05 abril 2011

De una noche en Kailua (Oahu, Hawaii)

Esa noche me estaba costando mucho dormir. A pesar de haber sido un día agotador y de sentirme terriblemente cansada, había dormido tan sólo tres horas y mis ojos parecían no querer permanecer cerrados más de cinco minutos seguidos. Di vueltas en la cama durante dos horas más, repasando mentalmente todo lo que me había sucedido desde hacía unos días. Movía el pie inquietamente, cada vez más rápido, signo inequívoco de que para mi cuerpo esa no era la hora de dormir. Por la ventana se colaban los sonidos de las ramas de las palmeras mecidas por la suave brisa nocturna del Pacífico. Había luna llena; su luz se colaba por las rendijas de la persiana. La temperatura era perfecta. Pero yo no podía dormir.

Me levanté y me dirigí a la cocina, con mucho cuidado de no hacer ruido para no despertar a mis compañeros. Como aún no conocía bien la casa, tuve que caminar despacio y tanteando mi alrededor para no chocar contra nada. De hecho tardé bastante en encontrar el interruptor de la luz de la cocina. Abrí la nevera y me serví un vaso de agua bien fría. Eso pareció relajarme, pero seguía sin sueño.

Me entró hambre, así que cogí unas galletas de esas enormes con trocitos de chocolate, de las que sólo se ven en las películas y series americanas. También cogí una lata de café Mocca y un par de servilletas y me dirigí al patio trasero; si no podía dormir, esperaría el amanecer con calma.

Un estrecho camino unía el patio trasero con la pequeña piscina climatizada. Allí me dirigí sin necesidad de luz alguna; la luna parecía alumbrar más de lo normal en esa zona del Pacífico. “O quizá soy yo que estoy demasiado cansada”, pensé mientras me sentaba en la tumbona y abría la lata de café con mucho cuidado. Y me tumbé y observé el cielo estrellado, y me asombré de la claridad con la que podía ver la Vía Láctea, y entonces me di cuenta de la cantidad de años que hacía que no la veía, y eso me entristeció ligeramente porque me hacía pensar en el paso del tiempo, pero me alegró por el hecho de estar allí, en aquella parte del planeta, en aquel preciso instante, observando la luna y las estrellas. No quería que el tiempo pasara.

Lo cierto es que desconozco si me quedé dormida o no. Tengo un recuerdo borroso de hacerse de día, de ver a M (una de las otras tres personas con las que viajé) pasar hacia la piscina, de sentir una fina lluvia caer durante un breve lapso de tiempo, y de la noche volver a caer. Repito, no sé si fue un sueño o si realmente me quedé allí, paralizada en aquella tumbona, durante un día entero. Incluso creo recordar que mantuve una conversación con M, en la que hablamos sobre las personas y cómo nuevas situaciones hacen que éstas descubran algunas facetas y características de su personalidad que de otro modo habrían tardado más en conocer, y criticamos los pequeños y tontos detalles que nos habían molestado ese día, y también nos reímos de las situaciones ridículas y tremendamente graciosas que habíamos vivido. Y cuando volvió a ser de noche, salí de mi ensueño y decidí darme un chapuzón.

Así que me puse el bikini, me metí en la piscina y, haciendo el muerto, seguí observando la luna y las estrellas y la Vía Láctea, que se habían movido en el firmamento. El agua estaba templada y yo me encontraba completamente relajada. Pero en cuanto noté que los ojos se me cerraban, salí del agua y volví a acostarme en la tumbona, y de ese modo me quedé dormida.

Cuando desperté era plena mañana y hacía un sol cegador. Tras desperezarme busqué a mis compañeros por la casa pero sólo encontré una nota que decía que habían ido a la playa y que no sabían cuando iban a volver. Eso me sentó algo mal, ¿por qué no me habían despertado? O quizá me vieron dormir tan profundamente que no querían despertarme. “Bien”, pensé, “seguro que hay una forma de llegar a la misma playa a pie. Esto es Kailua, no es tan grande...”.

Pasamos tres semanas en la isla de Oahu, en Hawaii, y quizá os preguntéis por qué ahora hablo de una noche supuestamente insignificante y no de todas las anécdotas que nos sucedieron estando allí. Cuando queráis os puedo contar miles de historias, pero ahora simplemente me apetecía recordar esa noche tan extraña y borrosa, especial y única como el momento de mi vida y el lugar en el que me encontraba.

Una noche peculiar y maravillosa...

10 marzo 2011

De la Avenida del Ensanche y un (supuesto) secuestro

Habíamos quedado en un cruce de calles no muy lejos de mi casa. Yo había estado paseando por la ciudad, como suelo hacer cuando no tengo nada mejor que hacer y hay demasiadas horas vacías por delante, intentando localizar una tienda recomendada por alguien con quien había hablado aquella tarde. "Busca en la Avenida del Ensanche", me había dicho. Pero aunque el nombre me sonaba, no acababa de ubicar exactamente tal avenida. Me sentí bastante estúpida al pensar en lo estúpida que me sentiría al preguntarle a mi amigo. "Sé que queda hacia allí, pero ahora no sé si eso es Meridiana o no, ¿tú lo sabes?". Muy estúpida.

Llegué al cruce tres cuartos de hora antes de lo previsto, así que decidí dar una vuelta por los alrededores. Quizá encontraba la maldita Avenida del Ensanche. Me parecía raro que con ese nombre se encontrara cerca donde yo estaba, en una zona de calles de un solo carril, estrechos pasajes peatonales, edificios muy altos y peligrosamente torcidos, grandes aglomeraciones de gente y tráfico desordenado. Pero no perdía nada por caminar un rato. Siempre me ha gustado descubrir calles nuevas y cambiar periódicamente mis rutas, y ese día encontré un camino de tierra que llevaba a una parte más alta de la ciudad. Era una zona bastante despejada y me pareció extraño encontrar en plena ciudad descampados y terrenos por construir, más propios de urbanizaciones de interior. Y me extrañó también no haber visitado antes esa zona. "¿No había un colegio por aquí cerca?". Me sentí estúpida otra vez, avergonzada por no conocer mi propio barrio.

Cuando volví al cruce mi amigo no había llegado aún. Entonces vi que se acercaban dos chicos, uno alto y delgado y el otro más bajo y corpulento, y como todavía me sobraba algo de tiempo aproveché para preguntarles si sabían dónde estaba la avenida del Ensanche. El muchacho alto sacó una brújula del bolsillo izquierdo de su cazadora de cuero marrón, me miró y me dijo con una amplia sonrisa y mucha determinación: "Espera aquí, en seguida vuelvo". Y empezó a correr por las calles, deteniéndose en cada esquina a mirar la brújula y los carteles señalizadores, y entonces movía la cabeza y seguía corriendo en otra dirección. Su compañero lo miraba con las manos en los bolsillos, en una postura que indicaba paciencia y una ligera indiferencia, como si estuviera acostumbrado a ese tipo de reacciones. Y aunque al principio yo habría jurado que no había visto nunca a ninguno de los dos chicos, tuve la repentina sensación de conocer de algo al de la brújula. Lo observé fijamente mientras él seguía corriendo, y entonces recordé. Sí, nos conocíamos del trabajo. Hacía tiempo de eso, y él claramente me había olvidado. De hecho parecía haber olvidado muchas cosas. Su físico, sus gestos, su forma de vestir eran los de siempre, pero él parecía una persona totalmente distinta. Y me invadieron algunas dudas: ¿Qué podía decirle yo? ¿Debía confesarle que al principio no me había dado cuenta de quién era? ¿Le podía preguntar si se acordaba de mí? Y me pregunté también en qué habría cambiado su vida, si seguiría casado, si habría vuelto a viajar a Japón... Pero de algún modo supe que si me atrevía a preguntar, él simplemente me miraría, me sonreiría con ese aire de niño mayor y sacudiría la cabeza. No, él ya no era el mismo. Mejor no decirle nada. Pero me apenó enormemente el ser la única que recordaba que alguna vez nos habíamos llevado bien.

El chico volvió al cabo de un rato y, tras guardar la brújula en un bolsillo de su pantalón blanco, me dijo señalando hacia mi izquierda: "Creo que si sigues esta calle todo recto, llegarás a la avenida. Pero pregunta de nuevo por si acaso". "Gracias", le respondí yo, y él volvió a sonreír con una mueca traviesa. Y de golpe pareció que se le ocurría una idea, y paró un taxi que en ese momento giraba por el cruce hacia donde estábamos nosotros, y me dijo alegremente: "¡Mira! Si coges este taxi llegarás más rápido seguro. ¡Corre, rápido!". Yo me puse algo nerviosa ya que estaba esperando a mi amigo en ese cruce, y justo cuando me resignaba al hecho de que yo ya estaba dentro del coche y que las puertas ya se habían cerrado, cuando pensaba en llamar a mi amigo y decirle dónde estaba y lo que me había pasado, la puerta de la derecha se abrió y él entró, muy serio. "Hola", me dijo. "Hola", le respondí. "Estaba a punto de llamarte", añadí. Y él me dijo con tono sarcástico: "Ya no hace falta", y sonrió. Y eso me relajó.

El taxi era un modelo antiguo, de los años cuarenta. Estaba bien conservado, limpio y no olía a nada en particular, pero yo podía imaginar el humo del puro invisible que fumaba el taxista flotando en el aire enrarecido, el polvo aposentado sobre el plástico y el cuero granates, y las inexistentes colillas de cigarrillos de tabaco negro con marcas de carmín en el filtro apiladas en el enorme cenicero entre los dos asientos delanteros. Nada de aquellas cosas era real, pero ése era el ambiente. Poco acogedor.

"¿Dónde quieren ir?", preguntó el taxista ladeando ligeramente la cabeza y mirando de reojo por el retrovisor. Su voz era ronca y grave, perjudicada por muchos años de abusos. El hombre ocultaba su calva bajo una gorra de chofer profesional que desentonaba con su cara de marinero viejo. "Buscamos la Avenida del Ensanche, ¿usted sabe llegar desde aquí?", le pregunté yo amable aunque fríamente. El hombre movió de un lado a otro una pipa inexistente con los labios mientras pensaba y nos miraba de reojo, primero a mí, luego a mi amigo, luego a la carretera. Y entonces respondió: "Sí, sé llegar, ¡pero ahí no hay nada interesante! Queréis pasarlo bien, ¿verdad? ¡Queréis diversión! Este viejo sabe perfectamente dónde está la diversión. ¿Qué os parece un trío? En dos calles tengo a un amigo que os puede interesar". Y volvió a mirar por el retrovisor con una sonrisa torcida y una mirada que me provocó náuseas. "No", le respondí, "nada de tríos. Buscamos la Avenida del Ensanche". "De acuerdo, jovencita... Vosotros os lo perdéis", dijo él, y volvió a fijarse en la carretera, y nosotros pudimos relajarnos un poco y observar cómo se hacía de noche en el exterior. Parecía que estaba a punto de llover.

Empecé a preocuparme de verdad cuando me di cuenta de que ya había anochecido. Mi corazón se aceleró cuando vi que el viejo taxi subía por el mismo camino de tierra que yo había descubierto hacía un rato. "¿Seguro que es por aquí?", le pregunté al taxista. "¿Este camino no lleva a la montaña?", añadí. El hombre no respondió. Yo miré a mi amigo, y lo vi tranquilo, como si todo aquello no estuviera sucediendo. Justo en el mismo punto del camino de tierra en el que yo me había detenido durante mi paseo, donde empezaba una empinada pendiente con precipicios a ambos lados, el coche se detuvo y el taxista se apeó. Abrió mi puerta, cogiéndome del brazo y sacándome con fuerza; mi amigo bajó él solo por el otro lado. "¿Qué es esto?", pregunté yo, cada vez más nerviosa. "¿Dónde estamos?". "Hemos llegado", afirmó el hombre con una risa parecida al ladrido de un perro enfermo. Y me volvió a agarrar con firmeza del brazo derecho, subiendo la cuesta de barro.

Yo quise soltarme pero no pude, y busqué nerviosa la mirada de mi amigo, que caminaba con prisa detrás de mí. No parecía preocupado, pero supe por sus movimientos que prefería seguirle la corriente al hombre y no arriesgar nuestras vidas antes que hacer alguna tontería que nos pusiera en peligro a ambos. Fuimos subiendo por el camino de tierra, dejando atrás las farolas naranjas y el taxi con las luces encendidas, y cuando ya me resignaba a no pensar en nada y a esperar la progresión de los hechos, de entre los arbustos de la pendiente a nuestra izquierda surgieron tres rápidos fogonazos de intensa luz blanca, como los flashes de las cámaras de fotografiar. Eso me confundió profundamente, y por unos momentos no supe si eso era bueno o malo; me pregunté si significaba que alguien vigilaba al viejo y que al fin lo habían descubierto, por lo que estábamos a salvo, o si era una señal de algún compinche suyo, lo que implicaba que estábamos realmente perdidos. Y el miedo me invadió.

Sé que sonará decepcionante, pero no recuerdo nada más a partir de ese momento. Sólo los fogonazos de luz, y luego una espesa oscuridad a mi alrededor. Y que cierto tiempo después, no puedo decir cuánto, desperté en mi cama. No tengo marcas ni heridas en el cuerpo y mi ropa está limpia e intacta, pero no sé cómo llegué a casa, ni nadie me ha preguntado por el incidente. Mi amigo tampoco parece recordar lo sucedido. Es como si nada de aquello hubiera pasado.

Y sigo sin saber dónde está la Avenida del Ensanche...

02 marzo 2011

De mi viaje por otros mundos

Hay muchos mundos fuera de la Tierra. Mundos cuya existencia no todo el mundo quiere reconocer, y a los que no todo el mundo está dispuesto a arriesgarse a ir. El viaje es largo y agotador y las condiciones en cada mundo son extremas. Los pocos que viven la experiencia vuelven muy cambiados, y son vistos por los demás como personas excéntricas, raras y poco patrióticas. Pero en realidad es la envidia la que los etiqueta de esta manera.

Lo decidí de un día para otro. La idea me había rondado por la cabeza desde hacía meses, aunque nunca había pasado de ser más que eso, una simple idea lejana y borrosa. Pero esa mañana, al despertarme y mirar por la ventana, sentí que el aburrimiento me invadía: siempre la misma rutina, siempre el mismo paisaje, siempre la misma gente, siempre las mismas reglas.

Así que decidí romper con todo eso. Sin preaviso, con una pequeña bolsa como equipaje. Y viajé.

El primer mundo que visité fue el de Agua. Es un planeta extenso y lo gobiernan desde los océanos más profundos hasta las ciénagas más tenebrosas y los lagos más tranquilos. Manantiales, cascadas, humedales, ríos y riachuelos; mares interiores y exteriores que bañan fangosas costas en un mundo de color verde oscuro y azul marino. Es un lugar peligroso pero sus gentes son amables y hospitalarias, aunque no demasiado habladoras.

Los visitantes tienen prohibido salir al exterior, y sólo unos pocos lo han logrado, pagando un alto precio por convertirse en una excepción. Dicen que no hay amigos entre los seres de los distintos mundos, y que si una persona llega a entablar una relación de amistad con alguno de ellos, está directamente condenado al destierro y a convertirse en uno de esos seres.

Yo me encontré con uno de ellos. Había sido un explorador marítimo en la Tierra y debía de rondar los cuarenta años. Al principio sólo cruzamos los gestos básicos que significan en lenguaje universal ‘Bienvenido’, ‘Gracias’, ‘Comida’ y ‘Adiós’. Pero una noche, mientras me encontraba tumbada en mi cama de musgo verde observando por la ventana la terrible tormenta que azotaba a todo el planeta en ese momento, el antiguo explorador picó a mi puerta y me pidió que le dejara pasar. Se sentó entonces a mi lado y me explicó su historia, en la que no voy a entrar en detalles, pero me pidió que le pusiera al día sobre las cosas que pasaban en la Tierra. Fue entonces cuando me di cuenta de lo poco que sabía de mi propio planeta.

Nuestras conversaciones secretas se volvieron una costumbre y cada noche hablábamos de cualquier cosa, intercambiando experiencias y conocimientos, riéndonos de todo y llorando por nada. Alargué mi estancia dos semanas más, e incluso me planteé anular la visita al resto de mundos para quedarme en el de Agua hasta que tuviera que volver a la Tierra, pero por culpa de un inquilino no deseado me tuve que ir, sin posibilidad de despedirme, en plena noche cerrada y con el corazón en la boca. Porque una de las noches en las que el antiguo explorador vino a hablar a mi dormitorio, se coló en la habitación un ser pequeño y avispado, un espía delatador del que era necesario huir. Nos habían descubierto. Y así me tuve que ir, sin poder despedirme como es debido, sin saber si algún día volvería, preocupada por el castigo que mi compañero podría recibir. Pero tuve que seguir mi camino.

El siguiente mundo que visité fue el de Fuego. Se trata de un planeta bastante más pequeño que el de Agua, y mucho más desagradable. En ese planeta es de día continuamente, y los visitantes necesitan llevar un traje especial para poder sobrevivir en él. Siempre hace un intenso calor, y en cuanto llegué tuve la sensación de estar padeciendo una fiebre muy alta. Mi garganta quemaba y la terrible sed empezaba a agrietar mis labios cuando me avisaron de que eso era un efecto secundario normal que pasaría al cabo de las horas, hasta que el traje especial se acostumbrara al entorno y yo al traje. Y así fue.

Esta vez no hablé con nadie del mundo de Fuego. Sus gentes, aunque hospitalarias, son ariscas y agresivas; no soportan el contacto físico y siempre parecen estar enfadadas. Son grandes cocineros pero sus platos siempre contienen especias picantes y sus bebidas son calientes. Eché de menos el mundo de Agua y a mi compañero explorador, y lloré añorando nuestras conversaciones y la comodidad de mi colchón de musgo, pero mis lágrimas se evaporaban a los pocos segundos. En un intento por olvidar, participé en excursiones a volcanes, géiseres y desiertos, siendo la visita más interesante el Jardín de Rocas, un lugar único en todo el planeta. Se trata una zona extensa llena de rocas y piedras de distintos colores y formas, pero lo realmente espectacular son las impresionantes lenguas de fuego que dividen el jardín de rocas en parcelas de distintos tamaños. Nadie sabe qué las provoca, y nadie se atreve a acercarse para averiguarlo. La belleza de ese jardín reside en su espectacularidad y su misterio.

Estuve poco tiempo en ese mundo. Era demasiado incómodo y me hacía añorar demasiado el mundo de Agua. Así que seguí viajando.

El siguiente mundo que visité fue el de Aire. En realidad se trata de un mundo con dos planetas: Aire, el más grande, y Cielo, algo más pequeño. En Aire reinan desde las brisas más suaves hasta los huracanes más feroces en una inestable y peligrosa atmósfera; Cielo, en cambio, es un tranquilo paraíso de color azul que nunca cambia. Las gentes de Aire son más atrevidas y extrovertidas, y las de Cielo son más propensas a la meditación y el estudio de las cosas bellas. Pero en ambos casos se trata de personas amables, sencillas y correctas.

Pasé unos días maravillosos volando libre como un pájaro, ya fuera flotando en una brisa primaveral como dejándome llevar por la violencia de los vientos más fuertes. Dormí sobre nubes y comí unos extraños granos que proporcionaban una energía y vitalidad increíbles. Fue una experiencia maravillosa.

Más adelante visité otros mundos: Hielo, un planeta terriblemente frío, totalmente opuesto al mundo de Fuego pero igual de extremo; Bosque, con sus frondosos y gigantescos árboles y sus millones de especies vegetales, a cual más pintoresca; Acero, con sus máquinas y su tecnología, uno de los pocos mundos creados artificialmente; y por último Luna, que no es un mundo en sí mismo pero que tiene su propio encanto. Esa fue la última parada antes de volver a la Tierra.

El día que volví caí en el océano, no muy lejos de la costa. Era una mañana soleada, el mar estaba en calma y no había nubes en el cielo. Los colores eran extremadamente brillantes y las figuras se distinguían más nítidas de lo normal. ¿Había cambiado realmente algo en mí? En la costa se preparaba un festival, e incluso los sonidos llegaban con más claridad a mis oídos: platos y cazuelas en las cocinas callejeras, niños gritando y riendo, música festiva y gente tarareándola, perros ladrando nerviosamente ante tanta agitación, cohetes y fuegos artificiales resonando a lo lejos. Cuando llegué a tierra firme me sentí diferente, muy alejada de las conversaciones mundanas de aquellos que me recibían entre tanta alegría y jovialidad. Estaba ligeramente mareada y me sentí terriblemente cansada, pero a pesar de ello mi corazón estaba contento por lo que había vivido. Y me sentí una extraña en mi mundo, pero feliz.

Y esta es la crónica de mis viajes por los distintos mundos. Realmente algo ha cambiado en mí, algo que ha hecho que aprecie más lo que tengo, pero que me hace sentirme diferente, como si no perteneciera a ningún lugar en concreto. Tened por seguro que volveré a viajar al mundo de Agua y visitaré a mi compañero explorador, y esta vez no me importarán los espías delatadores, y si es necesario me quedaré allí para siempre. Pero hasta entonces, si alguno de vosotros visita cualquiera de esos mundos, por favor, contádmelo; intercambiemos experiencias. Pero ante todo disfrutad del viaje.

16 febrero 2011

Del apagón

Siempre llovía, a todas horas. Los días se hacían bastante aburridos y melancólicos. Quizá suene un poco cruel, pero desde la enorme casa con porche donde me alojaba veía una parte de la ciudad y yo siempre esperaba ver algún accidente, alguna catástrofe que me sacara de la monotonía. Pero nunca pasaba nada. Sólo llovía.

Hasta ese día.

No fue gran cosa, cierto. La temperatura era fresca, la típica de las zonas más altas del Caribe, y gruesas nubes cubrían el cielo. Se podía sentir esa extraña quietud que precede a la tormenta, como si el tiempo se detuviese. El ambiente estaba cargado y era, de algún modo, sobrecogedor.

De todos modos yo era la única que tenía esa sensación. En la casa había otras tres personas: una chica y dos chicos. Ellos estaban tranquilos, pensando qué hacer de cenar, a qué hora levantarse mañana, dónde ir el fin de semana. Pero yo estaba inquieta, saliendo y entrado de mi dormitorio sin parar, comprobando que todo estuviera en su sitio: la maleta medio vacía, la ropa, los medicamentos, el libro que me estaba leyendo, mi netbook y el disco duro portátil, el bolso, las llaves. Toda mi vida cabía en una habitación de tres metros cuadrados, y todavía me sobraba espacio. Y de golpe tuve una infantil necesidad de dejar todas las luces encendidas: la lámpara del techo y la del escritorio, y la linestra sobre la cabecera de la cama. Incluso me aseguré de que el brillo de la pantalla del portátil estuviera al máximo para que diera toda la luz posible.

Llamadlo intuición, suerte, casualidad o sexto sentido. Pero tan sólo media hora después de que el atardecer finalizara, cuando el cielo es del mismo color a las seis y media de la tarde que a las dos de la madrugada, se fue la luz. No fue un apagón normal, de esos que viven de la luz de los ordenadores portátiles, las linternas, los teléfonos móviles y las velas. Hubo una sacudida, similar a una onda expansiva, cuando miles de electrodomésticos se detuvieron al mismo tiempo: lavadoras en pleno centrifugado, cepillos de dientes eléctricos, neveras, equipos de sobremesa, batidoras, televisores y radios, secadores de pelo, aires acondicionados. El mundo se volvió sordomudo durante la milésima de segundo que tardó en reaccionar tras entender que también se había quedado ciego. Entonces lo único que se oyó con total nitidez fue la lluvia.

Es realmente sobrecogedor el amplio espectro de sonidos que de repente éramos capaces de apreciar. Porque las gotas de agua producen un sonido diferente dependiendo de la superficie en la que caen. Asfalto o cristal, aluminio o plástico, madera o tierra. Y millones de gotas en el silencio dibujaban ondas de extensas gamas colores mientras los corazones se achicaban y los gatos callejeros buscaban refugio.

Yo no me asusté. Supongo que me lo esperaba. Lo había intuido, como dicen que les pasa a ciertos animales, que intuyen los terremotos. Por eso había dejado todas las luces de mi dormitorio encendidas, y por eso ahora ésa era la única luz existente en muchos kilómetros a la redonda.

Porque, como dije, no fue un apagón normal. Cuando salí al porche por la puerta principal y miré la ciudad, no la pude encontrar. Simplemente había desaparecido. Engullida por las tinieblas. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la oscuridad; ese proceso extraño en el que uno pasa de creer que tiene un muro delante hasta que al fin es capaz de distinguir algunas sombras, como si el muro se fuese alejando lentamente. La muchacha que estaba con nosotros estaba muerta de miedo y se agarraba a mí temblando. No dejaba de preguntarme qué había pasado. "Un apagón", le decía yo. Y seguía escrudiñando el horizonte.

Entonces lo vi. Un poco a la izquierda, en el valle entre los dos montes más altos de la ciudad. Eran nubes espesas de color rojizo, de ese rojo apocalíptico que le hace pensar a uno que está soñando o que se ha vuelto loco, cuando lo más sensato es creer que se trata de un incendio. Pestañeé varias veces para asegurarme que mis ojos no me estuvieran jugando una mala pasada. Incluso le pregunté a la chica: "¿Lo ves? ¿Ese brillo rojo a lo lejos?". Ella afirmó con la cabeza. Lo sé porque estaba pegada a mí y pude sentir el gesto de asentimiento. Más a la izquierda, donde tenían que estar las casas más caras de la ciudad, no se veía ni un solo destello de luz. ¿Nadie encendía velas? ¿Y los ordenadores portátiles que tuvieran batería? ¿Y qué había de las linternas a pilas? Pero por más que buscaba, sólo había una oscuridad uniforme que parecía atraerme hacia ella. Miré a la derecha.

Allí tampoco había nada. Ni siquiera podía distinguir la casa más próxima, que había estado a unos cien metros. No podía ver la carretera ni los coches aparcados ni las farolas. Sólo la misma oscuridad que lo envolvía todo. Y en ese momento pude sentir la presencia de la montaña ante mí. Quiero decir que la oscuridad era tan penetrante que me hacía dudar de que allí hubiese habido jamás una montaña, pero ésta parecía gritarle a mi mente que allí estaba, que no me dejara convencer por las tinieblas. Y creí encontrarme en una surrealista lucha entre dos extraños mundos, sin pertenecer yo a ninguno de ellos. Pero nada se movía, nada cambiaba; sólo llovía. Y nosotros sólo podíamos observar sin ver.

Nunca supimos qué había pasado. Nunca supe por qué mi dormitorio fue el único que continuó con luz. Los dos chicos y la chica acabaron quedándose a dormir en la casa donde yo estaba alojada, todos en mi habitación, al abrigo de las bombillas. A la mañana siguiente el mundo se despertó perezoso y confundido, y se comentó en las calles lo que había pasado, y la noticia ocupó las primeras páginas de los periódicos, que habían sacado sus primeras ediciones con bastante retraso puesto que la energía no había vuelto hasta que salieron los primeros rayos de sol. Y cuando volvió a caer la noche ésta fue como otras tantas noches; nada extraño volvió a suceder. Con el paso del tiempo el suceso cayó en el olvido y ahora apenas se comenta como una leyenda más.

Y precisamente por eso yo contaré esta historia tantas veces como haga falta antes de tener que abandonar este lugar, y ahora te la cuento a ti mientras bajamos al pueblo con la multitud, pero aunque parezca que sólo tú eres mi oyente, en realidad hablo para todos aquellos que caminan a nuestro lado, para que no olviden lo que sucedió, para que se enfrenten a sus miedos y recuperen la curiosidad.

Porque eso es lo único que ha cambiado, y es que desde aquel extraño apagón ya nadie siente curiosidad por nada.

08 febrero 2011

De cuando tuve que cortar una pierna

¿Alguna vez habéis tenido que cortar carne humana?

Los cirujanos y bomberos están exentos de responder esta pregunta. Más bien va dirigida a la gente como yo; a ese tipo de personas que ni siquiera hemos tenido que rebanarle el cuello a una gallina, y que la única carne que hemos cortado es la de un buen entrecot o solomillo ("poco hecho" sería la mejor aproximación en este caso).

A veces imagino que lo más cercano a lo que yo viví es lo que hacen los carniceros en los supermercados. Si tienen que rajar y deshuesar ellos serán los que mejor entiendan lo que voy a explicar a continuación. Aun así su experiencia queda lejos de la mía. Digamos de momento que la carne que yo tuve que cortar todavía no había muerto.

Fue durante un día de playa, que había comenzado con una magnífica mañana soleada y una temperatura agradable, en parte gracias a una suave brisa marina que refrescaba la piel al salir del agua. Recuerdo que nadé muchísimo ese día, y que cada vez que me tumbaba en la arena me quedaba medio dormida. Mi única preocupación en esos momentos era calcular cuándo debía darme la vuelta para no quemarme, o si me apetecía más beber agua o un refresco, o qué prefería comer, si tapas o un bocadillo. Esos eran mis grandes dilemas.

Sobre las tres de la tarde aparecieron las primeras nubes. Eran gruesas y de color metálico, de esas que amenazan tormenta. En cuanto una tapaba el sol el mundo se volvía un lugar más peligroso; el mar era oscuro y amenazador, y lo que antes habían sido aguas azul turquesa se volvían turbulentas y espesas de color verde musgo. La arena dejaba de brillar y parecía volverse fango y el mundo era un poco más sombrío e infeliz.

La tormenta se desató a eso de las cinco. Empezó con una suave lluvia bastante agradable. Siempre me ha parecido inquietante la sensación que produce nadar en el mar mientras llueve. Quizá porque los colores son más apagados y tristes, y el mar entonces produce más respeto y resulta más amenazador, o porque en ese momento uno se da cuenta de que está a completa merced de la magnífica fuerza de los elementos naturales, y entonces ve lo insignificante y débil que es.

Pronto la suave lluvia se convirtió en un poderoso aguacero. Las gotas eran gigantescas y caían con fuerza, produciendo un estruendo ensordecedor que a veces era acompañado por potentes truenos que hacían temblar el suelo. Teníamos la tormenta justo sobre nuestras cabezas; debíamos buscar refugio. Y lo encontramos en un chiringuito de playa abandonado.

Todos estábamos bastante nerviosos. Debo decir que lo que más nerviosa me ponía a mí era precisamente el nerviosismo innecesario y sin sentido del resto. El histerismo de las chicas y el enfado y la poca paciencia de los chicos. Era impensable abandonar el refugio con el temporal que había afuera, y ellos discutían acaloradamente sobre qué hacer, si arriesgarse a ir a buscar el coche o quedarse allí sin hacer nada a la espera de que la tormenta cediera, hecho que por supuesto no sabíamos cuándo sucedería. Yo no me pronuncié al respecto, pero en mi interior ya había decidido que iba a esperar. El resto que hiciera lo que quisiera.

Y ellos quisieron irse. En el chiringuito sólo quedamos otra chica y yo. Apenas hablamos, pero no era necesario. Cada una se sumió en sus propios pensamientos, a la espera de que algo cambiara en el exterior.

No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que de golpe me despertó de mi ensueño el sonido de un claxon. Alguien lo hacía sonar insistentemente, provocando en mí algo más cercano a la irritación que a la urgencia. Así que cogí una pala (no preguntéis por qué) y salí al exterior. La tormenta había amainado, y empezaban a abrirse claros en el cielo.

Entonces lo vi. En la parte trasera del coche, cubierto por mantas llenas de sangre, se encontraba uno de mis compañeros. El conductor me miró nervioso. "¿Qué ha pasado?", le pregunté enfadada. "Le cayó un árbol encima cuando corríamos hacia el coche", me respondió al borde del llanto. "Creo que tiene una pierna rota, o no sé, no para de sangrar, tiene mucha fiebre...", siguió balbuceando. "Cállate", espeté. No tenía ganas de seguir escuchando sus lamentos infantiles. "No haber salido de aquí", murmuré para mis adentros. Y grité el nombre de la chica que se había quedado conmigo en el refugio.

Yo recordaba haber visto una sierra para cortar madera en uno de los armarios del chiringuito. Le pedí a la muchacha que me la trajera, junto con un cuchillo deshuesador que había visto en la cocina, una toalla, alcohol, una cuerda y un trozo de madera pequeño. En mi bolsillo llevaba un mechero. Y mientras ella buscaba los objetos que le había pedido, me subí al coche y observé a mi agonizante compañero.

"Esto te va a doler mucho", le dije fríamente. Él no parecía oírme. Sólo se retorcía de dolor y supuse que en su mente intentaba huir a algún lugar para no sentirlo. Suspiré y cerré los ojos.

Quizá estéis pensando que soy una persona con una mente fría y calculadora, sin escrúpulos ni corazón. No os equivoquéis; yo estaba aterrada. Me estaba enfrentando a una situación que jamás habría imaginado posible. La gente estaba recurriendo a mí para nada más y nada menos que salvarle la vida a un amigo. ¡A mí! No a un hospital ni a una ambulancia, sino a mí. Y esa responsabilidad me aterraba, pero más me enfadaba la ineptitud de mis amigos. De ahí que mi rostro fuera impasible y no mostrara ninguna debilidad. Pero os aseguro que por dentro estaba muerta de miedo. Estaba a punto de hacer algo que no quería hacer y que jamás podría olvidar.

Cuando abrí los ojos el cielo volvía a estar terriblemente oscuro y el viento soplaba con fuerza. La muchacha me había traído todo lo que le había pedido y miraba de reojo mis movimientos, como si estuviera viendo una película de terror. Le puse a mi amigo el trozo de madera en la boca, para que no se mordiera o tragara la lengua por el dolor. Rocié su pierna con alcohol y le hice un torniquete cerca de la ingle con la cuerda. Coloqué la toalla bajo el muslo y cogí la sierra.

Y empecé a serrar.

Al principio no estaba muy segura de la presión que debía ejercer sobre la carne. El primer movimiento apenas causó un arañazo superficial en la piel. Ya os he dicho que estaba aterrada, de modo que me temblaba ligeramente el pulso y respiraba con dificultad. Paré durante unos segundos, intentando calmarme. El corazón me golpeaba con fuerza el pecho, como queriendo escapar de la escena que estaba a punto de producirse. En mi cabeza resonaba el eco del grito que aún no se había producido. Me sentí acalorada, aunque el sudor se helaba rápidamente en contacto con el viento.

Cerré los ojos con fuerza, y lo volví a intentar.

Esta vez sí que brotó sangre. El primer corte debió ser de unos tres milímetros de profundidad. El segundo se hundió más de medio centímetro. A partir del tercero mi amigo comenzó a chillar y a convulsionar, lo que me obligó a pedirles a gritos a la chica y al conductor del coche que me ayudaran a agarrarlo. Seguí serrando, cada vez con más fuerza y determinación, mientras intentaba no pensar en lo que estaba haciendo.

La sierra era dentada, y hubo un momento en el que debí toparme con tendones o nervios gruesos, ya que se me quedó encallada. La sensación me produjo arcadas e hizo que algo se rompiera dentro de mí, como si me hubieran atravesado el pecho con una lanza. Tuve que forcejear para conseguir que la sierra volviera a moverse. No sé qué era peor, lo que estaba sintiendo al mover la sierra, o el sonido que esos movimientos producían. Aquella escena parecía sacada de una película gore; el sonido de la carne rasgándose, de la sierra cortando un tendón, de la sangre brotando… Todo parecía haber sido ampliado y magnificado para darle más realismo. A mayor profundidad, más costaba cortar. Un sentimiento de urgencia empezó a invadirme; no podía demorarme demasiado si no quería que mi amigo muriese desangrado. En cuanto acabase de cortar tendría que quemar la herida. Tenía que ser rápida.

Tras muchos esfuerzos llegué al hueso, que tuve que cortar con el cuchillo de cocina. Lo cierto es que no recuerdo ese momento con tanta claridad como cuando corté la carne. Creo que en mi mente no cabían más imágenes desagradables. O quizá el olor a sangre fresca que impregnaba el ambiente me había mareado y sedado. Simplemente seguí actuando como una autómata, con movimientos rápidos y certeros, y acabé mi trabajo sin apenas darme cuenta. Me pasé la mano por la frente para quitarme el sudor que me caía sobre los ojos, pero me llené de sangre y el mundo se volvió rojo y los gritos de mi compañero resonaban aún más potentes que los truenos de la tormenta que había vuelto…

Creo que entonces me desmayé. No lo recuerdo muy bien. Sólo sé que mi amigo murió. Y yo me pregunto si fue todo en vano.

Ni qué decir tiene que no he vuelto a probar la carne desde entonces. Y que me entran escalofríos cada vez que recuerdo la sierra encallándose en los tendones y en los nervios…

02 febrero 2011

Debería reactivar este blog

Debería reactivar este blog.

A veces uno deja de soñar. A veces el patrón del sueño cambia y olvidamos absolutamente todo lo soñado al segundo de despertar. A veces sólo se sueñan cosas que no se pueden compartir con nadie. Y a veces es posible recordar el sueño, y se puede explicar, pero las palabras simplemente no fluyen.

Esta noche he soñado con abejas. O avispas. O ambas, no estoy muy segura. En realidad el sueño ha sido tan corto (quizá es que sólo recuerdo esa parte) que no da para más de quince líneas, pero lo interesante es que los (aparentes) cinco minutos de sueño contienen muchísimos detalles sin ninguna relación real entre ellos, pero que al unirse forman unas imágenes y una historia que llegan a tener una singular cohesión. Nunca dejará de sorprenderme cómo la mente humana es capaz de manipular la información que recibe. Y hablo en general, no sólo de los sueños.

Mientras paseamos por un camino de tierra, una muchacha cita a Haruki Murakami, haciendo referencia al paso del tiempo y a cómo el mismo se evidencia más en unos seres que en otros. Me pone a mí como ejemplo, indicando que no es lo mismo el paso del tiempo en un humano que en una abeja: si observamos la abeja con nuestros ojos inexpertos no sabremos decir en qué fase de su vida se encuentra, pese a que ésta es mucho más corta que la humana. Paradójicamente la muchacha apunta que parece que el tiempo no pase para mí, aunque calcula que me quedan unos cincuenta años de vida. Y entonces, mientras me señala, aparece una abeja y se posa sobre mi brazo. Yo me pongo muy nerviosa; nunca he soportado las abejas o las avispas. Y cuanto más nerviosa me pongo más abejas aparecen, de distintos tamaños y colores, por lo que tampoco estoy segura de que fueran sólo abejas. Y entonces despierto.

Las referencias en este sueño son sencillas. Haruki Murakami aparece porque precisamente ayer día 1 de febrero salieron a la venta los libros 1 y 2 de 1Q84, novela que hacía tiempo estaba esperando y que, por supuesto, ya he comprado. La muchacha que cita a Murakami hace referencia a una antigua amiga con quien me reencontré hace unos días y que al verme exclamó: "¡Estás igual que siempre!". De ahí también el tema del paso del tiempo. Y por último el miedo irracional a las abejas: hace unos días también me encontré en una situación de la que quise huir (había un balón por medio, la gente que me conoce sabe de lo que hablo), al igual que quería huir en el sueño de las abejas, a las que también les tengo pánico.

Se trata de un sueño para pasar el rato, en el que no hay nada que rascar. Un sueño como otros muchos, fácilmente interpretable y sin más trasfondo que el mismo hecho de soñar y reinventar lo vivido cuando se está despierto.

Pero si eso quiere decir que puedo volver a recordar sueños, y lo más importante, a escribirlos, entonces eso es una buena noticia, por muy simple que éstos sean y por muy mala que sea mi prosa. He perdido la práctica y no puedo prometer nada.

Pero el caso es que me gustaría reactivar este blog.


... y dos días después me doy cuenta de que he publicado una entrada exactamente dos años después de la última que publiqué... un dos de febrero (mes dos)... a veces me doy miedo...