04 diciembre 2008

Del santo que me bendijo

Primero debo dejar claro, para quien no lo sepa todavía, que no soy creyente. He sido criada en el seno de una familia agnóstica, aunque fui bautizada e hice la primera comunión, y me eduqué en dos colegios cristianos, uno de monjas y otro de curas. Quizá por eso ahora tengo la capacidad de poner tantas cosas en duda acerca de esta religión y de lo influyente que ésta puede ser, así como el resto. Las religiones mueven el mundo desde hace milenios, desde los egipcios politeístas hasta los más acérrimos seguidores de la Cienciología. Pero no voy a escribir un ensayo acerca de esta cuestión. Sólo voy a relatar un encuentro del todo sorprendente para mí, que aunque impresionante no me mueve de mis opiniones, aunque sí me provoca algunas dudas y preguntas, no sólo con respecto a la religión, sino también a los sueños, lo paranormal, la vida más allá de la muerte y las energías universales. Cuestiones muy New Age, dirán uno. Demasiado Iker Jiménez, dirán otros. Demasiado yo, pienso a veces para mí misma.

Era una fría noche de finales de noviembre. Los dos estábamos dormidos en mi cama, compartiendo nuestro calor humano cuales cachorros abandonados en una cuneta. Pero por desgracia desde hace demasiado tiempo mi sueño es frágil y fácilmente vulnerable, por lo que en un momento dado me desperté a la oscuridad y me moví levemente. Mi compañero se despertó conmigo.

– ¿Estás bien? –me preguntó en un susurro mientras me acariciaba el brazo.

– Sí, sí –le respondí yo soñolienta. Volvimos a cerrar los ojos, pero me costaba muchísimo conciliar el sueño. Y no era la única que no podía dormir.

– ¿Qué es eso? –me preguntó mi compañero, cuyo rostro me es imposible recordar ahora, mientras señalaba con el brazo izquierdo a la parte superior de una de las esquinas de mi dormitorio, por encima del ordenador, allí donde hacía un tiempo se había ahorcado un hombre.

– ¿El qué? –le pregunté yo dirigiendo mi mirada hacia el punto que señalaba.

– No sé, esa extraña luz roja. ¿Tienes algo conectado?

Me froté los ojos para descubrir que sí, era cierto, una especie de luz roja se reflejaba en la pared. Me quedé mirando con miedo, puesto que se trataba de algo extraño que no pertenecía a mi dormitorio y que no sabía cómo había llegado hasta allí. Mi compañero y yo conteníamos el aliento mientras el silencio golpeaba nuestros tímpanos. Yo no dejaba de observar la extraña luz en la pared, que cada vez se me antojaba más nítida. Parecía una especie de mandala budista proyectado hacia la pared con luces de discoteca, pero eso era imposible, puesto que no había absolutamente nada en la habitación que pudiera crear ese efecto. Mi compañero, al cabo de unos minutos, decidió salir del dormitorio y dejarme sola; quizá fue al baño a lavarse la cara o a la cocina a comer algo.

Yo seguía mirando fijamente el dibujo, que fue aumentando lentamente de tamaño hasta detenerse por completo. No había más que oscuridad a mi alrededor, pero por debajo de la imagen comenzó a aparecer de la nada una imagen nueva; una especie de cuerpo humano cubierto por ropajes blancos. Sin dejar de taparme con las sábanas, y sin atreverme a darme la vuelta y dejar de mirar, intentando relajar mi respiración y aguardar pacientemente a lo que pudiera suceder, la nueva figura se fue transformando poco a poco en un santo.

Mi sorpresa fue mayúscula. Sí, se trataba de un santo. El típico santo de estampa, con su túnica blanca y cinturón marrón, con un enorme libro en su mano izquierda y con la mano derecha alzada con los dedos índice y anular en alto. De su cabeza surgía una brillante luz dorada, como las coronas de los santos. Su cara era de hombre, surcada por arrugas y con una espesa barba rubia. Sonreía pacífica aunque enérgicamente. Él mandaba.

No sabría decir si estaba más asustada que sorprendida. Ese santo desprendía una cálida luz blanca que, aunque confería paz y sosiego, también me asustaba, puesto que noté cierto matiz aséptico que me recordaba a un hospital. El santo se acercaba con lentitud hacia mi cama, flotando en el aire y descendiendo suavemente, y sus ropas se movían a cámara lenta con cada centímetro avanzado. Cuando al fin estuvo a mi lado, se detuvo.

No pude evitar contener la respiración. Quería preguntarle muchas cosas: quién era, de dónde había aparecido, qué era aquella luz roja que había visto, a qué venía; pero no pude articular una sola palabra. Él seguía mirándome sonriente, y entonces se agachó y me saludó.

– Hola –me dijo con una voz que parecía salir de la nada y de todas partes al mismo tiempo–. No te preocupes –agregó–, no vengo a hacerte daño. Pero estás en peligro y te has debilitado demasiado, y por eso vengo a bendecirte y a darte fuerzas para que sigas adelante.

Dicho esto escondió su mano derecha entre sus ropajes, a la altura del pecho, para extraer luego un pequeño cuenco con lo que intuí que era agua bendita. Mojó sus dedos en el agua y me hizo la señal de la cruz en la frente. De ahí, de golpe, pareció desprenderse una intensa luz amarilla que me cegó durante unos instantes. El santo había guardado de nuevo el cuenco entre sus ropajes, pero hizo la señal de la cruz dos veces más sobre mis hombros. Luego colocó su mano sobre mi cabeza y amplió su sonrisa.

Yo sentía paz. Una paz no del todo completa, porque yo seguía sin entender. Lo más seguro es que tan sólo se tratara de una alucinación; quizá se tratase de un sueño. Pero me sentía sosegada. Mientras cerraba los ojos, una vez el santo había desaparecido tal y como había llegado, pude ver que la señal roja seguía proyectándose sobre la pared, cada vez con más intensidad. Yo seguía inquieta, preguntándome qué extraño fenómeno provocaba esas imágenes, y cavilando sobre estas cuestiones conseguí quedarme de nuevo dormida. Cuando mi compañero volvió al dormitorio me desvelé por unos instantes y pude ver que el símbolo rojo seguía en la pared, cada vez más pequeño y difuminado. Mi compañero no preguntó nada, aunque se le notaba asustado, y yo tampoco le expliqué lo que acababa de suceder. Sólo esperé a que la luz desapareciera para no volver a verla nunca, ya que quizá eso significaría que yo ya no estaba en peligro y que, por lo tanto, no necesitaba ser bendecida.

2 comentarios:

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