01 octubre 2008

Del zoológico invisible

Hace un año me fue mostrado un lugar secreto. Lo cierto es que no recuerdo si lo encontré yo o si alguien me dio alguna pista para encontrarlo; quizá fueron ambas cosas las que me permitieron ver donde la gente solía mirar sin interés.

Entre las paradas de Plaça de Sants y Hostafrancs, de la línea roja del Metro de Barcelona, allí donde todavía hoy se sigue construyendo la parada de Mercat Nou, sólo hay hueco para hormigoneras, grúas y demás material de construcción. Un paraje yermo y triste por el que pasan convoyes cada tres minutos, llenos de gente que sólo se mira a los pies o al ombligo.

Me dirigía yo al trabajo una mañana que amenazaba tormenta cuando, como siempre, quise observar por la ventana. Y entonces lo vi: una especie de túnel acuoso tapaba todo el solar, y tras sus paredes azuladas se podía entrever un micromundo lleno de vida y de colores. Una multitud de gente entraba y salía del recinto, dándole un toque de centro comercial al mismo. Yo miré a mi alrededor para ver si alguien más había reparado en la construcción, pero dentro del vagón la gente seguía impasible como cada día, con sus caras amargadas, tristes, somnolientas o simplemente abstraídas. Algunas personas también miraban hacia el exterior, pero nadie parecía haberse percatado de ese cambio. Imagino que uno debe tener la mente libre y abierta para que este lugar mágico le sea revelado.

Como no acababa de creer lo que estaba viendo, durante unos días continué con mi rutina, mirando siempre por la ventana cuando llegaba a ese tramo de la línea de metro para comprobar que aquello no era una ilusión óptica. Lo malo es que no tenía a nadie con quien compartirla o a quien mostrar mi secreto; seguro que si lo explicaba en el trabajo me tomarían por loca (esta vez demasiado en serio). Pero una mañana un hombre sentado delante de mí me miró sonriendo cuando notó que yo observaba impresionada lo que nadie más podía ver.

– Me alegra que puedas verlo –me dijo el hombre.

Yo lo miré de reojo y me quité los cascos, que siempre me acompañaban en cualquier trayecto. Le pregunté desconfiada:

– ¿Perdone?

– Que me alegra que puedas verlo –me respondió él sin dejar de sonreírme. Yo me puse ligeramente nerviosa.

– ¿Ver el qué? –pregunté para defenderme ante ese posible lunático. Aunque ¿quién estaba siendo más lunático de los dos?

– Pues el zoológico invisible –susurró a mi oído tras acercarse unos centímetros.

– ¿Usted…? –comencé yo titubeante–, ¿usted también lo ve? ¿Esa especie de construcción acuática? Parece una piscina transparente; es como si el agua se sostuviera por arte de magia en el aire.

El hombre soltó una suave carcajada de satisfacción que me dejó ligeramente perpleja, aunque me tranquilizó bastante. Me quedó claro que no se trataba de una visión.

– Jovencita –me dijo–, te aconsejo que lo visites y, si puedes, lleva contigo a alguien de confianza. Cuando hayan acabado de construir la parada de Mercat Nou este lugar se trasladará a algún otro sitio, y sería una pena que te lo perdieras antes de que eso ocurra. –Y dicho esto se acomodó en su asiento, cruzó los brazos sobre su pecho e hizo como si me ignorara, como si esa conversación no hubiese tenido lugar.

Pero a mí esa corta conversación con un extraño me había convencido; iba a hacer caso a ese hombre. Avisaría a mi mejor amiga y a un compañero de trabajo, y me los llevaría a ambos a ese supuesto zoológico. Lo principal era asegurarse de que ellos también podían verlo.

De modo que un día quedamos los tres y los llevé caminando desde la estación de Plaça de Sants hasta las obras de Mercat Nou. Yo ya les había explicado que allí había algo que poca gente podía ver, y aunque ambos eran personas bastante escépticas me dieron una oportunidad. Me alegré mucho al ver la cara de sorpresa de mi amiga cuando, a medida que nos acercábamos al gigantesco solar, se aparecía ante sus ojos el inmenso cubo de agua. Mi compañero, en cambio, parecía defraudado consigo mismo al no poder ver nada.

Mi amiga y yo le convencimos de que la construcción era real y que debía esforzarse un poco más para verla. Mientras tanto buscamos algún lugar que nos llevara hacia la entrada. Cuando llegamos a uno de los laterales del cubo se me ocurrió tocar su superficie, a pesar de las advertencias de mi amiga.

– Realmente parece agua, aunque algo más densa –les dije cuando rocé con mis dedos ese extraño material–. Pero fijaos, puedo introducir mi mano sin que se moje. –Aquello pareció despertar el sexto sentido de mi compañero, que dio un respingo para después susurrar:

– Tenéis razón.

Entonces nos dimos cuenta de que girando a nuestra derecha se encontraba la entrada al recinto, ya que de ahí salía bastante gente y otras personas, sobretodo parejas, desaparecían por ese lado. Cuando llegamos allí vimos los tornos y la taquilla en la que comprar las entradas.

– Aprovechamos, ¿no? –dije yo con entusiasmo. Y me hice con tres entradas.

Aunque desde fuera el recinto parecía un cubo grande pero no demasiado alto, enseguida nos dimos cuenta de que éste tenía varios pisos de altura y que se adentraba en un túnel oscuro, en el que con toda probabilidad se guardarían los trenes para ser reparados o almacenados. El líquido del que parecía estar construido el cubo se mantenía abierto en forma de puerta para permitir la entrada y salida de las personas. El primer piso, donde nos encontrábamos, parecía un enorme supermercado abarrotado de objetos, con la salvedad de que en este caso lo que allí se exponía eran animales de todo tipo. En uno de los pasillos se mostraban gigantescas estanterías repletas de jaulas de cristal con multitud de reptiles en su interior, desde la más simple de las lagartijas hasta la más peligrosa de las serpientes. En el pasillo de al lado se encontraban los insectos: arañas de todas las especies, hormigas, cucarachas, mariposas y polillas, escarabajos y un largo etcétera. Más al fondo comenzaba la sección de mamíferos, desde los más pequeños como perros o gatos hasta enormes osos, tigres y panteras.

Subimos a la segunda planta, en la que encontramos los pájaros. Sin entender muy bien cómo, todo tipo de plantas y árboles crecían sobre un suelo de madera vieja, y las aves volaban tranquilas y mansas entre sus ramas. Aunque no había ninguna separación visible entre cada especie, los animales no se mezclaban: los alegres periquitos y canarios tenían su lugar, así como las cacatúas y cotorras; un poco más lejos, cóndores, águilas y buitres se mostraban en todo su esplendor. También pudimos ver algunos pavos reales y avestruces, algún que otro kiwi e incluso pollas de agua.

– ¿Cóooomo? –dijo mi amiga sin parar de reírse cuando dije el nombre de ese ave.

– ¡No es broma! –le dije–. Las pollas de agua son animales parecidos a gallinas, les cuesta mucho volar y viven cerca de costas y humedales. ¡De algo me tenía que servir la colección de tarjetas de animales que me compró mi madre cuando era pequeña, tía! –añadí riéndome.

Mi compañero, que no solía hablar demasiado a no ser que se le realizara alguna pregunta concreta, sonrió ante tan absurda conversación. Seguimos caminando hasta que llegamos a las escaleras que llevaban al tercer piso.

En esta ocasión se podían comprar todo tipo de utensilios y enseres para el cuidado y cría de cualquier especie viviente. Para los menos atrevidos existía una amplia gama de merchandising como carteras para ir al colegio, estuches y monederos, tazas para el café o infusiones, entre otros objetos más típicos de una tienda de todo a un euro. Encontré las escaleras que subían hasta el cuarto piso, y a pesar de que se estaba haciendo tarde decidimos subir. Mi amiga y mi compañero parecían haber hecho buenas migas y desde hacía un rato no paraban de hablar. Cuando les grité desde las escaleras si subían conmigo o no, sólo recibí un “Ves tirando, ya iremos” que me decepcionó bastante.

Como era lógico, faltaban los animales marinos. Delfines, todo tipo de peces de agua dulce y salada, ballenas, focas y tantos otros convivían en unas gigantescas piscinas. El lugar era precioso y estaba muy iluminado; ni los más selectos balnearios podían competir con aquellas increíbles instalaciones. Pasadas un par de piscinas abiertas, en las que estaba permitido tocar a los animales, había un par de tiendas de regalos. Una muchacha vestida de rojo se acercó a donde yo me encontraba para informarme de que, si me apetecía, podía subir al piso de arriba a tomar un baño, a lo que no tardé en responder afirmativamente.

Cuando subí al último piso me encontré con una pequeña piscina oscura en la que sólo había una chica de aproximadamente mi edad. La habitación me recordó vagamente a la piscina de mi gimnasio de barrio. Había mucho vapor y el ambiente era demasiado cálido y agobiante. A la chica no le pareció demasiado bien verme aparecer por allí, ya que frunció el ceño en cuanto le dije hola. Tenía el semblante enfadado y de repente me dijo:

– No deberían haberte dejado pasar. ¡No deberían! Estoy harta de no estar nunca tranquila.

No me dio tiempo a responderle, puesto que me giró la cara y se zambulló en el agua. Mi sorpresa fue enorme cuando me di cuenta de que una sirena acababa de hablarme.

Al parecer la muchacha que me había guiado hasta allí debió de haber oído la corta conversación, puesto que apareció por el pasillo a los pocos segundos y me pidió disculpas.

– Lo sentimos muchísimo –me decía–, normalmente está de buen humor, pero lo mejor es que ahora la dejemos en paz.

Cuando volvimos a la planta de animales acuáticos allí se encontraban mis dos compañeros. No había demasiada gente en aquel lugar, y mientras mi amiga y yo íbamos a comprar algún detalle como recuerdo de aquel magnífico y extraño zoológico, mi compañero se perdía entre las distintas piscinas y charcas, observando cada especie como si fuese la primera vez que la veía.

Mi amiga y yo, no sé muy bien por qué, discutimos acerca de lo que debíamos comprar, por lo que finalmente salimos sin haber gastado un euro, yo pidiéndole disculpas al joven empleado de la tienda y asegurándole que volveríamos después. (Tengo que añadir aquí que, aunque fuera sola, yo iba a volver, ya que el chico me había llamado mucho la atención). Entonces vimos entrar a un hombre muy atractivo que, tras hablar con la muchacha del puesto de información, se dirigió con paso firme hacia una de las piscinas en forma de laguna para luego meterse en el agua.

¿Estaba permitido hacer eso? Mis dos acompañantes ya estaban bastante aburridos del lugar, por lo que mientras yo observaba maravillada lo que sucedía en esa laguna ellos decidían marcharse. Yo les pedí que por favor se quedasen cinco minutos más; al fin y al cabo había sido yo quien les había mostrado aquel extraño lugar, y me lo debían. Mientras ellos se decidían pude ver cómo el hombre se acababa de convertir en un pequeño tiburón. Completamente perpleja, le pregunté a la muchacha de información de qué iba todo eso.

– Cada uno de nosotros tenemos nuestro afín acuático –me explicó con su sonrisa bien ensayada–. En realidad tenemos varios afines, y el agua de estas piscinas permite a quien lo desee convertirse en su afín y disfrutar de lo que ese cambio conlleva.

– ¿Hay algún requisito específico para poder probarlo? –le pregunté yo.
– Sí –respondió ella de manera automática–. Si se tiene algo de fobia al agua, lógicamente lo mejor es no intentarlo. También se deben cumplir ciertos requisitos en cuanto a estatura y peso, ante todo para los más pequeños y la gente de la tercera edad. Pero por tu constitución y la de tus amigos no vais a tener ningún problema.

– ¡Eh! –grité a mis dos acompañantes, que se giraron a la vez–, voy a meterme en una de las piscinas, ¿queréis verlo?

Mi amiga me miró algo nerviosa:

– La verdad, no sé si es buena idea… Y además se me está haciendo tarde… Debería irme.

– A mí también se me está haciendo tarde –agregó mi compañero–. Creo que vamos a ir saliendo.

– Bueno –respondí ligeramente enfadada–, esperadme abajo si queréis.

Mi amiga se desapareció por las escaleras, pero mi compañero se quedó deambulando cerca de donde yo me encontraba.

“Bien, veamos cuál es mi afín acuático”, pensé. Y justo antes de introducirme en el agua, el tiburón que había sido un hombre me habló:

– ¡No te lo pienses! ¡Esto es increíble!

Y así lo hice, y me convertí en un pececillo tropical de brillantes colores. De repente me encontraba nadando bajo el agua sin necesidad de aire y respirando con normalidad (para un pez, se entiende), e incluso podía hacer acrobacias y saltar de una piscina a otra. La sensación de libertad era tal que quise quedarme allí, pero no sola. Asomé mi cabecita por encima de la superficie y llamé a mi compañero:

– ¡Prueba esto!

– Creo que paso… –me dijo tras mirarme atentamente unos segundos. Y dicho eso me dio la espalda y desapareció sin más. “Ya hablaré con él cuando le vea”, pensé para mis adentros. Y seguí nadando y jugando, y aunque al cabo de un rato me pregunté si al salir del agua estaría desnuda, pensé que lo mejor es no darle mayor importancia; ya me preocuparía cuando tuviese que volver.

Entraron un par de personas más en el agua; una chica se convirtió en una foca y el chico en un pez manta. Me pregunté si eso tenía alguna explicación o relación psicológica, pero ya me informaría más tarde. Tras nadar y jugar un rato con ellos decidí salir del agua. Estaba seca y vestida. Y muy satisfecha por haber vivido esa experiencia,

En la planta inferior, donde se vendían todos los regalos y souvenirs, me encontré a mis dos acompañantes, que me habían estado esperando. Yo seguía ligeramente enfadada con ellos, pero no pude evitar explicarles lo que había vivido. Y aunque no dejaban de mirar sus respectivos relojes me prometieron que volveríamos otro día. Me supo mal que no compartieran mi entusiasmo, pero ¿qué podía hacerle? Y así abandonamos el edificio.

Desde ese día espero volver a encontrarme a aquél hombre que me habló del zoológico en el metro y que me animó a visitarlo, pero desgraciadamente no lo he podido localizar. Quiero darle las gracias por haber compartido su conocimiento conmigo y por haberme ayudado a disfrutar de tan hermoso lugar. De todos modos, desde hace un tiempo me he fijado que el cubo de agua se está diluyendo, como si fuera un fantasma que poco a poco va desapareciendo. Imagino que es a causa del avance de las obras; cada vez con más frecuencia lo traspasan sin saberlo multitud de camiones y de obreros. Me gustaría saber en qué lugar aparecerá cuando se vaya de aquí, pero siempre me quedará la satisfacción de saber que he sido una privilegiada al haberlo descubierto. Y por favor, cuando paséis por Mercat Nou, intentad abrir vuestras mentes y quizá podáis ver el zoológico invisible; si lo conseguís, ¡no dudéis en entrar!

3 comentarios:

  1. Leí el otro día tu relato, ¿ensoñación? Por desgracia no vivo en madrid y no podré visitar ese zoológico oculto ;)
    Tienes una imaginación interesante. Cuesta creer que en ese lugar haya tantas criaturas diferentes y estén tan ordenadas y se comporten, cuando lo normal es que montasen un guirigay bestial, pero los gerentes deben de tener algún mecanismo muy eficaz. Sin duda lo de la piscina es una atracción genial, quizá a mi me gustaría ser delfín pero no lo sabré hasta que me sumerja.
    Ciao

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  2. Un lapsus, la historia transcurre en barcelona :P

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  3. Hola aspirante, muchas gracias por pasarte por el blog y dejar tu comentario. Lo que escribo es fruto simplemente de mis paseos oníricos... aunque claro, eso sigue estando dentro de mi cabeza no? jajaja Espero que sigas pasándote por aquí, vendrán muchos más sueños y pesadillas!!
    Dulces sueños,

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