10 marzo 2011

De la Avenida del Ensanche y un (supuesto) secuestro

Habíamos quedado en un cruce de calles no muy lejos de mi casa. Yo había estado paseando por la ciudad, como suelo hacer cuando no tengo nada mejor que hacer y hay demasiadas horas vacías por delante, intentando localizar una tienda recomendada por alguien con quien había hablado aquella tarde. "Busca en la Avenida del Ensanche", me había dicho. Pero aunque el nombre me sonaba, no acababa de ubicar exactamente tal avenida. Me sentí bastante estúpida al pensar en lo estúpida que me sentiría al preguntarle a mi amigo. "Sé que queda hacia allí, pero ahora no sé si eso es Meridiana o no, ¿tú lo sabes?". Muy estúpida.

Llegué al cruce tres cuartos de hora antes de lo previsto, así que decidí dar una vuelta por los alrededores. Quizá encontraba la maldita Avenida del Ensanche. Me parecía raro que con ese nombre se encontrara cerca donde yo estaba, en una zona de calles de un solo carril, estrechos pasajes peatonales, edificios muy altos y peligrosamente torcidos, grandes aglomeraciones de gente y tráfico desordenado. Pero no perdía nada por caminar un rato. Siempre me ha gustado descubrir calles nuevas y cambiar periódicamente mis rutas, y ese día encontré un camino de tierra que llevaba a una parte más alta de la ciudad. Era una zona bastante despejada y me pareció extraño encontrar en plena ciudad descampados y terrenos por construir, más propios de urbanizaciones de interior. Y me extrañó también no haber visitado antes esa zona. "¿No había un colegio por aquí cerca?". Me sentí estúpida otra vez, avergonzada por no conocer mi propio barrio.

Cuando volví al cruce mi amigo no había llegado aún. Entonces vi que se acercaban dos chicos, uno alto y delgado y el otro más bajo y corpulento, y como todavía me sobraba algo de tiempo aproveché para preguntarles si sabían dónde estaba la avenida del Ensanche. El muchacho alto sacó una brújula del bolsillo izquierdo de su cazadora de cuero marrón, me miró y me dijo con una amplia sonrisa y mucha determinación: "Espera aquí, en seguida vuelvo". Y empezó a correr por las calles, deteniéndose en cada esquina a mirar la brújula y los carteles señalizadores, y entonces movía la cabeza y seguía corriendo en otra dirección. Su compañero lo miraba con las manos en los bolsillos, en una postura que indicaba paciencia y una ligera indiferencia, como si estuviera acostumbrado a ese tipo de reacciones. Y aunque al principio yo habría jurado que no había visto nunca a ninguno de los dos chicos, tuve la repentina sensación de conocer de algo al de la brújula. Lo observé fijamente mientras él seguía corriendo, y entonces recordé. Sí, nos conocíamos del trabajo. Hacía tiempo de eso, y él claramente me había olvidado. De hecho parecía haber olvidado muchas cosas. Su físico, sus gestos, su forma de vestir eran los de siempre, pero él parecía una persona totalmente distinta. Y me invadieron algunas dudas: ¿Qué podía decirle yo? ¿Debía confesarle que al principio no me había dado cuenta de quién era? ¿Le podía preguntar si se acordaba de mí? Y me pregunté también en qué habría cambiado su vida, si seguiría casado, si habría vuelto a viajar a Japón... Pero de algún modo supe que si me atrevía a preguntar, él simplemente me miraría, me sonreiría con ese aire de niño mayor y sacudiría la cabeza. No, él ya no era el mismo. Mejor no decirle nada. Pero me apenó enormemente el ser la única que recordaba que alguna vez nos habíamos llevado bien.

El chico volvió al cabo de un rato y, tras guardar la brújula en un bolsillo de su pantalón blanco, me dijo señalando hacia mi izquierda: "Creo que si sigues esta calle todo recto, llegarás a la avenida. Pero pregunta de nuevo por si acaso". "Gracias", le respondí yo, y él volvió a sonreír con una mueca traviesa. Y de golpe pareció que se le ocurría una idea, y paró un taxi que en ese momento giraba por el cruce hacia donde estábamos nosotros, y me dijo alegremente: "¡Mira! Si coges este taxi llegarás más rápido seguro. ¡Corre, rápido!". Yo me puse algo nerviosa ya que estaba esperando a mi amigo en ese cruce, y justo cuando me resignaba al hecho de que yo ya estaba dentro del coche y que las puertas ya se habían cerrado, cuando pensaba en llamar a mi amigo y decirle dónde estaba y lo que me había pasado, la puerta de la derecha se abrió y él entró, muy serio. "Hola", me dijo. "Hola", le respondí. "Estaba a punto de llamarte", añadí. Y él me dijo con tono sarcástico: "Ya no hace falta", y sonrió. Y eso me relajó.

El taxi era un modelo antiguo, de los años cuarenta. Estaba bien conservado, limpio y no olía a nada en particular, pero yo podía imaginar el humo del puro invisible que fumaba el taxista flotando en el aire enrarecido, el polvo aposentado sobre el plástico y el cuero granates, y las inexistentes colillas de cigarrillos de tabaco negro con marcas de carmín en el filtro apiladas en el enorme cenicero entre los dos asientos delanteros. Nada de aquellas cosas era real, pero ése era el ambiente. Poco acogedor.

"¿Dónde quieren ir?", preguntó el taxista ladeando ligeramente la cabeza y mirando de reojo por el retrovisor. Su voz era ronca y grave, perjudicada por muchos años de abusos. El hombre ocultaba su calva bajo una gorra de chofer profesional que desentonaba con su cara de marinero viejo. "Buscamos la Avenida del Ensanche, ¿usted sabe llegar desde aquí?", le pregunté yo amable aunque fríamente. El hombre movió de un lado a otro una pipa inexistente con los labios mientras pensaba y nos miraba de reojo, primero a mí, luego a mi amigo, luego a la carretera. Y entonces respondió: "Sí, sé llegar, ¡pero ahí no hay nada interesante! Queréis pasarlo bien, ¿verdad? ¡Queréis diversión! Este viejo sabe perfectamente dónde está la diversión. ¿Qué os parece un trío? En dos calles tengo a un amigo que os puede interesar". Y volvió a mirar por el retrovisor con una sonrisa torcida y una mirada que me provocó náuseas. "No", le respondí, "nada de tríos. Buscamos la Avenida del Ensanche". "De acuerdo, jovencita... Vosotros os lo perdéis", dijo él, y volvió a fijarse en la carretera, y nosotros pudimos relajarnos un poco y observar cómo se hacía de noche en el exterior. Parecía que estaba a punto de llover.

Empecé a preocuparme de verdad cuando me di cuenta de que ya había anochecido. Mi corazón se aceleró cuando vi que el viejo taxi subía por el mismo camino de tierra que yo había descubierto hacía un rato. "¿Seguro que es por aquí?", le pregunté al taxista. "¿Este camino no lleva a la montaña?", añadí. El hombre no respondió. Yo miré a mi amigo, y lo vi tranquilo, como si todo aquello no estuviera sucediendo. Justo en el mismo punto del camino de tierra en el que yo me había detenido durante mi paseo, donde empezaba una empinada pendiente con precipicios a ambos lados, el coche se detuvo y el taxista se apeó. Abrió mi puerta, cogiéndome del brazo y sacándome con fuerza; mi amigo bajó él solo por el otro lado. "¿Qué es esto?", pregunté yo, cada vez más nerviosa. "¿Dónde estamos?". "Hemos llegado", afirmó el hombre con una risa parecida al ladrido de un perro enfermo. Y me volvió a agarrar con firmeza del brazo derecho, subiendo la cuesta de barro.

Yo quise soltarme pero no pude, y busqué nerviosa la mirada de mi amigo, que caminaba con prisa detrás de mí. No parecía preocupado, pero supe por sus movimientos que prefería seguirle la corriente al hombre y no arriesgar nuestras vidas antes que hacer alguna tontería que nos pusiera en peligro a ambos. Fuimos subiendo por el camino de tierra, dejando atrás las farolas naranjas y el taxi con las luces encendidas, y cuando ya me resignaba a no pensar en nada y a esperar la progresión de los hechos, de entre los arbustos de la pendiente a nuestra izquierda surgieron tres rápidos fogonazos de intensa luz blanca, como los flashes de las cámaras de fotografiar. Eso me confundió profundamente, y por unos momentos no supe si eso era bueno o malo; me pregunté si significaba que alguien vigilaba al viejo y que al fin lo habían descubierto, por lo que estábamos a salvo, o si era una señal de algún compinche suyo, lo que implicaba que estábamos realmente perdidos. Y el miedo me invadió.

Sé que sonará decepcionante, pero no recuerdo nada más a partir de ese momento. Sólo los fogonazos de luz, y luego una espesa oscuridad a mi alrededor. Y que cierto tiempo después, no puedo decir cuánto, desperté en mi cama. No tengo marcas ni heridas en el cuerpo y mi ropa está limpia e intacta, pero no sé cómo llegué a casa, ni nadie me ha preguntado por el incidente. Mi amigo tampoco parece recordar lo sucedido. Es como si nada de aquello hubiera pasado.

Y sigo sin saber dónde está la Avenida del Ensanche...

02 marzo 2011

De mi viaje por otros mundos

Hay muchos mundos fuera de la Tierra. Mundos cuya existencia no todo el mundo quiere reconocer, y a los que no todo el mundo está dispuesto a arriesgarse a ir. El viaje es largo y agotador y las condiciones en cada mundo son extremas. Los pocos que viven la experiencia vuelven muy cambiados, y son vistos por los demás como personas excéntricas, raras y poco patrióticas. Pero en realidad es la envidia la que los etiqueta de esta manera.

Lo decidí de un día para otro. La idea me había rondado por la cabeza desde hacía meses, aunque nunca había pasado de ser más que eso, una simple idea lejana y borrosa. Pero esa mañana, al despertarme y mirar por la ventana, sentí que el aburrimiento me invadía: siempre la misma rutina, siempre el mismo paisaje, siempre la misma gente, siempre las mismas reglas.

Así que decidí romper con todo eso. Sin preaviso, con una pequeña bolsa como equipaje. Y viajé.

El primer mundo que visité fue el de Agua. Es un planeta extenso y lo gobiernan desde los océanos más profundos hasta las ciénagas más tenebrosas y los lagos más tranquilos. Manantiales, cascadas, humedales, ríos y riachuelos; mares interiores y exteriores que bañan fangosas costas en un mundo de color verde oscuro y azul marino. Es un lugar peligroso pero sus gentes son amables y hospitalarias, aunque no demasiado habladoras.

Los visitantes tienen prohibido salir al exterior, y sólo unos pocos lo han logrado, pagando un alto precio por convertirse en una excepción. Dicen que no hay amigos entre los seres de los distintos mundos, y que si una persona llega a entablar una relación de amistad con alguno de ellos, está directamente condenado al destierro y a convertirse en uno de esos seres.

Yo me encontré con uno de ellos. Había sido un explorador marítimo en la Tierra y debía de rondar los cuarenta años. Al principio sólo cruzamos los gestos básicos que significan en lenguaje universal ‘Bienvenido’, ‘Gracias’, ‘Comida’ y ‘Adiós’. Pero una noche, mientras me encontraba tumbada en mi cama de musgo verde observando por la ventana la terrible tormenta que azotaba a todo el planeta en ese momento, el antiguo explorador picó a mi puerta y me pidió que le dejara pasar. Se sentó entonces a mi lado y me explicó su historia, en la que no voy a entrar en detalles, pero me pidió que le pusiera al día sobre las cosas que pasaban en la Tierra. Fue entonces cuando me di cuenta de lo poco que sabía de mi propio planeta.

Nuestras conversaciones secretas se volvieron una costumbre y cada noche hablábamos de cualquier cosa, intercambiando experiencias y conocimientos, riéndonos de todo y llorando por nada. Alargué mi estancia dos semanas más, e incluso me planteé anular la visita al resto de mundos para quedarme en el de Agua hasta que tuviera que volver a la Tierra, pero por culpa de un inquilino no deseado me tuve que ir, sin posibilidad de despedirme, en plena noche cerrada y con el corazón en la boca. Porque una de las noches en las que el antiguo explorador vino a hablar a mi dormitorio, se coló en la habitación un ser pequeño y avispado, un espía delatador del que era necesario huir. Nos habían descubierto. Y así me tuve que ir, sin poder despedirme como es debido, sin saber si algún día volvería, preocupada por el castigo que mi compañero podría recibir. Pero tuve que seguir mi camino.

El siguiente mundo que visité fue el de Fuego. Se trata de un planeta bastante más pequeño que el de Agua, y mucho más desagradable. En ese planeta es de día continuamente, y los visitantes necesitan llevar un traje especial para poder sobrevivir en él. Siempre hace un intenso calor, y en cuanto llegué tuve la sensación de estar padeciendo una fiebre muy alta. Mi garganta quemaba y la terrible sed empezaba a agrietar mis labios cuando me avisaron de que eso era un efecto secundario normal que pasaría al cabo de las horas, hasta que el traje especial se acostumbrara al entorno y yo al traje. Y así fue.

Esta vez no hablé con nadie del mundo de Fuego. Sus gentes, aunque hospitalarias, son ariscas y agresivas; no soportan el contacto físico y siempre parecen estar enfadadas. Son grandes cocineros pero sus platos siempre contienen especias picantes y sus bebidas son calientes. Eché de menos el mundo de Agua y a mi compañero explorador, y lloré añorando nuestras conversaciones y la comodidad de mi colchón de musgo, pero mis lágrimas se evaporaban a los pocos segundos. En un intento por olvidar, participé en excursiones a volcanes, géiseres y desiertos, siendo la visita más interesante el Jardín de Rocas, un lugar único en todo el planeta. Se trata una zona extensa llena de rocas y piedras de distintos colores y formas, pero lo realmente espectacular son las impresionantes lenguas de fuego que dividen el jardín de rocas en parcelas de distintos tamaños. Nadie sabe qué las provoca, y nadie se atreve a acercarse para averiguarlo. La belleza de ese jardín reside en su espectacularidad y su misterio.

Estuve poco tiempo en ese mundo. Era demasiado incómodo y me hacía añorar demasiado el mundo de Agua. Así que seguí viajando.

El siguiente mundo que visité fue el de Aire. En realidad se trata de un mundo con dos planetas: Aire, el más grande, y Cielo, algo más pequeño. En Aire reinan desde las brisas más suaves hasta los huracanes más feroces en una inestable y peligrosa atmósfera; Cielo, en cambio, es un tranquilo paraíso de color azul que nunca cambia. Las gentes de Aire son más atrevidas y extrovertidas, y las de Cielo son más propensas a la meditación y el estudio de las cosas bellas. Pero en ambos casos se trata de personas amables, sencillas y correctas.

Pasé unos días maravillosos volando libre como un pájaro, ya fuera flotando en una brisa primaveral como dejándome llevar por la violencia de los vientos más fuertes. Dormí sobre nubes y comí unos extraños granos que proporcionaban una energía y vitalidad increíbles. Fue una experiencia maravillosa.

Más adelante visité otros mundos: Hielo, un planeta terriblemente frío, totalmente opuesto al mundo de Fuego pero igual de extremo; Bosque, con sus frondosos y gigantescos árboles y sus millones de especies vegetales, a cual más pintoresca; Acero, con sus máquinas y su tecnología, uno de los pocos mundos creados artificialmente; y por último Luna, que no es un mundo en sí mismo pero que tiene su propio encanto. Esa fue la última parada antes de volver a la Tierra.

El día que volví caí en el océano, no muy lejos de la costa. Era una mañana soleada, el mar estaba en calma y no había nubes en el cielo. Los colores eran extremadamente brillantes y las figuras se distinguían más nítidas de lo normal. ¿Había cambiado realmente algo en mí? En la costa se preparaba un festival, e incluso los sonidos llegaban con más claridad a mis oídos: platos y cazuelas en las cocinas callejeras, niños gritando y riendo, música festiva y gente tarareándola, perros ladrando nerviosamente ante tanta agitación, cohetes y fuegos artificiales resonando a lo lejos. Cuando llegué a tierra firme me sentí diferente, muy alejada de las conversaciones mundanas de aquellos que me recibían entre tanta alegría y jovialidad. Estaba ligeramente mareada y me sentí terriblemente cansada, pero a pesar de ello mi corazón estaba contento por lo que había vivido. Y me sentí una extraña en mi mundo, pero feliz.

Y esta es la crónica de mis viajes por los distintos mundos. Realmente algo ha cambiado en mí, algo que ha hecho que aprecie más lo que tengo, pero que me hace sentirme diferente, como si no perteneciera a ningún lugar en concreto. Tened por seguro que volveré a viajar al mundo de Agua y visitaré a mi compañero explorador, y esta vez no me importarán los espías delatadores, y si es necesario me quedaré allí para siempre. Pero hasta entonces, si alguno de vosotros visita cualquiera de esos mundos, por favor, contádmelo; intercambiemos experiencias. Pero ante todo disfrutad del viaje.