22 noviembre 2007

De la ciudad en la que nunca sale el sol

Hay una pequeña ciudad de aspecto medieval en la que se dice que nunca sale el sol. Es única en todo el planeta, no aparece en mapas o guías turísticas, poca gente sabe dónde está y nadie le ha hecho fotos nunca. Pero quienes pasan algunas "noches" en ella jamás la olvidan y siempre quieren volver, aunque sólo se puede estar allí una vez en la vida.

Las calles son de antiguos adoquines desgastados por el paso de carretas y las pisadas de caballos y mulas, y aún quedan caminos de tierra en los que la maleza marca el paso del tiempo y de años de historia. Se puede pasear a caballo por toda la ciudad, aunque se requiere un permiso especial para ello, nada fácil de conseguir; sólo el alcalde, un viejo tacaño y agradablemente gruñón, concederá tal deseo al visitante mediante una tarjeta plastificada. No hay vehículos a motor, pero sí bicicletas y tranvías; no existen televisores y apenas se encuentran aparatos eléctricos, como lavadoras o radios. Podría compararse a primera vista con el Londres del siglo diecinueve, pero no tiene nada que ver: todas las avenidas están impecables, hay papeleras en cada esquina y rincón, y el aire es puro y limpio. No se huelen el estiércol ni los deshechos humanos, sino que siempre flota una agradable sensación a comida, fiesta y frescura en el ambiente. Y tan sólo en ocasiones especiales se goza de las hermosas vistas de las montañas a su alrededor: picos escarpados y nevados y montes verdes y frondosos a los cuales está prohibido el paso, ya que son patrimonio de la humanidad.

Al ser siempre de noche, las calles y fachadas están adornadas por bellos faroles de hierro de los que emana a todas horas una suave luz anaranjada. La noche es cerrada y pocas veces se pueden observar la luna y las estrellas, por lo que el visitante desprevenido puede llegar a sentir claustrofobia, como si se encontrara encerrado en una cajita de terciopelo negro. El único momento del día que más se parece al resto de pueblos y ciudades del mundo es el atardecer, cuando el cielo adquiere una brillante tonalidad azul oscuro, y ese instante marca el inicio de la vida: los comercios abren, las calles se llenan de gente y todos los ciudadanos se reúnen en plazas y avenidas para cenar copiosamente banquetes dignos de un rey: cerdo asado, jabalí, las mejores morcillas, exóticas ensaladas, pato con una gran variedad de salsas, y también manjares de todo el mundo: sushi, tallarines fritos, algas...

Es durante ese momento y las horas siguientes en las que la ciudad entra en plena ebullición, y la mayoría de calles, principalmente la plaza del ayuntamiento en el centro, se convierten en un mercadillo que recuerda a los tenderetes típicos de Navidad: carpas y comercios al aire libre presentan todo tipo de productos, desde enseres del hogar hasta anillos, baratijas y juguetes. Predominan ante todo la joyería de plata, las cerámicas y las velas, así como la ropa de lino y, por supuesto, los exquisitos productos alimenticios de la tierra. Todo es alegría que se transmite mediante una sorprendente explosión de color: toldos azul cielo, granate y verde esmeralda se entremezclan con las vistosas ropas de los ciudadanos, siempre vestidos de rojo, azul o amarillo brillante. Y pese a ello, la luz es siempre cálida y el ambiente, aunque alegre y festivo, es tranquilo, e incluso los gritos y las risas parecen un murmullo calmado que apenas perciben los turistas de las grandes ciudades.

Pero la fiesta, la luz, la felicidad y el bullicio de tan peculiar día a día finalizan cuando aparece la niebla. Debe ser precavido el visitante recién llegado: tendrá que volver entonces a su alojamiento, cerrar a cal y canto puertas y ventanas y dormir plácidamente, o quizá leer bajo la tenue luz de una vela. Y entonces parece que la vida termina; el mundo se vuelve del color de la ceniza mojada, desaparecen las tiendas, la música y la comida, y el pueblo duerme. Cuando se acerca ese momento de metálico ensueño se respira miedo y tensión, ya que el toque de queda prohíbe salir a la calle a nadie, e incluso los perros callan. Visitantes y autóctonos deberán esperar a la retirada de la niebla y no preguntar: nadie sabe qué hay más allá de los límites amurallados de la ciudad, y es imposible recordar cómo se llega hasta ella.

Por eso el pueblo es una leyenda, y quizá no me creeréis o incluso diréis que todo esto me lo invento, pero soy una de las pocas personas que saben que, en realidad, el sol sí aparece. Pero es tan espesa la niebla que todo lo cubre, que sus rayos no llegan a penetrarla e incluso las farolas parecen apagadas. Tuve la oportunidad de pasear por los húmedos adoquines poco después del comienzo del día, y pude observar la melancólica soledad de una ciudad vacía y abandonada. Nadie se dio cuenta de que me encontraba allí: el tiempo se había detenido, los habitantes eran fantasmas del pasado y la ciudad, un triste pueblo abandonado. El aire era espeso y el frío calaba hasta los huesos, empapando mis ropas y mi estado de ánimo. Y entonces entendí que las noches que imitan al día son una simple farsa, y que los habitantes de la urbe son tristes marionetas de trapo bailando al son de unos elementos que no sólo no quieren comprender, sino de los que también reniegan.

Y quizá ese es el más bello detalle de tan peculiar ciudad: observar ambas caras de la moneda haciendo equilibrios sobre su canto. Si alguna vez tenéis ocasión de ir, no dejéis de contármelo... si lo recordáis.

14 noviembre 2007

Componentes del sueño: Introducción

Recordar los sueños puede considerarse una suerte para unos o una desgracia para otros, o ambas cosas a la vez, pero debemos reconocer que nos pueden ayudar a conocernos en profundidad. Escribirlos nos permitirá desgranar y entender todas aquellas formas recurrentes que forma nuestra mente, para darnos cuenta al cabo de un tiempo de que ciertos patrones se repiten, algunas imágenes nunca cambian, y las sensaciones y sentimientos son más fuertes de lo que pensábamos.

Al buscar un sueño para escribir, me sumerjo en los recuerdos de mi mundo onírico para seleccionar aquél que mejor refleje mi estado de ánimo en ese momento, o quizá el que más me apetezca describir por su belleza visual o su riqueza emocional y sensorial. Y mientras realizo la selección observo la baraja completa extendida sobre la mesa, con algunos sueños, los más borrosos o confusos, escondidos bajo otros que recuerdo mejor o con más detalle, y veo de manera global lo que hay en mi mente, hasta que señalo con el dedo y susurro: "Éste". Y comienzo a escribir.

Tras haber narrado ya algunos de ellos, empiezo a discernir los componentes que forman tan extrañas ilusiones. No he leído a Freud en profundidad ni me baso en ningún autor para desarrollar mis humildes conclusiones, así como tampoco creo en los libros de interpretación de los sueños ("Si sueñas con la muerte de alguien le estás alargando la vida", dicen. "Si sueñas que encuentras dinero es que lo vas a perder o corres un grave riesgo de perderlo", afirman). Tan sólo pongo por escrito las ideas desordenadas que tengo en la cabeza y que -seguramente- irán variando, transformándose, madurando e incluso volviéndose ridículas con el tiempo.

Existen tres componentes principales del sueño o pesadilla, que luego se ramifican en diferentes características, y que a continuación enumero:

- Componentes del sueño I: Emociones
Miedos y temores, fobias, deseos, habilidades, formas de pensar, personalidad.

- Componentes del sueño II: Experiencias en la vigilia
Hechos, situaciones y lugares, cercanos o lejanos en el tiempo, que vuelven a nuestra mente tergiversados o siendo copia fiel de la realidad.

- Componentes del sueño III: Estímulos externos
Sonidos, luces y sombras, posturas, objetos e incluso el estado físico de nuestro cuerpo -enfermedades, fiebre, cansancio corporal o agujetas-.

Una mezcla de los tres componentes acaban creando situaciones realistas y surrealistas, tejiendo una maraña de imágenes que se transforman en el sueño o pesadilla, y que hay que saber detectar e interpretar. Y no hay mejor intérprete de los sueños que uno mismo, que es quien mejor conoce su yo, su entorno y sus circunstancias. Pero a veces las interpretaciones ajenas también pueden ser de ayuda, ya que poseen la capacidad objetiva del desconocimiento y por lo tanto una visión más clara o global de lo sucedido.

Cada noche es un nuevo camino a recorrer; cada segundo durmiendo, una nueva aventura. ¿A dónde iré hoy? Y quizá más importante: ¿por qué?

10 noviembre 2007

De una tarde libre

Esta semana he cambiado mi horario laboral. Y ¡cómo se nota tener la tarde libre! Haciendo las mismas horas que en mi turno normal, he aprovechado cada día haciendo cosas para las que antes no tenía tiempo. Claro que a veces no todo sale como uno espera...

Una de esas tardes, tal y como había decidido, visité un nuevo centro de fisioterapia de mi barrio. Aunque ya hacía un tiempo que acudía a una fisioterapeuta autónoma con la que estaba muy contenta, en cuanto supe de la existencia del nuevo centro decidí que era una buena posibilidad para mejorar lo que ya tenía; un amplio grupo de profesionales del sector me atendería, y con sus avanzados métodos y su tecnología me ayudarían a estar mejor mucho más deprisa que de forma convencional.

Pero como suele suceder en estos casos, no es oro todo lo que reluce...

Llegué a la consulta poco antes de las cinco. Se trataba de un enorme y moderno edificio de cristal y hormigón de dos plantas: en la de abajo, una amplia recepción con mesas de vidrio y plantas de plástico; en la de arriba, las habitaciones para los tratamientos. Todo el recinto desprendía una aséptica y de algún extraño modo cálida luz azul, y la única separación entre ambos pisos era una enorme escalera de baldosas grisáceas que le confería al recinto un aire a aeropuerto. Todo era amplitud y espacios abiertos, pero se respiraba un ambiente de recogimiento, hermandad y cariño.

Me atendió una agradable señora con una bata blanca, como si de una enfermera se tratase. "Buenas tardes, es tu primera visita, ¿verdad?". Su sonrisa me relajó y me hizo perder el miedo a ser engañada: una persona con esa simpatía no podía desearme nada malo; de hecho, tanto ella como sus compañeros estaban allí exclusivamente para ayudarme y ganarse la vida de una forma honrada. De modo que le devolví la amable mueca susurrando un tímido "sí", y ella, con un ademán, me guió hasta las escaleras. "Sube y entra en la sala de la izquierda, querida", me indicó, "y ponte cómoda. En seguida estaremos contigo". Y diciendo esto, se fue alegremente a despedirse de una paciente que ya había salido de su visita. Mientras subía las escaleras aproveché para mirar a mi alrededor: un enjambre de personas yendo de aquí para allá sin descanso, pero sin perder nunca los modales y siempre con cara feliz. Definitivamente, me encontraba en una especie de aeropuerto en el que los médicos eran las azafatas y los pacientes, los viajeros.

Una vez arriba, me introduje en la sala que me había indicado la enfermera. La puerta era de cristal opaco y las paredes de color amarillo suave. No era una habitación cuadrada, sino que tenía cinco lados; en el más estrecho se observaba una frondosa planta artificial y una mesa baja cubierta de revistas y panfletos. En medio, la camilla donde me estiraría para los masajes; a mis espaldas, en la parte más larga del pentágono, un armario lleno de libros y utensilios. El zócalo anaranjado contrastaba con el verde suave del suelo, y en general, la sala desprendía tranquilidad y profesionalidad.

Me descalcé y me desnudé hasta quedarme en ropa interior. "Suerte que me he depilado", pensé vergonzosamente. Aunque habían bajado las temperaturas en el exterior y no vi ningún radiador o aparato eléctrico de calefacción, no tuve frío. Algo más tarde picaron a la puerta y, tras responder yo un "Sí" más decidido que el que había pronunciado antes, entraron otra enfermera y una mujer de unos cuarenta años que era claramente mi doctora. Llevaba una bata blanca con su nombre bordado en azul eléctrico en el bolsillo, pero no pude leerlo, y de hecho no recuerdo si la mujer llegó a decirme su nombre. Sólo sé que me sonrió, me dio la mano con firmeza y me invitó a que me sentara sobre la camilla. "Hola", me dijo sin dejar de sonreír, "¿cómo estás? Bueno, eso lo sabremos dentro de poco", y me guiñó un ojo. Ante ese gesto de complicidad dejé de sentirme nerviosa otra vez. "Eso es", agregó, "relájate. Estamos aquí para ayudarte y para que te sientas mejor, pero eras tú quien debía dar el paso". Al instante se dirigió a la puerta de la habitación y dejó entrar a tres o cuatro personas, todas ellas con bata blanca. Me miraron sonrientes mientras la mujer, alta y atractiva, se apartaba el pelo rizado de la cara y me decía: "Siempre trabajamos en grupo, para aprender los unos de los otros. Así nuestro tratamiento es más eficaz, como hemos comprobado". Yo miré sus caras y perdí todo el miedo, aunque una parte de mí estaba recelosa: ¿podía ser todo tan perfecto? Pero ya había llegado hasta allí; había confiado en ellos y les iba a dar una oportunidad.

"Bien, túmbate sobre la camilla boca abajo, por favor", me indicó la mujer. Yo le hice caso, y ella pasó sus manos cálidas por mi espalda, deteniéndose en aquellas zonas en las que detectaba mayor tensión. "Bien bien", iba murmurando. "Ahora ponte de pie". Todos me observaban con ojos de interés, como si estudiaran una nueva mariposa en una vitrina de cristal. No hablaban entre sí, pero parecían estar conectados de algún modo: se miraban, asentían y volvían a estudiarme. "Antes de nada necesitamos conocer tu cuerpo para poder tratarlo como es debido", me dijo la mujer. "Por favor, apóyate únicamente sobre la pierna derecha y mantén los brazos en alto".

Tal pose me intranquilizó ligeramente. "Todo sea por mi bien", me dije. Pero a los dos minutos de estar allí plantada, la mujer y sus colegas empezaron de golpe a hablar y a reírse, y poco después parecían haberme olvidado. No pude seguir sus conversaciones ya que estaba concentrada en no perder mi extraña posición, y tras unos momentos de titubeo les dirigí la palabra. "Disculpad", pronuncié un poco nerviosa, "se me empiezan a cansar los brazos...". En ese momento mi doctora se giró y haciendo ademán de sorpresa espetó: "¡Ah, sí!", y dirigiéndose a sus compañeros agregó: "Chicos, seguimos en un rato. Tú", dijo señalando a un joven muchacho, "quédate". El joven, a todas luces novato e inexperto, la miró con respeto y asintió. La mujer se sentía muy cómoda dominando la situación.

"Bien, jovencita", me dijo, "se trata de mantener el equilibrio. Quizá no lo creas, pero estamos nivelando tu cuerpo. Necesitamos que te pongas en diferentes posturas". Y así empezó a indicarme que me tumbara de lado, que me pusiera de cuclillas o que simplemente me sentara, haciéndome mantener la posición durante algunos minutos mientras ella y su colega hablaban de fiestas pasadas y de planes futuros. Pasó una hora y yo no me sentía más tranquila o relajada, sino más bien todo lo contrario: me iban a cobrar cincuenta euros por estar de cháchara mientras mi cuerpo se cansaba y tensaba. Definitivamente, me habían tomado el pelo.

Pero no dejaría que ellos se diesen cuenta, pues la venganza, como leí en Sinhué el Egipcio, es un plato que se sirve frío (aunque esta vez no habría ninguna calavera debajo). Tímidamente les pregunté: "¿Esto me va a ayudar? No me siento mejor...". La mujer se rió y el chico esbozó media mueca de ironía, y ella me dijo: "Claro que sí, jovencita, pero no lo notarás hasta dentro de un tiempo. Te esperamos aquí la semana que viene". "Por supuesto, creo que esto me va a venir muy bien", mentí con una sonrisa, y ambos salieron de la estancia para que me vistiera. Aunque había mantenido el tipo ante ellos por dentro me moría de rabia: me habían engañado y, aún peor, se creían que seguirían engañándome. Pero tuve claro que no volverían a verme.

Y mientras le daba vueltas a mi forma estúpida de regalar el dinero me vestí, descendí las escaleras y pagué, aún no recuerdo cómo ni a quién. Es curioso cómo el conocimiento cambia por completo nuestra forma de ver las cosas: ya no me rodeaba gente hornada y capaz realizando una bondadosa labor, sino que se habían convertido en lobos sedientos de dinero llevando a su cueva a ovejas descarriadas.

Al cruzar el umbral de la puerta miré las nubes: cielo encapotado en una tarde que se apagaba lentamente. Pero no me importaba: aún me quedaban cosas por hacer. Llamé a mi madre al móvil. "¡Hola! Acabo de salir de la fisio, ni se te ocurra probarla". Conozco bien a mi madre: se deja engañar tan fácilmente como yo. "Quiero comprarme un reloj, ¿me acompañas? Cojo el autobús" (me encontraba a dos paradas de mi casa) "y llego a casa, y desde ahí voy al centro comercial". Mi madre me respondió incrédula: "¿Andando? ¡Pero si está en la otra punta de la ciudad, casi en el estadio de fútbol!". "No, mamá, cómo se nota que sales poco. Está muy cerca, a unos quince minutos caminando". Y así cogí el autobús que me dejaría a medio camino entre mi casa y el centro comercial. Cuando bajé mi madre me estaba esperando. "¿Ves?", le dije, "estamos en el Puente del Trabajo; de aquí a las tiendas es un ratito caminando", añadí mientras señalaba con el dedo a la imponente estructura de metal blanco. Ella decidió ir en autobús: "Ya nos encontraremos allí". Y empecé a caminar, para darme cuenta al cabo de veinte minutos que el camino era más largo de lo que había creído y que, era cierto, tenía que cruzar muchas travesías para llegar. Andando, era un mundo; en autobús, un suspiro.

Aunque tardé mucho rato en llegar, el tiempo parecía haberse detenido, ya que el cielo seguía con su color gris pero sin nubes. El paseo en el que me encontraba estaba repleto de tiendas, y al apearme del metro (finalmente había optado por no pasarme la noche deambulando por las frías calles), vi una tienda de libros. "¡Mira!", te grité, pues nos habíamos encontrado bajo la fría y blanca luz de un vagón de metro, "¡libros!". Y me sentí como una niña rodeada de caramelos, y me dirigí corriendo al escaparate, mientras tu sonreías y te despedías de mí. Cuando me di la vuelta habías desaparecido. "Tendrá prisa...", pensé. Y me olvidé de los libros, y empecé a caminar por la calle.

Lo cierto es que no se trata de una calle normal, sino de un enorme centro comercial cubierto por una altísima cúpula de cristal. La avenida está siempre repleta de tenderetes en los que se vende de todo, como en un mercado de Navidad: ropa, accesorios, relojes, perfumes, libros y música. Desde la parada de transportes (autobús, tren y metro) se entra automáticamente al gigantesco recinto a través de una abertura de acero plateado; imagino que casi no había gente al tratarse de un día laboral. Empecé a pasear entre las tiendas mirando vitrinas llenas de anillos, colgantes y relojes: yo buscaba un reloj pequeño, cuadrado y a ser posible con la correa metálica. Al cabo de un rato, tras haber visto varios modelos y mientras intentaba recordar las tiendas a las que debería volver más tarde, me encontré con mi madre, quien me dijo que no había visto nada que le interesara. Paseamos juntas mirando más tiendas durante un rato, pero tengo que reconocer que con ella pierdo fácilmente la paciencia y me saca de mis casillas: cualquier cosa que vea y que me guste, para ella tiene como mínimo un defecto por el cual no debería ser comprada. A mí me hacía ilusión probarme algunas prendas de ropa que nunca antes me había planteado utilizar, como fulares, toreras y faldas cortas, y cada vez que veía algo que me quedaba bien mi madre le encontraba algún problema. Por ejemplo, encontré un hermoso pañuelo azul cielo con bordados en plata para el cuello y quise quedármelo, pero mi madre empezó a decirme que ese no era mi estilo, que cuándo me lo iba a poner, y que ahora que llegaba el invierno y el frío no podría utilizarlo ni lucirlo. Finalmente insinué que podríamos volver a casa ya y que yo no había visto nada interesante, pero mi intención real era dejarla a ella en casa y volver en autobús o en metro (cada viaje supondría tan sólo cinco minutos).

Cuando volví al centro comercial repasé de nuevo las tiendas en las que había visto relojes que me habían agradado. En una de ellas me probé uno de correa granate y esfera negra, y como no me decidía a comprarlo, el dependiente me permitió llevármelo, dar una vuelta con él y decidirme. "Vuelve cuando quieras, no te preocupes", me decía sonriente. Y aunque ya no me fiaba de las caras amables, me di cuenta de que realmente en esta persona podía confiar: ¡me dejaba que me llevara el reloj sin pagarlo! Y lógicamente, ante tal muestra de confianza yo no iba a defraudarle: si no se lo compraba se lo devolvería esa misma tarde y a cambio le compraría otro artículo.

Volví a casa mientras pensaba qué hacer con el reloj. Pasadas las siete llamé a una amiga al móvil y tras un par de bromas, unas risas y preguntarme por cómo me encontraba, me sugirió que quedásemos ese fin de semana. Yo le dije que ya la avisaría, ya que me apetecía quedarme tranquila en casa. Cuando volví al centro comercial, sin haber decidido aún qué hacer con el reloj, ya había anochecido, pero dentro del centro comercial parecía vivirse una eterna tarde de verano: el sol nunca se ponía. Esta vez entré por una puerta trasera, y hasta llegar a la avenida de tiendas tuve que recorrer multitud de oscuras y frías estancias marrones y vacías, probablemente pertenecientes a los trabajadores de tan gigantesco entramado comercial. "Hacen jornada intensiva durante todo el año, estoy convencida", pensé mientras escuchaba el sonido de mis zapatos de tacón alto golpeando el suelo de piedra (había decidido cambiarme y dejar mis Buffalo en el armario para ponerme algo más elegante, a juego con el reloj que llevaba. Básicamente, me había apetecido arreglarme, algo que ocurría con demasiada frecuencia últimamente). Salí a la gran avenida y sin mayor dilación me dirigí a la tienda del amable señor que me había prestado el reloj. "¿Ya te lo has pensado?", me preguntó pacientemente. "No, la verdad es que aún no sé muy bien qué hacer", le respondí con algo de vergüenza mientras me lo quitaba y se lo entregaba. Él sonrió complacido y yo me quedé merodeando por la minúscula tienda, observando todos sus rincones. Aunque no sabía si quedarme con el reloj que me habían prestado, sí había tomado una decisión: realizaría mi compra en ese local. Sólo por la atención, la confianza y el respeto que me habían mostrado, se merecían ganar una clienta más. Y les compraría un artículo, por pequeño que fuera. Por eso miré de nuevo guantes, pañuelos, anillos y perfumes, intentando convencerme a mí misma de que necesitaba comprar algo. ¿Una colonia quizá? La verdad es que la que usaba me irritaba la piel del cuello... pero no encontré ninguna otra colonia cuyo olor me agradara realmente y, cuando la encontraba, no podía comprarla (hay marcas que por orgullo, dolor y rabia no puedo utilizar, al menos de momento). Mi madre volvió a entrar en la tienda, preguntándome si pensaba volver a casa. "Claro que sí, pero ahora déjame sola, por favor, necesito concentrarme", le respondí. "No te preocupes", agregué, "volveré en bus, ya sabes que tardo diez minutos".

Me quedé merodeando un rato más en la tienda, buscando algo que comprar; salía y me sentaba en uno de los bancos grises de la avenida, entre sus palmeras y sus papeleras verdes, y miraba la multitud de minúsculas tiendas de cristal que me rodeaban. Si habéis estado alguna vez en la madrileña estación de tren de Atocha, os podréis hacer una idea de cómo era el centro comercial. Finalmente, y como ya estaba oscureciendo, me decidí: compraría un reloj; no el que me había llevado, sino otro de esfera redonda y correa de metal. "Hola de nuevo", le dije sonriente al hombre que me había atendido. "¿Ya te has decidido?", me respondió devolviéndome la sonrisa. "Sí...", le dije, y mirando la vitrina enfrente mío señalé el reloj que quería y añadí: "me llevaré este". "¿Estás segura?", me preguntó. "¡Claro!", respondí yo, y entonces me pregunté por qué me había costado tanto decidirme por un reloj si el que realmente quería lo tenía ante mis narices. El hombre volvió a sonreír, me cobró el artículo (aproximadamente sesenta euros que pagué en metálico) y lo guardó en una cajita de madera marrón que introdujo en una pequeña bolsa de terciopelo granate. "Aquí tienes, preciosa", siguió sonriendo, y no sé si fue por el piropo, por su educación y trato amable o porque al fin me había decidido, me despedí alegremente y salí de la tienda sintiéndome feliz. Al fin había conseguido lo que quería.

28 julio 2007

De la isla

Hay una pequeña isla, invisible para aquellos que no saben mirar, perdida en medio de la nada de agua que es el Océano. Esa isla, desconocida por muchos y demasiado poco familiar para otros, contiene secretos que nadie conoce; es un reflejo vivo de nuestros miedos y terrores más infantiles. En ese pequeño trozo de tierra lo imposible se hace realidad y lo normal desaparece tras el velo oscuro y multicolor de la locura. A esa isla van a parar las personas agotadas, desesperadas, perdidas, desoladas, desesperanzadas, tristes. Y cuando llegan quieren irse, pero es una isla de la que es imposible escapar: únicamente se puede desaparecer, para pasar a formar parte de la isla misma.

Cuando una persona llega a la isla, despierta en una cama, perdida y desorientada. No se encuentra en la cálida comodidad de su bien conocido dormitorio, sino en una sala grande, con otras camas como la suya, todas ellas deshechas y vacías. Las sábanas son de color blanco, o quizá verde pastel, o quizá azul cielo. No hay paredes en la sala, sino enormes ventanales sin cristal por donde se filtra la plácida luz del sol; se pueden observar las frondosas copas de los árboles en el exterior, lo que indica que se está en un piso superior. Al abrir los ojos el recién llegado queda cegado por la intensidad de la luz y la fuerza de los colores, que al principio le dañan la vista, tan acostumbrada al mundo gris y sucio de la ciudad. Poco a poco se despereza, se sienta sobre el mullido colchón, y entonces empiezan las preguntas.

"¿Dónde estoy?" y "¿Cómo he llegado hasta aquí?" son las primeras que acuden a su mente. El viaje ha debido ser largo, aunque la persona no lo recuerde y aunque se sienta descansada y libre de pesos y cadenas. Al lado de la cama hay una pequeña mesita de mimbre, sobre la que hay una bandeja blanca con dibujos azules, una jarra de zumo fresco y un platito con tostadas, mermelada y mantequilla. Pero el viajero está aún desorientado y no quiere probar bocado; preferirá indagar por los alrededores, descubriendo el nuevo entorno sin prisa y con mucha curiosidad, deseando encontrar respuestas a sus muchas preguntas y dudas.

Se encuentra en una gigantesca mansión de planta cuadrada, cual caja de zapatos. Hay muchos pisos, y el viajero, en esta ocasión una joven, se encuentra en el piso superior. A su izquierda hay una puerta desvencijada y unas escaleras que, extrañamente, ascienden a otro piso, o quizá la azotea. El umbral de la escalera está a oscuras, y por un momento la joven cree notar una presencia oscura, triste y pesada, arrastrándose por los escalones. La equilibrada calma del exterior contrasta duramente con el frío oscuro de los recodos de la mansión, llenos de polvo, olvidados y descuidados por la luz. Una sombra de melancolía se mueve en ellos, y la joven no quiere mirar, pero su curiosidad es más fuerte y sigue adelante.

Desciende hasta el comedor, en la planta baja: un enorme salón a oscuras donde las motas de polvo flotan en el espeso aire, que parece guardar los recuerdos de cientos de años. Una enorme mesa marrón en medio de la sala, rodeada por antiguas sillas de alto respaldo, quieren invitar a sentarse y probar un delicioso bocado de los platos que se acumulan sobre ella; pero sólo hay restos de comida, platos amontonados y cubiertos desperdigados por su superficie. Un enorme reloj al fondo del salón marca lentamente un tic-tac sin compás, ahora más rápido, ahora algo más lento. Las cortinas se adivinan verdes, pero la suciedad lo cubre todo como un manto cenizo. Y traspasado el comedor, se llega a la sala principal, con una gigantesca puerta de madera maciza y cerraduras enormes sin llave. La muchacha, oprimida por tan desolador lugar, decide salir al exterior.

Y cuál es su sorpresa cuando se encuentra en mitad de un frondoso bosque. A sus espaldas, la mansión parece mucho más pequeña y baja que desde su interior; sus paredes marrones cubiertas de hiedra parecen llorar angustiadas, pero en su azotea se adivina paz y bienestar. La casa se encuentra rodeada por multitud de árboles de tronco enorme y espeso follaje, pero no pía ningún pájaro; el sonido parece lejano y denso, como si de un recuerdo se tratara.

La muchacha se dirige hacia su derecha, hasta encontrar un porche de blancas columnas y con dos bancos del color de las hojas de los árboles, y entonces decide preguntar en voz alta: "¿Hay alguien ahí? ¿Alguien sabe dónde estoy?". Pero no recibe respuesta, y sigue caminando alrededor de la mansión hasta rodearla tres veces, para más tarde sentarse en uno de los bancos del porche. Y entonces, al fin, ve a alguien.

Es un niño de unos seis años, delgado y con gafas, de piel y ojos claros. "Hola", le dice con una voz cantarina y dulce. "Hola", responde la joven, para luego añadir: "¿sabes dónde estoy o cómo he llegado hasta aquí?". El niño la mira con una sonrisa tranquila y le responde: "No lo sé, pero todos vamos y venimos, y rara vez alguien se queda. No te fíes del entorno; guarda secretos más oscuros de lo que te podrías imaginar". Y dicho esto, el niño transforma su cara en una horrible mueca, le da la espalda y echa a correr. "¡Espera!", grita la joven, "¡vuelve!". Pero es demasiado tarde; de repente se siente atemorizada, perdida y sola. Pero extrañamente se siente rodeada de gente, gente a la que no puede ver pero que presiente que sí pueden verla a ella, y eso aumenta su sensación de soledad. Un miedo infantil e irracional empieza a apoderarse de ella, y mirando a su alrededor se siente encerrada en una caja de árboles, sin saber qué hay más allá, aunque puede imaginarlo: más árboles, y luego el azul del mar y del cielo. Y nada más.

Entonces vuelve a meterse en la mansión, pasando por el apagado comedor, cruzando la cocina (en la que antes no se había fijado) y subiendo un piso tras otro, a cuál más tenebroso, hasta llegar a la sala donde despertó. Tiene miedo, y aunque no cree que hayan pasado muchas horas, ha empezado a anochecer en el exterior. Se tumba sobre su cama, quedando sus pies muy cerca de la puerta abierta. "Ahora la cerraré", piensa, pero no puede moverse: está demasiado oscuro y tiene miedo. Y de golpe, como si una voz en su interior le hablara, se percata de que tiene que pasar una noche allí, sola y asustada, y solo piensa en dormir, pero está demasiado desvelada como para cerrar los ojos. Y entonces llega la gente.

Algunos de ellos son caras conocidas; otros, en cambio, no son más que extrañas figuras de humo con voz hueca y risas estridentes. También hay insectos gigantes y pequeños mamíferos, y todos pasean por la sala, sin tocar el suelo, atravesando las paredes, sin mirarla. La muchacha se esconde cada vez más bajo su fría sábana, aunque tiene mucho calor a causa del miedo. Y entonces, de repente, aparece él en su cama. Un antiguo amigo y compañero de la vida al que hacía demasiado tiempo que no quería ver; y ella le pide que se vaya, pero él se ríe y le dice: "Tranquila, sólo tienes que pasar aquí una noche". Y entonces todo desaparece: la gente, las voces y el ruido, y una ensordecedora calma lo envuelve todo como una tela oscura y estrellada, y ella se asusta más, y entonces, tumbada sobre el costado derecho y mirando hacia los ventanales, piensa repetidamente: "Sólo una noche... Sólo una noche...". Intenta mantener la calma pero no puede, y cuando la angustia empieza a obligarla a respirar demasiado rápido, recuerda una canción y decide ponerse a cantar, porque siempre ha creído que la música alegra el alma y el corazón de los hombres, pero no tiene voz, y su garganta sólo produce sonidos ahogados y desafinados, pero ella sigue intentándolo hasta acabar la canción, una melodía sin letra del medioevo que resuena en su mente sin cesar. Y finalmente acaba riendo histérica, pero su risa tampoco tiene sonido, sino que es una risa ahogada y triste, aunque en su interior sólo oye sus propias carcajadas. "Me estoy volviendo loca", piensa desesperada. "Tengo que evitarlo...". Pero sigue riendo, y no puede parar, y el sonido de su risa no le gusta en absoluto, porque no parece suyo y no se reconoce.

Y entonces siente una mirada sobre ella. Todo está a oscuras, pero de la puerta a sus pies emana una tenue luz naranja, como el color sepia de una foto antigua y desgastada. Ella se gira lentamente, y aunque al principio no ve nada extraño, de repente se da cuenta: hay un bulto extraño en la puerta. Es de color marrón, y no sabría decir qué textura tiene, pero parece líquido y sólido al mismo tiempo, y es similar a la rugosa corteza de un árbol, y al mismo tiempo parece liso como la piel de un recién nacido. Y el cilindro gira lentamente sobre sí mismo, como buscando algo, pero no tiene ojos, y aunque acaba deteniéndose, la muchacha se siente observada y atrapada por su mirada. Y entonces algo estalla en su mente, un pequeño click en el mecanismo que la mantenía a salvo de la locura, y ella empieza a reírse a carcajada limpia, esta vez con ganas y fuerza, y señala al cilindro con el dedo índice, y le chilla una y otra vez entre risas: "¿¡Y tú qué eres, eh!?". Quiere reírse de lo que la atemoriza, y eso empeora las cosas, porque ella sabe que está faltándole al respeto a algo que ni siquiera sabe lo que es y que la estaba buscando y vigilando, pero ella no puede parar, y cuando nota que el cilindro está un poco más cerca de su cama, deja de reír en seco y sólo piensa en gritar pidiendo ayuda.

Pero de su garganta, de nuevo, no salen más que susurros ahogados. Le ha dado la espalda al cilindro y a la puerta, y con los pies encogidos intenta llamar a alguien que pueda ayudarle: un amigo, su madre, el niño del porche. Y sus sollozos angustiados son como el aleteo de una paloma en medio del silencio de la isla, y la oscuridad oprime su mente cada vez más, pero ella sigue intentándolo; quiere gritar, necesita gritar, porque sabe que si lo consigue, si finalmente logra alzar la voz en un desesperado intento por conseguir ayuda, quizá alguien vendrá a buscarla y sacarla de esa isla. Y recuerda todas aquellas pesadillas en las que siempre intentaba gritar pero no podía, y se sentía como dentro de una pesadilla, pero esa vez era real, y siendo real y no una pesadilla, lograría gritar.

Y en la tranquila oscuridad de la noche en la isla se alzó débilmente una voz ahogada, como de ultratumba, un último grito que llevó a la muchacha a otro lugar...

21 julio 2007

De cuando me ahogué en el mar

Llega el verano: mucho sol, demasiado calor, poca sombra al mediodía, aire cálido y bebidas refrescantes en terrazas de bares, con pantalones cortos o faldas y sandalias de todo tipo. Extranjeros que vienen de fuera y ciudadanos que un día fueron extranjeros se mezclan con los trabajadores que aún no tienen vacaciones o que ya las han disfrutado. Una explosión de color que no llega con la primavera sino con los primeros grados de más.

Con este panorama, a todo el mundo le apetece un buen chapuzón en la playa: pasar del calor más sofocante al frío helado del agua salada, una especie de auto castigo (todo el mundo lo pasa mal al meterse en el agua) en playas a rebosar y en las que parasoles y toallas cubren por completo la arena.

No suelo ir a la playa; es un hábito que quiero cambiar, ya que de pequeña me gustaba mucho: no había quien me sacara del agua, siempre jugando con la colchoneta o con una pelota. Me encanta nadar, aunque no muy lejos de la orilla, ya que el mar me produce un profundo respeto y un dulce temor: no pertenezco a él. Y esa lección la aprendí hace aproximadamente dos años.

Salí de la boca más cercana de metro, la que me llevaría directamente a la playa tras cruzar tres calles. Quizá fuese producto de mi imaginación, pero todo el barrio producía una extraña sensación de calor que invitaba a seguir caminando dirección al agua: una avenida amplia, con edificios y asfalto del color de la arena, contrastaba contra el azul impoluto del cielo; los bares hacían su agosto (qué peculiar frase) con sus terrazas, y todos los comercios, fueran del tipo que fuesen, vendían helados.

Yo llevaba días esperando ese momento: mi falda corta recién estrenada, mi camiseta de tirantes todo terreno, mis sandalias frescas, y mi mochila al hombro con lo esencial para un día de playa (una toalla, protección solar, las llaves de casa, la funda de las gafas, algo de dinero, documentación y tarjeta de metro). Mi acompañante de último momento estaba acostumbrado a ir a la playa, y conocía bien mi vergüenza: demasiado blanca a la luz del sol, me sentía como un copo de nieve en pleno desierto. Qué extraña ironía; hace siglos, las mujeres de piel blanca eran reconocidas como nobles, en contraste con la gente morena, signo de necesidad de trabajos en el campo. Ahora es al contrario: la tez blanca es sinónimo de rata de biblioteca o de complejidad. Yo, ese día, me armé de confianza y decidí olvidarme de mis libros y mis complejos.

Llegamos a la playa: un pequeño escondite en forma de U, tranquilo y no muy concurrido. Comenté con mi acompañante que me parecía divertido que todo el mundo pareciese querer ir siempre al mismo sitio: playas abarrotadas en las que se siente más el calor humano que el del sol; las playas vacías, le dije, siempre están vacías, para la gente que las busca. Él me respondió que ya se había dado cuenta de ello, pero que nunca se sabía qué sorpresas se podía encontrar uno en una playa.

No nos fue difícil encontrar sitio; extendimos nuestras toallas sobre la arena ardiendo y nos tumbamos al sol, observando a la gente de alrededor: parejas jóvenes, grupos de amigos, y alguna familia con los niños. Había poca gente en el agua, que estaba en calma, su superficie lisa como una sábana de seda azul. A nuestras espaldas quedaba la vía de tren, y un poco más lejos, unas cortas escaleras que llevaban a la pequeña plataforma con tres o cuatro carretas, lugares reservados para privilegiados (ese día yo era uno de ellos) donde descansar del sol y comer o echarse una siesta. De hecho, la mañana pasó rápido, y después de comerme un helado de chocolate, nos metimos en nuestra carreta.

Era pequeña, como una caravana, y oscura y fresca. Tenía una cama, una mesita con una tele, un montón de cortinas y una nevera pequeñita. Estuve tumbada un rato, mirando por la ventana en dirección a la playa (que quedaba a unos cien metros), observando cómo se iba llenando de gente poco a poco. Decidí esperar a que volviera a vaciarse por la tarde para volver a ella y nadar un rato.

Por la tarde no hacía tanto calor, pero el sol parecía no haberse movido del horizonte. Me senté en mi toalla, viendo cómo la gente se marchaba poco a poco. Quizá era producto de tanto sol, pero la playa parecía ensancharse y estrecharse; a veces parecía ser kilométrica, y otras veces me daba la sensación de estar en una pequeña cala perdida. Para despejarme un poco, me metí en el agua a nadar.

Hay un buen truco para superar los primeros momentos de frío al contacto con el agua: mojarse nuca, muñecas, cuello y torso, coger aire y, con paso decidido, meterse de cabeza en el agua rápidamente. De modo que eso hice, ¡y qué maravillosa sensación!, sumergiéndome en el agua, sin oír más que un ruido sordo, sintiéndome rodeada por un líquido refrescante, estando yo sola por unos instantes. No recuerdo cuánto tiempo estuve nadando, pero me sentí realmente bien al salir del agua. Debió ser bastante rato, porque cuando volví a la orilla, ésta era mucho más estrecha y su pendiente mucho más pronunciada, como si hubiera subido la marea.

Me senté de nuevo en mi toalla, mirando embobada cómo las olas iban acercándose a donde yo estaba, hasta que el agua me tocó los pies. Empecé a sentirme ligeramente inquieta, ya que la marea estaba subiendo demasiado rápido, pero la gente a mi alrededor parecía no darle más importancia, de modo que moví mi toalla de sitio y volví a tumbarme.

Y en la calma de esa tarde que parecía una mañana, alguien lanzó un grito. No entendí qué decía, pero la gente comenzó a correr de un lado para otro. La pendiente de arena ahora era muy empinada, y mirando a mi derecha vi que el mar estaba comiéndose literalmente la playa: la gente recogía rápidamente sus pertenencias y subía con esfuerzo la pendiente, y cuando llegaban arriba se quedaban mirando el mar con preocupación, gritando a los demás que subieran sin falta. Yo tardé un poco en reaccionar, y cuando cogí mi toalla y mi bolsa y empecé a subir la pendiente, una ola me golpeó en la espalda, haciéndome caer hacia atrás.

Intenté incorporarme, mirando hacia la gente que me observaba desde lo alto, y pedí ayuda. Pero nadie bajó a ayudarme; sólo me miraban con angustia en los ojos, apremiándome a volver a intentarlo. La arena bajo mis pies era muy poco estable y me costaba moverme; cada vez que trataba de subir la pendiente, se deshacía y me devolvía al mar, en el que las olas se peleaban por engullirme. Seguí intentándolo, agarrándome desesperadamente a la arena como si fuese una barandilla, sabiendo que eso no serviría de nada, sintiendo cada grano de arena clavándose en mi piel; el pánico se iba apoderando poco a poco de mí, y mis ansias por escapar eran cada vez más fuertes: ¿por qué no había sido más rápida cuando oí el primer grito? Y en un último esfuerzo desesperado, cuando casi estaba en la cima de la barrera de arena, una ola gigantesca me atacó por la espalda y me arrastró al mar.

Pude ver cómo la gente cogía mi toalla y mi bolsa, para luego mirarme con tristeza y pena. Al principio quedé muy aturdida, sintiendo todas las burbujas de aire recorriéndome el cuerpo, los finos granos de arena hiriéndome la piel por la fuerza de la corriente, el agua introduciéndose en mis oídos y nariz y obligándome a toser y atragantarme; y no sabía dónde estaba el arriba y dónde quedaba el abajo. Pude sacar la cabeza del agua unos instantes, y vi que la orilla quedaba ya muy lejos, pero las olas eran fuertes y me volvían a introducir en el agua, dejándome sin aire. Quise nadar y salir de allí; quizá si me aproximaba lo suficiente a tierra firme, alguien me lanzaría algo a lo que asirme para salir de allí. Pero cuanto más intentaba luchar contra el agua, más me engullía ésta, con el ensordecedor rugido del agua revuelta en mis oídos y la furia de las burbujas y la arena en mi piel.

La última vez que conseguí asomarme a la superficie, pude ver que la playa estaba ya muy lejos, y que unas espesas nubes grises cubrían todo el cielo. La gente apostada en lo alto de la cima de arena miraba desesperada y, poco a poco, fue dando la espalda al mar y marchándose; y supe que todo era en vano, y que no había manera de salir de allí. Entonces decidí que la próxima ola que me encontrara sería la última. Cogí aire, y cuando ésta llegó, me dejé llevar por la corriente, rindiéndome a la fuerza del líquido elemento al que tanto había respetado y temido, y que ahora me reclamaba enfadado, cual sacrificio humano. No pude evitar en ese momento: ¿aprenderán algo de esto? Y así, dejándome llevar, me adapté poco a poco a la fuerza del mar, y éste pareció relajarse y soltarme, pero yo ya estaba demasiado hundida, y entonces mé arropó con sus aguas cálidas y oscuras y me mimó mientras yo exhalaba los últimos restos de aire de mis pulmones...

03 marzo 2007

De los perros y la torre oscura

A los trece años tuve que tomar la primera elección importante de mi vida, y cuanta más información recibía menos sabía qué camino elegir. "De esta decisión depende vuestro futuro", nos decían los profesores. "Elegid bien, pues aunque después decidáis cambiar habréis perdido el tiempo", no se cansaban de repetirnos.

En ese momento, cuando aún existía la EGB, el BUP y el COU, y cuando las dos únicas posibilidades eran BUP y su orientación universitaria o Formación Profesional y el salto al mundo laboral, tres tipos de personas se presentaron ante mis ojos: por un lado, aquellos que lo tenían muy claro y que sabían perfectamente qué hacer con su vida; por otro, aquellos a los que no les importaba qué elegir, porque odiaban estudiar o porque no se les daba bien; y por último, el grupo al que yo pertenecía, el de la gente que no sabía qué hacer y que se dejó guiar por los consejos de los adultos.

Pero para ayudarnos (en teoría) en nuestra elección, se programaron una serie de tests psicotécnicos y de conocimientos a partir de cuyos resultados nos indicarían, como si fuéramos ganado, qué debíamos hacer. Los tests empezaban a las siete de una fría tarde de invierno, y estuvimos encerrados en el aula unas dos horas mirando series gráficas y numéricas, recordando nombres de autores y respondiendo preguntas claramente estúpidas del tipo "¿Qué prefieres ser, un águila que sobrevuela el mundo o una foca en la playa rodeada de un montón de focas?" (por dios, ¿por qué nunca ponen la opción "Depende"? Depende de por donde vuele el águila y hacia dónde se dirija, y depende de la playa y las focas, y depende del entorno y del estado de ánimo y de otro montón de factores que no podemos controlar...).

Al terminar los tests, la profesora, una mujer de unos cuarenta años muy inteligente y muy amargada, guardó todos los papeles en su cartera de piel marrón claro y nos indicó que podíamos irnos. Pero cuando empezamos a levantarnos de nuestros asientos entró otro de nuestros profesores, un adulto depresivo y sin autoridad que se había convertido en el hazmerreír de todos los alumnos. Con ademanes nerviosos nos indicó que no nos moviéramos de donde estábamos, mientras tras él entraba otro profesor que, para gracia o desgracia del anterior, consiguió captar nuestra atención y explicarnos qué sucedía: no podíamos irnos, ya que el exterior de las aulas era peligroso. Aun sin darnos más datos, su contundente voz nos convenció de que debíamos hacerle caso, y siguiendo sus indicaciones apagamos la luz y nos quedamos en la más absoluta oscuridad de la noche, asustados y callados, deseando obtener respuestas e irnos a casa.

Yo siempre me sentaba al lado de la ventana, y aunque ya era noche cerrada y todas las luces del colegio habían sido apagadas pude observar en el patio las figuras de decenas de perros que vagaban en busca de comida. Vi entonces que eran perros hambrientos y famélicos, sucios y enfermos: algunos cojeaban, otros tenían cicatrices por todo el cuerpo, y parecían rabiosos. Entonces, sin acabar de creérmelo, vi que cuando encontraban los restos de un bocadillo en la basura se producía una fiera pelea que, a veces, dejaba a alguno de los animales inerte en el suelo. Al preguntarle al profesor qué era aquello, éste me indicó en susurros que no osara mediar palabra. Los otros alumnos que se sentaban al lado de la ventana explicaron a sus compañeros más cercanos lo que sucedía, y pude ver el pánico contenido en sus miradas, pero no dijeron nada. Y en silencio pudimos escuchar los gruñidos y ladridos de las fieras, y sus pisadas y sus fosas nasales oliendo y buscando, y otros sonidos que preferí no visualizar.

Pasaba el tiempo y nadie venía a por nosotros, y lo que al principio fue curiosidad acabó convirtiéndose en una extraña urgencia por investigar de dónde habían salido esos perros hambrientos y, como si de la protagonista de una novela para adolescentes me tratara, me pregunté si sería capaz de controlarlos y retenerlos mientras el resto de la clase salía por la puerta. Sabía que tenía que existir algún modo, y el tedio estaba acabando conmigo. Me levanté, y una de mis compañeras me cogió por el brazo y me dijo: "No lo hagas", pero los demás se me quedaron mirando, algunos con esperanza, otros con miedo. La profesora, que se había desplomado sobre su silla, me miraba con ojos ausentes y no intentó detenerme. El profesor había ido en busca de información hacía un rato, de modo que nada ni nadie me retenía, y finalmente salí por la puerta.

El colegio estaba desierto, y aunque no había luna ni estrellas la visibilidad era perfecta. Cuando bajé las escaleras y salí al patio todas las señales de violencia habían desaparecido: no había restos de comida ni cuerpos, y todo estaba en calma. Era como si todo lo que había visto desde mi ventana se hubiese esfumado, o quizá había estado mirando un patio distinto. Mientras dirigía mi mirada hacia las ventanas del aula, desde las cuales algunos alumnos me miraban, vi a dos compañeras aparecer por la misma puerta con paso decidido. "Vamos contigo, por si necesitas ayuda", me dijo una de ellas. Acto seguido me indicó que nuestras batas azules destacaban en la oscuridad de la noche y que seríamos presa fácil de los animales si no nos las quitábamos. La otra me miró como si esperara órdenes, y entonces les señalé que las tiraran a la papelera más cercana.

Atravesé el patio con paso decidido mientras mis dos compañeras esperaban atrás, y me dirigí hacia la entrada principal, cuyas escaleras de subida llevaban a las aulas de BUP y las de bajada al enorme comedor. Por un momento intenté recordar el suave color crema de las paredes y el gris gastado del suelo, ya que al mirar al edificio observé que éste había cambiado: me encontraba a la entrada de una alta y oscura torre circular y deforme, acabada en un destrozado pináculo y con pequeñas ventanas alargadas que me observaban, y me sentí amenazada. Y también sentí entonces mucho miedo, pero la curiosidad era más fuerte, y armada de un valor antes desconocido entré por la gigantesca puerta de hierro forjado y comencé a subir las estrechas escaleras de caracol, irregulares y polvorientas.

Aunque desde el exterior la torre me había parecido alta, desde su interior parecía no tener fin. Subí y subí sin parar, casi sin aliento, y con cada paso el espacio era más reducido, y cada poco rato miraba hacia abajo para ver únicamente un suelo negro y blanco que antes no estaba allí, como si de un irregular tablero de damas se tratase. Y cuando miraba hacia arriba veía una gigantesca campana dorada, cada vez más cerca pero siempre a la misma distancia. El camino era lento y difícil, y aunque sé que tardé muchísimo en llegar a lo alto de todo no recuerdo casi nada del trayecto, más que escalones y escalones y un extraño olor a humedad y polvo. Cuando finalmente llegué arriba la torre se había estrechado tanto que debía desplazarme agachada, y al mirar hacia abajo vi a mis dos compañeras que me miraban, y me di cuenta de que se habían puesto de nuevo sus batas, y en su mirada sólo había vacío y rabia, y entonces supe que había sido una encerrona: su sonrisa mientras subían los escalones y sus furtivas miradas a las ventanas a mis espaldas me alertaron... Bastaba un empujón para que todo terminase. Y la valentía que hasta entonces había sentido me abandonó por completo y la certeza de lo que me podía suceder me provocó pánico, y me quedé paralizada mientras mis compañeras subían las escaleras y me gritaban que no me moviera. Entonces vi que de la campana colgaba una gruesa soga por la que quizá podría bajar para encontrar un escondite, y al agarrarme a ella con fuerza la campana estalló con un sonido estridente y profundo, y mis compañeras gritaron...

No recuerdo qué sucedió después. Sólo sé que al día siguiente, o quizá al cabo de unas semanas, volví a la escuela con la sensación de haberlo soñado todo, y los alumnos y profesores ya no estaban preocupados y parecían no recordar nada. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, o quizá nada de aquello había sucedido. Pero a la hora de comer, cuando mis compañeras y yo nos dirigíamos hacia el comedor y observé las paredes de suave color crema y el gris del suelo desgastado, la inquietud me invadió y no quise entrar por la puerta...

07 febrero 2007

Del maquillaje y un encuentro no deseado

Hay una muchacha en mi barrio que no pasa desapercibida, o eso dicen. Se llama S, siempre viste de negro, y su larga y rizada melena castaña le llega por la cintura y resalta su piel pálida. Lleva botas de suela alta, pero nunca tacones, ya que dice que le gusta pisar con fuerza y poder salir corriendo en caso de ser necesario. Siempre viste igual, y lleva una cruz al cuello. Rara vez se la ve sin sus cascos, y como siempre va concentrada en su música, nunca saluda a los vecinos, pero no creáis que lo hace a propósito; simplemente no os ve. Y si os ve, os saludará con una cálida sonrisa, pues aunque en su interior una pelotita negra y sucia la acompaña en su soledad, en el exterior irradía una luz blanca, y como le dijeron una vez, únicamente le faltan las alas para ser un ángel...

Si la conocéis más allá de la simple apariencia, veréis que también es bella en su interior, pero que su cabecita da miles de vueltas y le lleva a veces por el camino más amargo. Y ésta es la historia de una tarde en la que decidió cambiar todo aquello en lo que se había convertido, su imagen externa, y de cómo no pudo conseguirlo.

Cansada de llevar siempre el mismo color, cansada de sus ojos pequeños y sus ojeras cada vez más pronunciadas, y ante todo, cansada de oír siempre la misma frase: "Siempre de negro, con lo guapa que estarías vistiendo de otro modo, ¿te acuerdas de aquella vez que te maquilló tu jefa? Estabas preciosa...", quiso probar suerte, quiso cambiar, y para ello tenía que aprender, y para aprender debía practicar, y podía empezar comprando algo básico: el maquillaje.

De modo que se enfundó en su abrigo negro y empezó a subir la calle de su casa en dirección a una tienda especializada, donde pediría, aún no sabía muy bien cómo, consejo y precios. Nadie conocía sus intenciones, pues nunca había hablado de ello, y en realidad ni siquiera sabía si llegaría a atreverse a cambiar, pues pasaría a seguir siendo protagonista aunque no lo quisiera de los comentarios y las preguntas y, quizá, las burlas de todos aquellos que la conocían. Y mientras sopesaba en una balanza mental los pros y los contras de tan impulsiva elección, una vecina del barrio la detuvo: delgada, alta y rubia, de profundos ojos azules y pómulos perfectos, representa su idea a la perfección; exuberante, muy maquillada y con ropa a la última de multitud de colores y miles de complementos, llama la atención por donde va. Y pensó: "No quiero ser como ella, pero algo puedo aprender...".

La chica rubia la invitó a una fiesta en un local cercano. S dudó durante un momento, y quizá el miedo al cambio que se iba a producir en ella y un pequeño porcentaje de indecisión la empujaron a aceptar la oferta. De modo que cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia la derecha, para entrar en un edificio de seis plantas lleno de locales y discotecas. No se trata de un ambiente al que S esté acostumbrada, pero nunca le ha importado visitar lugares nuevos y conocer distintos ambientes: eso le permite, como ella siempre dice, tener más opciones donde elegir y saber dónde se quiere estar.

Aunque desde el exterior el edificio parece un bloque de viviendas más, en su interior alberga vida, fiesta y estilo. Todos los locales dan a un gigantesco patio interior de forma ovalada, y hay escaleras y ascensores en cada punto cardinal. Las paredes están pintadas de intensos colores rojos, verdes y amarillos, y al lado de las barandillas de cristal se alinean sofás de piel granate y plantas de plástico que alegran la vista. La luz amarilla y blanca parece provenir de todas partes, de modo que a uno le parece estar al aire libre y al mismo tiempo bajo tierra.

A esa hora no había demasiada gente (no serían más de las cinco de la tarde), y aunque el volumen de la música era muy alto se respiraba tranquilidad. Quinceañeros con aire chulesco caminaban de aquí para allá, pavoneándose y mirando a las jovencitas que pasaban en grupos riéndose y cacareando como gallinas. S destacaba ante tanto color, y tenía la ligera sensación de ser una mota de ceniza en un enorme arco iris, pero eso no le importaba. Prefería pasar como un borrón oscuro por la vida a pertenecer a la masa uniforme de la sociedad. Y aún así, sentía envidia.

Sentadas en uno de los sofás, ambas muchachas, cual día y noche, observaban a su alrededor, hasta que la chica rubia le pidió entrar en uno de los locales. "Tendremos que subir las escaleras, pero está realmente bien, y dudo que la música te desagrade. Bueno, lo cierto es que tú nunca has tenido demasiado problema con la música". S accedió, y juntas subieron a la tercera planta, y justo cuando se dirigían hacia la discoteca, llegaron ellos.

Cinco chicos que rondaban la treintena, vestidos de blanco y con cadenas de oro al cuello, entraron en el edificio con armas blancas y ganas de pelea. Comenzaron a gritar, y aunque la gente intentaba no mirarles, ellos pegaban a cualquiera que pasara por su lado, y rompieron las plantas y los sofás y las barandillas de cristal, y las lunas de los locales y las mesas de las terrazas. S y su compañera, desde el piso de arriba, no podían creer lo que estaban viendo, y aunque S mantuvo la calma en todo momento, su amiga se puso muy nerviosa y salió corriendo sin mirar atrás. Y S se encontró sola y quieta, rodeada de gritos, golpes y gente corriendo, y decidió salir de allí tranquilamente.

Murió gente en esa tarde, según le dijeron. La gente que ella había visto tan feliz, con sus niñerías y sus sueños de adolescente, estaban perdiendo la vida ante sus propios ojos, pero ella apreciaba demasiado la suya propia como para intentar salvar a nadie, de modo que empezó a caminar despreocupada hacia las escaleras y luego hacia el pasillo que la conduciría a la salida. Y a medio camino se cruzó con el que parecía el cabecilla del grupo, y él la miró a los ojos y gruñó, y ella se quedó parada y le devolvió la mirada y una sonrisa, y entonces él soltó un bufido y siguió su camino. De este modo S pudo escapar de aquel infierno.

Cuando salió a la calle, se sintió muy sola. Unos metros más adelante se encontraba su compañera, quien le dijo riendo que quería volver dentro pero otro día, y que ahora podían ir a otro sitio. "No", respondió S serenamente, "hoy ya no, ya he perdido bastante tiempo". Y dándole la espalda, prosiguió su camino.

Y aunque en ningún momento S temió por su vida ni perdió la calma, la fuerza de su idea inicial se había enfriado, y caminando y escuchando música llegó a un centro comercial. "Bien", pensó, "aquí seguro que tienen algo que me pueda ser de ayuda". Entró en el primero de los dos edificios bajos del complejo, y pasó al lado de ropas y libros y discos, y luego subió unas escaleras y se detuvo a observar artículos para el hogar. "¿Qué hago mirando esto?", pensó, y tras chafardear en un rincón algunos platos de plástico de colores, marcos para fotos y plumeros, y sin encontrar la sección de perfumería, sintió ganas de sentarse a descansar.

El centro comercial cuenta con una cafetería en su azotea, cubierta de mesas, sillas y toldos blancos. Empezaba a oscurecer, aunque las nubes se habían disipado un poco, pero la temperatura era agradable. Sólo le apetecía una taza de chocolate caliente y pensar.

Y allí estaba él. Al principio no quiso creerlo, y luego deseó huir, pero su orgullo la controlaba en ese momento, de modo que irguió su cabeza y una máscara de inexpresividad cruzó su rostro, y se sintió altiva y fuerte ante aquél que había destruido su familia.

Él se acercó a su mesa sorteando sillas y personas, con una mueca en forma de sonrisa y con paso decidido, y le dio dos besos. "¡Cuanto tiempo, S! ¿Cómo estás? ¿Qué tal todo?". S sintió algo similar a una arcada, o quizá fuese ira contenida o violencia demasiado tiempo controlada, y con una sonrisa fría como el hielo respondió: "Bien, gracias, pasé por momentos jodidos gracias a tí pero eso ya forma parte del pasado". S pudo observar mientras él sentaba sus cincuenta años de vida en la silla de delante que realmente se alegraba de verla. "Y dime, ¿cómo están tus padres? ¿Tu madre está bien?".

S quiso gritar. Tenía tantas cosas que decirle, tantas, que todas se agolpaban en su garganta formando un tapón que le impedía hablar. Quería chillarle a la cara lo cabrón que había sido; quería preguntarle cómo había podido, qué había pensado cada vez que besaba a su madre cuando su padre no miraba; quería entender por qué un día desapareció cobardemente del mapa, dejando a su madre en el baño con una cuchilla en las manos. Quería explicarle la sensación de miedo morboso que se apoderaba de ella cada vez que veía un coche de bomberos; quería hablarle de su padre llorando sobre la cama de matrimonio que él había visitado tantas veces. Quería confesarle que ella siempre lo había sabido todo, que desde niña jamás le gustó su mirada, y que cuando sólo quedó esperanza y ésta se desvaneció con una confesión, todo el mundo a su alrededor se tambaleó y entonces ella dejó de creer en muchas cosas. Quería insultarle y escupirle en la cara, quería odiarle, necesitaba odiarle; deseaba encontrar el modo de pasarle toda la rabia, toda la impotencia y la angustia y el odio y la tristeza que había sentido, pero su cuerpo no reaccionaba, y allí se encontraba ella, mirando fríamente y respondiendo: "Está espléndida; todo nos va muy bien".

"Mentirosa de mierda", pensó para sus adentros.

Él la miró curioso, y alzando una ceja sonrió. "Me alegro". S le devolvió la mirada por un instante, y entonces tuvo la sensación de estar hablando con un fantasma del pasado, más joven y más vital; el fantasma de aquellas vacaciones en un pueblo con mar, cuando todo eran suposiciones y sólo había una familia feliz con un amigo de toda la vida.

"Toda la vida. Toda mi infancia y mi adolescencia. Maldita sea".

"Cuéntame, ¿qué haces ahora? Siempre has sido muy inteligente, seguro que todo te va genial. Sabes que siempre me has gustado; creo que nací demasiado pronto". Ella no pudo soportarlo, y al fin su cuerpo reaccionó y, sin abandonar su característica calma en situaciones violentas, se levantó, dejó un billete sobre la mesa y le respondió: "No quiero volver a verte jamás. Déjanos en paz". No podía decirle más, no podía herirle de ningún modo más que con su indiferencia, y ni siquiera ésta era un arma eficaz. Él era indestructible. Y ella se sentía tan impotente...

Y bajó las escaleras hasta la calle, llorando, y nunca miró atrás, aunque sabía que él la observaba desde la azotea, y comenzó a caminar en dirección a la estación de tren, y no quiso volver a su casa. Y su madre la llamó al móvil, pero S no quiso hablar con ella, porque ella tenía la misma culpa que él; S sólo quería olvidar.

Y mientras el cielo oscurecía y nubarrones cada vez mas grises invadían el cielo amenazando tormenta, una solitaria paloma observó desde el cielo la oscura figura de S, siempre vestida de negro y sin maquillaje, con botas de suela alta pero jamás de tacón (porque, como ella siempre dice, le gusta pisar fuerte y poder salir corriendo si es necesario), caminar con la cabeza gacha hacia ningún lugar.

04 febrero 2007

De mis viajes a Venecia

He visitado Venecia en multitud de ocasiones, y en ninguna de ellas he podido aburrirme o dejar de descubrir algo nuevo.

Venecia es una ciudad pequeña, aunque hermosa, y si se sabe mirar sin ojos de turista puede mostrarnos muchos secretos. Por eso, mi primer viaje fue de lo más normal: cinco días sin parar, caminando de un lado para otro, intentando retener en mi retina y en el papel todo lo que me rodeaba. Muchas fotos, muchas risas, mucho calor, mucho prosciutto e melone, y un muy buen recuerdo.

Las otras veces, en cambio, fueron ligeramente distintas.

En una de ellas, sólo fui un par de días. A Venecia se puede llegar desde el aeropuerto de Marco Polo en Mestre de múltiples formas: una línea de autocar especial, el tren, que deja cerca de Ponte di Scalzi, en barco o en la lanzadera. Esa vez, opté por esta última: un corto impulso bajo un raíl rojo en forma de arcoiris en un asiento para una persona, y de repente, ahí estaba, pisando Tre Ponti, en una mañana de sol con niebla y una fresca y agradable temperatura, rodeada de venecianos y algún que otro turista despistado.

La Piazzale Roma, a la derecha llegando desde la carretera, era amplia y estaba desierta. Cogí mi bolsa de viaje y me dirigí un poco más a la derecha, donde se erigía un bajo edificio con una entrada pequeña y oscura: ese sería mi hotel para esa noche. Al entrar, vi que no había nada en el interior: sólo cuatro paredes sucias y oscuras, una mesa de recepción solitaria y destartalada, una planta medio muerta en un rincón a mi izquierda, y un sofá verde esmeralda lleno de polvo. En la parte más alejada de la habitación se podían intuir unas escaleras, por donde más tarde (mucho más tarde) apareció una vieja mujer que me dijo que sólo podía venir para dormir, y que ahora tenía que irme.

¿Habéis disfrutado alguna vez de un icono turístico sin gente y calor? Es algo hermoso. Me conocía todas las calles y puentes de Venecia, todos sus canales y sus escondrijos, y de algún modo y sin saber cómo, siempre acababa en un lugar nuevo. Y de vez en cuando me encontraba con algún conocido.

En esa ocasión, por ejemplo, yo había llegado sola a la isla, pero al poco rato llegaron mis padres, que aunque habían decidido venir por su cuenta, parecían no querer separarme de mí. Pero por suerte les convencí para que tomaran la ruta típicamente turista por el norte de la ciudad, con sus tiendas y su gentío, y que luego cogieran el vaporetto hasta la Piazza San Marco para visitar la Basílica y luego el maravilloso Palacio Ducal. De modo que cuando al fin conseguí que cruzaran el puente más cercano, me metí por una callejuela y caminé sin rumbo, con una sensación cada vez más intensa de querer comprar algo. Pero ¿el qué?

Hay algunas cosas en esta vida que no pueden evitarse: el nacimiento, la muerte, el hambre o la sed, y la plaga de las modas. Porque llegué a una plazoleta sin forma definida, apartada de los canales y el agua, y allí estaba, en el barrio de Santa Croce, una tienda de artículos góticos: cruces y calaveras, murciélagos, corpiños de piel y de látex, anillos y piercings y diseños de tatuajes de lo más macabro, guantes y medias de rejilla, símbolos satánicos y de locura. Pero opté por entrar, porque buscaba un objeto en especial, algo que me ayudase a destacar entre tanta parafernalia. Y de repente me encontré con mi mejor amigo y su novia, ambos diciéndome que estaban allí porque esa tienda estaba muy bien. Sinceramente, debo decir que me sentí ligeramente decepcionada: ¿no podía ir a ningún sitio sin que me persiguiera todo lo mundano que intentaba dejar atrás? Pero al menos nos echamos unas risas, me probé algo de ropa, y finalmente me fui con una cruz de plata sencilla al cuello (cruz que en otra ocasión, me preguntaría un camarero de la Piazza San Marco: "¿Es gótica?", pregunta ante la cual yo me quedaría sin palabras y sólo respondería un tímido "No sé"). Lo cierto es que fue como pasar la tarde con unos amigos en cualquier otro lugar del mundo, una tranquila tarde de otoño o primavera sin nada mejor que hacer...

Venecia de noche es muy hermosa, también, si se sabe a ciencia cierta que va a ser posible salir de ella. Si no me equivoco, fue precisamente en ese viaje cuando casi no consigo volver a casa. De hecho, llegaba ya tres horas tarde al aeropuerto: el avión salía a las siete, y ya eran casi las diez de la noche cuando comencé a caminar hacia tierra firme. Porque una vez habíamos salido de la tienda de artículos góticos, no se muy bien por qué, mi mejor amigo y su novia se pelearon y tuvieron que irse, y me dejaron caminando sola por la Fondamenta Nuove, en la zona de Cannaregio, con la Isola di S. Michele y su cementerio de fondo. No había nadie más en la calle: sólo algún que otro tenderete aquí y allá, y el suelo y las paredes en blancas, y el agua azul y verde. Y yo miraba los tenderetes, pero no encontré ninguna máscara veneciana, de modo que opté por comprar una cartera de Marilyn Manson para mi novio. Y lo cierto es que el tiempo se me fue de las manos, o me engañó con sus sucias artimañas, porque cuando me di cuenta estaba llamando a mis padres diciendo que había perdido el avión y que no sabía cuándo podría regresar, ni dónde dormiría ni qué cenaría. Pero me puse en camino al aeropuerto, perdiéndome en los cambios de luces del atardecer: primero ese color amarillo del enorme sol cerca del horizonte, más tarde el anaranjado del ocaso, luego el lila del anochecer, y al final el más oscuro negro de la noche. Y sin saber cómo, estaba caminando por la cuneta de una autopista, con multitud de coches corriendo a mi izquierda y hierbajos marrones a mi derecha. Pero aunque había perdido el avión, sólo tenía ganas de llegar al aeropuerto, comprar otro billete, embarcar, y de vuelta a casa.

Quizá el momento más peligroso que he vivido en esa ciudad es cuando me ahogué en uno de sus canales de agua sucia y lodo. Fue durante otro viaje, en invierno; se hacía pronto de noche y las calles estaban llenas de luces cálidas, toldos granates y verde oscuro, gente y música. En esa ocasión, encontré una tienda de antigüedades en el Campo San Stefano, en San Marco, pasado el Ponte Accademia. Era un lugar enorme, cálido y a rebosar de objetos de lo más curioso: desde las típicas plumas de cristal de Murano hasta elefantes y animales exóticos tallados en piedra, pipas hindús, alfombras voladoras, libros antiguos y pesados, inciensos y piedras preciosas. Los dueños de la tienda, una pareja de abuelos que hablaban un perfecto español, me guiaron por todos los objetos que poseían, y quise comprarlo todo, porque todo era muy bello y de algún modo mágico, pero yo únicamente buscaba un regalo para mi padre, y opté por una elegante plumilla anaranjada con detalles de oro en un hermoso estuche azul oscuro grabado en madera lacada.

Al salir de la tienda, me dejé llevar por la alegría del ambiente: música de violines, gritos y risas, fuegos artificiales y niños correteando de un lado para otro. En la entrada a cada restaurante encontré globos de luz rojos típicamente chinos, y en sus terrazas, la gente comía y bebía sin preocupación, ataviada de las más singulares formas: trajes de época, ropas medievales, armaduras de soldado de todas las épocas, trajes de negocios... Era como si el tiempo y el espacio hubiesen ido a parar allí y el resto de cosas no existiera. Caminé siempre a lo largo de los canales, viendo las góndolas festivas y las lanchas privadas pasar, y yo también reía y disfrutaba del ambiente. Y con esa despreocupación quise tocar el agua de los canales, y bajé por unas escaleras cubiertas de musgo verde sólo para ver reflejada mi cara en el agua, y entonces caí.

El agua estaba tibia y mis ropas pesaban y me hundían. Es curioso, porque siempre me he preguntado qué hay bajo las oscuras aguas de los canales de Venecia: lodo, y más abajo del lodo, secretos que ahora sólo yo conocería, si me mantenía con vida suficiente tiempo. Y aunque siempre creí que los canales no serían demasiado hondos, me di cuenta de que realmente eran muy poco profundos, y cuando toqué sus arenas movedizas, miré hacia arriba y pude ver que la fiesta seguía y que nadie se había dado cuenta de lo que me estaba sucediendo. Y aunque no podía respirar, me sentí muy tranquila, porque no quería subir a la superficie: me gustaba estar allí abajo, en los cimientos de la ciudad, tocando su más antigua historia, sintiendo la presencia de ella a mi alrededor, y me pregunté dónde estarían todos los cuerpos que allí abajo habrían llegado a parar, pero no quise despertar a los muertos, y caminé de puntillas por encima de ellos...

En ninguno de esos viajes llegué a visitar las playas del Lido, aunque siempre quise observar el Adriático y guardarme un poquito de arena en una bolsita. Y hace una semana, en mi última visita a la ciudad, pude acercarme un poquito más y vi sus blancas costas y la inmensidad azul del mar, pero no pude llegar a ella, porque yo estaba al otro lado y me era imposible cruzar, y aunque podía dar un pequeño salto, no era lo correcto. Unos metros tan cerca, y unos centímetros demasiado lejos.

Volveré a Venecia, estoy convencida, porque tiene algo que yo no he visto y que debo descubrir, y porque tiene algo que sólo yo he visto y que me susurra al oído...

28 enero 2007

De los lobos

Cuenta la leyenda que cada cien años una manada de lobos de pelo el color de la tierra seca y ojos rojos como la sangre vuelve al mundo para llevarse a los que duermen. Siempre pensé que se trataba de un cuento para asustar a los niños, hasta que un día los vi con mis propios ojos.

Supongo que la gente no podrá creer lo que voy a explicar, pero pienso narrarlo tal y como fue; ésta es mi historia, y podéis convertirla en leyenda o mito, me da lo mismo. El tiempo acabará dándome la razón.

La luna llena brillaba altiva en el firmamento, y las estrellas parpadeaban con fuerza alrededor suyo, como intentando acercarse a la Tierra, imponentes, amenazantes, pero siempre tan lejanas. Yo miraba por la ventana mientras a mis espaldas la luz del televisor jugaba a crear y destruir sombras en mi dormitorio; y el sueño parecía haberme abandonado, y el cansancio se olvidó de mí, y finalmente opté por bajar la persiana y cerrar la ventana, apartándome por una noche del mundo lejano de las estrellas y los astros, para intentar dormir.

Pero al acostarme no podía cerrar los ojos. Dando vueltas en la cama, escuchaba atentamente el ensordecedor silencio de la ciudad, pues todos los sonidos parecían haber desaparecido: no había vecinos, los coches no circulaban por las calles, las parejas no paseaban románticamente por las plazas; no había música ni golpes, e incluso las hojas de los árboles parecían haberse callado para siempre; el agua de los estanques no fluía, los gatos callejeros no rebuscaban en la basura, y las cucarachas y las ratas hacía rato que habían dejado de corretear bajo nuestros pies. Los perros no aullaban a la luna, y los aviones no llegaban a despegar nunca; los bares habían cerrado, e incluso el tic tac de los relojes se había detenido. Todo estaba inmóvil, paralizado, congelado en el tiempo. Y yo escuchaba, única testigo de lo que estaba a punto de suceder.

Aunque no podía oírlos, sabía que mis padres dormían en su habitación en el lado contrario del piso; ni siquiera mi padre roncaba, y mi madre no se movía nerviosa en la cama. Tanta quietud empezó a asustarme; algo no iba bien. Decidí levantarme y mirar de nuevo por la ventana, intentando que la oscuridad aterciopelada de la noche invadiera mi mente y corazón y fuese cerrando lentamente mis párpados. Y cuando abrí la ventana, todo había desaparecido.

Allí delante, donde antes se habían alzado los incontables edificios de mi barrio y luego de mi ciudad, no había más que una inmensa pradera de malas hierbas y rocas resquebrajadas. La luna me proporcionaba la suficiente luz como para ver más allá de lo imaginable, pero ya no era del color de la plata, sino que se había vuelto roja, roja como la sangre más fresca, y el rojo de la luna y el verde de las malas hierbas y el extraño azul que parecía emanar del horizonte no tranquilizaron mi alma, pero de algún modo quise dormir.

Por un momento pensé: "Al fin te quedaste dormida, y ahora estás soñando, y nada de esto es real". Pero no osé moverme, pues hasta mis párpados producían un ruido ensordecedor en la sobrenatural calma que había cubierto el mundo. Entonces Volví a mirar por la ventana, esperando ver de nuevo ese enorme limonero enfrente a mi ventana, y más allá el edificio rosa, y un poco más allá la maraña de antenas y parabólicas, y más allá el cielo. Pero la llanura seguía allí, y aunque ahora todos los sonidos de la ciudad parecían haber vuelto sin avisar cuando ésta había desaparecido, también pude escuchar la furia del huracanado viento, y vi como éste arrancaba las rocas del suelo, y nubarrones del color de un televisor en un canal muerto se movían rápido en lo alto, amenazando lluvia.

Y en el horizonte aparecieron ellos. Al principio eran tres, grandes como un caballo y furiosos y hambrientos, y luego fueron apareciendo más, primero por la izquierda, luego por la derecha, y se fueron acercando para después perderse de vista tras mi habitación, que de repente estaba al nivel del suelo. Y entonces entendí que la leyenda era real, y supe que mis padres iban a morir. Mis padres, y toda la gente que en ese momento estaba durmiendo.

Recuerdo perfectamente lo que pensé entonces: "Soledad". Iba a quedarme sola, y seguiría viviendo hasta el final de mis días con el peso de haber estado despierta cuando todos dormían. Miraba por la ventana, recordando los edificios que habían desaparecido y la gente que había estado allí durmiendo perturbadores sueños o tranquilas pesadillas; toda esa gente llevaba tantos años viva, y habían aprendido a querer y amar y odiar y sentir y despreciar y sufrir igual que yo, para que cada una de esas vidas, tan ajenas a mí y que podían llenar multitud de libros con todas sus experiencias, tan personales, tan diferentes y al mismo tiempo tan similares a las del resto, acabasen en ese preciso instante. Pues los lobos habían llegado en uno de los momentos en el que el ser humano es más débil e incluso deja de ser consciente de sí mismo: la noche y el descanso, el momento del ansiado sueño.

Pero entonces caí en la cuenta: ¿habría alguien más despierto? No tuve demasiado tiempo para encontrar una respuesta que me satisficiera, ya que escuché un golpe procedente de la cocina. El piso estaba a oscuras, pero al salir de mi habitación no me atreví a encender la luz: prefería imaginar sombras a ver la realidad que me rodeaba.

Y, tal y como yo esperaba, allí estaba él, un lobo enorme y hermoso, con los ojos rojos y el pelaje marrón sucio y enredado. Sus patas eran fuertes y su lomo espléndido, y parecía invitarme a montar encima suyo, y toda su figura mostraba autoridad y respeto. Tenía las fauces abiertas y un hilo de saliva caía de su morro lleno de sangre, y sus orejas se giraban al mínimo sonido. Y entonces se giró hacia mí, y me miró con sus ojos carmesí, y aunque al principio parecía furioso, de algún modo su rostro se relajó, bajó la cabeza y me dio la espalda. Yo no era su presa. Yo estaba prohibida para él. Y, de algún modo, me debía respeto y me tenía miedo.

Pero en el preciso momento en que se cruzaron nuestras miradas, lo vi con toda claridad: el dormitorio de mis padres, y un enorme agujero en la pared por el que se colaba la luz de la luna, y sus cuerpos destrozados sobre la cama, y la sangre, dios mío, cuánta sangre. Y del mismo modo imaginé todos y cada uno de los cadáveres que aparecerían al día siguiente en la ciudad, si es que quedaba alguien para encontrarlos. Pero, sorprendentemente, la idea no me entristeció, y me sentí culpable al sentirme de algún modo liberada: un cambio, violento pero liberador; el mañana me esperaba, y los lobos se irían, y yo ya encontraría algo para hacer.

Porque, cómo iba yo a saberlo, quizá al día siguiente todo habría vuelto a la normalidad...

Y pensando en ello, y sin miedo a los lobos porque no podían tocarme, me volví a mi habitación, y me estiré en la cama... Y entonces decidí que me daba lo mismo seguir viva que morir. Porque el cansancio me invadía, y de repente tuve muchísimo sueño, y pensé que si no despertaba, daría lo mismo, pues estaría siguiendo el mismo camino que mis padres se habían visto forzados a tomar. Y entonces me dormí... pensando en las motivaciones de los lobos y en quién o qué los mandaba...

Y aunque al día siguiente todo volvió a la normalidad, de algún modo algo había cambiado. Los lobos se llevaron algo muy preciado... Algo que ahora sólo yo poseía, aunque nunca he sabido qué es...

09 enero 2007

De cuando mi barrio quedó desierto

Uno de mis primeros trabajos "en serio" fue en una panadería. Yo me encontraba en esa edad en la que ya es posible trabajar y en la que los Reyes Magos y la paga mensual desaparecen, y al mismo tiempo intentaba estudiar, por lo que cuando vi el cartel de "Se necesita aprendiz" no me lo pensé dos veces y solicité el trabajo. La encargada de la panadería me conocía desde que yo era muy pequeña, y no dudó al aceptarme.

Tenía que abrir la tienda realmente pronto: muchas veces, a la una de la madrugada ya tenía que estar preparando las pastas y algo de pan para los primeros clientes. En esa época la gente parecía no querer dormir por la noche, y por eso tuvimos que cambiar los horarios. Yo tampoco parecía tener demasiado sueño, por lo que durante el día estudiaba y pasaba las noches en la panadería, atendiendo a los clientes.

Una tarde, unas horas antes de que cayera la noche, quedé con unos amigos en un bar cercano a la panadería. El dueño del bar también me conocía desde hacía años, y siempre era agradable pasarse por allí. Me comentó que tenía que hacer un pedido de pastas saladas para esa misma noche, ya que no tenía suficiente pan para los bocadillos y no pensaba utilizar el mío para hacerlos. Sentados en la terraza, observamos cómo los clientes iban y venían: atareados siempre, cansados, amargados y preocupados. Nadie quería leer los periódicos entonces; todo el mundo sabía, sin quererlo, que la guerra era inminente. Y todo el mundo parecía querer negarlo.

En esa época, la calle era más ancha y había multitud de coches aparcados a todas horas. A la izquierda de la panadería, haciendo esquina con la calle en la que resido, había un bar en el que también se reparaban pequeños electrodomésticos. Pasada la panadería, en la misma manzana, había un supermercado enorme, y al lado un colmado. Al otro lado de la calle, el bar en el que tomábamos una cerveza, una tienda de electrónica y un mecánico. En la calle de arriba, unas enormes oficinas de La Caixa brillaban con su aséptica luz blanca, y las ventanillas siempre estaban abiertas al público. La calle rebosaba vida a todas horas, incluso de noche, ya que nadie cerraba.

Cuando cayó la noche, después de cenar y un poco antes de mi horario, me dirigí a la panadería y estuve un rato hablando con la dependienta. Llevaba muchas horas trabajando y me dijo que tenía hambre, por lo que me dio algo de dinero y me mandó al supermercado: unas naranjas frescas, algo de bollería industrial con mucho chocolate, y una cerveza. No había casi nadie en el supermercado, y la luz de los fluorescentes parpadeaba como si unas enormes polillas volaran alrededor de ellos. Charlé un rato con el dependiente, un chico de aproximadamente mi edad, y tras despedirme me dirigí a la panadería, como cada noche, con el cargamento de productos industriales para mi compañera. Más tarde, cuando ella ya había cogido el coche para irse, limpié los cristales, coloqué las pastas, preparé el pan, y me senté a esperar al primer cliente. De algún modo, tuve la sensación de que esa noche sería aburrida.

Al cabo de unas horas, antes de que amaneciera y cuando en teoría finalizaba mi turno, me sorprendió mi compañera apareciendo por la puerta. La calle empezaba a llenarse de gente y ruido a medida que el sol iba apareciendo: niños que iban al colegio, madres atareadas que hacían la compra, viejos contando batallitas y huyendo de la muerte. "¿Has preparado el pedido del bar?", me preguntó mi compañera. Le respondí afirmativamente mientras le señalaba los paquetes que había dejado sobre la barra. "¿Y aún no han venido a buscarlos?", me preguntó. "No", respondí ligeramente sorprendida. "Bueno... No te canses. Y por dios, si ves algo raro, VETE". Realmente me pareció que decía esa palabra con mayúsculas. "¿Qué puede suceder?", la interrogué. "¿Naciste ayer o es que te acabas de caer de un árbol? El ambiente está muy tenso, y de hecho se rumorea que la gente ya ha empezado a abandonar la ciudad. Si pasa algo, vete. Huye. ¿Me prometes que lo harás?". Yo no entendía nada, pero la miré y le dije "Vale...". Acto seguido, y viendo que no llevaba puesto el uniforme, le pregunté dónde lo había dejado. "Querida, yo me las piro ya. Dejo esta ciudad. Te tocará hacer mi turno también. Cuídate". Y acto seguido se dio la vuelta y corrió hacia el coche.

Lo cierto es que no volví a saber de ella.

Me senté sobre una de las neveras, esperando a los clientes mientras intentaba leer un libro y más tarde una revista, y lo cierto es que no recuerdo cuánto tiempo estuve ahí sentada, sin pensar en nada en concreto, pero de algún modo me pareció que se hacía de día y que volvía a caer la noche. Y con uno de esos amaneceres me di cuenta de que algo no iba bien. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba ningún cliente? Ahí seguía el pedido del bar, y el pan frío, y las pastas colocadas a la perfección. Y decidí salir a preguntar, y cuál fue mi sorpresa cuando vi que todo había cambiado.

Pues el cielo estaba nublado, pero no eran nubes naturales: era polvo y humo marrón lo que impregnaba mis retinas. Los edificios, los coches, los árboles, las señales de tráfico... Todo era marrón anaranjado, sucio y viejo. Las tiendas estaban cerradas, pero las terrazas de los bares no estaban recogidas, y quedaban dos o tres coches cubiertos de porquería. En el horizonte se observaba el cálido color del fuego, y un ruido constante de maquinaria llegaba a mis oídos, persistente pero sin ser ensordecedor. Volví a meterme en la panadería, pensando qué hacer. Sólo se me ocurría una cosa: coger toda la comida posible. Y eso empecé a hacer, cuando entró un hombre en la panadería. "¡Huye! ¡Ya están llegando!", me gritó, y salió corriendo.

Pero yo no podía irme, no debía dejar la tienda abierta. De modo que decidí llamar a la encargada de la panadería. Al preguntarle qué debía hacer, me sorprendió con su respuesta: "Haz lo que quieras. La gente se cree cualquier cosa. Yo te pediría que no te fueras, pero tú tomas la decisión, tú estas ahí". Y tras colgar, salí confundida a la calle, a observar la vida que ésta ya no tenía, y miré calle arriba, y vi gente corriendo lejos, y miré calle abajo y no vi más que el resplandor del fuego, y miré al cielo y vi enormes aviones pasar, y otro tipo de aviones más lejos, dejando caer objetos, y no supe qué hacer. No podía dejar mi vida, no podía irme, ése era mi barrio, muerto o no; la gente volvería, quería convencerme de ello, quería obligar a la gente a volver, y me senté sobre el asfalto marrón y esperé, mientras los aviones pasaban sobre mi cabeza con sus ensordecedores rugidos y el fuego se acercaba lenta pero decididamente, arrasándolo todo a su paso.

Y ahí me quedé, hasta que alguien vino a recogerme, y sin darme cuenta me encontré en el interior de un coche, mirando hacia atrás y llorando...

07 enero 2007

Despertar

Hace poco tuve un hermoso sueño, y cuando desperté todo se desvaneció para siempre.

Soñé con un abrazo de arena en una playa oscura, con la luna riéndose en lo alto y la multitud sin ojos apartándose de mi camino. Recuerdo cada detalle como si acabara de sentirlo: la brisa marina helándome la piel, la humedad de la arena bajo mis pies, y el tacto de unas manos agarrándome con fuerza; el sonido del suave oleaje meciéndose en la noche, y la ciudad anaranjada de fondo, con su falsedad y sus prisas.

Y al despertar, caí en la pesadilla. Miré a mi alrededor, preguntándome cómo había vuelto, por qué estaba sola, cuándo había sucedido todo aquello. Y la bruma fue desapareciendo, y las olas ya no intentaban atraparme, y la arena se había ido, y la luna se escondía tras los rayos del sol. Y yo estaba en mi cama, ubicándome de nuevo, como cada mañana, sabiendo que todo había desaparecido, que nada era cierto, y que me esperaba un día más.

Entonces ¿cómo distinguir sueño de pesadilla? Pues es el momento del despertar el que nos libera o nos condena. Morfeo me regaló un hermoso sueño para luego castigarme con dos despertares; el primero tan real como la vida misma; el segundo, un cruel espejo del primero. Amargo es el sabor de la consciencia, cuando sabemos que hemos perdido algo que jamás hemos tenido...

Si me dan a elegir, prefiero las pesadillas. Pues cuando la tensión aumenta y ya no sabemos a dónde huir ni de qué estamos huyendo, despertamos a la paz de nuestra cama y nos decimos: "Sólo fue un sueño". Y la angustia, el miedo, el terror y la tristeza desaparecen, y nos alegramos de haber despertado, y entonces el día se convierte en el sueño reparador que buscábamos.

Sueño y pesadilla van cogidos de la mano y se confunden y se hacen pasar el uno por el otro, y vienen y van como las olas de mi onírico mar, y cuando despierto los oigo reírse de mí, pues juegan con mis sentimientos y saben que les recuerdo, y que son importantes para mí, y que cambian mi vida poco a poco. Sueño y pesadilla son reyes que yo misma he coronado y me tienen a su merced, humilde sierva de unos inmaduros chiquillos que juegan con mi mente, y yo me arrodillo ante ellos e impaciente espero la caída de la noche, cuando me muestren a qué quieren jugar.

Y el despertar es el mejor de los regalos o el peor de los castigos...