31 diciembre 2008

Del abrazo de arena (réquiem y cierre de año)

El fin de semana pasado quedamos para tomar unas copas e ir a dar una vuelta, ¿te acuerdas? Lo dudo, pero yo lo recuerdo a la perfección.

Como en la mayoría de las ciudades costeras, hay una zona de bares al lado del mar. No es posible llegar hasta allí en coche, y de hecho hay que recorrer multitud de estrechas y oscuras calles de adoquines, siempre llenas de gente joven de todo tipo. Y ahí estábamos nosotros, yo vestida de negro, como siempre, tú con tu cazadora marrón y tus tejanos azules. Te llevé por una zona apartada, y recorrimos el laberinto de calles en silencio, observando la luz de la luna reflejándose sobre los charcos de agua y los adoquines húmedos, pasando desapercibidos entre las oscuras paredes, sin que la luz naranja de las pocas farolas que había llegase a tocarnos. El camino, aunque más largo de lo normal, nos llevaría a mi escondite personal, un lugar que poca gente conocía, lejos de las aglomeraciones y del artificial ruido de la ciudad.

Y entonces divisé el mar, y supe que estábamos llegando. Solté una carcajada y sentí ganas de salir corriendo y mirar a la izquierda, para poder comprobar lo antes posible que el lugar no estaba ocupado y que habíamos llegado a tiempo. Me moría de ganas de mostrarte ese trocito de soledad del que me había apropiado; quería saber qué pensarías de él, qué sentirías al sentarte en ese sitio, mirando el paisaje que yo nunca me cansaría de observar y recordar. Y al girar a la izquierda, tras el último edificio, miré y sonreí, y riéndome te hice un ademán con mi mano apremiándote a venir, y mi corazón se alegró, pues aunque había gente sobre la arena, esa parte de la playa estaba prácticamente desierta, ya que la única forma de llegar hasta allí era el camino por donde habíamos venido, y la gente prefería no tomar esa ruta. Y cuando te paraste a mi lado, te cogí de la cazadora y te insté a que saltaras a la arena, y señalé el montículo de arena que se encontraba a pocos pasos de nosotros, y sin dejar de sonreír te dije "¡Vamos!". Y tú pareciste despertar entonces, y fuiste corriendo hasta el montículo en forma de asiento con cúpula, y te desplomaste en la parte de la izquierda riéndote, y yo me acerqué y me dejé caer a tu derecha, y observé contigo el paisaje.

La barrera de arena compacta y húmeda a nuestras espaldas nos aislaba del mundo y nos ayudaba a aislar al mundo de nosotros; la luz artificial de la ciudad no nos molestaba y el cielo y sus estrellas se podían ver a la perfección. Pues aunque de camino a ese lugar había llovido ligeramente y el cielo había estado completamente cubierto de nubes, al llegar nosotros parecía que la luna las había espantado, y brillaba grande y hermosa sobre el mar, y parecía que cualquiera podía alzar la mano y acariciar sus suaves arrugas de plata. El mar estaba en calma y las olas parecía que nos perseguían, y me levanté divertida y jugué con ellas intentando que no tocaran mis pies sin conseguirlo, y eso me dio miedo, pues el mar me produce un profundo respeto. De modo que me volví para sentarme a tu lado, y quizá por haber querido jugar con el mar la vista me jugó una mala pasada, pero lo cierto es que no llegué a verte: eras sólo un montón de arena con ropa de hombre y tu brazo se alzaba en mi dirección, invitándome a recostarme en la arena. Y justo cuando me senté a tu lado buscando una posición cómoda, pasaste tu brazo sobre mis hombros y me empujaste hacia tí, y reposé mi cabeza sobre tu hombro, y pude inspirar la brisa marina y tu calor, pero me sentí incómoda, pues no era eso lo que yo buscaba, de modo que me aparté de tí.

Nos quedamos en silencio, yo sin querer mirarte pero sabiendo que cada vez te confundías más con la arena de la playa, y las olas se acercaban a mis pies amenazantes, pero yo no osé moverme. Y de nuevo te moviste y me acercaste a tí, y entonces supe que tu cuerpo sólo era arena, pero tus manos eran reales, y me cogían fuerte, y tus brazos me arropaban y me acariciabas, y guardabas mis manos en las tuyas para que entraran en calor, y entonces me apretabas un poco más fuerte, y jugabas con mis dedos, con la palma de mi mano, con mis muñecas, y luego con mi cara, con mi barbilla y con mi cuello. Y yo no quería que pararas; no deseaba nada más, sólo quedarme ahí para siempre, sintiendo tu tacto firme y el calor de tu cuerpo de arena, sintiendo que me cuidabas y me mimabas, mirando siempre a la luna y al mar, y cerrando los ojos para perderme en tus caricias...

Y la luna se reía y las olas me perseguían, y desperté...

Desperté al calor de mi tan conocida habitación y no entendí cómo había llegado hasta allí, y quise volver a esa playa; pero cuando la luz del sol fue despejando mi mirada, entendí que esa playa no existía, que ese rincón de arena jamás había sido mío, que la luna no podía ser tan grande y que las calles jamás estarían vacías. Y enfadada con el rey del sueño por ser tan cruel, me levanté rápidamente y miré si estabas conectado. Y ahí estabas, tu nick de siempre, tu eterna presencia, pero no me atreví a hablarte; sólo quería preguntarte si era cierto, si de veras era cierto que todo había sido falso. ¿Recordarías cómo me abrazabas? ¿Recordarías esa luna sobre el mar? ¿Recordarías cómo me acercaste a tí en dos ocasiones? Pero entonces iniciaste tú la conversación, como si hubieses estado observando por un agujerito hasta verme ante el ordenador, y me preguntaste que qué tal, y te respondí que estaba muy bien, y que quería volver lo antes posible a esa playa, pero tú no entendiste nada de lo que dije...

Entonces lloré porque entendí que había sido sólo un sueño, y volví a meterme en la cama, intentando encontrar la postura en la que me había despertado, en la que había estado durmiendo ese hermoso sueño, y cerré los ojos, deseando ser quien te acompañara hasta volver a despertar...

Soñado durante la noche de Fin de Año de 2006, con treinta y ocho y medio de fiebre. Escrito durante la primera semana de 2007.

26 diciembre 2008

El momento de dormirse (invierno)

Es cualquier hora de la noche y me dispongo a dormir.

Como siempre sigo mi rutina. Me lavo la cara, me cepillo los dientes, meo, me pongo el pijama. Recojo un poco el dormitorio, dejándolo preparado para no tener que hacer gran cosa al día siguiente, si es laboral. Si es festivo, me da igual cómo o dónde estén las cosas.

Programo la estufa al mínimo para que la habitación no se enfríe durante la noche. La coloco de manera que el piloto rojo, que se enciende y se apaga cada ciertos minutos, no me moleste durante el sueño. No sería la primera vez que me desvela una intensa luz roja en medio de la oscuridad.

Apago el ordenador tras echar un último vistazo al correo y a mi gestor de descargas. No hay nada nuevo. Como casi siempre.

Dejo la bata sobre la cama, para tenerla bien a mano por la mañana. Compruebo que no hay nada cerca de la estufa para evitar cualquier percance. Todo está en su sitio.

Apago la luz. Hoy no me apetece leer, pero tampoco quiero quedarme a oscuras centrándome sólo en mi cabeza. Enciendo el televisor y lo programo para que se apague al cabo de dos horas. El volumen está al mínimo, pero en el silencio de la noche es audible y puedo seguir los diálogos. Emiten una película de acción en el canal autonómico.

Me meto en la cama y me tumbo sobre el lado derecho. Compruebo el móvil; no hay llamadas ni mensajes. Lo pongo en modo vibración. Luego en silencio. Al final lo dejo en modo normal; quizá alguien me llame o me envíe un sms. Desprogramo las alarmas. Mañana quiero despertarme cuando me lo pida el cuerpo.

Dejo el móvil sobre una de las baldas de mi estantería, junto al libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor. Cierro los ojos.

Empiezo a mover rítmicamente el pie derecho. Cuando estoy agotada este movimiento surge espontáneamente. Significa que me voy a dormir dentro de poco.

Dejo que mis pensamientos fluyan. Básicamente todo gira alrededor de mi nuevo trabajo. Del estrés que me produce, de los nervios que paso. Es normal: hace tan sólo una semana que comencé. Bueno, en realidad eso no es del todo cierto. Empecé hace dos, pero unas anginas y más de treinta y nueve de fiebre me obligaron a coger la baja el segundo día. A eso lo llamo yo empezar con buen pie (y con ironía). Tengo ganas de seguir trabajando, de seguir aprendiendo. Quiero que el tiempo pase rápido y amoldarme a la nueva situación, y que la nueva situación se amolde a mí y deje de ser nueva. Pero me da rabia no encontrarme bien. En dos meses y pico de paro he pasado por costipados, anginas y cefaleas en racimo. Nervios, tensiones y mucha tristeza. Como siempre supe que el trabajo no me faltaría, no me costó nada encontrarlo. Pero me preocupa que mi estado de salud se resienta con tanta facilidad últimamente. Quizá debería hacerme algunas pruebas. Un análisis de sangre. Quedarme tranquila. Lo cierto es que ya no sé si me encuentro mal debido a la tensión y el estrés acumulados, o si la tensión y el estrés acumulados me hacen creer que me encuentro mal. Y entonces recuerdo los motivos, las causas de esa tensión y ese estrés. Y mi pie no para de moverse, pero sigo despierta.

Me doy la vuelta, y me apoyo sobre mi lado izquierdo. Si abro los ojos puedo ver la fría luz de las imágenes del televisor danzando sobre las paredes de mi habitación. Los vuelvo a cerrar; ahora me siento algo más cómoda. Y sigo pensando.

Me centro en la película que están dando. Desconozco el motivo por el cual el canal autonómico se escucha más bajo que el resto. No puedo seguir los diálogos con fluidez, pero al menos los disparos y gritos no me molestan. Me siento algo acompañada. Hay luz y voces al otro lado de mis párpados. Eso me hace sentirme menos sola.

De repente pienso que no tengo ganas de que nadie me despierte con un sms intempestivo por la mañana. Me giro de nuevo y saco el brazo de debajo de las sábanas de franela. Hace algo de frío. Cojo el móvil y programo el modo silencio. Ha pasado media hora desde que me acosté; ahora es imposible que alguien me de señales de vida. Cierro la tapa, lo vuelvo a dejar al lado del libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor, y recupero mi postura sobre el lado izquierdo. Me siento más tranquila.

Cierro los ojos. Esta vez ya no pienso tanto. Más bien dejo que las imágenes fluyan ante los ojos de mi mente. Mi trabajo, mis amigos, mi familia, yo misma. Lo que he vivido y lo que no he podido vivir. Dependiendo de lo que veo se me escapa alguna lágrima. Rápidamente paso a otra imagen; prefiero volver al trabajo. A mi ordenador, al despacho, a los ascensores. Ese entorno que para mí ahora mismo es tan nuevo y extraño, incluso levemente salvaje, se convertirá dentro de un tiempo en un lugar conocido y amable. Poco a poco iré acostumbrándome a él y él se irá acostumbrando a mí. Del mismo modo que mi mente se acostumbra poco a poco al suave sonido del televisor.

En ese momento me doy cuenta de que durante unos minutos no he sido capaz de escuchar nada. Tengo la sensación de haber apagado mis oídos durante un tiempo; ahora, al volver a activarlos, noto que el televisor está encendido. No me he quedado dormida, pero parece que mis sentidos han ido apagándose lentamente. He sido completamente consciente de mis pensamientos, pero los estímulos externos (la luz y el sonido del televisor) han desaparecido.

Me parece bien. Apenas muevo el pie un centímetro y de forma muy suave. Vuelvo a tumbarme sobre el lado derecho, colocando las sábanas y el edredón de modo que la pantalla del televisor no me ilumine directamente. Prefiero presentir las sombras que produce su luz. Y sigo dejando que fluyan las imágenes.

Retomo el hilo de mis pensamientos donde lo había dejado hace un momento. El dinero que tengo y el que no tengo; lo que puedo hacer con él y lo que no puedo. Me siento extraña al no sentir esa necesidad compulsiva de comprarme algo, sobretodo en estas fechas de bombardeo consumista. “Mejor”, acabo creyendo. Ahora mismo no me ilusiona nada material. Quizá se deba a que mi vacío es básicamente emocional. Ya llegará el día en que quiera, desee algo de veras, y pueda conseguirlo. Otra de tantas certezas. Tampoco espero regalos, ni los quiero. Luego aparecen las personas con las que me he encontrado y reencontrado últimamente. Como si de una muerte pasajera se tratase, empiezo a hilvanar todas las situaciones que me han llevado a conocer a esas personas y las relaciones que hay entre ellas. Retrocedo y avanzo en el tiempo, y apenas conscientemente me hago preguntas imposibles de contestar. Tampoco busco la respuesta; simplemente me resulta interesante y apasionante el cómo y el por qué suceden las cosas, y las consecuencias de todo lo que pasa. Intento imaginar mi futuro, aunque no me preocupa prepararlo. Simplemente barajo diversas opciones, intentando aceptar la quietud, frialdad y monotonía de mi presente. Lógicamente el invierno acabará pasando. Ahora sólo puedo soportar el frío e intentar protegerme de él.

Y durante ese somnoliento y apenas consciente filosofar quizá se me ocurra alguna frase increíble que escribir, o tal vez un buen argumento para desarrollar una historia, pero no quiero desvelarme de nuevo. Pienso: “Acuérdate mañana”. Aunque luego nunca me acuerdo.

Y mientras salto de una cosa a otra sin ningún esfuerzo, mis sentidos se han vuelto a desactivar y mi mente actúa cada vez con menos rapidez. Poco a poco el pie se detiene y mi respiración se vuelve más suave y tranquila. Ya no oigo el televisor aunque sé que todavía sigue encendido. Puedo notar levemente mi mejilla contra la almohada, bendita sensación de bienestar, y eso me ayuda a hundirme más en un profundo sueño.

Y al poco rato, perdida en mí misma, ya estoy dentro.

04 diciembre 2008

Del santo que me bendijo

Primero debo dejar claro, para quien no lo sepa todavía, que no soy creyente. He sido criada en el seno de una familia agnóstica, aunque fui bautizada e hice la primera comunión, y me eduqué en dos colegios cristianos, uno de monjas y otro de curas. Quizá por eso ahora tengo la capacidad de poner tantas cosas en duda acerca de esta religión y de lo influyente que ésta puede ser, así como el resto. Las religiones mueven el mundo desde hace milenios, desde los egipcios politeístas hasta los más acérrimos seguidores de la Cienciología. Pero no voy a escribir un ensayo acerca de esta cuestión. Sólo voy a relatar un encuentro del todo sorprendente para mí, que aunque impresionante no me mueve de mis opiniones, aunque sí me provoca algunas dudas y preguntas, no sólo con respecto a la religión, sino también a los sueños, lo paranormal, la vida más allá de la muerte y las energías universales. Cuestiones muy New Age, dirán uno. Demasiado Iker Jiménez, dirán otros. Demasiado yo, pienso a veces para mí misma.

Era una fría noche de finales de noviembre. Los dos estábamos dormidos en mi cama, compartiendo nuestro calor humano cuales cachorros abandonados en una cuneta. Pero por desgracia desde hace demasiado tiempo mi sueño es frágil y fácilmente vulnerable, por lo que en un momento dado me desperté a la oscuridad y me moví levemente. Mi compañero se despertó conmigo.

– ¿Estás bien? –me preguntó en un susurro mientras me acariciaba el brazo.

– Sí, sí –le respondí yo soñolienta. Volvimos a cerrar los ojos, pero me costaba muchísimo conciliar el sueño. Y no era la única que no podía dormir.

– ¿Qué es eso? –me preguntó mi compañero, cuyo rostro me es imposible recordar ahora, mientras señalaba con el brazo izquierdo a la parte superior de una de las esquinas de mi dormitorio, por encima del ordenador, allí donde hacía un tiempo se había ahorcado un hombre.

– ¿El qué? –le pregunté yo dirigiendo mi mirada hacia el punto que señalaba.

– No sé, esa extraña luz roja. ¿Tienes algo conectado?

Me froté los ojos para descubrir que sí, era cierto, una especie de luz roja se reflejaba en la pared. Me quedé mirando con miedo, puesto que se trataba de algo extraño que no pertenecía a mi dormitorio y que no sabía cómo había llegado hasta allí. Mi compañero y yo conteníamos el aliento mientras el silencio golpeaba nuestros tímpanos. Yo no dejaba de observar la extraña luz en la pared, que cada vez se me antojaba más nítida. Parecía una especie de mandala budista proyectado hacia la pared con luces de discoteca, pero eso era imposible, puesto que no había absolutamente nada en la habitación que pudiera crear ese efecto. Mi compañero, al cabo de unos minutos, decidió salir del dormitorio y dejarme sola; quizá fue al baño a lavarse la cara o a la cocina a comer algo.

Yo seguía mirando fijamente el dibujo, que fue aumentando lentamente de tamaño hasta detenerse por completo. No había más que oscuridad a mi alrededor, pero por debajo de la imagen comenzó a aparecer de la nada una imagen nueva; una especie de cuerpo humano cubierto por ropajes blancos. Sin dejar de taparme con las sábanas, y sin atreverme a darme la vuelta y dejar de mirar, intentando relajar mi respiración y aguardar pacientemente a lo que pudiera suceder, la nueva figura se fue transformando poco a poco en un santo.

Mi sorpresa fue mayúscula. Sí, se trataba de un santo. El típico santo de estampa, con su túnica blanca y cinturón marrón, con un enorme libro en su mano izquierda y con la mano derecha alzada con los dedos índice y anular en alto. De su cabeza surgía una brillante luz dorada, como las coronas de los santos. Su cara era de hombre, surcada por arrugas y con una espesa barba rubia. Sonreía pacífica aunque enérgicamente. Él mandaba.

No sabría decir si estaba más asustada que sorprendida. Ese santo desprendía una cálida luz blanca que, aunque confería paz y sosiego, también me asustaba, puesto que noté cierto matiz aséptico que me recordaba a un hospital. El santo se acercaba con lentitud hacia mi cama, flotando en el aire y descendiendo suavemente, y sus ropas se movían a cámara lenta con cada centímetro avanzado. Cuando al fin estuvo a mi lado, se detuvo.

No pude evitar contener la respiración. Quería preguntarle muchas cosas: quién era, de dónde había aparecido, qué era aquella luz roja que había visto, a qué venía; pero no pude articular una sola palabra. Él seguía mirándome sonriente, y entonces se agachó y me saludó.

– Hola –me dijo con una voz que parecía salir de la nada y de todas partes al mismo tiempo–. No te preocupes –agregó–, no vengo a hacerte daño. Pero estás en peligro y te has debilitado demasiado, y por eso vengo a bendecirte y a darte fuerzas para que sigas adelante.

Dicho esto escondió su mano derecha entre sus ropajes, a la altura del pecho, para extraer luego un pequeño cuenco con lo que intuí que era agua bendita. Mojó sus dedos en el agua y me hizo la señal de la cruz en la frente. De ahí, de golpe, pareció desprenderse una intensa luz amarilla que me cegó durante unos instantes. El santo había guardado de nuevo el cuenco entre sus ropajes, pero hizo la señal de la cruz dos veces más sobre mis hombros. Luego colocó su mano sobre mi cabeza y amplió su sonrisa.

Yo sentía paz. Una paz no del todo completa, porque yo seguía sin entender. Lo más seguro es que tan sólo se tratara de una alucinación; quizá se tratase de un sueño. Pero me sentía sosegada. Mientras cerraba los ojos, una vez el santo había desaparecido tal y como había llegado, pude ver que la señal roja seguía proyectándose sobre la pared, cada vez con más intensidad. Yo seguía inquieta, preguntándome qué extraño fenómeno provocaba esas imágenes, y cavilando sobre estas cuestiones conseguí quedarme de nuevo dormida. Cuando mi compañero volvió al dormitorio me desvelé por unos instantes y pude ver que el símbolo rojo seguía en la pared, cada vez más pequeño y difuminado. Mi compañero no preguntó nada, aunque se le notaba asustado, y yo tampoco le expliqué lo que acababa de suceder. Sólo esperé a que la luz desapareciera para no volver a verla nunca, ya que quizá eso significaría que yo ya no estaba en peligro y que, por lo tanto, no necesitaba ser bendecida.

03 diciembre 2008

Del terrible dolor ocular

Un pueblo tranquilo y apacible; un día soleado y un agradable clima con una buena compañía. Las montañas recortaban el cielo como si de afiladas cuchillas se tratasen, y el imponente castillo medieval seguía lleno de vida a pesar de todos los siglos que corrían por sus piedras. Los preparativos para la fiesta estaban ya en marcha, y carruajes tirados por caballos se mezclaban con coches último modelo mientras la calle principal era despejada de transeúntes y vallada. Un equipo de operarios se afanaba por limpiar el lodazal que la fuerte tormenta de la noche anterior había creado a ambos lados del camino. Nosotros, en una posición privilegiada tras un muro, observábamos tranquilamente el devenir de los hechos cuando entonces noté algo en mi ojo izquierdo.

Me quité las gafas y froté suavemente el párpado para luego abrirlo y cerrarlo diversas veces con la esperanza de que el lacrimal funcionara y arrastrara con su agua el molesto objeto que se había introducido en mi ojo. Pensé que se trataría de alguna pestaña inquieta y demasiado pegadiza, y tras varios intentos sin éxito el malestar no remitía. Parecía que se había colocado en la parte superior del ojo cuando lo abría, aunque el dolor se trasladaba a la parte inferior cuando lo cerraba. El caso es que de ninguna manera podía librarme de tan aguda molestia, de modo que le pedí a uno de mis acompañantes que por favor le echara un vistazo a ver si podía detectar algo. Su cara me asustó mucho, y más todavía cuando me dijo, alejándose de mí poco a poco:

– Quizá deberías verlo por ti misma…

Nunca he sabido si poseo una alta tolerancia al dolor o si por el contrario es muy baja; desconozco dónde está mi límite, y aunque estaba nerviosa por lo molesto de un objeto en un ojo no podía creer que realmente fuera algo tan grave. Como mucho se me ocurrió que podía tratarse de un grano de arena. Saqué torpemente un pequeño espejo de mi bolso y me lo puse frente al ojo, y entonces los vi.

Cuatro pequeñas tachuelas para tapicería se encontraban clavadas en la parte blanca del ojo, cercana al lacrimal.

– ¿Qué mierda es esto? –pregunté en casi un susurro.

Miré a mi acompañante con cara de extrañeza. ¿Qué pasaría si sacaba las tachuelas? Probablemente me provocarían unas heridas por las que el líquido de mi globo ocular se iría escapando poco a poco. Sin contar, por supuesto, el terrible miedo a una infección que me dejara ciega. Pero me armé de valor y acerqué mis uñas a una de las tachuelas. Poco a poco estiré mientras observaba cómo el globo ocular se deformaba arrastrado por el pequeño objeto. En ese momento sólo notaba una cierta molestia. En cuanto pude retirar la primera de las tachuelas me di cuenta de cómo mi pulso se había acelerado. Estaba sudando y respiraba con rapidez. Tiré la tachuela al suelo y, cogiendo aire, repetí el proceso con las tres restantes. El dolor remitía a medida que las iba retirando. Mi acompañante se había alejado de mí y estaba vomitando cerca de un muro.

La última tachuela fue la que más trabajo me dio. Quizá porque yo creía que ya le había cogido práctica a retirarlas, o porque la tensión acumulada empezaba a hacer mella, me costó horrores conseguir pinzar entre mis uñas el pequeño objeto punzante, y eso provocó que el dolor aumentara. Lo malo es que aquella maldita cosa se me había clavado con mucha fuerza en el ojo, por lo que era necesario tirar más de él y, en consecuencia, la herida se hacía cada vez más grande. Cada vez que tiraba y mi ojo se deformaba se me nublaba la vista, y cada vez que dejaba de tirar el ojo volvía a su estado normal pero cada vez más dolorido. Tras varios intentos y algunas increpancias nerviosas conseguí extraer la mayor parte de la tachuela. El ojo parecía pura gelatina pegajosa, y no quería soltar su presa. Seguí tirando firmemente sin amedrentarme hasta que al fin conseguí sacarla por completo. El dolor desapareció al instante, aunque del agujero provocado por la tachuela manaba un poco de líquido viscoso y amarillento. Seguí observando con la respiración contenida hasta que vi que la herida se cerraba por sí sola. Pestañeé varias veces, miré a mi alrededor, moví los ojos de un lado para otro hasta que la molestia remitió por completo. Al fin me había librado de aquel horrible dolor.

Me acerqué a mi acompañante para darle la buena noticia. Él parecía ya haberse recompuesto y se alegraba por mí. Pero de golpe me detuve en seco.

– Oh, no –susurré enfadada mientras volvía a sacar el espejito de mi bolso.

El dolor había vuelto a mi ojo. Primero pensé que debía tratarse de un traumatismo provocado por las tachuelas que acababa de retirar. Luego recé porque sólo fuese una pestaña. Pero cuando volví a mirarme en el espejo, lo que vi me dejó paralizada.

Una pajita se encontraba clavada justo en el centro de mi pupila. Sobresalía unos tres milímetros sobre la córnea, pero desconocía cuán profunda podía ser. Me molestaba mucho cuando intentaba cerrar el ojo, y el dolor era insoportable cuando lo movía. Sin poder evitarlo me eché a llorar, lo que hizo que el dolor aumentara. Como me temblaba demasiado el pulso decidí utilizar unas pequeñas pinzas para las cejas para intentar extraer el nuevo objeto. Mientras rebuscaba nerviosa en mi bolso me pregunté por primera vez cómo podían objetos tan extraños y grandes haberse colado en mi ojo sin yo darme cuenta. Pero como nada de lo que me estaba pasando tenía demasiado sentido, sólo me concentré en extraer la pajita lo antes posible.

Nunca me había fijado con tanta atención en mi propio ojo. Al observarlo de cerca en el espejo pude ver cómo se reflejaba en éste todo el entorno; cómo la pupila cambiaba de tamaño dependiendo de la luz, cómo las lágrimas le conferían un extraño aspecto vítreo a todo el globo ocular. Si presionaba ligeramente un párpado el ojo se desplazaba un poco de su sitio. Entonces me di cuenta de la fragilidad de este órgano que me ponía en contacto con el mundo exterior. No quería perderlo. Cuando conseguí coger firmemente la pajita con las pinzas empecé a tirar de ella, viendo con el otro ojo cómo la córnea se deformaba de nuevo, arrastrada por el pequeño objeto. El dolor era insoportable pero intenté no moverme e ir tirando suave pero firmemente; sin prisa pero sin pausa. No quería desgarrarme el ojo en un tirón nervioso. Cuando la pajita, de aproximadamente un centímetro de largo, salió por completo de la pupila, toda la córnea se contrajo dolorosamente y luego volvió a su estado normal tras un movimiento ondulante, como un caldo espeso en el que cae una gota de aceite. Volvió a salir líquido vítreo por la herida, amarillento y espeso, y un olor putrefacto llegó hasta mis fosas nasales. Pestañeé un par de veces y con un pañuelo limpié los restos de líquido. El dolor había vuelto a desaparecer.

Cada vez me encontraba más preocupada. Con toda seguridad debería ir al médico y explicarle lo que me había sucedido. Me perdería aquel maravilloso día por culpa de algo que los médicos no acabarían de creerse. Si volvía a encontrar otro objeto clavado en mi ojo, ¿debía extraerlo o acudir a urgencias para que los médicos pudiesen ver lo que pasaba? También podía hacerme fotos. Y mientras estaba inmersa en mis cavilaciones, el dolor volvió.

Lancé un insulto al viento. ¿Me estaban haciendo vudú? Volví a mirar mi ojo en el espejo, pero esta vez ya no estaba asustada, sino más bien enfadada. Empezaba a desesperarme. Tres alfileres se habían clavado en diversas partes de mi globo ocular. Volví a quitarlos, repitiendo los pasos que había hecho hasta entonces. Más tarde se me clavaron dos tachuelas y otra pajita. Luego una aguja de coser atravesada. A los pocos minutos de extraer un objeto aparecía otro. ¿Era mi destino vivir siempre con un objeto clavado en el ojo? ¿Debía aguantar durante años tan terrible molestia? La vida me estaba cambiando en ese preciso instante. Yo jamás volvería a ser la misma. El dolor me irritaría y acabaría con mi paciencia. El malestar me volvería irascible e insoportable. Ya no podría disfrutar de nada en la vida, puesto que el dolor ocuparía durante cada segundo toda mi atención. No me preocuparía más por mis amistades, por el dinero, por mi futuro. Sólo viviría para y por el dolor, retirando con esmero cada nuevo objeto que apareciese clavado en mi ojo, y mis amistades y familiares acabarían alejándose de mí, puesto que nadie podría aguantar mi compañía. Acabaría loca y encerrada en un manicomio, atada de pies y manos y soportando para siempre el dolor. Mi vida acababa en ese momento y empezaba el infierno.

Y ante la certeza de esos pensamientos, fue entonces cuando todo cambió y yo jamás volví a ser la misma.