15 octubre 2008

Las doce

Son las doce de la noche y no puedo dormir.

Hace tiempo que no consigo controlar mi horario de sueño. Echémosle la culpa al estrés, o a los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá a las pastillas que producen somnolencia durante el día e insomnio por la noche. Pero desde hace bastante tiempo siempre son las doce de la noche y nunca puedo dormir.

Enciendo el televisor con el volumen en un susurro. En algún canal darán alguna serie que me haga dormir, o al menos que me ayude a no sentirme tan sola mientras tengo los ojos cerrados. Programo el apagado automático para dentro de ciento veinte minutos. Espero haberme dormido antes. Lo malo es que puede pasar una hora y yo sólo he conseguido dar vueltas y más vueltas en la cama, ahora a la izquierda, ahora a la derecha, y entonces miro el temporizador y click! vuelvo a ponerlo a ciento veinte minutos. Como si el tiempo no hubiese pasado; de algún modo siguen siendo las doce de la noche y yo sigo sin poder dormir.

En las noches de verano también conecto el ventilador. Curiosamente el tiempo máximo del temporizador también es de ciento veinte minutos. Entonces programo televisor y ventilador, y automáticamente pienso: “¿Me despertará el ensordecedor silencio cuando ambas máquinas se detengan a la vez?”. Nunca me ha pasado, pero no puedo evitar hacerme siempre la misma pregunta. De hecho, creo que sería como cuando en una sala llena de ordenadores y con el aire acondicionado al máximo alguien estornuda y de golpe hay un apagón general. El silencio que se produce de repente es, me repito, ensordecedor. Como si alguien cogiera una cacerola y la golpeara junto a tu tímpano. O como cuando en una noche cualquiera no te despiertan ni el ladrido de los perros ni los truenos de una tormenta, pero sí el maldito zumbido de un minúsculo mosquito. Pero siguen siendo las doce de la noche, y yo sigo sin poder dormir.

A veces intento leer. Lo malo es que últimamente no me apetece demasiado leer, y el último libro que terminé (de un tirón, y a las dos y media de la madrugada) me hizo llorar y, la verdad, empiezo a estar cansada de llorar. Y miro mi estantería y veo los libros que me esperan ahí, pero todavía no es el momento. Me temo que es culpa del estrés, o de los cambios de horario producidos por el trabajo o por la falta de él, o quizá de las pastillas que te suben el ánimo pero que te rebajan el nivel de concentración. De cualquier modo siguen siendo las doce, como siempre, y no puedo ni leer ni dormir.

Lo malo de todo esto es el círculo vicioso que genera. Porque a la mañana siguiente no hay que madrugar, pero aun así uno se despierta relativamente temprano, y después de comer le coge ese sopor tan odiosamente agradable que lo empuja a dormir la siesta. Un par de horas o tres. Y al cabo de un rato vuelven a ser las doce. Y no hay quien duerma.

Pero a veces se produce un milagro (llámesele ciencia, química o drogas) y a las doce y cinco es posible conciliar el sueño. Pero ¡oh! Entonces vuelven las pesadillas. Cuanto más duermo más pesadillas tengo. Y se repiten. Puede que el entorno cambie, pero las personas suelen ser las mismas. Y las situaciones, las de siempre. Esas situaciones que me han quitado el sueño y que me persiguen cuando al final puedo dormir. Peleas, decepciones, gritos… Cuando no son las doce de la noche y puedo dormir, revivo situaciones dolorosas del día a día. Casi prefiero estar despierta; de cualquier modo esas situaciones siempre están en mi cabeza. Casi prefiero poder controlarlas. Casi prefiero no haberlas vivido. Casi prefiero no tener que pensar en ello.

El inconsciente es poderoso y traidor, pero hay que saber reconocer y entender las señales que ofrece. Por eso, a las doce de un día cualquiera, algo cambia y se toma una decisión. A veces las decisiones son borrosas y vagas como los sueños, o inquietantes y aterradoras como las pesadillas, y se quedan siempre flotando en ese etéreo que es nuestro pensamiento, tan lejos de la acción. Hasta que se decide tomar una decisión.

Ahora son las doce de la noche y sigo sin poder dormir, pero al menos ya no hay pesadillas. O no son tan recurrentes. Quizá se deba al estrés post-traumático, o puede que al síndrome de abstinencia de las pastillas de la felicidad, o tal vez a la seguridad y vértigo que ofrecen un millón de puertas cuando se abren y dejan pasar la luz. No lo sé todavía, pero pronto serán las doce de la noche y estaré durmiendo plácida y naturalmente hasta que el equilibrio vuelva. Hasta el momento en que las pesadillas se marchen y al fin los sueños vuelvan con fuerza...

11 octubre 2008

De un día de guerra

Un moderno avión de combate sobrevuela el frondoso bosque colindante a Ciudad. Ciudad es un mundo de máquinas y polución, un enorme laberinto de hormigón, acero y cristal monocromo que alberga en su interior todos los males del mundo, cual caja de Pandora sin abrir. Sus habitantes saben que hay guerra, pero la guerra queda lejos, allá donde crecen árboles milenarios que no les sirven para nada en su día a día. No les preocupa la destrucción del pulmón del planeta. Sólo quieren seguir comiendo basura y vendiendo sus vidas a cambio de dinero de plástico rígido. El resto no importa.

A lo lejos se divisan los Altos Picos, blancos gracias las fuertes nevadas del pasado invierno. La visión es espectacular: el azul radiante del cielo recortando los montes y las piedras, y a sus pies un gigantesco mar ondulado de miles de verdes. Es hermoso.

El avión despierta a la muchacha. Supone que se trata de un Vigilante. El enemigo no osaría volar tan bajo. Ha pasado la noche allí, en el gigantesco edificio abandonado, tras haber realizado la entrega para la que se la contrató. Ahora espera órdenes.

La chica se despereza con calma, aunque nunca está tranquila. No debe bajar la guardia. Recuerda con todo lujo de detalles la intensa jornada anterior: cómo se adentró en aquella frondosa jungla para llegar a pies del enorme edificio. Su misión era llegar a la azotea sin ser vista, y su camuflaje termo-óptico se lo puso sencillo. Cuando consiguió alcanzar su objetivo depositó el maletín negro en la marca que se había señalado. Una vez realizada la entrega recibió órdenes de mantenerse a la espera y pasar la noche oculta en la segunda planta de la construcción semi derruida. Para no ser descubierta, la muchacha no se despojó de sus ropas negras y se acostó cerca de uno de los enormes ventanales, con su rifle cerca de su cuerpo. El único calor que podía llegar a sentir era el de la pólvora.

A los pocos minutos de despertar recibe las nuevas órdenes. Un equipo especial de apoyo se reunirá con ella en las instalaciones para sacarla de allí. Al parecer las cosas se están poniendo bastante feas cerca de la frontera, y a pesar de que la zona parece ser segura, algún detalle ha puesto nerviosos a sus superiores. ¿Una emboscada, quizá? Aunque entrenada para las operaciones de sigilo, la muchacha sabe aprovechar cualquier ocasión para entrar en combate. Le gusta mucho esa sensación de la adrenalina recorriendo su cuerpo y la capacidad de reacción que posee ante cualquier situación de peligro. Nunca falla, nunca se equivoca. Siempre toma la decisión correcta en el momento oportuno. Por eso ella es demasiado valiosa como para perderla en una misión rutinaria.

El avión cambia el rumbo y se dirige a la azotea. Allí se detiene sin parar los motores. Se escuchan pasos rápidos y sonidos metálicos. Al instante entran cinco personas en la gigantesca sala en la que se encuentra la mujer. El avión inicia su despegue y se marcha.

Uno de los hombres se deshace del aparatoso casco que cubre su cara. Sudando, mira a la chica.

– La zona es segura, pero no por mucho tiempo. Hay que salir de aquí.

Ella lo mira desconfiada. No se fía del trabajo en equipo; no le gustan los espías.

– ¿Cuándo? –pregunta tranquila.

– En unas horas. Te avisaremos cuando esté todo preparado.

– ¿Quién os envía? ¿Es él? –vuelve a preguntar la muchacha clavando sus oscuros ojos en los del hombre, azules como el cielo sobre sus cabezas.

– Sí –responde el hombre, muy seguro de sí mismo. La mira unos instantes y continúa:– Nuestra misión es asegurarnos de que llegas sana y salva a Ciudad.

Ella suelta una risita descarada.

– No necesito ayuda, gracias. –Acto seguido se da la vuelta y se dirige a la posición en la que ha estado durmiendo. Pero el hombre la sigue y le coge de un brazo. Ella no tiene intención de pelear, al menos de momento, por lo que se gira con calma.

– Mira, nuestras órdenes son esas y vamos a cumplirlas, ¿entendido? –escupe sin miramientos. Tiene el ceño fruncido, pero su mirada refleja respeto.

– Entendido –responde ella sin perder los nervios. De todos modos está alerta. Es la primera vez en muchos años que le envían refuerzos sin haberlos solicitado o que no se le dan órdenes de manera directa. ¿Ir a Ciudad? Intentará ponerse en contacto con su superior para pedir explicaciones.

El resto de soldados han recorrido y asegurado el perímetro, pese a todas las trampas que ha colocado la muchacha. Ahora cada uno ocupa una esquina de la planta. No se pierden de vista, pero ella hace como si no estuvieran allí. Se prepara algo de comer y duerme un poco más. Ellos siguen vigilando, incluso cuando cae la noche. Preparan turnos de vigilancia. Y así pasan las horas hasta que se hace de día.

De repente se oye a lo lejos el motor de un enorme tanque. La chica coge sus prismáticos y observa: el enemigo debe haber cruzado ya la frontera. Aunque duda que consigan localizarlos, sí verán el enorme edificio y seguramente decidirán entrar para inspeccionarlo y quizá quedarse en él.

– Mierda –susurra. Se levanta y mira a los soldados. El hombre de ojos azules la mira y le da una señal. Ella asiente mientras él se comunica por radio con la central para informar de su situación. Pero ella siempre ha preferido el trabajo en solitario, de modo que no piensa quedarse escondida esperando atacar al enemigo por la espalda. Le gusta mostrarse ante el rival y hacer de la lucha un juego limpio y en igualdad de condiciones. Por eso se mueve rápidamente hacia su mochila y empieza a preparar su armamento cerca de la ventana. El hombre de ojos azules le hace más señas para que se esconda, pero ella lo ignora. Cuando al fin divisan el tanque, todos esperan inmóviles.

El tanque marrón avanza lentamente por el camino de tierra que lleva hasta el edificio. Cuando uno de los enemigos desciende del mismo, la muchacha entra en acción sin pensárselo dos veces, obligando al resto a hacer lo mismo. Puede escuchar a la perfección un grito a sus espaldas. “¡Mierda!”, está gritando el hombre mientras da nuevas órdenes a su equipo. Entre los sonidos de cristales rotos que provoca la colisión de una bala contra el ventanal se pueden oír también los gritos de alerta del enemigo. Saben que hay alguien que busca pelea.

La mujer dispara sin piedad y acaba con tres de los soldados enemigos. Otros ocho aguardan en el tanque, que mueve despacio su gigantesco fusil hacia la ventana rota. Pero la mujer es más rápida y ha previsto esta situación; ella y el resto de hombres, todos atados por la cintura con un arnés, se lanzan sin pensarlo sobre la pesada máquina y ella coloca una potente bomba lapa en uno de los costados. Su pelo lacio y negro se mueve con violencia con cada uno de los bruscos pero certeros movimientos de la chica.

– ¡Vamos, todo el mundo arriba! ¡Ya! –chilla tras accionar un botón que recoge el cable y la devuelve a la ventana. Los cinco hombres la imitan pero uno de ellos es alcanzado en una pierna por una bala enemiga. La bomba lapa estalla y la onda expansiva lo empuja hacia una viga de hormigón, en la que rebota con fuerza. El cable consigue recogerlo antes de que el fuego lo engulla, pero está gravemente herido.

– ¿Te has vuelto loca? –le grita de nuevo el hombre de ojos azules–. ¡Has puesto en peligro a todo mi equipo!

Ella no aparta su ojo derecho de la mirilla telescópica de su arma mientras le responde con calma:

– Dime, ¿cuántas bajas enemigas habéis conseguido vosotros cinco? –Y sonríe.

– ¡Me da lo mismo! ¡Nos han enviado aquí para protegerte y ahora tengo a un hombre malherido!

– No pienso discutir contigo. Pero tampoco os necesito.

Y dicho esto le lanza una bolsa negra a los pies. Él la recoge y se la tiende a uno de sus soldados, que se apresura en abrirla y extraer todo lo necesario para ayudar a su compañero herido: gasas, alcohol de quemar, inyecciones de antibióticos de amplio espectro y un bisturí. A ella no le perturban en absoluto los gritos de dolor del soldado. Probablemente tendrán que cortarle la pierna si el equipo de rescate no llega a tiempo. O quizá se le encharque antes un pulmón debido a una costilla rota. Pero no es su problema.

Entonces recibe una llamada en su comunicador. Es la coronel.

– Tienes que largarte de ahí. Ya hemos enviado un coche que recogerá a los otros cinco. No confiamos en la seguridad de la zona, de modo que ese coche hará de señuelo. Tú deberás pasar de largo del coche y seguir por el camino de tierra hasta que encuentres otro vehículo. No deberás preocuparte por nada; tenemos a todo un equipo de hombres especializados en misiones de este tipo que te estarán vigilando vayas a donde vayas.

– Espero que estén más especializados que éstos –responde ella mirando de reojo al soldado caído–. ¿Cuánto tardáis?

– La estimación es de seis minutos y medio. Cierro la línea. Por favor, cuídate.

Luego, silencio.

El hombre de ojos azules parece haber sido informado también de las nuevas órdenes. Por un instante se miran y el mundo parece paralizarse. Luego ella recoge todas sus cosas y roba algo de munición al soldado caído. Le da un par de golpes en el hombro y le susurra al oído:

– Te pondrás bien.

Y sigue mirando por la ventana, y durante cuatro minutos y veinte segundos observa la belleza del bosque que se extiende ante sus ojos. Se pregunta cómo es posible que exista algo tan terrible como la guerra en un mundo tan bello. Es difícil creer que a unos pocos kilómetros de distancia se yergue la mayor urbe del mundo; un bosque muy distinto a éste, y más peligroso aún. Entonces ve aparecer el coche blindado por el camino. Entre dos hombres han llevado al soldado herido a la azotea, donde supuestamente será recogido por un helicóptero de rescate. Bajan todos por la ventana y cuando se acercan al coche ni siquiera se despiden. Ella sigue corriendo por el camino de tierra.

Corre tres kilómetros hasta que aminora la marcha. No se oye ningún sonido extraño, pero tampoco ve ningún coche. Sigue caminando completamente alerta. Empieza a atardecer y no quiere quedarse sin luz. Las sombras se alargan hasta que llega a una avenida de diez carriles. Escondida entre la maleza, observa los modernos vehículos ir y venir, ajenos a todo conflicto bélico. Ajenos a una agente en misión especial que los observa desde la cuneta. Ajenos a cualquier problema que vaya más allá de sus cuadradas y miserables vidas.

Un vehículo negro, similar al anterior, aminora la marcha. Ella mira y al instante corre hacia el asiento del copiloto. Ya está a salvo.

El conductor es un hombre negro, de aproximadamente dos metros de altura. Sus gafas de sol ocultan sus ojos y su cabeza desnuda brilla con el sudor.

– Bienvenida –le dice con voz grave y una media sonrisa indicadora de satisfacción.

– Ya pensaba que no vendríais a por mí. Tengo hambre.

– En la parte de atrás hay comida caliente. Un par de perritos y pizza; no es demasiado. Lo siento.

– Ya me sirve –responde ella mientras se gira a por la comida.

La autopista es larga y no hay demasiado tráfico a esas horas. A los veinte minutos la muchacha ha comido y se siente descansada. El paisaje se mueve veloz a través de las ventanas y las figuras se deforman y pierden su color lentamente a medida que el sol cae. Ella cierra los ojos y piensa que parece mentira que esa misma mañana haya acabado con la vida de diez hombres. Ahí dentro, arropada por el calor de una persona a su lado y por la comida, tiene la sensación de haber tenido un mal sueño; la guerra no va con ella, no tiene ni idea de qué va, y jamás ha sido agente especial. Ahora sólo se dirige a casa a dormir y a seguir haciendo una vida normal. Despertar por la mañana y…

Tal pensamiento le produce vértigo, y un suspiro sale de su boca cuando abre los ojos y se incorpora en el asiento.

– Te quedaste dormida. ¿Una pesadilla? –pregunta el hombre con pinta de gángster.

Ella no responde. No puede imaginarse el vacío al que se enfrentaría de tener una vida normal. No sabría qué hacer. Mira por la ventanilla y ve que el tráfico ha aumentado. A lo lejos se dibuja el artificial horizonte de Ciudad.

– Estamos llegando –le informa él.

A medida que se acercan a Ciudad el tráfico se vuelve cada vez más denso y todas las arterias principales de la urbe sufren continuas retenciones. Ellos se dirigen a la zona Oeste, tal y como les indica el GPRS del vehículo. Cuando se detienen ante un semáforo en rojo el hombre se quita el cinturón.

– Tengo que dejarte. A partir de ahora conduces tú. En cuanto el semáforo se ponga en verde recibirás una llamada con las indicaciones de tu destino. Tienes preparado un alojamiento. Ha sido un placer. Cuídate y llega a vieja, ¿querrás? –y dicho esto, se baja las gafas de sol y le guiña el ojo.

Sale del coche y ella se mueve al asiento del piloto mientras ve cómo el gigantesco hombre se aleja perdido entre la multitud que está cruzando el paso de peatones. Luego mira el volante y por un momento tiene la sensación de no poder conducir aquel vehículo de última generación. Quizá se deba a que hace demasiado tiempo que no pilota un turismo, por muy militarmente preparado que éste esté. O quizá es una duda mucho más interna; por un momento piensa en que nunca sabe qué va a hacer hasta recibir órdenes. Siempre esperando, siempre cumpliendo. Cuando el semáforo se pone en verde y el comunicador comienza a sonar, ella espera unos segundos antes de responder, mientras se imagina a sí misma entrando en cualquier habitación de cualquier hotel, metiéndose en cualquier cama y durmiendo como cualquier persona normal para despertar por la mañana y...

05 octubre 2008

De las marcas de sogas en mi cuerpo

No puede ser cierto. En el fondo sigo sin poder creer lo que están viendo mis ojos. ¿Por qué tengo todas estas marcas sobre mi piel?

Llevo ya unos días así. Al principio pensé que quizá se me estaban marcando las sábanas en las piernas o la goma de pelo en la muñeca, pero ese tipo de señales no duran todo un día, ¿cierto? Y no sólo no se van, sino que cada vez hay más. Empiezo a estar asustada.

El primer día desperté con unas ligeras molestias en las muñecas y los tobillos. Apenas recordaba lo que había soñado, pero estaba convencida de que había visto sogas. Había estado atada de manos y pies. Me sentía inquieta, por lo que con toda seguridad había sido una pesadilla; me había estado pasando algo malo. Cuando salí de mi cama y me dirigí al baño me froté las muñecas y, como el malestar no cesaba, las miré. Unas marcas oscuras cuales tatuajes me desvelaron por completo. El corazón se me aceleró cuando decidí mirar mis tobillos, y me quedé paralizada cuando vi que las mismas marcas aparecían también en esa zona.

Por un momento pensé que seguía soñando o que estaba teniendo alucinaciones. Intenté olvidarme de lo que acababa de ver a medida que el malestar remitía; me lavé la cara y los dientes, me di una ducha y me vestí con manga larga. Pensaba que si ocultaba las marcas éstas desaparecerían. Estaba muy equivocada.

Al día siguiente volví a despertar con malestar en muñecas y tobillos, pero éste era más agudo que el día anterior. Asustada, miré y vi que las señales se habían duplicado. No podía creer lo que veían mis ojos. Más tarde ese día comenté con un amigo lo que me estaba pasando y le mostré las marcas. Su mirada fue tan expresiva que no necesité que dijera nada: parecía que una maldición había caído sobre mí. Me quedé helada y la angustia se apoderó de mí, congelando mi cogote y durmiendo mis extremidades. Quise llorar pero no pude. Siempre se ha dicho que la esperanza es lo último que se pierde, pero lo que más dolor me causaba era no poder librarme de la maldita esperanza; mi mente, cual gato enjaulado, buscaba desesperada alguna explicación, alguna salida, aun sabiendo que éstas no existían.

Con cada día que ha pasado, una nueva marca ha aparecido. Ahora tengo los brazos completamente oscurecidos por las marcas, al igual que las piernas. Incluso han aparecido otras dos alrededor de mi cuello y en mi cintura. Ya no me molesto en esconder mi maldición, y casi me he acostumbrado a las miradas de lástima, pena e impotencia de la gente que me ve. Imagino que queda poco para el final.

La gente está sorprendida. No entienden por qué me tiene que pasar esto a mí. Lo que quizá más me preocupa y me provoca una sensación horrorosa de vértigo es que parece que todo el mundo sabe lo que me está pasando y cuál será mi final. Todos menos yo. Es como si todo el mundo supiese que los tres reyes magos no existen y yo siguiera creyendo en ellos. O como si fuese la única persona en todo el planeta que no sabe quién es Caperucita Roja. Un secreto a voces del cual nunca se ha hablado, ni en la privacidad del hogar ni en programas basura a altas horas de la noche. Y me siento muy ofendida.

Ofendida porque nadie me ha hablado de eso nunca. Ofendida y muy, muy enfadada porque, aunque la gente me muestra mucho apoyo, nadie quiere contarme nada. Parece como si fuera a contagiarles. ¿Qué sabrán ellos? Seguramente a ninguno le tocará pasar por lo que yo estoy pasando. Sí, les doy lástima, pero al mismo tiempo tienen miedo. Miedo a ser los siguientes o a que sea capaz de vengarme, como en cualquier película japonesa de terror. De hecho sé que tienen ganas de que me vaya de una vez por todas, e intuyo por sus miradas y gestos que debe faltar poco, para así poder volver a sus tranquilas vidas mientras esconden la cabeza ante la evidencia de que la maldición existe, de que es muy real. Y seguirán viviendo atemorizados durante muchos años intentando convencerse de que son felices y de que poseen el control sobre todas las cosas de su vida. Pero cada vez que duerman su subconsciente despertará y les recordará que el peligro sigue ahí, por mucho que lo ignoren y que hagan ver que no existe.

En cierto modo me siento aliviada e incluso orgullosa de mi situación. Porque al menos sé a lo que me estoy enfrentando. Bueno, no lo sé del todo porque como ya he dicho nadie quiere hablar del tema; pero al menos no viviré continuamente con la sensación de “¿Seré la siguiente? ¿Me sucederá a mí algún día?”. La maldición ya está aquí, en mi propio cuerpo, esperando que éste se pudra para adueñarse de mi alma. Y por otro lado también pienso que al menos durante mi corta vida no he estado sufriendo a escondidas. Bendita ignorancia. Un día no lo sabes, y al día siguiente lo tienes que aceptar. Rápido, certero, sin confusiones, sin eternas esperas. Lo que ves es lo que hay, te guste o no.

Cierto, estoy muy asustada. Básicamente nunca me ha gustado sufrir. Muchas veces y como el resto de las personas (y quien diga lo contrario, se miente a sí mismo) he imaginado cómo será morir. No me refiero al modo de morir (muerte natural, larga enfermedad, accidente, etc). No; me llama mucho más la atención el momento exacto en el que el cuerpo deja de funcionar y libera el alma. Esa fracción de tiempo inexistente que tanto cambia la vida a los demás. Y visto así tengo la suerte de saber con toda certeza que me queda poco para averiguarlo, y que una vez lo sepa entonces seré yo quien posea el secreto que nadie sabe, y quien quiera preguntarme no obtendrá la respuesta deseada.

Supongo que es la rabia la que me hace hablar así. Nunca he querido morir. Muchas veces tampoco he sabido qué hacer con mi vida. Pero no quiero morir. Más que nada por la cantidad de cosas que me quedan por vivir y ver. Bueno, quién sabe, quizá desde el lugar en el que esté (porque habiendo una maldición, imagino que habrá algún lugar al que ir después) podré seguir observando. Tampoco me preocupa. Sólo me preocupa el sufrimiento.

Es curioso cómo los sentimientos van cambiando lentamente a medida que pasan los días. Primero me asusté muchísimo y más tarde me desesperé; también pasé por la fase de negación, por la de depresión y tristeza, y ahora mismo estoy en la fase de rabia. Rabia en concreto; nada de rabia esparcida sin sentido. Rabia hacia todas esas personas que sabían algo que yo no sabía. Rabia y enfado e ira por haber sido tan ridículamente estúpida que ya no sé si la gente me mira con pena por mi nefasto destino o por haber sido tan ridículamente estúpida. Y eso me saca de mis casillas.

Las marcas ya no duelen, pero la visión sigue siendo horrible. Mi piel está cada vez más oscurecida y algunos lunares sangran, tal y como harían al contacto de una soga. Todo el mundo mira y hace ver que no ve. Todos quieren negar lo evidente y seguir haciendo sus vidas, y sé que se sienten aliviados porque no les ha tocado a ellos. Perdonad, pero es cuestión de puntos de vista. Ya lo he explicado más arriba.

Supongo que el momento no tardará en llegar. Me espera una mujer vestida con un kimono blanco y con el pelo negro y lacio cayendo sobre sus hombros. Lleva un enorme lazo rojo en la cintura, y camina con la cabeza agachada, por lo que no puedo ver su rostro, aunque sus manos indican una palidez casi espectral. Y a su alrededor sólo hay niebla oscura y caótica, en la que parecen dibujarse otros tantos brazos grises, desnudos y sin vida que vienen a buscarme. No sé qué le he hecho, pero ese es mi destino, y quizá lo que para todos es una maldición se convierta en algo que ningún humano todavía ha podido imaginar. Pero en cualquier caso esta maldición me ha abierto los ojos ante la hipocresía, el egoísmo y la falsedad de las personas. Y una vez descubierto eso, espero con los brazos abiertos a que la mujer venga a buscarme y termine con el sacrificio que empezó.

01 octubre 2008

Del zoológico invisible

Hace un año me fue mostrado un lugar secreto. Lo cierto es que no recuerdo si lo encontré yo o si alguien me dio alguna pista para encontrarlo; quizá fueron ambas cosas las que me permitieron ver donde la gente solía mirar sin interés.

Entre las paradas de Plaça de Sants y Hostafrancs, de la línea roja del Metro de Barcelona, allí donde todavía hoy se sigue construyendo la parada de Mercat Nou, sólo hay hueco para hormigoneras, grúas y demás material de construcción. Un paraje yermo y triste por el que pasan convoyes cada tres minutos, llenos de gente que sólo se mira a los pies o al ombligo.

Me dirigía yo al trabajo una mañana que amenazaba tormenta cuando, como siempre, quise observar por la ventana. Y entonces lo vi: una especie de túnel acuoso tapaba todo el solar, y tras sus paredes azuladas se podía entrever un micromundo lleno de vida y de colores. Una multitud de gente entraba y salía del recinto, dándole un toque de centro comercial al mismo. Yo miré a mi alrededor para ver si alguien más había reparado en la construcción, pero dentro del vagón la gente seguía impasible como cada día, con sus caras amargadas, tristes, somnolientas o simplemente abstraídas. Algunas personas también miraban hacia el exterior, pero nadie parecía haberse percatado de ese cambio. Imagino que uno debe tener la mente libre y abierta para que este lugar mágico le sea revelado.

Como no acababa de creer lo que estaba viendo, durante unos días continué con mi rutina, mirando siempre por la ventana cuando llegaba a ese tramo de la línea de metro para comprobar que aquello no era una ilusión óptica. Lo malo es que no tenía a nadie con quien compartirla o a quien mostrar mi secreto; seguro que si lo explicaba en el trabajo me tomarían por loca (esta vez demasiado en serio). Pero una mañana un hombre sentado delante de mí me miró sonriendo cuando notó que yo observaba impresionada lo que nadie más podía ver.

– Me alegra que puedas verlo –me dijo el hombre.

Yo lo miré de reojo y me quité los cascos, que siempre me acompañaban en cualquier trayecto. Le pregunté desconfiada:

– ¿Perdone?

– Que me alegra que puedas verlo –me respondió él sin dejar de sonreírme. Yo me puse ligeramente nerviosa.

– ¿Ver el qué? –pregunté para defenderme ante ese posible lunático. Aunque ¿quién estaba siendo más lunático de los dos?

– Pues el zoológico invisible –susurró a mi oído tras acercarse unos centímetros.

– ¿Usted…? –comencé yo titubeante–, ¿usted también lo ve? ¿Esa especie de construcción acuática? Parece una piscina transparente; es como si el agua se sostuviera por arte de magia en el aire.

El hombre soltó una suave carcajada de satisfacción que me dejó ligeramente perpleja, aunque me tranquilizó bastante. Me quedó claro que no se trataba de una visión.

– Jovencita –me dijo–, te aconsejo que lo visites y, si puedes, lleva contigo a alguien de confianza. Cuando hayan acabado de construir la parada de Mercat Nou este lugar se trasladará a algún otro sitio, y sería una pena que te lo perdieras antes de que eso ocurra. –Y dicho esto se acomodó en su asiento, cruzó los brazos sobre su pecho e hizo como si me ignorara, como si esa conversación no hubiese tenido lugar.

Pero a mí esa corta conversación con un extraño me había convencido; iba a hacer caso a ese hombre. Avisaría a mi mejor amiga y a un compañero de trabajo, y me los llevaría a ambos a ese supuesto zoológico. Lo principal era asegurarse de que ellos también podían verlo.

De modo que un día quedamos los tres y los llevé caminando desde la estación de Plaça de Sants hasta las obras de Mercat Nou. Yo ya les había explicado que allí había algo que poca gente podía ver, y aunque ambos eran personas bastante escépticas me dieron una oportunidad. Me alegré mucho al ver la cara de sorpresa de mi amiga cuando, a medida que nos acercábamos al gigantesco solar, se aparecía ante sus ojos el inmenso cubo de agua. Mi compañero, en cambio, parecía defraudado consigo mismo al no poder ver nada.

Mi amiga y yo le convencimos de que la construcción era real y que debía esforzarse un poco más para verla. Mientras tanto buscamos algún lugar que nos llevara hacia la entrada. Cuando llegamos a uno de los laterales del cubo se me ocurrió tocar su superficie, a pesar de las advertencias de mi amiga.

– Realmente parece agua, aunque algo más densa –les dije cuando rocé con mis dedos ese extraño material–. Pero fijaos, puedo introducir mi mano sin que se moje. –Aquello pareció despertar el sexto sentido de mi compañero, que dio un respingo para después susurrar:

– Tenéis razón.

Entonces nos dimos cuenta de que girando a nuestra derecha se encontraba la entrada al recinto, ya que de ahí salía bastante gente y otras personas, sobretodo parejas, desaparecían por ese lado. Cuando llegamos allí vimos los tornos y la taquilla en la que comprar las entradas.

– Aprovechamos, ¿no? –dije yo con entusiasmo. Y me hice con tres entradas.

Aunque desde fuera el recinto parecía un cubo grande pero no demasiado alto, enseguida nos dimos cuenta de que éste tenía varios pisos de altura y que se adentraba en un túnel oscuro, en el que con toda probabilidad se guardarían los trenes para ser reparados o almacenados. El líquido del que parecía estar construido el cubo se mantenía abierto en forma de puerta para permitir la entrada y salida de las personas. El primer piso, donde nos encontrábamos, parecía un enorme supermercado abarrotado de objetos, con la salvedad de que en este caso lo que allí se exponía eran animales de todo tipo. En uno de los pasillos se mostraban gigantescas estanterías repletas de jaulas de cristal con multitud de reptiles en su interior, desde la más simple de las lagartijas hasta la más peligrosa de las serpientes. En el pasillo de al lado se encontraban los insectos: arañas de todas las especies, hormigas, cucarachas, mariposas y polillas, escarabajos y un largo etcétera. Más al fondo comenzaba la sección de mamíferos, desde los más pequeños como perros o gatos hasta enormes osos, tigres y panteras.

Subimos a la segunda planta, en la que encontramos los pájaros. Sin entender muy bien cómo, todo tipo de plantas y árboles crecían sobre un suelo de madera vieja, y las aves volaban tranquilas y mansas entre sus ramas. Aunque no había ninguna separación visible entre cada especie, los animales no se mezclaban: los alegres periquitos y canarios tenían su lugar, así como las cacatúas y cotorras; un poco más lejos, cóndores, águilas y buitres se mostraban en todo su esplendor. También pudimos ver algunos pavos reales y avestruces, algún que otro kiwi e incluso pollas de agua.

– ¿Cóooomo? –dijo mi amiga sin parar de reírse cuando dije el nombre de ese ave.

– ¡No es broma! –le dije–. Las pollas de agua son animales parecidos a gallinas, les cuesta mucho volar y viven cerca de costas y humedales. ¡De algo me tenía que servir la colección de tarjetas de animales que me compró mi madre cuando era pequeña, tía! –añadí riéndome.

Mi compañero, que no solía hablar demasiado a no ser que se le realizara alguna pregunta concreta, sonrió ante tan absurda conversación. Seguimos caminando hasta que llegamos a las escaleras que llevaban al tercer piso.

En esta ocasión se podían comprar todo tipo de utensilios y enseres para el cuidado y cría de cualquier especie viviente. Para los menos atrevidos existía una amplia gama de merchandising como carteras para ir al colegio, estuches y monederos, tazas para el café o infusiones, entre otros objetos más típicos de una tienda de todo a un euro. Encontré las escaleras que subían hasta el cuarto piso, y a pesar de que se estaba haciendo tarde decidimos subir. Mi amiga y mi compañero parecían haber hecho buenas migas y desde hacía un rato no paraban de hablar. Cuando les grité desde las escaleras si subían conmigo o no, sólo recibí un “Ves tirando, ya iremos” que me decepcionó bastante.

Como era lógico, faltaban los animales marinos. Delfines, todo tipo de peces de agua dulce y salada, ballenas, focas y tantos otros convivían en unas gigantescas piscinas. El lugar era precioso y estaba muy iluminado; ni los más selectos balnearios podían competir con aquellas increíbles instalaciones. Pasadas un par de piscinas abiertas, en las que estaba permitido tocar a los animales, había un par de tiendas de regalos. Una muchacha vestida de rojo se acercó a donde yo me encontraba para informarme de que, si me apetecía, podía subir al piso de arriba a tomar un baño, a lo que no tardé en responder afirmativamente.

Cuando subí al último piso me encontré con una pequeña piscina oscura en la que sólo había una chica de aproximadamente mi edad. La habitación me recordó vagamente a la piscina de mi gimnasio de barrio. Había mucho vapor y el ambiente era demasiado cálido y agobiante. A la chica no le pareció demasiado bien verme aparecer por allí, ya que frunció el ceño en cuanto le dije hola. Tenía el semblante enfadado y de repente me dijo:

– No deberían haberte dejado pasar. ¡No deberían! Estoy harta de no estar nunca tranquila.

No me dio tiempo a responderle, puesto que me giró la cara y se zambulló en el agua. Mi sorpresa fue enorme cuando me di cuenta de que una sirena acababa de hablarme.

Al parecer la muchacha que me había guiado hasta allí debió de haber oído la corta conversación, puesto que apareció por el pasillo a los pocos segundos y me pidió disculpas.

– Lo sentimos muchísimo –me decía–, normalmente está de buen humor, pero lo mejor es que ahora la dejemos en paz.

Cuando volvimos a la planta de animales acuáticos allí se encontraban mis dos compañeros. No había demasiada gente en aquel lugar, y mientras mi amiga y yo íbamos a comprar algún detalle como recuerdo de aquel magnífico y extraño zoológico, mi compañero se perdía entre las distintas piscinas y charcas, observando cada especie como si fuese la primera vez que la veía.

Mi amiga y yo, no sé muy bien por qué, discutimos acerca de lo que debíamos comprar, por lo que finalmente salimos sin haber gastado un euro, yo pidiéndole disculpas al joven empleado de la tienda y asegurándole que volveríamos después. (Tengo que añadir aquí que, aunque fuera sola, yo iba a volver, ya que el chico me había llamado mucho la atención). Entonces vimos entrar a un hombre muy atractivo que, tras hablar con la muchacha del puesto de información, se dirigió con paso firme hacia una de las piscinas en forma de laguna para luego meterse en el agua.

¿Estaba permitido hacer eso? Mis dos acompañantes ya estaban bastante aburridos del lugar, por lo que mientras yo observaba maravillada lo que sucedía en esa laguna ellos decidían marcharse. Yo les pedí que por favor se quedasen cinco minutos más; al fin y al cabo había sido yo quien les había mostrado aquel extraño lugar, y me lo debían. Mientras ellos se decidían pude ver cómo el hombre se acababa de convertir en un pequeño tiburón. Completamente perpleja, le pregunté a la muchacha de información de qué iba todo eso.

– Cada uno de nosotros tenemos nuestro afín acuático –me explicó con su sonrisa bien ensayada–. En realidad tenemos varios afines, y el agua de estas piscinas permite a quien lo desee convertirse en su afín y disfrutar de lo que ese cambio conlleva.

– ¿Hay algún requisito específico para poder probarlo? –le pregunté yo.
– Sí –respondió ella de manera automática–. Si se tiene algo de fobia al agua, lógicamente lo mejor es no intentarlo. También se deben cumplir ciertos requisitos en cuanto a estatura y peso, ante todo para los más pequeños y la gente de la tercera edad. Pero por tu constitución y la de tus amigos no vais a tener ningún problema.

– ¡Eh! –grité a mis dos acompañantes, que se giraron a la vez–, voy a meterme en una de las piscinas, ¿queréis verlo?

Mi amiga me miró algo nerviosa:

– La verdad, no sé si es buena idea… Y además se me está haciendo tarde… Debería irme.

– A mí también se me está haciendo tarde –agregó mi compañero–. Creo que vamos a ir saliendo.

– Bueno –respondí ligeramente enfadada–, esperadme abajo si queréis.

Mi amiga se desapareció por las escaleras, pero mi compañero se quedó deambulando cerca de donde yo me encontraba.

“Bien, veamos cuál es mi afín acuático”, pensé. Y justo antes de introducirme en el agua, el tiburón que había sido un hombre me habló:

– ¡No te lo pienses! ¡Esto es increíble!

Y así lo hice, y me convertí en un pececillo tropical de brillantes colores. De repente me encontraba nadando bajo el agua sin necesidad de aire y respirando con normalidad (para un pez, se entiende), e incluso podía hacer acrobacias y saltar de una piscina a otra. La sensación de libertad era tal que quise quedarme allí, pero no sola. Asomé mi cabecita por encima de la superficie y llamé a mi compañero:

– ¡Prueba esto!

– Creo que paso… –me dijo tras mirarme atentamente unos segundos. Y dicho eso me dio la espalda y desapareció sin más. “Ya hablaré con él cuando le vea”, pensé para mis adentros. Y seguí nadando y jugando, y aunque al cabo de un rato me pregunté si al salir del agua estaría desnuda, pensé que lo mejor es no darle mayor importancia; ya me preocuparía cuando tuviese que volver.

Entraron un par de personas más en el agua; una chica se convirtió en una foca y el chico en un pez manta. Me pregunté si eso tenía alguna explicación o relación psicológica, pero ya me informaría más tarde. Tras nadar y jugar un rato con ellos decidí salir del agua. Estaba seca y vestida. Y muy satisfecha por haber vivido esa experiencia,

En la planta inferior, donde se vendían todos los regalos y souvenirs, me encontré a mis dos acompañantes, que me habían estado esperando. Yo seguía ligeramente enfadada con ellos, pero no pude evitar explicarles lo que había vivido. Y aunque no dejaban de mirar sus respectivos relojes me prometieron que volveríamos otro día. Me supo mal que no compartieran mi entusiasmo, pero ¿qué podía hacerle? Y así abandonamos el edificio.

Desde ese día espero volver a encontrarme a aquél hombre que me habló del zoológico en el metro y que me animó a visitarlo, pero desgraciadamente no lo he podido localizar. Quiero darle las gracias por haber compartido su conocimiento conmigo y por haberme ayudado a disfrutar de tan hermoso lugar. De todos modos, desde hace un tiempo me he fijado que el cubo de agua se está diluyendo, como si fuera un fantasma que poco a poco va desapareciendo. Imagino que es a causa del avance de las obras; cada vez con más frecuencia lo traspasan sin saberlo multitud de camiones y de obreros. Me gustaría saber en qué lugar aparecerá cuando se vaya de aquí, pero siempre me quedará la satisfacción de saber que he sido una privilegiada al haberlo descubierto. Y por favor, cuando paséis por Mercat Nou, intentad abrir vuestras mentes y quizá podáis ver el zoológico invisible; si lo conseguís, ¡no dudéis en entrar!