27 noviembre 2006

Del último día del mundo

Esa mañana estaba siendo tranquila, incluso aburrida. Los rayos de sol se colaban por las rendijas de las persianas de las tres ventanas que tenía la caravana. Era un vehículo grande y lleno de comodidades: un gran comedor, un dormitorio con cama doble, una cocina completa y un baño sencillo. Poco a poco habíamos ido llenando el espacio disponible con un montón de cosas útiles e inútiles: una televisión, un equipo de música, un par de videoconsolas y un montón de videojuegos, libros, bobinas de DVDs, un ordenador de sobremesa, bolígrafos, cuadernos de estudio, algunos posters de papel y tela, un montón de ropa de invierno y de verano, un radiador, un aire acondicionado, una manta de viaje para el sofá, una pequeña mesa de cristal, un cactus, juegos de sobremesa y barajas de cartas, un par de lámparas de diseño... Todo lo que pudiéramos llegar a necesitar estaba allí. Y lo que no, también.

El exterior estaba extrañamente tranquilo. Pesaba sobre nuestro estado de ánimo el ensordecedor ruido del silencio: no había tráfico, ni obras, ni metros, ni aviones, ni vecinos. Todo el ruido artificial que se había vuelto tan común en la vida de una gran ciudad emanaba únicamente de nuestra caravana. En contraste, el piar de los pájaros, el cristalino sonido de un riachuelo y el viento acariciando la hierba y las hojas de los árboles era lo único que se escuchaba al otro lado de la puerta. Era como haber aterrizado con una nave espacial en medio del Paraíso.

Hicimos algo de almorzar: unos cereales, un par de bikinis, un poco de coca-cola y algo de café. Pusimos la tele, y optamos por bajar el volumen; parecía que nadie se daba cuenta de lo que estaba a punto de suceder. El frenético ritmo de vida de las mentes de plástico y ceniza de las ciudades seguía su curso: peleas familiares y entre vecinos, luchas entre partidos políticos, guerras interminables en países subdesarrollados; la lotería, la prensa rosa, los conciertos y los deportes. Pero nosotros ya no estábamos allí, y de hecho ni siquiera estábamos seguros de que 'allí' siguiera existiendo.

Entró un amigo en el comedor, y sus fuertes pasos hicieron que la caravana se balancease ligeramente. '¡Ei! Buenos días, dormilones... ¿No salís un rato? ¡Hay que aprovechar al máximo!". Miré a mi pareja, que estaba estirada en el sofá-cama conmigo, en un lío de sábanas y mantas. "La verdad es que no me apetece en absoluto salir... Hoy ya no", le susurré al oído, y él le comunicó a nuestro amigo que no pensábamos movernos de donde estábamos. También tuvimos varias llamadas al móvil, pero ese día no queríamos ver a nadie. En el fondo sentía que, si pasábamos el día con alguien más, de algún modo ese alguien más estaría simbolizando algo especial, y yo no podía permitirme esa exclusividad, que rápidamente se convertiría en favoritismo dentro de mis esquemas mentales. De modo que preferí que nos quedáramos solos, en el ambiente cálido y acogedor que nos habíamos construido.

Pusimos algo de música. Incluso ésta se había vuelto aburrida y, de algún modo, incluso temible: melodías miles de veces escuchadas y grabadas a fuego en nuestras mentes cobraban ahora un nuevo significado ante esa precisa situación. Las canciones alegres me ponían melancólica; las agresivas, rabiosa; las tristes me dejaban indiferente.

Estuvimos un buen rato sin hacer nada. Quizá nos quedamos dormidos unas horas, ya que en un lapso de tiempo que me parece tan breve como extenso, la luz diurna se había vuelto de un intenso color anaranjado, casi rojo. Me puse bastante nerviosa, y no pude evitar pensar que me había dejado tantas cosas por decir a la gente, tantos lugares que visitar, tantos libros que leer, tantos juegos que probar, tantas cosas por escribir, tantas experiencias por vivir, que el torrente de ideas e imágenes irrealizadas me provocó angustia y me obligó a llorar como una niña. Pero poco a poco conseguí recuperar la calma: no conseguiría nada llorando por lo que se iba a perder, pues la mente de una sola persona no puede cambiar el curso de las cosas que escapan a su control. De modo que me apacigüé, me abracé a mi pareja, sentí su agradable y tan conocido olor, y deseé que todo acabara allí, en ese preciso instante.

Pero la temperatura iba en aumento. El calor, molesto al principio y ahora tan intenso como el color rojo sangre de la luz solar, me obligó a quitarme casi toda la ropa que llevaba encima. Aunque pusimos el aire acondicionado, éste parecía no tener efecto. De repente se oyó un crujido, como si la tierra se separase en dos, y la caravana se movió bruscamente. Miré por la ventana, para ver que la naturaleza de los vivos había desaparecido: sólo rocas rojas, un cielo naranja y un enorme sol reinaban a los pocos árboles muertos que quedaban. "Ya casi está", le dije a mi pareja. Él, estirado a mi lado, me miró con su rostro tranquilo y sus grandes y cariñosos ojos mientras jugaba con mi pelo.

Entonces miré la puerta de la caravana. La fuerza del árido viento podía abrirla en cualquier momento y matarnos a ambos. Entonces entendí que por esa puerta jamás volvería a entrar nuestro amigo, ni nos obsequiaría de nuevo con una hermosa vista al abrirla una mañana; la televisión, que había dejado de funcionar, jamás volvería a encenderse, siendo para siempre nada más que una caja llena de complicados mecanismos que no servían para nada; la nevera se apagó, y no volvería a refrigerar ningún alimento; la información del ordenador, que tan preciosa nos había parecido, era una simple maraña de ceros y unos que jamás nadie podría descifrar y de la que ni siquiera llegaría a conocerse su existencia; las bombillas no volverían a alumbrar en el silencio de la noche. Sólo quedarían reductos de escaso tiempo de vida: un reproductor de música portátil, si la batería no se fundía, seguiría deleitando al silencio con música que jamás volvería a sonar; la consola portátil esperaría durante un tiempo al siguiente jugador, que se proclamaría el mejor del mundo; los alimentos aguardarían a ser consumidos hasta pudrirse; el móvil buscaría desesperadamente una red a la que conectarse, sin encontrarla, y sus melodías no volverían a sonar; los libros, a menos que se quemaran, guardarían una valiosa información hasta convertirse en cenizas, y la palabra se perdería en la eternidad. Y así fueron pasando mis pensamientos, uno a uno, destruyendo la utilidad de las cosas para siempre, descubriendo su inutilidad como nunca.

Y así, le susurré a mi pareja al oído: "Hoy es el último día sobre la faz de la tierra... Estaremos juntos mientras el planeta muere... Y nunca diremos adiós". Y nos abrazamos como si no estuviera pasando nada, esperando a la hora de hacer la cena, deseando jugar un rato para después hacer el amor.

Y desde lo alto, las estrellas se reían mientras observaban otra pequeña mota de vida perecer en el universo.

20 noviembre 2006

De la noche que pasé en la Bahía de Tokio

En realidad he estado dos veces en la Bahía de Tokio. Y ambas fueron igual de hermosas y dolorosas.

La primera noche estaba muy nerviosa. Me habían avisado ese mismo día: "Tendrás que estar en Japón toda la noche, hasta las 6 de la mañana". "¿Qué tendré que hacer?", pregunté mientras me imaginaba caminando por las concurridas calles de Shibuya o Roppongi, comprando comida en un konbini, cantando en un karaoke, observando el horizonte desde lo alto de la Torre de Tokio. "Nada", fue la respuesta, "sólo estar allí, sin moverte. No tendrás que hacer nada más; es sólo por si acaso". Me dieron una dirección y una hora de llegada: las 21 horas. Me dieron las instrucciones: salir del metro, buscar un sitio donde sentarme, y esperar. Pero jamás moverme. Y tener suficiente batería en el móvil, "sólo por si acaso".

De modo que no pregunté más. No necesitaba maletas; en realidad el viaje sería corto, una media hora. La luz blanca y brillante del metro le daba un tono aséptico e irreal al trayecto, y en mi vagón sólo viajaban un par de personas cuyos rostros no recuerdo. Casi sin darme cuenta, llegué a mi destino; subí las pocas escaleras que daban a la calle, para encontrarme con la oscuridad de la noche, la calma del agua y una brisa helada que calaba hasta los huesos. Las farolas apenas alumbraban; no había coches, ni gente, ni ruido; todo era calma absoluta.

Me alejé unos metros de la radiante luz blanca que emanaba de la boca de metro. Debía encontrarme a las afueras de Tokio, puesto que casi no había edificios; a mi derecha, una hilera de pisos bajos y un par de tiendas, y a mi izquierda, la maravillosa vista de la Bahía de Tokio: quietud, agua, y más allá, la bulliciosa vida nocturna de la gran metrópolis.

Pude ver a lo lejos un largo y estrecho puente de hormigón que me llevaría hasta allí. Pero no podía; debía atenerme a las órdenes recibidas. De modo que busqué un sitio recogido donde sentarme: las sucias escaleras de la entrada a una tienda. Y allí me quedé, esperando a que el tiempo pasara, cansada pero sin sueño.

El agua de la bahía estaba en calma, y aunque sobre ella se reflejaban las lejanas luces de la ciudad, seguía siendo muy oscura. Si miraba al cielo podía ver un inmenso mar de estrellas, mientras escuchaba el suave sonido de las olas y las hojas de los árboles meciéndose al son de la suave brisa. A veces, el aire me obsequiaba con ruidos lejanos de coches, trenes, música y risas; tiendas que se cerraban, bares que abrían, pasos de gente, televisores y monedas. Y yo no podía llegar allí. Y cada vez sentía más frío.

Las horas pasaban, y empezaba a aburrirme. "Así que esto es Japón", pensó mi mente cansada. Por mi lado pasaba, de vez en cuando, gente feliz que se paraba a mirarme. Me encontré con algunos conocidos que, casualmente, habían decidido ir a ese lugar esa noche. "¡Hola! ¿Qué haces aquí tan sola? Vamos a tomar algo, ¿vienes?". Yo les decía que no podía, que estaba ocupada, que ya quedaríamos la semana siguiente; y aunque pueda parecer que me hubiese apetecido, en absoluto me llamaba la atención ir con ellos. Les veía cruzar el largo puente, y sólo podía pensar: "Ya vendré otro día...". Y aunque siempre había querido visitar Japón, de repente, quizá al estar ya allí, quedé desencantada y decidí que no quería volver, que no era para tanto, que era aburrido, que había otros lugares; otros lugares en los nadie podría encontrarme, otros lugares que sólo yo conociera, que sólo yo supiera que me tenían enamorada. Otros lugares sólo para mí.

Y así pasó el tiempo, hasta que pude volver a casa.

La segunda vez que fui a la Bahía de Tokio fue lo mismo: iguales órdenes, misma dirección, mismas sensaciones. La única diferencia era la emoción. No se trataba de algo nuevo; era el mismo viaje aburrido de la otra vez. Y una vez sentada en las escaleras, mientras leía no recuerdo qué libro y escuchaba no recuerdo qué música, se acercó una viejecita. "Joven", me dijo, "¿vuelves a estar por aquí? Veo que te ha gustado esto", me dijo con voz rota y una sonrisa. "Sólo es trabajo", le respondí yo con desdén; no quería que me dijera lo hermoso que era aquello. "Vuelve cuando quieras, pero que sea por placer", dijo alejándose. Más tarde, volví a encontrarme con unos conocidos. "¡Vaya! ¿Vendrás hoy con nosotros?". "No", respondí secamente. La rabia empezaba a crecer en mi interior. Mientras ellos ya se habían acostumbrado a Tokio, para mí el lugar seguía siendo nuevo y desconocido. ¿Por qué ellos podían disfrutar cuando quisieran de la vida en esa ciudad, y yo sólo podía observarla desde lo lejos? ¿Por qué me restregaban por la cara su suerte? ¿por qué?

Pero esa vez se hizo de día un poco más pronto. Y cuando la luz del sol ganó a la artificialidad de las luces de neón y plástico de la noche, pensé que quizá sí, quizá otro día, quizá a la hora de comer, quizá tras una buena siesta, me pasaría por allí. Sin órdenes, sin prisas, sin horarios. Había estado tan cerca y tan lejos... Sólo a media hora en metro, podía volver a recorrer medio mundo para llegar allí...

18 noviembre 2006

De cuando no pude pasar las Pruebas (o de cuando el Oráculo me habló)

Hace unos meses empezaron las Pruebas. Se realizaban en un pueblo en el que nunca había estado; parecía un pueblecito medieval pero moderno al mismo tiempo, como atemporal. Las calles tenían adoquines, y las casas eran pequeñas, con techos de paja, y estaban muy juntas las unas a las otras. Se respiraba un aire festivo, aunque había cierto nerviosismo en el ambiente; la gente reía y hacía bromas mientras entraba y salía de las distintas casas, la mayoría de ellas tiendas.

Yo iba sola, aunque me iba encontrando con gente que me acompañaba durante unos minutos. Como ya he dicho, era la primera vez que estaba allí, y me sentía muy perdida; admiraba la seguridad con la que el resto de personas iban de un lado para otro, ansiosas por pasar las Pruebas. Yo ni siquiera sabía de qué trataban, pero nadie me lo iba a explicar. Sólo me decían: "tú puedes", "ya verás que es sencillo", "las pasarás sin problemas", "esto no es nada para ti". Todo el mundo me animaba, y se sorprendía al saber que aún no las había pasado. "¿Cómo? ¡Pero si eres la persona más adecuada para ello! ¡Pero si tú estás preparadísima! ¡Todos confiamos en ti! ¿A qué esperas? ¡Siempre tan segura de ti misma, no puedo creer que ahora no te atrevas! ¡Pero si has pasado por cosas peores! ¡Eres la persona indicada para hacer historia! ¡Todo el mundo da por hecho que ya las has pasado! ¡No nos defraudes!". Todas esas palabras no me ayudaban en absoluto. Y aunque todo el mundo me animaba, en realidad estaba completamente sola.

Iba vagando por las calles, sin saber muy bien qué debía hacer. ¿Debía meterme en alguna de las casas? Cuando una puerta se abría, solo había oscuridad. Me detuve en un cruce, mientras el gentío seguía su camino sin hacerme caso. Entre tanta confusión, vi que alguien se acercaba a mí. Me sorprendí al ver que era un antiguo compañero de la escuela, quien con una sonrisa de oreja a oreja me dijo: "Voy a pasar las Pruebas ahora, ¡estoy nervioso! ¿Y tú? ¿Ya las has pasado?". Le respondí que no, y que ni siquiera sabía lo que tenía que hacer.

"Es muy sencillo", me respondió, "yo ya las he pasado varias veces. En principio con una sola vez basta, pero es un reto personal que me gusta conseguir cada cierto tiempo". Ahí alcé una ceja, ya que precisamente este chico era la última persona que habría podido imaginar enfrentándose a lo desconocido. De pequeño, al menos, había sido tímido e introvertido, y siempre parecía muy poco seguro de sí mismo. ¿De dónde sacaba esa fuerza?

"Mira, entra conmigo si quieres en esta casa", me indicó, señalando una de las pequeñas edificaciones. "Fíjate bien, pues no es una tienda; dentro no hay nada, sólo el más oscuro abismo. Lo único que tienes que hacer es entrar por esta puerta de aquí y salir por el otro lado, ¿ves? ¿No es emocionante? ¡Pero no pongas esa cara! Al principio da miedo, pero una vez lo has conseguido, verás que es como un juego de niños..." . Y, diciéndome esto, se dirigió corriendo a la puerta. Al llegar a ella, se giró y, con una amplia sonrisa, me gritó: "¡Estoy seguro de que lo conseguirás! ¡Nos vemos luego y me explicas qué tal!". Y desapareció.

Quizá lo que más miedo me daba era el hecho de que todo el mundo estaba muy seguro de sí mismo. Todas esas personas se enfrentaban a lo desconocido, a la muerte (pues había oído decir que en algunos casos la gente no llegaba a salir jamás de las casas), con una calma envidiable; realmente lo disfrutaban. ¿Era yo la única que lo veía como algo realmente peligroso? ¿Por qué debía pasar yo también esas pruebas? Mi angustia iba creciendo, y mi cuerpo parecía no responder a mi petición de moverse. Sólo quería llorar, quería irme, quería que toda esa gente supiera que yo no estaba preparada para esas pruebas, que no podía hacerlas.

Entonces se acercó otro amigo, al que hacía unos meses que no veía. Me miró amablemente y, abrazándome cariñosamente por los hombros, me sonrió y me dijo: "Estás nerviosa, ¿verdad?". Y en ese preciso momento me puse a llorar; rodeada de gente que esperaba tanto de mí y que no entendía mi inseguridad, al fin alguien empatizaba conmigo. Me empujó suavemente fuera de la multitud, diciéndome: "No te preocupes, deberás pasar las Pruebas, pero sólo cuando tú creas que puedes hacerlo, no cuando quiera el resto de la gente. No les hagas caso. Quizá aún no estás preparada, pero voy a llevarte a un lugar que podrá ayudarte".

De modo que me dejé llevar por su dulce abrazo protector, hasta que abandonamos el pueblo y el paisaje se tornó moderno y, de algún modo, futurista: amplias avenidas, enormes rascacielos, y plástico, cemento, acero y vidrio contrastaban con los caminos de tierra y las casas de adobe y ladrillo del pueblo. Tras entrar en uno de los rascacielos, subimos hasta la planta superior (entre la veinte y la treinta, creo recordar), y entramos en un enorme despacho. No había muchos muebles, sólo una hilera de sillas en una de las paredes, y enormes ventanales en otras dos. Al fondo de la habitación había una enorme mesa y una silla de despacho, y dos mujeres de edad avanzada paseaban arriba y abajo con un montón de papeles en las manos. Cuando mi amigo entró, lo saludaron: "¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te ha ido todo? ¡Se te ve muy bien!". A mí me ignoraron por completo, aunque creí notar una mirada de desprecio por parte de ambas mujeres.

Cuando terminaron de hablar, mi amigo me indicó que me sentara en una de las sillas, y él se sentó en la de al lado. Mirando a una de las señoras, le dijo: "Ella tiene que prepararse para las Pruebas, y yo, aunque ya las he pasado, quiero ayudarla". La mujer volvió a mirarme con desprecio, y acto seguido le dio un papel arrugado y un vaso de agua, y desapareció. Mi amigo, sin mirarme, puso el papel sobre el reposabrazos de la silla y tiró el vaso de agua por encima. Me quedé observando sus movimientos, seguros y precisos, mientras utilizaba el vaso para quitar las arrugas de la hoja, que por otro lado vi que estaba escrita a máquina, aunque no pude leer lo que ponía. Yo seguía estando angustiada, y no me creía capaz de hacer ni siquiera algo aparentemente tan sencillo como eso. Tras unos minutos de ver a mi amigo, empecé a darme cuenta de que quizá yo también sería capaz de hacerlo. Por algo debía empezar, ¿no? Mi amigo no me dirigía la palabra, pero supe que sólo tenía que imitar sus movimientos cuando yo quisiera hacerlo, aunque de algún modo su silencio me apremiaba a ello.

Y, tras varios minutos de indecisión, una oleada de atrevimiento me empujó a llamarle la atención a una de las mujeres. "Este es el momento; si dejo que esta sensación pase, quizá no vuelva a atreverme a nada en toda mi vida". La mujer me miró nuevamente con desprecio, y le pedí una hoja y un vaso de agua. Me miró sorprendida, y me tendió la hoja y el vaso. Empecé a tirar el agua sobre la hoja, y entonces la mujer se me acercó y me dijo: "Quizá deberías empezar a deshacerte de algunos problemas para poder afrontar otros nuevos con más fuerza, ¿no crees?". Y acto seguido desapareció de mi vista.

Jamás en mi vida unas palabras me habían afectado de esa manera. Me quedé paralizada, sintiendo como si alguien se hubiese metido en mi mente y hubiera recorrido hasta los rincones más escondidos de ella, descubriendo nuevos lugares que yo desconocía. Me sentí invadida y desnuda, pero la peor sensación de todas fue el darme cuenta de la razón que tenía la mujer, y de lo imperfecta que yo era... Porque esas palabras decían muchas cosas más, no sólo su significado. Fue como descubrir una parte de mí jamás conocida... Y esa era realmente la Prueba que debía pasar; conocerme a mí misma, no a través de la imagen que mostraba a los demás, sino llegando a todas esas partes de mí que no me gustaban.

Supongo que a día de hoy sigo pasando esa prueba...

16 noviembre 2006

Del viaje en tren y mi muerte en el mar

Todo el mundo sabe que, aunque he viajado poco, me encantan los viajes largos en tren. De hecho, hace un año hice un largo viaje hacia ningún lugar con un grupo de personas. Estaba nerviosa por el inicio del viaje, de modo que no recuerdo exactamente cómo fue la partida. Pero sí recuerdo el trayecto y el final.

Se trataba de un enorme y antiguo tren de los años 30, lujoso y cálido. El bar restaurante parecía en realidad una sala de baile, y los dormitorios también eran amplios y cómodos. Aunque el viaje comenzó al mediodía y se aventuraba divertido y emocionante (lo cierto es que no paramos de reírnos, jugar, observar el hermoso paisaje y cantar; hicimos una barbacoa en el vagón descubierto, y nos peleamos entre risas por poner la música que cada uno prefería), poco a poco la noche fue cayendo y la luz anaranjada de los compartimentos delataba el paso del tren a través de bellos parajes de árboles, ríos y lagos. Se podía sacar la cabeza por la ventana y mirar al frente, en el que se apreciaba, gracias a la pálida luz de la luna llena, la curvatura del horizonte y, a lo lejos, nuestro destino. Las diez personas que viajábamos solas en aquel tren comentábamos la extraña sensación de pérdida y cambio que nos embriagaba, y la emoción de empezar algo nuevo. Porque no había vuelta atrás.

Antes de irnos a dormir, estuvimos cenando en una enorme mesa victoriana de madera oscura en el vagón restaurante, iluminados por la suave luz de las lámparas de araña. Cogimos algunos libros del vagón biblioteca, utilizamos nuestros portátiles y jugamos a las cartas. Pero en menos de dos horas llegaríamos al final del trayecto, y había que planear cosas. Al cabo de un rato, ya nadie quería hablar; llevábamos muchas horas de viaje y una vez finalizado éste sabíamos que nuestros vínculos se irían deshaciendo poco a poco. Parecía como si esa camarada que había comenzado el viaje tan unida se hubiera empezado a separar antes de tiempo.

Algo cambió junto con nuestro estado de ánimo, o quizá fue nuestro estado de ánimo el que cambió nuestra forma de ver las cosas; el tren parecía haberse detenido, y todo lo que había a nuestro alrededor, mesas, sillas, lámparas, la tela verde de las paredes, los cubiertos y platos, había envejecido y se cubría poco a poco de una espesa capa de fino polvo. La luz también fue menguando, hasta que tuvimos que encender velas. No quedaba más comida, y el agua corriente no funcionaba. Habíamos realizado un viaje en el tiempo y nos habíamos parado en el futuro triste y silencioso de ese vagón de tren.

Algunos de nosotros nos alojábamos en una casa, de la que poco a poco iríamos saliendo uno a uno, cada uno hacia su destino. Cuando llegamos no deshicimos las maletas, pues la casa era también muy antigua y había poco tiempo. Decidimos acostarnos y despedirnos a la mañana siguiente, cuando todos saldríamos a la luz del sol, algunos para irse definitivamente, otros para despedirse de los que se iban y dar un pequeño paseo.

Dormimos apenas unas horas, y a la mañana siguiente, tras un almuerzo frugal, decidimos salir. Dos de nuestros compañeros ya se habían ido, y la sensación de pérdida y de profundo conocimiento de que jamás volveríamos a saber nada de ellos nos entristeció pero, al fin y al cabo, ese era nuestro destino. La casa se encontraba, según nos habían informado, al lado de un lago. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que la casa ocupaba prácticamente toda una pequeña isla. Mirando a nuestro alrededor, observamos que estábamos rodeados de incontables islas y, un poco más allá, vimos el mar abierto. Algunas islas eran más pequeñas, en las que apenas cabían tres árboles, y otras eran más grandes, con un par de pequeñas casas y una o dos tiendas. Todas las islas estaban unidas por puentes, algunos modernos, otros de madera y roídos por la humedad, y los ríos eran muy estrechos; tanto, que en algunos casos se podía avanzar dando un salto.

Nos acercamos al puente que nos llevaba a la siguiente isla. De repente, alguien comentó que aquellas islas eran flotantes. No sé cómo llegó a darse cuenta de eso, pero lo cierto es que el agua era muy profunda y turbia. Decidí ir a la tienda de la isla de la derecha y preguntar, ya que había visto a un hombre rubio pasear por allí. Parecía alemán, muy alto y con los ojos azules. Empecé a cruzar el puente e hice ademán de hablarle, pero de repente empezó a gritarnos: "¡No podéis abandonar la isla! No os aceptamos de ninguna manera, ¡volved!". Acto seguido comenzó a tirarnos piedras. En las otras islas se veían también personas que, alertadas por los gritos del hombre, nos miraban y lo imitaban. Sólo pudimos meternos de nuevo en la casa y esperar a que la gente se calmara.

Pasamos varios días en aquella situación, sin apenas comida y con el ánimo crispado. Ahora éramos menos: otros dos compañeros habían desaparecido. Uno de nosotros señaló que creía haber visto tierra firme más adelante, al lado del mar, de modo que decidimos coger nuestras bolsas y abandonar corriendo aquel lugar; era evidente que estábamos sitiados y que nos sería imposible sobrevivir y seguir con nuestras vidas si nos quedábamos allí. De modo que una mañana cogimos nuestras cosas y, en fila india, comenzamos a correr atravesando puentes e islotes, esquivando las piedras y soportando los insultos de la gente. Algunos nos empezaron a perseguir, puente tras puente e isla tras isla, y cada vez los puentes eran más largos y estaban más deteriorados, por lo que debíamos caminar con cuidado para no caernos al agua. De algún modo, sabíamos que caer sería el final.

Aunque los ríos habían parecido tranquilos, como si de canales venecianos se tratase, a medida que nos acercábamos más a tierra firme se volvían más agitados y peligrosos. Y en uno de esos ríos, nos topamos con unos simples tablones de madera que flotaban sobre el agua, sin nada donde agarrarse. Uno de nosotros cayó al agua, y en menos de un segundo un bombardeo de sentimientos nos invadió: primero sorpresa, después tristeza, más tarde comprensión y finalmente, olvido. Porque en el fondo, era lo mismo abandonar nuestra vieja casa de la isla que morir: finalmente, todos nos separaríamos y jamás volveríamos a saber nada de los demás.

Así pasamos otro puente, y otro y otro. Recuerdo perfectamente la urgencia por huir, el sentimiento de terror puro y el miedo que me provocaba la gente que nos perseguía. Estábamos en peligro: sólo queríamos salir de allí. Los demás empezaron a cruzar el puente corriendo, y me seguían dos personas. Y justo al pisar el puente, perdí el equilibrio.

Qué rápido se suceden los sentimientos y sensaciones cuando sabes que es el fin, y qué lento pasa el tiempo, de modo que te das cuenta de absolutamente todo lo que sucede alrededor tuyo. Mientras caía de espaldas, observé al chico que me seguía, y la sensación de peligro y la urgencia por querer seguir viviendo cambiaron a una completa comprensión cuando nuestras miradas se cruzaron: sus ojos brillaron un sólo momento con tristeza, y luego observaron fría y objetivamente mi caída. Yo me iba, y él debía seguir corriendo. Y entonces toqué el agua.

Estaba tibia, y aunque al principio intenté salir de ella forcejeando, aunque llegué a ver a mi compañero girándose y olvidándose de mí mientras yo le gritaba que me ayudara, poco a poco me fui hundiendo, mientras a través del agua observaba la furia del puente y a mis compañeros cruzándolos, ajenos a mí, como si yo jamás hubiese existido. Y fue entonces cuando entendí que ese era el fin, y que era imposible seguir luchando; y no me sentí triste, porque sabía que de tarde o temprano yo también me marcharía. Me dejé caer hacia la oscuridad, mientras observaba los islotes flotando sobre el agua y los rayos del sol creando hermosos efectos de luz. No había algas; no había peces. Sólo agua, azul y oscura, cada vez más fría. Me encogí como un feto, cerré los ojos y dejé que una enorme paz mental me invadiera. Ya había aceptado mi situación, y comprendiendo eso, intenté respirar.

Y pude respirar, poco a poco, suavemente, con la boca cerrada y sin que entrase agua por la nariz. ¡Y qué feliz me sentía! Porque quizá ahora iba a otro lugar... Y así, en un eterno suspiro, me fui hundiendo poco a poco.