03 diciembre 2008

Del terrible dolor ocular

Un pueblo tranquilo y apacible; un día soleado y un agradable clima con una buena compañía. Las montañas recortaban el cielo como si de afiladas cuchillas se tratasen, y el imponente castillo medieval seguía lleno de vida a pesar de todos los siglos que corrían por sus piedras. Los preparativos para la fiesta estaban ya en marcha, y carruajes tirados por caballos se mezclaban con coches último modelo mientras la calle principal era despejada de transeúntes y vallada. Un equipo de operarios se afanaba por limpiar el lodazal que la fuerte tormenta de la noche anterior había creado a ambos lados del camino. Nosotros, en una posición privilegiada tras un muro, observábamos tranquilamente el devenir de los hechos cuando entonces noté algo en mi ojo izquierdo.

Me quité las gafas y froté suavemente el párpado para luego abrirlo y cerrarlo diversas veces con la esperanza de que el lacrimal funcionara y arrastrara con su agua el molesto objeto que se había introducido en mi ojo. Pensé que se trataría de alguna pestaña inquieta y demasiado pegadiza, y tras varios intentos sin éxito el malestar no remitía. Parecía que se había colocado en la parte superior del ojo cuando lo abría, aunque el dolor se trasladaba a la parte inferior cuando lo cerraba. El caso es que de ninguna manera podía librarme de tan aguda molestia, de modo que le pedí a uno de mis acompañantes que por favor le echara un vistazo a ver si podía detectar algo. Su cara me asustó mucho, y más todavía cuando me dijo, alejándose de mí poco a poco:

– Quizá deberías verlo por ti misma…

Nunca he sabido si poseo una alta tolerancia al dolor o si por el contrario es muy baja; desconozco dónde está mi límite, y aunque estaba nerviosa por lo molesto de un objeto en un ojo no podía creer que realmente fuera algo tan grave. Como mucho se me ocurrió que podía tratarse de un grano de arena. Saqué torpemente un pequeño espejo de mi bolso y me lo puse frente al ojo, y entonces los vi.

Cuatro pequeñas tachuelas para tapicería se encontraban clavadas en la parte blanca del ojo, cercana al lacrimal.

– ¿Qué mierda es esto? –pregunté en casi un susurro.

Miré a mi acompañante con cara de extrañeza. ¿Qué pasaría si sacaba las tachuelas? Probablemente me provocarían unas heridas por las que el líquido de mi globo ocular se iría escapando poco a poco. Sin contar, por supuesto, el terrible miedo a una infección que me dejara ciega. Pero me armé de valor y acerqué mis uñas a una de las tachuelas. Poco a poco estiré mientras observaba cómo el globo ocular se deformaba arrastrado por el pequeño objeto. En ese momento sólo notaba una cierta molestia. En cuanto pude retirar la primera de las tachuelas me di cuenta de cómo mi pulso se había acelerado. Estaba sudando y respiraba con rapidez. Tiré la tachuela al suelo y, cogiendo aire, repetí el proceso con las tres restantes. El dolor remitía a medida que las iba retirando. Mi acompañante se había alejado de mí y estaba vomitando cerca de un muro.

La última tachuela fue la que más trabajo me dio. Quizá porque yo creía que ya le había cogido práctica a retirarlas, o porque la tensión acumulada empezaba a hacer mella, me costó horrores conseguir pinzar entre mis uñas el pequeño objeto punzante, y eso provocó que el dolor aumentara. Lo malo es que aquella maldita cosa se me había clavado con mucha fuerza en el ojo, por lo que era necesario tirar más de él y, en consecuencia, la herida se hacía cada vez más grande. Cada vez que tiraba y mi ojo se deformaba se me nublaba la vista, y cada vez que dejaba de tirar el ojo volvía a su estado normal pero cada vez más dolorido. Tras varios intentos y algunas increpancias nerviosas conseguí extraer la mayor parte de la tachuela. El ojo parecía pura gelatina pegajosa, y no quería soltar su presa. Seguí tirando firmemente sin amedrentarme hasta que al fin conseguí sacarla por completo. El dolor desapareció al instante, aunque del agujero provocado por la tachuela manaba un poco de líquido viscoso y amarillento. Seguí observando con la respiración contenida hasta que vi que la herida se cerraba por sí sola. Pestañeé varias veces, miré a mi alrededor, moví los ojos de un lado para otro hasta que la molestia remitió por completo. Al fin me había librado de aquel horrible dolor.

Me acerqué a mi acompañante para darle la buena noticia. Él parecía ya haberse recompuesto y se alegraba por mí. Pero de golpe me detuve en seco.

– Oh, no –susurré enfadada mientras volvía a sacar el espejito de mi bolso.

El dolor había vuelto a mi ojo. Primero pensé que debía tratarse de un traumatismo provocado por las tachuelas que acababa de retirar. Luego recé porque sólo fuese una pestaña. Pero cuando volví a mirarme en el espejo, lo que vi me dejó paralizada.

Una pajita se encontraba clavada justo en el centro de mi pupila. Sobresalía unos tres milímetros sobre la córnea, pero desconocía cuán profunda podía ser. Me molestaba mucho cuando intentaba cerrar el ojo, y el dolor era insoportable cuando lo movía. Sin poder evitarlo me eché a llorar, lo que hizo que el dolor aumentara. Como me temblaba demasiado el pulso decidí utilizar unas pequeñas pinzas para las cejas para intentar extraer el nuevo objeto. Mientras rebuscaba nerviosa en mi bolso me pregunté por primera vez cómo podían objetos tan extraños y grandes haberse colado en mi ojo sin yo darme cuenta. Pero como nada de lo que me estaba pasando tenía demasiado sentido, sólo me concentré en extraer la pajita lo antes posible.

Nunca me había fijado con tanta atención en mi propio ojo. Al observarlo de cerca en el espejo pude ver cómo se reflejaba en éste todo el entorno; cómo la pupila cambiaba de tamaño dependiendo de la luz, cómo las lágrimas le conferían un extraño aspecto vítreo a todo el globo ocular. Si presionaba ligeramente un párpado el ojo se desplazaba un poco de su sitio. Entonces me di cuenta de la fragilidad de este órgano que me ponía en contacto con el mundo exterior. No quería perderlo. Cuando conseguí coger firmemente la pajita con las pinzas empecé a tirar de ella, viendo con el otro ojo cómo la córnea se deformaba de nuevo, arrastrada por el pequeño objeto. El dolor era insoportable pero intenté no moverme e ir tirando suave pero firmemente; sin prisa pero sin pausa. No quería desgarrarme el ojo en un tirón nervioso. Cuando la pajita, de aproximadamente un centímetro de largo, salió por completo de la pupila, toda la córnea se contrajo dolorosamente y luego volvió a su estado normal tras un movimiento ondulante, como un caldo espeso en el que cae una gota de aceite. Volvió a salir líquido vítreo por la herida, amarillento y espeso, y un olor putrefacto llegó hasta mis fosas nasales. Pestañeé un par de veces y con un pañuelo limpié los restos de líquido. El dolor había vuelto a desaparecer.

Cada vez me encontraba más preocupada. Con toda seguridad debería ir al médico y explicarle lo que me había sucedido. Me perdería aquel maravilloso día por culpa de algo que los médicos no acabarían de creerse. Si volvía a encontrar otro objeto clavado en mi ojo, ¿debía extraerlo o acudir a urgencias para que los médicos pudiesen ver lo que pasaba? También podía hacerme fotos. Y mientras estaba inmersa en mis cavilaciones, el dolor volvió.

Lancé un insulto al viento. ¿Me estaban haciendo vudú? Volví a mirar mi ojo en el espejo, pero esta vez ya no estaba asustada, sino más bien enfadada. Empezaba a desesperarme. Tres alfileres se habían clavado en diversas partes de mi globo ocular. Volví a quitarlos, repitiendo los pasos que había hecho hasta entonces. Más tarde se me clavaron dos tachuelas y otra pajita. Luego una aguja de coser atravesada. A los pocos minutos de extraer un objeto aparecía otro. ¿Era mi destino vivir siempre con un objeto clavado en el ojo? ¿Debía aguantar durante años tan terrible molestia? La vida me estaba cambiando en ese preciso instante. Yo jamás volvería a ser la misma. El dolor me irritaría y acabaría con mi paciencia. El malestar me volvería irascible e insoportable. Ya no podría disfrutar de nada en la vida, puesto que el dolor ocuparía durante cada segundo toda mi atención. No me preocuparía más por mis amistades, por el dinero, por mi futuro. Sólo viviría para y por el dolor, retirando con esmero cada nuevo objeto que apareciese clavado en mi ojo, y mis amistades y familiares acabarían alejándose de mí, puesto que nadie podría aguantar mi compañía. Acabaría loca y encerrada en un manicomio, atada de pies y manos y soportando para siempre el dolor. Mi vida acababa en ese momento y empezaba el infierno.

Y ante la certeza de esos pensamientos, fue entonces cuando todo cambió y yo jamás volví a ser la misma.

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