequeños insectos domésticos”. Sí, sirve para las hormigas, pero pone que no es eficaz contra las cucarachas.
– Pues o esto son cucarachas con forma de hormiga, o acabamos de descubrir una nueva especie… Que para el caso es lo mismo…
– Yo sólo te digo que hay que hacer algo. No pienso dormir en esta cama… ni en esta casa… con estas hormigas tan extrañas correteando por ahí. No me gusta la idea de despertarme bajo una manta de ellas. Vi una película hace tiempo y no se me quita la imagen de la cabeza: no puedes moverte para que no te piquen, y tienes que tapar todos los orificios de tu cuerpo, orejas, ojos, nariz, boca, para que no entren dentro.
– Entre el cine y los libros…
– A ver, ¡es pura lógica! Son muchas y muy pequeñas. Pueden meterse por donde quieran. Y para colmo éstas ni siquiera son normales!
– Tienes razón… Pero entonces… ¿Qué hacemos?
– La verdad… No suena demasiado bien y me avergüenzo un poco de ello… Pero una vez…
– ¡Nunca dejarás de sorprenderme!
– ¿Pero me vas a dejar contarlo?
– Vale, vale, perdona… Prosiga, señorita.
– Muy gracioso… Bueno, ya sabes que mis abuelos tienen un terreno con una casa en Tarragona. Pues hace años, cuando la casa todavía no estaba acabada y ni siquiera había jardín y todo eran piedras y tierra, encontré varios hormigueros. Metía un palito por el agujero y todas las hormigas salían rápidamente. Lo que hacía era ponerles obstáculos alrededor para que se agruparan todas en un mismo sitio.
– Ya veo: una granja de hormigas.
– No, y déjame seguir. El caso es que rellenaba el sitio en el que las encerraba con paja y hojas secas… Y cuando ya había un montón les prendía fuego.
– ¿Cómo? ¡Qué grande eres! Lo dicho: ¡nunca dejarás de sorprenderme!
– Pues quiero que sepas que me arrepiento mucho de haberlo hecho. Cuando empecé a ver cómo pasaban poco a poco de color negro a rojo, como un hierro candente, ya sabes, y cómo se retorcían, me sentí muy culpable…
– Y de ahí tu afición por los animales, ¿no? Vale, no respondas. Lo que quieres decirme es que quieres que hagamos bolas de hormigas rompiendo las hileras y que las quememos, ¿cierto?
– Exacto…
– ¿Y no podías decirlo directamente? Algo así como: “¿Y si las quemamos vivas?”.
– No soy tan bestia.
– Sí lo eres, solo que lo has dicho muy fino. Voy a por unas cerillas… Tú busca algo que les obstaculice el paso.

– ¡Oye!
– ¿Qué?
– ¿Puedes venir un momento?

– Traigo las cerillas. ¿Qué pasa?
– Mira.
– ¿Pero qué…?
– Eso mismo.
– ¿Dónde están las hormigas? ¿Y qué narices es eso?
– A ver… Tranquilidad. La hilera que venía de la puerta de la terraza… La vimos los dos, ¿no? Y eran unas malditas y pequeñas hormigas aparentemente normales.
– Exacto.
– Vale. Pues que alguien me explique por qué narices han crecido tanto y de dónde les han salido las alas.
– Esto empieza a darme mala espina…
– Pero…
– ¿Qué?
– …
– ¿Qué pasa? ¡Dí algo!
– Que son bonitas, ¿no crees?
– ¡Pero…! Mmmm… Hombre, la verdad es que sí…
– Mira cómo son sus alas. Parecen de mariposa.
– Sí…
– Además, según como las mires parecen traslúcidas, y según como, de terciopelo negro con dos ojos mirándote. Parecen salidas de un sueño… ¡Auch! ¿Qué haces?
– Te pellizco para demostrarte que no es un sueño.
– En los sueños también puedes sentir dolor, listillo. Bueno, ¿intento coger una?
– ¡Pero qué dices! Hace un rato decías que no querías estar aquí dentro por culpa de una simple hilera de hormigas, ¿y ahora dices que quieres capturar un bicho de estos que ni sabemos lo que son, ni cómo se han transformado, ni nada?
– Bueno… Imagina que salimos por las noticias.
– Claro, sí, y los vecinos diciendo: “Nunca lo habríamos pensado… Parecían tan normales… Ha sido toda una sorpresa para nosotros, jamás lo hubiéramos pensado”.
– Bueno, ¿y qué quieres que te diga? Si las quemamos vivas y luego explicamos la historia, nadie nos creerá. Y si hacemos fotos dirán que es un montaje…
– Como tú veas. Pero a mí no me metas en esto. Cuando acabes avísame para quemarlas a todas.

– Sabes…
– Dime…
– Creo que no puedo hacerlo.
– ¿Coger una?
– Sí.
– Hace un momento estabas muy decidida.
– Ya, pero…
– ¿Pero?
– Pues que me da mala espina. Algo me dice que no debemos tocarlas.
– Claro. Ya te lo he dicho yo antes. Si no las molestas se irán solas y ya está. Pero como las hagas enfadar…
– ¡Que no son abejas!
– … Avispas…
– ¡Abejas, avispas, lo que sea! Son unas hormigas que se han convertido en hormigas enormes con alas de mariposa y mosca a la vez. Y no sé…
– Se me está ocurriendo algo.
– ¿El qué?
– Se está haciendo tarde y tengo hambre. Hagamos una cosa. Salgamos a comer algo, relajémonos, y luego volvemos y vemos lo que hacemos con ellas, ¿vale? Puede que incluso se hayan ido.
– Tienes razón…
– Bien. Voy a por las llaves.
– ¿Me traes mi bolso, por favor? No quiero entrar en el dormitorio…
– Sí, ahora voy.

– Creo que deberíamos dejar la puerta de la terraza abierta, por si acaso. Por si deciden irse.
– ¿Y si entran más?
– Si entran más… Pediremos ayuda a alguien. Pero si las encerramos aquí, seguro que están cuando volvamos.
– Sí, tienes razón…
– Anda, tranquilízate, ¿vale? Vamos a despejarnos un poco.
– Vale. Pero esta vez paga usted, señor mío, que menuda época llevo.
– Muy bien, señorita.

18 enero 2009

Del taxi a ninguna parte

Me había costado mucho dormirme. Necesitaba el sonido del televisor de fondo para no sentirme sola, pero la voz de Mercedes Milà me despertaba a cada rato con sus comentarios y equivocaciones. Podría haber apagado el televisor o quizá haber cambiado de canal, pero estaba demasiado atontada como para moverme, y por otro lado las sombras y luces de la pantalla me hacían sentirme algo más acompañada. Y entre sueño y sueño intentaba no pensar.

Desperté por la mañana con la sensación de no haber descansado en absoluto. El televisor se había apagado tal y como lo había programado, y el piloto rojo del standby me miraba paciente, como diciéndome servilmente que estaba a mi servicio para cuando volviera a necesitarlo. “La próxima noche”, pensé.

Como cada mañana, el mismo ritual: ir al baño, lavarme los dientes y darme una ducha. Tomar un café, preparar las cosas para irme. Miré el reloj un par de veces para darme cuenta de que se estaba haciendo tarde. Pese a eso me sentía bastante tranquila; me daba lo mismo no llegar puntual al trabajo. No quería prisas, agobios, carreras y nervios. Quería ir haciendo lo que tuviese que hacer y que cada movimiento requiriese el tiempo que fuese necesario.

Pero al final el tiempo se me echó encima. “No pasa nada”, pensé. “Cogeré un taxi y llegaré más rápido que en metro”. No sé qué me llevó a pensar así, puesto que a esas horas el tráfico probablemente sería denso, sobretodo en la zona de la ciudad en la que yo trabajaba. De todos modos cogí mis cosas y, antes de salir, pasé unos minutos frente a mis colonias y perfumes (¿quién me iba a decir que con el tiempo tendría varios?) intentando decidir cuál me pondría ese día.

Siempre he creído que los dos grandes acompañantes y peligrosos enemigos de la memoria son la música y los olores. Cada uno de nosotros crea su propia banda sonora en la vida, con sus distintas épocas y situaciones. Cuando al cabo de un tiempo, quizá años después, volvemos a escuchar una canción en concreto, una avalancha de recuerdos nos golpea en la mente como un martillo gigantesco, y las imágenes de aquella época pasan ante nuestros ojos haciéndonos revivir sentimientos, alegrías y decepciones. Y luego siempre queda esa horrible sensación de que todo aquello, después de todo, acabó pasando. Porque todo llega y todo pasa. En mi caso, todavía hay canciones hermosas que me prohíbo escuchar porque no quiero llorar más.

Con los olores el efecto es similar. Yo nunca había utilizado colonias ni perfumes en toda mi vida hasta hacía más o menos año y medio. Durante un tiempo estuve utilizando un dulce aroma diariamente, en una época llena de pasión, sentimientos positivos e ilusiones. Pero desgraciadamente esa época también había pasado, sin yo quererlo, y el bote de colonia seguía esperando a que volviese a utilizarlo. Sólo en los días en los que me sentía más fuerte era capaz de ponérmelo, y siempre volvían a mí las emociones de aquella época que tan intensamente viví. Inconscientemente asociaba un olor a unos recuerdos, o quizá ese olor me hacía asociar la colonia a una época, quién sabe.

Pero esa mañana no me sentía fuerte. Más bien todo lo contrario: una nube de melancolía y agotamiento me rodeaba y no podía evitar mirar cada bote de colonia e intentar decidir cuál de ellas sería la que menos daño me haría. La roja no; fue la primera que compré por una desafortunada recomendación. La media luna tampoco; fue la primera y única que me regaló, hace muchos años, una persona muy especial a la que sigo apreciando muchísimo y con la que todavía no sé cómo actuar. La dorada es demasiado fuerte y me gusta reservarla para ocasiones especiales, pero hace tiempo que las ocasiones especiales se terminaron. Además, fue otra desafortunada recomendación de quien después me dejó de lado. ¿Quizá la lila? Era la única que había comprado yo en un tiempo de mucha tristeza y lágrimas. Y por último la rosa, una oportunidad entre otras tantas, que había llegado a mí en un extraño momento de mi vida y que me arrastraba irremediablemente hacia algún lugar que me provocaba una extraña sensación de preocupación e intranquilidad.

Ese día elegí la lila, la única que yo había comprado. Pese a todo, los recuerdos de tiempos pasados e ilusiones no cumplidas me llegaron con la primera ráfaga de minúsculas gotas de aroma dulce que tocaban mi piel. Cada gota era un pequeño detalle que se había perdido, que había dejado de percibirse, que ya no era importante. De todas las colonias, ese día ésa era la menos mala.

Intentando controlar mis pensamientos y sentimientos acabé de prepararme y salí de casa. Ya era tarde y, mirando mi reloj (otro objeto que me traía demasiados recuerdos de una época mejor), calculé que llegaría una hora tarde al trabajo. Con la música en mis oídos y una bufanda protegiéndome del gélido aire, bajé hasta la gran avenida donde esperaba parar un taxi. Pero me apetecía pasear hasta que me cansara, de modo que seguí caminando en la dirección en la que me llevaría un taxi. Atravesé cinco calles y giré a la derecha. Allí había árboles y mucho tráfico. Volví a mirar el reloj, y decidí que era hora de ponerse en marcha.

Un taxi estaba estacionado en la acera. Corrí hacia él, aunque no tenía el piloto verde encendido, por lo que estaba ocupado. No me importó; sin pensármelo dos veces abrí la puerta de atrás y entré, sentándome tras el asiento del taxista. Pude ver que en el asiento del copiloto había una persona sentada, quizá quien había cogido antes el taxi. Me extrañó que no estuviera sentada detrás, como es normal. Pero cerré la puerta y me acomodé.

Nadie cruzó una palabra. De hecho el taxista se puso en marcha sin preguntarme mi destino. Yo tampoco creí necesario darle indicaciones. Era como si aquel hombre supiera a dónde me dirigía. O quizá sabía que yo misma no sabía hacia dónde me dirigía, y que el lugar al que llegara me era indiferente. El caso es que el automóvil se unió a la multitud de turismos que llenaban las calles, y poco a poco fue avanzando mientras yo miraba por la ventana y pensaba.

¿En qué pensaba? Más bien dejaba que mis pensamientos fluyeran sin control. Veía un árbol y luego otro y otro, y yo me concentraba en el verde de sus hojas perennes. Cuando nos deteníamos en un semáforo yo observaba un edificio a mi izquierda; vi un enorme bloque de oficinas con cristales oscuros en las ventanas y una sofisticada entrada de puertas giratorias por las que entraban y salían personas que sabían en todo momento quiénes eran, de dónde venían, a dónde iban y lo que querían y debían hacer. Seguramente aquellas personas ni siquiera podían imaginar que había alguien en el mundo que vivía sin rumbo. Probablemente, de saberlo, criticarían esa actitud. Y entonces el semáforo se ponía en verde y el coche volvía a arrancar.

Cruzábamos entonces amplias calles y girábamos en grandes rotondas, y yo miraba los coches que iban a nuestro lado. Coches caros y elegantes, y coches viejos y desgastados. Pero todos los conductores iban a algún sitio en aquella corriente de tráfico en la que yo me encontraba. Me sentía como un pez payaso que se hubiese equivocado de dirección e intentara remontar el curso de un río como un salmón, saltando y luchando con todas sus fuerzas. De vez en cuando me fijaba en las marcas y modelos de los otros coches, y eso también me traía recuerdos. Todo me traía recuerdos amargos. Y entonces me daba cuenta de que yo estaba en un taxi, en el que me había subido sin permiso y sin dar indicaciones, pero yo quería estar en otro coche completamente distinto, en el asiento del copiloto y escuchando una música que para mí ahora estaba prohibida, al menos durante un tiempo.

Al cabo de aproximadamente tres cuartos de hora el taxista detuvo el coche en una calle, y el copiloto se apeó tras pagarle la carrera. Pero el taxista no volvió a arrancar, y yo, que había estado sumergida en mis pensamientos, volví a la realidad cuando mi inconsciente se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin moverme. Miré entonces a mi derecha, y ahí estaba el hall de entrada del edificio de oficinas en el que yo trabajaba. Habíamos llegado.

Todavía no entiendo cómo pudo el taxista saber dónde tenía que llevarme, si yo no se lo había dicho. Yo también bajé del coche sin decir palabra, y no le pagué, pero el hombre tampoco hizo ademán de querer cobrarme. Llegaba una hora tarde al trabajo, pero al igual que a la hora de despertarme, eso no importaba. Durante todo el trayecto la nube de melancolía y agotamiento me había acompañado y seguía conmigo ahora, y sólo deseaba que el recorrido en taxi no hubiese acabado nunca, o bien que mi destino hubiese sido otro distinto, nuevo y desconocido para mí.

“Quizá en la próxima carrera”, pensé resignada, y entré en el edificio.