02 marzo 2008

Del laberinto de escaleras

¿Te has perdido alguna vez? En un bosque, por las calles de una inmensa ciudad, por autopistas y autovías, dentro de un gigantesco bloque de oficinas. En caso afirmativo conocerás bien la sensación que invade tu mente cuando no eres capaz de reconocer dónde estás ni mucho menos de saber cómo has llegado hasta ese lugar. Se trata de una especie de desconcierto aterrorizante, unos pocos segundos en los que te das cuenta de que definitivamente no estás donde deberías. Si vas acompañada el mal es compartido y por lo tanto menor, pero si estás sola un sudor frío puede llegar a paralizarte e impedir que actúes durante unos minutos, hasta que tu instinto de supervivencia te obliga a reaccionar y te mueve nerviosamente en alguna dirección, que no tiene por qué ser la correcta.

Luego están los laberintos. En todo momento sabes dónde te encuentras y a dónde quieres llegar; la ventaja es que sabes desde un principio que vas a perderte, por lo que el efecto sorpresa desaparece y aceptas el desafío con una sonrisa. Y siempre consigues llegar al centro y volver a salir, victoriosa, como si hubieses derrotado al mismísimo Minotauro.

Pero ¿qué sucede cuando se mezclan ambos hechos en un entorno familiar?

Es lo que te sucede ahora, ¿verdad? Acabas de salir por la puerta de tu casa; te dispones a ir a la escuela. Ya te queda poco para ser toda una universitaria. Llevas a tus espaldas la mochila y no te ha dado tiempo ni de guardar las llaves, cuando te has dado cuenta de que algo ha tenido que pasar mientras dormías, pues algún gracioso (curioso mecanismo de defensa de la mente, la ironía en momentos difíciles) ha cambiado la disposición de las escaleras que te tienen que llevar hasta la puerta que da a la calle.

Por un momento observas tu alrededor, mientras ¡al fin! tu cabecita se da cuenta de que las llaves no te van a ayudar a bajar, de modo que las guardas. Miras arriba y abajo, buscando con tranquilidad el camino que te llevará a tu destino. “No tiene que ser tan difícil”, estás pensando.

Primero te diriges al pasillo que hay delante de ti, para asomarte y ver la puerta por la que se filtra la luz del sol rebotada por el asfalto. Hay algo de niebla en el ambiente, una mezcla de partículas de cenizas y polvo que danzan a tu alrededor. Ahora miras hacia arriba hasta encontrarte con el tragaluz, donde parece finalizar el recorrido de la escalera. Luego te giras a derecha e izquierda hasta que encuentras los escalones que descienden. “Es fácil”, piensas de nuevo, “sólo son dos pisos”. Y empiezas a caminar.

Sigues el recorrido de la escalera con la mirada y sin soltar la barandilla. Estás realmente convencida de que lo estás haciendo bien. Cuando llegas al primer piso te topas con una bifurcación: dos tramos de escalones que bajan. ¿Qué camino tomar? Miras a uno y a otro, y te asomas por encima de la barandilla para ver si puedes adivinar a dónde llevan. Pero no ves nada. “Prueba y error”, te dices. “Si me equivoco, retrocedo”.

Te lo estoy diciendo y no me haces caso... No es tan fácil, chiquilla ingenua.

Decides tomar el camino de la derecha. Bajas unos cuantos escalones y miras enfrente para comprobar que ya estás en la planta baja. Pero ¡te avisé!: no lees “Planta baja” sino que ves un simple “3”.

¿Perpleja? Claro que sí. ¿Estás segura de que los escalones descendían? Tu cabecita repasa mentalmente los movimientos que acabas de hacer hace unos instantes. Sí, estás convencida de que el camino bajaba. “No puede ser”. Ay, chiquilla, claro que puede ser. Tendrás que empezar de nuevo.

Vuelves a subir los escalones por los que acabas de llegar. “Si estoy en el tres, en teoría ahora llegaré al cuarto piso...”. Pero ¡qué grande y cínica decepción! Te encuentras justo en la puerta de tu casa. ¿Te apetece sacar las llaves y entrar a descansar un rato? Bueno, piénsalo de este modo: ahora puedes volver a bajar al primer piso y seleccionar el camino de la izquierda. Claro que ya no estás tan segura como antes, ¿cierto? En tu interior está creciendo la duda. “¿Podré llegar abajo? ¿Qué trampa es esta?”. Pero no te achicas, así me gusta. Una muchachita valiente y decidida. Puedes llegar lejos... O caminar kilómetros sin llegar a ninguna parte.

Inspiras con fuerza. Eso es, concentración. Vuelves a caminar hasta la bifurcación del primer piso. Derecha. Bajas. Y ¿qué sucede? ¡Vaya! Un “4” en la pared. Aprietas los ojos con fuerza y vuelves a abrirlos, esperando que el 4 se haya transformado en otra cosa mejor. Pero no, el 4 es bien real. Te acercas para tocarlo. Miras arriba y abajo. No es una broma: estás en el piso superior.

“Vale”, te dices mientras intentas calmarte. “Vale”, repites, “tiene que haber una lógica. Buscaré el camino aunque tarde horas. Seguro que existe”. Qué cabecita tan ingenua y perseverante la tuya, chiquilla. Está intentando racionalizar algo completamente surrealista, como un dibujo de Escher. Pero puedes intentarlo, por supuesto. Nadie te lo impide.

Ves a tu izquierda unos escalones que bajan, y a tu derecha unos que suben. Y entonces intentas analizar lo que te ha sucedido hasta ahora: si cuando bajas subes, quizá bajes cuando subas. Te sonríes confiada creyendo haber encontrado la clave del laberinto, y empiezas a ascender por el camino de la derecha. Cuando llegas al último, cierras los ojos con fuerza de nuevo. Luego los abres poco a poco esperando ver de nuevo el “3”. Y un sordo “¡No!” se escapa de entre tus labios cuando lo que tus ojos ven es un “5”.

Estás empezando a ponerte nerviosa. ¡Casi lo tenías! Pero no ha funcionado. Esa no es la clave. ¿Quién te ha dicho que haya alguna clave? Te sientas en el suelo intentando mantener la calma. Sabes que los nervios no son buenos compañeros ni consejeros audaces, ¿verdad?

Te quedas sentada unos minutos, y luego te levantas rápidamente. Empiezas a sentir la angustia de sentirte encerrada en una jaula cuya salida sabes que existe pero que eres incapaz de ver. La angustia es el principio del miedo, y luego viene la desesperación y finalmente el colapso. De modo que, adorable chiquilla, será mejor que no permitas que tu angustia aumente.

Vuelves por donde has llegado, pero esta vez ya no miras con curiosidad a tu alrededor. Empiezas a subir y bajar escalones de dos en dos. ¡Ve con cuidado! Sólo faltaría que te lesionaras. “¿No va a venir ningún vecino?”, piensas con tensión. Se te acaba de ocurrir lanzar un grito desesperado de ayuda, pero ¿qué sucedería si todo esto se tratase de alguna mala pasada de tu cabecita? ¿Quieres que te lleven al loquero y te empastillen hasta que parezcas una zombie? Yo de ti me guardaría esa carta para el final, querida.

La tensión está empezando a subir. Lo noto por tu ansiosa forma de caminar, y porque empiezas a sudar. Recorres escalones uno tras otro, asciendes y desciendes sin descanso, señalando en diferentes puntos con el dedo al suelo y murmurando indicaciones para ti misma. “Si antes he venido por aquí, entonces ahora debería llegar al 4, y a partir de ahí probar otro camino”. Estás haciendo de un laberinto irracional un problema de lógica. La lógica tiene que funcionar. Siempre lo ha hecho en tu vida.

Sigues subiendo y bajando, apareciendo cada vez en un lugar distinto. Empiezas a respirar demasiado rápido; deberías relajarte. Ahora ya no caminas; estás corriendo. Suerte que llevas una pequeña botella de agua en tu mochila. Bebes un trago y sigues avanzando, cada vez más nerviosa. Nunca llegas a leer el letrero que necesitas; por cada “1”, “2”, “3”, “4” o “5” con el que te topas se te escapa un grito de rabia. Estás empezando a llorar, aunque te dices que no debes perder la calma. “Shhhh”. Pero no sirve de nada. Miras tu reloj. Yo de ti no lo haría... Te desesperas cuando descubres que llevas ya toda la mañana deambulando por el inmenso e irreal laberinto de escaleras. Entonces te agarras a la barandilla y gritas: “¡Por qué me hacéis esto!”, y sigues llorando.

Te vuelves a sentar en el suelo sollozando. ¿Derrotada tan fácilmente? No puedo creerlo. No paras de mover la cabeza de un lado a otro, luego la escondes entre los brazos, y te agarras el pelo y gritas en susurros, y cuando levantas la mirada tus ojos rojos muestran que estás abajo, muy abajo, en algún oscuro pozo en cuyas paredes temes dejarte las uñas. Vuelves a esconder la cabeza, para agarrarte las piernas hasta hacerte daño; tu cuerpo se tensa completamente y lanzas un grito ahogado. Te estás perdiendo en algún callejón oscuro de tu mente. No puede ser que te des por vencida con tanta facilidad. Vamos, levántate. Venga. Arriba. Deja de llorar, cálmate. Busca al menos la puerta de tu casa. Entra y descansa, duerme y mañana vuelve a intentarlo. Recupérate, come algo. Arriba. Vamos.

Así me gusta. Ha costado, pero tu respiración vuelve poco a poco a la normalidad. Te secas las lágrimas de la cara con la manga de tu chaqueta. Eso no es demasiado pulcro, ¿no crees? Bueno, no lo tendré en cuenta debido a la situación en la que te encuentras. Vamos, puedes seguir intentándolo. Pero te avisé: no sería fácil.

Empiezas a moverte con lentitud y desgana, arrastrando los pies. Sólo quieres volver a casa. Volver, volver a casa. Ese rinconcito de soledad y bienestar en el que te sentirás tranquila y protegida. Y vagas por el laberinto y, sin apenas darte cuenta, ¡vaya! Has vuelto a la puerta de tu casa.

Sacas las llaves, abres la puerta. Sabes... Siempre creí que lo conseguirías. Al principio no, pero ahora estás a punto de hacerlo. Ya te lo advertí: no sería fácil. Pero no te preocupes: una vez descubras el modo de salir, serás dueña y señora del laberinto; será única y exclusivamente para ti.

Te dispones a girar la llave que ya has introducido en la cerradura. Estás triste pero tranquila. Y de golpe alzas la cabeza. ¡Oh! ¡Al fin lo has descubierto! Te das cuenta de lo único en lo que deberías haber pensado desde el principio.

En la meta. No en el medio.

Visualizas la puerta de la calle, en el pasillo que hay ante ella, y ves cómo las partículas de polvo brillan doradas en el aire. Te concentras en cómo la abres poco a poco, en cómo notas el aire fresco rozando la suave piel de tu cara. Sientes el frío contacto del pomo en la piel de la palma de tu mano y el esfuerzo que tienes que hacer para tirar de la puerta, pues es muy alta y pesada. Te imaginas avanzando un paso sobre el gris asfalto, luego otro, y escuchas cómo la puerta se cierra a tus espaldas, y entonces sabes que has conseguido salir.

Lo has logrado. El laberinto es tuyo.

Por ahora.

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