07 febrero 2007

Del maquillaje y un encuentro no deseado

Hay una muchacha en mi barrio que no pasa desapercibida, o eso dicen. Se llama S, siempre viste de negro, y su larga y rizada melena castaña le llega por la cintura y resalta su piel pálida. Lleva botas de suela alta, pero nunca tacones, ya que dice que le gusta pisar con fuerza y poder salir corriendo en caso de ser necesario. Siempre viste igual, y lleva una cruz al cuello. Rara vez se la ve sin sus cascos, y como siempre va concentrada en su música, nunca saluda a los vecinos, pero no creáis que lo hace a propósito; simplemente no os ve. Y si os ve, os saludará con una cálida sonrisa, pues aunque en su interior una pelotita negra y sucia la acompaña en su soledad, en el exterior irradía una luz blanca, y como le dijeron una vez, únicamente le faltan las alas para ser un ángel...

Si la conocéis más allá de la simple apariencia, veréis que también es bella en su interior, pero que su cabecita da miles de vueltas y le lleva a veces por el camino más amargo. Y ésta es la historia de una tarde en la que decidió cambiar todo aquello en lo que se había convertido, su imagen externa, y de cómo no pudo conseguirlo.

Cansada de llevar siempre el mismo color, cansada de sus ojos pequeños y sus ojeras cada vez más pronunciadas, y ante todo, cansada de oír siempre la misma frase: "Siempre de negro, con lo guapa que estarías vistiendo de otro modo, ¿te acuerdas de aquella vez que te maquilló tu jefa? Estabas preciosa...", quiso probar suerte, quiso cambiar, y para ello tenía que aprender, y para aprender debía practicar, y podía empezar comprando algo básico: el maquillaje.

De modo que se enfundó en su abrigo negro y empezó a subir la calle de su casa en dirección a una tienda especializada, donde pediría, aún no sabía muy bien cómo, consejo y precios. Nadie conocía sus intenciones, pues nunca había hablado de ello, y en realidad ni siquiera sabía si llegaría a atreverse a cambiar, pues pasaría a seguir siendo protagonista aunque no lo quisiera de los comentarios y las preguntas y, quizá, las burlas de todos aquellos que la conocían. Y mientras sopesaba en una balanza mental los pros y los contras de tan impulsiva elección, una vecina del barrio la detuvo: delgada, alta y rubia, de profundos ojos azules y pómulos perfectos, representa su idea a la perfección; exuberante, muy maquillada y con ropa a la última de multitud de colores y miles de complementos, llama la atención por donde va. Y pensó: "No quiero ser como ella, pero algo puedo aprender...".

La chica rubia la invitó a una fiesta en un local cercano. S dudó durante un momento, y quizá el miedo al cambio que se iba a producir en ella y un pequeño porcentaje de indecisión la empujaron a aceptar la oferta. De modo que cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia la derecha, para entrar en un edificio de seis plantas lleno de locales y discotecas. No se trata de un ambiente al que S esté acostumbrada, pero nunca le ha importado visitar lugares nuevos y conocer distintos ambientes: eso le permite, como ella siempre dice, tener más opciones donde elegir y saber dónde se quiere estar.

Aunque desde el exterior el edificio parece un bloque de viviendas más, en su interior alberga vida, fiesta y estilo. Todos los locales dan a un gigantesco patio interior de forma ovalada, y hay escaleras y ascensores en cada punto cardinal. Las paredes están pintadas de intensos colores rojos, verdes y amarillos, y al lado de las barandillas de cristal se alinean sofás de piel granate y plantas de plástico que alegran la vista. La luz amarilla y blanca parece provenir de todas partes, de modo que a uno le parece estar al aire libre y al mismo tiempo bajo tierra.

A esa hora no había demasiada gente (no serían más de las cinco de la tarde), y aunque el volumen de la música era muy alto se respiraba tranquilidad. Quinceañeros con aire chulesco caminaban de aquí para allá, pavoneándose y mirando a las jovencitas que pasaban en grupos riéndose y cacareando como gallinas. S destacaba ante tanto color, y tenía la ligera sensación de ser una mota de ceniza en un enorme arco iris, pero eso no le importaba. Prefería pasar como un borrón oscuro por la vida a pertenecer a la masa uniforme de la sociedad. Y aún así, sentía envidia.

Sentadas en uno de los sofás, ambas muchachas, cual día y noche, observaban a su alrededor, hasta que la chica rubia le pidió entrar en uno de los locales. "Tendremos que subir las escaleras, pero está realmente bien, y dudo que la música te desagrade. Bueno, lo cierto es que tú nunca has tenido demasiado problema con la música". S accedió, y juntas subieron a la tercera planta, y justo cuando se dirigían hacia la discoteca, llegaron ellos.

Cinco chicos que rondaban la treintena, vestidos de blanco y con cadenas de oro al cuello, entraron en el edificio con armas blancas y ganas de pelea. Comenzaron a gritar, y aunque la gente intentaba no mirarles, ellos pegaban a cualquiera que pasara por su lado, y rompieron las plantas y los sofás y las barandillas de cristal, y las lunas de los locales y las mesas de las terrazas. S y su compañera, desde el piso de arriba, no podían creer lo que estaban viendo, y aunque S mantuvo la calma en todo momento, su amiga se puso muy nerviosa y salió corriendo sin mirar atrás. Y S se encontró sola y quieta, rodeada de gritos, golpes y gente corriendo, y decidió salir de allí tranquilamente.

Murió gente en esa tarde, según le dijeron. La gente que ella había visto tan feliz, con sus niñerías y sus sueños de adolescente, estaban perdiendo la vida ante sus propios ojos, pero ella apreciaba demasiado la suya propia como para intentar salvar a nadie, de modo que empezó a caminar despreocupada hacia las escaleras y luego hacia el pasillo que la conduciría a la salida. Y a medio camino se cruzó con el que parecía el cabecilla del grupo, y él la miró a los ojos y gruñó, y ella se quedó parada y le devolvió la mirada y una sonrisa, y entonces él soltó un bufido y siguió su camino. De este modo S pudo escapar de aquel infierno.

Cuando salió a la calle, se sintió muy sola. Unos metros más adelante se encontraba su compañera, quien le dijo riendo que quería volver dentro pero otro día, y que ahora podían ir a otro sitio. "No", respondió S serenamente, "hoy ya no, ya he perdido bastante tiempo". Y dándole la espalda, prosiguió su camino.

Y aunque en ningún momento S temió por su vida ni perdió la calma, la fuerza de su idea inicial se había enfriado, y caminando y escuchando música llegó a un centro comercial. "Bien", pensó, "aquí seguro que tienen algo que me pueda ser de ayuda". Entró en el primero de los dos edificios bajos del complejo, y pasó al lado de ropas y libros y discos, y luego subió unas escaleras y se detuvo a observar artículos para el hogar. "¿Qué hago mirando esto?", pensó, y tras chafardear en un rincón algunos platos de plástico de colores, marcos para fotos y plumeros, y sin encontrar la sección de perfumería, sintió ganas de sentarse a descansar.

El centro comercial cuenta con una cafetería en su azotea, cubierta de mesas, sillas y toldos blancos. Empezaba a oscurecer, aunque las nubes se habían disipado un poco, pero la temperatura era agradable. Sólo le apetecía una taza de chocolate caliente y pensar.

Y allí estaba él. Al principio no quiso creerlo, y luego deseó huir, pero su orgullo la controlaba en ese momento, de modo que irguió su cabeza y una máscara de inexpresividad cruzó su rostro, y se sintió altiva y fuerte ante aquél que había destruido su familia.

Él se acercó a su mesa sorteando sillas y personas, con una mueca en forma de sonrisa y con paso decidido, y le dio dos besos. "¡Cuanto tiempo, S! ¿Cómo estás? ¿Qué tal todo?". S sintió algo similar a una arcada, o quizá fuese ira contenida o violencia demasiado tiempo controlada, y con una sonrisa fría como el hielo respondió: "Bien, gracias, pasé por momentos jodidos gracias a tí pero eso ya forma parte del pasado". S pudo observar mientras él sentaba sus cincuenta años de vida en la silla de delante que realmente se alegraba de verla. "Y dime, ¿cómo están tus padres? ¿Tu madre está bien?".

S quiso gritar. Tenía tantas cosas que decirle, tantas, que todas se agolpaban en su garganta formando un tapón que le impedía hablar. Quería chillarle a la cara lo cabrón que había sido; quería preguntarle cómo había podido, qué había pensado cada vez que besaba a su madre cuando su padre no miraba; quería entender por qué un día desapareció cobardemente del mapa, dejando a su madre en el baño con una cuchilla en las manos. Quería explicarle la sensación de miedo morboso que se apoderaba de ella cada vez que veía un coche de bomberos; quería hablarle de su padre llorando sobre la cama de matrimonio que él había visitado tantas veces. Quería confesarle que ella siempre lo había sabido todo, que desde niña jamás le gustó su mirada, y que cuando sólo quedó esperanza y ésta se desvaneció con una confesión, todo el mundo a su alrededor se tambaleó y entonces ella dejó de creer en muchas cosas. Quería insultarle y escupirle en la cara, quería odiarle, necesitaba odiarle; deseaba encontrar el modo de pasarle toda la rabia, toda la impotencia y la angustia y el odio y la tristeza que había sentido, pero su cuerpo no reaccionaba, y allí se encontraba ella, mirando fríamente y respondiendo: "Está espléndida; todo nos va muy bien".

"Mentirosa de mierda", pensó para sus adentros.

Él la miró curioso, y alzando una ceja sonrió. "Me alegro". S le devolvió la mirada por un instante, y entonces tuvo la sensación de estar hablando con un fantasma del pasado, más joven y más vital; el fantasma de aquellas vacaciones en un pueblo con mar, cuando todo eran suposiciones y sólo había una familia feliz con un amigo de toda la vida.

"Toda la vida. Toda mi infancia y mi adolescencia. Maldita sea".

"Cuéntame, ¿qué haces ahora? Siempre has sido muy inteligente, seguro que todo te va genial. Sabes que siempre me has gustado; creo que nací demasiado pronto". Ella no pudo soportarlo, y al fin su cuerpo reaccionó y, sin abandonar su característica calma en situaciones violentas, se levantó, dejó un billete sobre la mesa y le respondió: "No quiero volver a verte jamás. Déjanos en paz". No podía decirle más, no podía herirle de ningún modo más que con su indiferencia, y ni siquiera ésta era un arma eficaz. Él era indestructible. Y ella se sentía tan impotente...

Y bajó las escaleras hasta la calle, llorando, y nunca miró atrás, aunque sabía que él la observaba desde la azotea, y comenzó a caminar en dirección a la estación de tren, y no quiso volver a su casa. Y su madre la llamó al móvil, pero S no quiso hablar con ella, porque ella tenía la misma culpa que él; S sólo quería olvidar.

Y mientras el cielo oscurecía y nubarrones cada vez mas grises invadían el cielo amenazando tormenta, una solitaria paloma observó desde el cielo la oscura figura de S, siempre vestida de negro y sin maquillaje, con botas de suela alta pero jamás de tacón (porque, como ella siempre dice, le gusta pisar fuerte y poder salir corriendo si es necesario), caminar con la cabeza gacha hacia ningún lugar.

04 febrero 2007

De mis viajes a Venecia

He visitado Venecia en multitud de ocasiones, y en ninguna de ellas he podido aburrirme o dejar de descubrir algo nuevo.

Venecia es una ciudad pequeña, aunque hermosa, y si se sabe mirar sin ojos de turista puede mostrarnos muchos secretos. Por eso, mi primer viaje fue de lo más normal: cinco días sin parar, caminando de un lado para otro, intentando retener en mi retina y en el papel todo lo que me rodeaba. Muchas fotos, muchas risas, mucho calor, mucho prosciutto e melone, y un muy buen recuerdo.

Las otras veces, en cambio, fueron ligeramente distintas.

En una de ellas, sólo fui un par de días. A Venecia se puede llegar desde el aeropuerto de Marco Polo en Mestre de múltiples formas: una línea de autocar especial, el tren, que deja cerca de Ponte di Scalzi, en barco o en la lanzadera. Esa vez, opté por esta última: un corto impulso bajo un raíl rojo en forma de arcoiris en un asiento para una persona, y de repente, ahí estaba, pisando Tre Ponti, en una mañana de sol con niebla y una fresca y agradable temperatura, rodeada de venecianos y algún que otro turista despistado.

La Piazzale Roma, a la derecha llegando desde la carretera, era amplia y estaba desierta. Cogí mi bolsa de viaje y me dirigí un poco más a la derecha, donde se erigía un bajo edificio con una entrada pequeña y oscura: ese sería mi hotel para esa noche. Al entrar, vi que no había nada en el interior: sólo cuatro paredes sucias y oscuras, una mesa de recepción solitaria y destartalada, una planta medio muerta en un rincón a mi izquierda, y un sofá verde esmeralda lleno de polvo. En la parte más alejada de la habitación se podían intuir unas escaleras, por donde más tarde (mucho más tarde) apareció una vieja mujer que me dijo que sólo podía venir para dormir, y que ahora tenía que irme.

¿Habéis disfrutado alguna vez de un icono turístico sin gente y calor? Es algo hermoso. Me conocía todas las calles y puentes de Venecia, todos sus canales y sus escondrijos, y de algún modo y sin saber cómo, siempre acababa en un lugar nuevo. Y de vez en cuando me encontraba con algún conocido.

En esa ocasión, por ejemplo, yo había llegado sola a la isla, pero al poco rato llegaron mis padres, que aunque habían decidido venir por su cuenta, parecían no querer separarme de mí. Pero por suerte les convencí para que tomaran la ruta típicamente turista por el norte de la ciudad, con sus tiendas y su gentío, y que luego cogieran el vaporetto hasta la Piazza San Marco para visitar la Basílica y luego el maravilloso Palacio Ducal. De modo que cuando al fin conseguí que cruzaran el puente más cercano, me metí por una callejuela y caminé sin rumbo, con una sensación cada vez más intensa de querer comprar algo. Pero ¿el qué?

Hay algunas cosas en esta vida que no pueden evitarse: el nacimiento, la muerte, el hambre o la sed, y la plaga de las modas. Porque llegué a una plazoleta sin forma definida, apartada de los canales y el agua, y allí estaba, en el barrio de Santa Croce, una tienda de artículos góticos: cruces y calaveras, murciélagos, corpiños de piel y de látex, anillos y piercings y diseños de tatuajes de lo más macabro, guantes y medias de rejilla, símbolos satánicos y de locura. Pero opté por entrar, porque buscaba un objeto en especial, algo que me ayudase a destacar entre tanta parafernalia. Y de repente me encontré con mi mejor amigo y su novia, ambos diciéndome que estaban allí porque esa tienda estaba muy bien. Sinceramente, debo decir que me sentí ligeramente decepcionada: ¿no podía ir a ningún sitio sin que me persiguiera todo lo mundano que intentaba dejar atrás? Pero al menos nos echamos unas risas, me probé algo de ropa, y finalmente me fui con una cruz de plata sencilla al cuello (cruz que en otra ocasión, me preguntaría un camarero de la Piazza San Marco: "¿Es gótica?", pregunta ante la cual yo me quedaría sin palabras y sólo respondería un tímido "No sé"). Lo cierto es que fue como pasar la tarde con unos amigos en cualquier otro lugar del mundo, una tranquila tarde de otoño o primavera sin nada mejor que hacer...

Venecia de noche es muy hermosa, también, si se sabe a ciencia cierta que va a ser posible salir de ella. Si no me equivoco, fue precisamente en ese viaje cuando casi no consigo volver a casa. De hecho, llegaba ya tres horas tarde al aeropuerto: el avión salía a las siete, y ya eran casi las diez de la noche cuando comencé a caminar hacia tierra firme. Porque una vez habíamos salido de la tienda de artículos góticos, no se muy bien por qué, mi mejor amigo y su novia se pelearon y tuvieron que irse, y me dejaron caminando sola por la Fondamenta Nuove, en la zona de Cannaregio, con la Isola di S. Michele y su cementerio de fondo. No había nadie más en la calle: sólo algún que otro tenderete aquí y allá, y el suelo y las paredes en blancas, y el agua azul y verde. Y yo miraba los tenderetes, pero no encontré ninguna máscara veneciana, de modo que opté por comprar una cartera de Marilyn Manson para mi novio. Y lo cierto es que el tiempo se me fue de las manos, o me engañó con sus sucias artimañas, porque cuando me di cuenta estaba llamando a mis padres diciendo que había perdido el avión y que no sabía cuándo podría regresar, ni dónde dormiría ni qué cenaría. Pero me puse en camino al aeropuerto, perdiéndome en los cambios de luces del atardecer: primero ese color amarillo del enorme sol cerca del horizonte, más tarde el anaranjado del ocaso, luego el lila del anochecer, y al final el más oscuro negro de la noche. Y sin saber cómo, estaba caminando por la cuneta de una autopista, con multitud de coches corriendo a mi izquierda y hierbajos marrones a mi derecha. Pero aunque había perdido el avión, sólo tenía ganas de llegar al aeropuerto, comprar otro billete, embarcar, y de vuelta a casa.

Quizá el momento más peligroso que he vivido en esa ciudad es cuando me ahogué en uno de sus canales de agua sucia y lodo. Fue durante otro viaje, en invierno; se hacía pronto de noche y las calles estaban llenas de luces cálidas, toldos granates y verde oscuro, gente y música. En esa ocasión, encontré una tienda de antigüedades en el Campo San Stefano, en San Marco, pasado el Ponte Accademia. Era un lugar enorme, cálido y a rebosar de objetos de lo más curioso: desde las típicas plumas de cristal de Murano hasta elefantes y animales exóticos tallados en piedra, pipas hindús, alfombras voladoras, libros antiguos y pesados, inciensos y piedras preciosas. Los dueños de la tienda, una pareja de abuelos que hablaban un perfecto español, me guiaron por todos los objetos que poseían, y quise comprarlo todo, porque todo era muy bello y de algún modo mágico, pero yo únicamente buscaba un regalo para mi padre, y opté por una elegante plumilla anaranjada con detalles de oro en un hermoso estuche azul oscuro grabado en madera lacada.

Al salir de la tienda, me dejé llevar por la alegría del ambiente: música de violines, gritos y risas, fuegos artificiales y niños correteando de un lado para otro. En la entrada a cada restaurante encontré globos de luz rojos típicamente chinos, y en sus terrazas, la gente comía y bebía sin preocupación, ataviada de las más singulares formas: trajes de época, ropas medievales, armaduras de soldado de todas las épocas, trajes de negocios... Era como si el tiempo y el espacio hubiesen ido a parar allí y el resto de cosas no existiera. Caminé siempre a lo largo de los canales, viendo las góndolas festivas y las lanchas privadas pasar, y yo también reía y disfrutaba del ambiente. Y con esa despreocupación quise tocar el agua de los canales, y bajé por unas escaleras cubiertas de musgo verde sólo para ver reflejada mi cara en el agua, y entonces caí.

El agua estaba tibia y mis ropas pesaban y me hundían. Es curioso, porque siempre me he preguntado qué hay bajo las oscuras aguas de los canales de Venecia: lodo, y más abajo del lodo, secretos que ahora sólo yo conocería, si me mantenía con vida suficiente tiempo. Y aunque siempre creí que los canales no serían demasiado hondos, me di cuenta de que realmente eran muy poco profundos, y cuando toqué sus arenas movedizas, miré hacia arriba y pude ver que la fiesta seguía y que nadie se había dado cuenta de lo que me estaba sucediendo. Y aunque no podía respirar, me sentí muy tranquila, porque no quería subir a la superficie: me gustaba estar allí abajo, en los cimientos de la ciudad, tocando su más antigua historia, sintiendo la presencia de ella a mi alrededor, y me pregunté dónde estarían todos los cuerpos que allí abajo habrían llegado a parar, pero no quise despertar a los muertos, y caminé de puntillas por encima de ellos...

En ninguno de esos viajes llegué a visitar las playas del Lido, aunque siempre quise observar el Adriático y guardarme un poquito de arena en una bolsita. Y hace una semana, en mi última visita a la ciudad, pude acercarme un poquito más y vi sus blancas costas y la inmensidad azul del mar, pero no pude llegar a ella, porque yo estaba al otro lado y me era imposible cruzar, y aunque podía dar un pequeño salto, no era lo correcto. Unos metros tan cerca, y unos centímetros demasiado lejos.

Volveré a Venecia, estoy convencida, porque tiene algo que yo no he visto y que debo descubrir, y porque tiene algo que sólo yo he visto y que me susurra al oído...