03 marzo 2007

De los perros y la torre oscura

A los trece años tuve que tomar la primera elección importante de mi vida, y cuanta más información recibía menos sabía qué camino elegir. "De esta decisión depende vuestro futuro", nos decían los profesores. "Elegid bien, pues aunque después decidáis cambiar habréis perdido el tiempo", no se cansaban de repetirnos.

En ese momento, cuando aún existía la EGB, el BUP y el COU, y cuando las dos únicas posibilidades eran BUP y su orientación universitaria o Formación Profesional y el salto al mundo laboral, tres tipos de personas se presentaron ante mis ojos: por un lado, aquellos que lo tenían muy claro y que sabían perfectamente qué hacer con su vida; por otro, aquellos a los que no les importaba qué elegir, porque odiaban estudiar o porque no se les daba bien; y por último, el grupo al que yo pertenecía, el de la gente que no sabía qué hacer y que se dejó guiar por los consejos de los adultos.

Pero para ayudarnos (en teoría) en nuestra elección, se programaron una serie de tests psicotécnicos y de conocimientos a partir de cuyos resultados nos indicarían, como si fuéramos ganado, qué debíamos hacer. Los tests empezaban a las siete de una fría tarde de invierno, y estuvimos encerrados en el aula unas dos horas mirando series gráficas y numéricas, recordando nombres de autores y respondiendo preguntas claramente estúpidas del tipo "¿Qué prefieres ser, un águila que sobrevuela el mundo o una foca en la playa rodeada de un montón de focas?" (por dios, ¿por qué nunca ponen la opción "Depende"? Depende de por donde vuele el águila y hacia dónde se dirija, y depende de la playa y las focas, y depende del entorno y del estado de ánimo y de otro montón de factores que no podemos controlar...).

Al terminar los tests, la profesora, una mujer de unos cuarenta años muy inteligente y muy amargada, guardó todos los papeles en su cartera de piel marrón claro y nos indicó que podíamos irnos. Pero cuando empezamos a levantarnos de nuestros asientos entró otro de nuestros profesores, un adulto depresivo y sin autoridad que se había convertido en el hazmerreír de todos los alumnos. Con ademanes nerviosos nos indicó que no nos moviéramos de donde estábamos, mientras tras él entraba otro profesor que, para gracia o desgracia del anterior, consiguió captar nuestra atención y explicarnos qué sucedía: no podíamos irnos, ya que el exterior de las aulas era peligroso. Aun sin darnos más datos, su contundente voz nos convenció de que debíamos hacerle caso, y siguiendo sus indicaciones apagamos la luz y nos quedamos en la más absoluta oscuridad de la noche, asustados y callados, deseando obtener respuestas e irnos a casa.

Yo siempre me sentaba al lado de la ventana, y aunque ya era noche cerrada y todas las luces del colegio habían sido apagadas pude observar en el patio las figuras de decenas de perros que vagaban en busca de comida. Vi entonces que eran perros hambrientos y famélicos, sucios y enfermos: algunos cojeaban, otros tenían cicatrices por todo el cuerpo, y parecían rabiosos. Entonces, sin acabar de creérmelo, vi que cuando encontraban los restos de un bocadillo en la basura se producía una fiera pelea que, a veces, dejaba a alguno de los animales inerte en el suelo. Al preguntarle al profesor qué era aquello, éste me indicó en susurros que no osara mediar palabra. Los otros alumnos que se sentaban al lado de la ventana explicaron a sus compañeros más cercanos lo que sucedía, y pude ver el pánico contenido en sus miradas, pero no dijeron nada. Y en silencio pudimos escuchar los gruñidos y ladridos de las fieras, y sus pisadas y sus fosas nasales oliendo y buscando, y otros sonidos que preferí no visualizar.

Pasaba el tiempo y nadie venía a por nosotros, y lo que al principio fue curiosidad acabó convirtiéndose en una extraña urgencia por investigar de dónde habían salido esos perros hambrientos y, como si de la protagonista de una novela para adolescentes me tratara, me pregunté si sería capaz de controlarlos y retenerlos mientras el resto de la clase salía por la puerta. Sabía que tenía que existir algún modo, y el tedio estaba acabando conmigo. Me levanté, y una de mis compañeras me cogió por el brazo y me dijo: "No lo hagas", pero los demás se me quedaron mirando, algunos con esperanza, otros con miedo. La profesora, que se había desplomado sobre su silla, me miraba con ojos ausentes y no intentó detenerme. El profesor había ido en busca de información hacía un rato, de modo que nada ni nadie me retenía, y finalmente salí por la puerta.

El colegio estaba desierto, y aunque no había luna ni estrellas la visibilidad era perfecta. Cuando bajé las escaleras y salí al patio todas las señales de violencia habían desaparecido: no había restos de comida ni cuerpos, y todo estaba en calma. Era como si todo lo que había visto desde mi ventana se hubiese esfumado, o quizá había estado mirando un patio distinto. Mientras dirigía mi mirada hacia las ventanas del aula, desde las cuales algunos alumnos me miraban, vi a dos compañeras aparecer por la misma puerta con paso decidido. "Vamos contigo, por si necesitas ayuda", me dijo una de ellas. Acto seguido me indicó que nuestras batas azules destacaban en la oscuridad de la noche y que seríamos presa fácil de los animales si no nos las quitábamos. La otra me miró como si esperara órdenes, y entonces les señalé que las tiraran a la papelera más cercana.

Atravesé el patio con paso decidido mientras mis dos compañeras esperaban atrás, y me dirigí hacia la entrada principal, cuyas escaleras de subida llevaban a las aulas de BUP y las de bajada al enorme comedor. Por un momento intenté recordar el suave color crema de las paredes y el gris gastado del suelo, ya que al mirar al edificio observé que éste había cambiado: me encontraba a la entrada de una alta y oscura torre circular y deforme, acabada en un destrozado pináculo y con pequeñas ventanas alargadas que me observaban, y me sentí amenazada. Y también sentí entonces mucho miedo, pero la curiosidad era más fuerte, y armada de un valor antes desconocido entré por la gigantesca puerta de hierro forjado y comencé a subir las estrechas escaleras de caracol, irregulares y polvorientas.

Aunque desde el exterior la torre me había parecido alta, desde su interior parecía no tener fin. Subí y subí sin parar, casi sin aliento, y con cada paso el espacio era más reducido, y cada poco rato miraba hacia abajo para ver únicamente un suelo negro y blanco que antes no estaba allí, como si de un irregular tablero de damas se tratase. Y cuando miraba hacia arriba veía una gigantesca campana dorada, cada vez más cerca pero siempre a la misma distancia. El camino era lento y difícil, y aunque sé que tardé muchísimo en llegar a lo alto de todo no recuerdo casi nada del trayecto, más que escalones y escalones y un extraño olor a humedad y polvo. Cuando finalmente llegué arriba la torre se había estrechado tanto que debía desplazarme agachada, y al mirar hacia abajo vi a mis dos compañeras que me miraban, y me di cuenta de que se habían puesto de nuevo sus batas, y en su mirada sólo había vacío y rabia, y entonces supe que había sido una encerrona: su sonrisa mientras subían los escalones y sus furtivas miradas a las ventanas a mis espaldas me alertaron... Bastaba un empujón para que todo terminase. Y la valentía que hasta entonces había sentido me abandonó por completo y la certeza de lo que me podía suceder me provocó pánico, y me quedé paralizada mientras mis compañeras subían las escaleras y me gritaban que no me moviera. Entonces vi que de la campana colgaba una gruesa soga por la que quizá podría bajar para encontrar un escondite, y al agarrarme a ella con fuerza la campana estalló con un sonido estridente y profundo, y mis compañeras gritaron...

No recuerdo qué sucedió después. Sólo sé que al día siguiente, o quizá al cabo de unas semanas, volví a la escuela con la sensación de haberlo soñado todo, y los alumnos y profesores ya no estaban preocupados y parecían no recordar nada. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, o quizá nada de aquello había sucedido. Pero a la hora de comer, cuando mis compañeras y yo nos dirigíamos hacia el comedor y observé las paredes de suave color crema y el gris del suelo desgastado, la inquietud me invadió y no quise entrar por la puerta...