29 enero 2008

De los pendientes y la gran tormenta

En nuestro país (desconozco si esto es igual en otros países) es costumbre poner pendientes a las niñas al poco de nacer. En mi caso no fue diferente, y hasta los catorce años llevé pendientes de todo tipo: de oro cuando era todavía un bebé, aros de plata cuando fui haciéndome mayor, e incluso estrellas, serpientes y arañas pequeñitas en la última época. Pero de tanto cambiar me hice daño en las perforaciones, y desde entonces no he soportado llevar nada en las orejas, por lo que poco a poco los agujeros se fueron haciendo pequeños hasta el punto de que creí que se habían cerrado.

Hace un mes y medio aproximadamente acudí a la tienda de una buena amiga mía, en la que vendía productos de esotería, aromaterapia, feng shui y todo aquello relacionado con el new age. Le dije que desde hacía un tiempo estaba pensando en volver a ponerme pendientes, y que me enseñara los que tenía. De modo que me sacó dos bandejas de medio metro de largo repletas de pendientes de distintas formas y tamaños, aunque todos seguían un patrón común: mi amiga, conocedora de mi pasión por los dragones orientales, había seleccionado aquellos que imitaran su forma o bien que llevaran algún carácter chino o japonés (que por otro lado yo disfrutaba traduciendo; "¡Mira! Éstos me gustan mucho, llevan el kanji japonés de sueño, yume", le decía con una sonrisa). Otros eran de piedra roja cilíndrica o circular, tallados con formas de dragones, fénix o simplemente cenefas orientales. Eran todos preciosos, y aunque muy parecidos entre sí, cada par tenía algo que los distinguía del resto, especialmente los de acero negro en forma de media luna, que llevaban inscripciones y dibujos. Pero lo que más me gustaba de ellos era que no parecían estridentes, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños: incluso los de piedra roja eran elegantes y discretos. Quedarían preciosos con un vestido y una bonita cadena al cuello, pensaba contenta.

Finalmente me decidí por tres pares distintos: unos dragones chinos de plata, algo alargados, unos de piedra cilíndrica roja, y unos de acero con el símbolo de sueño y dragón. Mi amiga no quiso cobrármelos: "Cuando te hayas abierto de nuevo las perforaciones y las tengas curadas, ya hablaremos. No puedo cobrarte por algo que todavía no puedes utilizar". De modo que los metió en una bolsita de tela que introdujo después en un sobre de papel, y me los entregó. Me levanté poco a poco del sofá negro y destartalado en el que había estado sentada (y entonces me di cuenta de lo desvencijado que estaba el local, en el que apenas entraba la luz del sol), aparté las bandejas y me despedí de mi amiga, dándole las gracias y prometiéndole que la llamaría para tomar un café.

Aún era pronto, de modo que se me ocurrió pasar a ver a una compañera de trabajo de la empresa en la que yo había trabajado durante algo más de cuatro años. Estaba por la zona y quedaba relativamente cerca de mi casa, por lo que podría pasar el resto de la tarde con mis antiguos compañeros, disfrutando egoístamente de los elogios de las muchachas que tanto me querían, y observando lo que había cambiado y lo que parecía inamovible en el tiempo y el espacio.

Me sorprendió notar lo oscuro que estaba el cielo: nubarrones del color de un televisor sintonizado en un canal muerto oprimían el ambiente, y la gente caminaba por la calle con los hombros caídos y la vista baja, como si soportaran el peso del firmamento sobre sus espaldas. Cielo, suelo y fachadas de edificios eran tan grises como los abrigos de esas gentes, y el resto de colores eran apagados y sin vida. Se avecinaba una increíble tormenta.

Llegué al portal del edificio en el que se encontraba la oficina. Era una entrada estrecha y oscura, con una antigua y pesada puerta de hierro negro y vidrio opaco, y los fluorescentes parpadearon como relámpagos antes de alumbrar la estancia con su luz blanca y fría. La pintura de las paredes del pasillo se desprendía debido a la humedad, y a cada paso una nubecita de escombros me empolvaba los pies. Subí dos pisos por una irregular escalera en la que apenas se veía nada, hasta que llegué a mi destino: una puerta de roble oscuro que estaba abierta de par en par. No se veía luz alguna en el interior.

Entré poco a poco, preguntándome cuánta gente habría trabajando a esas horas y si la persona a la que yo deseaba ver estaría allí también. Entré en el recibidor y giré a la derecha por un angosto pasillo hasta llegar a una pequeña habitación, toda a oscuras a excepción de las luces de dos ordenadores y una pequeña lámpara de sobremesa. El que fuera mi jefe estaba sentado en una silla de tela marrón, y mi compañera en una de color negro, casi codo con codo. Ambos se alegraron enormemente al verme, y me recibieron con abrazos, cafés y sonrisas. "¿Cómo va todo?", me preguntaba mi jefe, "aquí seguimos como siempre", continuaba. En mi fuero interno siempre había imaginado mi respuesta a una pregunta que nunca llegaba: "¿Qué te parece volver a trabajar con nosotros?". Tampoco la escuché ese día.

La habitación en la que ambos trabajaban estaba repleta de trastos: archivadores y carpetas a reventar, tarjetas de visita esparcidas por las mesas e incluso el suelo, piezas de armarios viejos en los rincones, y un sofá verde oscuro raído por el tiempo y el descuido. Se respiraba un ambiente ligeramente asfixiante y pesado, y el olor a ceniza empezaba a hacerse insoportable. Mi compañera, al ver mi cara de asombro ante tal desorden, se apresuró a despejar una silla negra y rota para que pudiera sentarme. Pero entonces su jefe se levantó y se despidió de mí, excusándose en una importante reunión a la que debía acudir. "Si te quedas por aquí, tal vez nos vemos cuando vuelva", me dijo. "Me quedaré", le respondí con una sonrisa. Él me miró con sus profundos ojos azules, una pequeña nota de color en la oscuridad gris que todo lo rodeaba, y en ese momento supe lo que estaba pensando: "¿Por qué sigues viniendo aquí? ¿Realmente nos tienes tanto cariño? No te pediremos que vuelvas, porque debes seguir tu vida, avanzando, madurando y consiguiendo nuevas metas. Aquí ya no hay sitio para ti, esto se te ha quedado pequeño". Y lo vi marcharse.

Estuve un rato charlando con mi amiga, poniéndola al día de todas las cosas que me habían pasado y de las que no habían llegado a pasar, y ella iba trabajando, respondiéndome con un "Qué me dices" e interrumpiéndome de vez en cuando para preguntar por algún detalle o darme su opinión. Le enseñé los pendientes, que le encantaron. Aproveché también para verbalizar mi sorpresa al ver el oscuro rincón en el que trabajaban. "Al menos tenemos balcón, y desde allí se ve la calle", me respondió ella, "pero hoy es un día raro, está todo muy oscuro, normalmente no es así". "Cierto", le respondí, "se avecina tormenta".

Y como si el cielo hubiese accedido a mis ruegos, un relámpago iluminó el mundo por unos breves instantes, y un trueno ensordecedor hizo que los cimientos y las paredes temblasen. "Vaya, ya ha comenzado", le dije con una sonrisa. "De verdad, me asustas a veces", me respondió ella. Luego, una llamada de teléfono, un ordenador que no funcionaba, y un favor que hacer: me puse manos a la obra, y de repente, mientras las calles se anegaban de agua plateada, me encontré trabajando, pues a cada tarea finalizada aparecía un nuevo problema por resolver. Finalmente mi amiga me recomendó que lo dejara todo y me fuera. "Si sigues así, te pedirán que vengas mañana, y pasado, y así hasta que quedes aquí encerrada. No te mereces esto. MA debe estar a punto de llegar; será mejor que no te lo cruces: ha llamado hace un rato y no parecía de buen humor". De modo que recogí mi abrigo y mi bolso y decidimos irnos juntas, ya que a ella, por un día y con la descomunal tormenta que caía, no quería quedarse trabajando hasta bien entrada la noche. "He oído la puerta de abajo", me dijo algo alterada. "Corre, sígueme, te llevaré por otra escalera y así no nos lo cruzaremos".

Pudimos llegar a mirar la escalera principal, y nos asustamos al ver el revuelo que se había levantado: una multitud salía a empujones de las oficinas del edificio, luchando por llegar a la salida, entre gritos, tirones y tropiezos. "¿Qué estará pasando?", me preguntó mi amiga con la voz temblando. "Debe ser la tormenta, la gente no está acostumbrada", respondí yo con cierta tranquilidad. "De verdad que nunca dejarás de sorprenderme", me espetó, y me guió hacia la escalera secundaria, en la que no había nadie. Durante el descenso aprovechó para llamar a su marido: "¿Puedes venir a buscarnos?", le dijo con cierta urgencia. Pero no era posible: al parecer las calles estaban inundadas y no se permitía la circulación de vehículos, excepto los autobuses, y el metro tampoco funcionaba. Ella me comunicó la noticia con cara de preocupación, pero le dije con calma: "Tranquila, cogeremos un autobús hasta mi casa, y de allí a la tuya no tendrás que caminar mucho. Si quieres te acompaño". Pero ella negó con la cabeza: "No, saliendo de aquí solo tengo que subir una avenida y llegar a casa, daría demasiada vuelta con el autobús". "¿Estarás bien?", le pregunté algo preocupada, pues conocía sus miedos a las tormentas y a la muchedumbre. "Sí, no pasa nada, me estarán esperando en el portal". Yo no llevaba paraguas y tenía un buen paseo hasta las paradas de autobús, pero no me importaba: siempre me había gustado la lluvia. Pero por otro lado, había confiado en poder disfrutar de ella en compañía; no me apetecía quedarme sola. Y eso me entristeció enormemente.

Al llegar a la entrada tuvimos que hacer grandes esfuerzos para llegar a la puerta principal. El gentío estaba completamente enloquecido, y el ensordecedor ruido del agua cayendo a ráfagas no conseguía sino excitarlo más. Todo estaba a oscuras y parecía noche cerrada, aunque una tenue luz brillaba con debilidad confiriendo al ambiente un cariz metálico y pegajoso. El agua bajaba a borbotones por las calles, los coches quedaban medio inundados, la gente hacía esfuerzos por caminar y entre sus gritos de prisa, pánico y estrés se oían a lo lejos las sirenas de las ambulancias y los coches de bomberos. Me despedí de mi compañera, que empezó a subir la calle bajo su paraguas negro, y yo le di la espalda y crucé la calle hasta llegar a un enorme paseo, en el que no había sitio para guarecerse. Me puse mi música, que siempre me acompañaba en momentos de melancolía y lluvia, y mientras el mundo no dejaba de moverse a mi alrededor hasta volverse borroso, yo me sentía quieta, en calma y sola, muy sola y única en el mundo. Miré hacia atrás, y vi los autobuses acercándose lentamente. "Creo que los dejaré pasar", pensé. Y le envié un mensaje a mi amiga: "Ya estoy en casa".