21 diciembre 2006

De cuando me tragué una canica y estuve en el infierno

De bien pequeña me tragué una canica. Lo cierto es que nunca supe jugar a las canicas, pero eran bonitas, con sus colores y su redondez perfecta. ¿Y quién no se ha tragado una canica siendo pequeño?

Quizá porque hace ya algunos años de eso no recuerdo exactamente cómo sucedió. Solo puedo contar que llegué a mi casa preocupada, porque había notado cómo la bolita de plástico duro había ido bajando lentamente y con dificultad por mi esófago, y aún la podía sentir en la boca del estómago. De modo que cuando mi madre me vio llorando y descubrió que me había tragado una canica me reprendió nerviosamente, ya que no hacía demasiado también me había tragado un botón de la bata del colegio que se me había caído (recuerdo que era común entre los niños ir chupando los botones que se caían, para no perderlos y porque no nos estaba permitido comer chicle en clase, de modo que era un gran y útil substituto) y ella, siguiendo las indicaciones de mi pediatra, había tenido que rebuscar literalmente en mis defecaciones para asegurarse de que mi cuerpo expulsaba tal objeto.

Pero dejaré de lado los detalles escabrosos. Volvimos a ir al pediatra, quien aconsejó a mi madre, aún enfadada conmigo, que me llevase a una clínica donde me harían unas radiografías para descubrir en qué parte de mi cuerpo se encontraba la canica. De modo que allí nos dirigimos: una sala de espera blanca y una puerta de metal gris pálido que parecía más la entrada a un búnker que a una sala de rayos X (aunque claro, por aquel entonces yo no sabía ni qué era un búnker, ni qué hacían los rayos X -lo cierto es que me hacía una idea acerca de estos últimos, ya que había visto "El hombre de los rayos X en los ojos" por la televisión y se me había quedado grabada la imagen del hombre arrancándose los ojos al final de la película-).

Tras un rato esperando, llegó una enfermera con la típica bata blanca y la no tan típica cofia en la cabeza, y nos indicó que entráramos en la sala contigua. No tenía ni idea de lo que iban a hacerme (esperaba que nadie se arrancara los ojos delante mío, o que al menos no me los arrancaran a mí... ¿o sería a la inversa?), por lo que estaba bastante nerviosa.

Imagino que me durmieron o algo similar (¿similar?), porque cuando me di cuenta estaba tumbada sobre una camilla negra cubierta de ese papel blanco tan hipoalergénico y al mismo tiempo tan pegajoso al contacto con la piel; una enorme máquina de metal negro y plateado que parecía un dinosaurio con un montón de dientes mal puestos me observaba a escasos centímetros de mi cuerpo, y noté el calor del cuero de la camilla en mi espalda desnuda, ya que me habían vestido con el típico batín de hospital, abierto por detrás. Una intensísima luz granate claro iluminaba la estancia cuadrada. De repente, unos cuantos flashes de luz blanca, la voz de un hombre barbudo cercana a mí, mi madre algo más lejos haciendo preguntas y echándome la culpa de todo, y más tarde el sonido de la enorme máquina alejándose de mí.

Mi madre, de algún modo más tranquila, me ayudó a bajarme de la camilla, y dándome la mano me sacó de la habitación. Aunque sólo llevaba encima el batín blanco y ella iba vestida de invierno, sentí bastante calor, quizá inducido por la luz roja que emanaba de las paredes y el techo, ya que parecía no haber bombillas ni fluorescentes. De hecho, las paredes estaban completamente vacías; no había tubos ni interruptores ni cuadros ni estantes, sólo el color rojo de la pintura y su brillo sobrenatural, como si de algún modo procediera del interior de las mismas. Iba cogida de la mano de mi madre, y salimos por la puerta que se encontraba a la izquierda de la camilla, para llegar a un larguísimo pasillo curvado. Daba la sensación de estar caminando alrededor de una especie de motor gigantesco, porque ahora podía oír un penetrante zumbido que incluso hacía temblar ligeramente el suelo. El pasillo seguía y seguía, siempre girando a la izquierda, hasta que al fin divisamos la puerta por la que habíamos entrado antes, aunque por ese lado era de color rojo, algo más oscuro que las paredes.

Mi madre me explicó que el médico le había dicho que no había ninguna canica y que nunca la había habido. Todo había quedado en un susto, aunque intenté explicarle a mi madre que (ojo, vuelve el detalle escatológico) aún no había hecho caca (con estas palabras). "Entonces te lo has inventado", me dijo ella tranquilamente, "pero es mejor así". Yo me quedé callada, intentando recordar si realmente me había tragado una canica (¡todo el mundo se las tragaba entonces!) y, de no ser así, preguntándome cómo había podido llegar a desarrollar esa mentira de tal modo que incluso a mí me parecía una verdad absoluta.

Y con un fuerte sentimiento de culpabilidad provocado por el descubrimiento de mi madre de que yo le había mentido, aun sin yo saberlo, le pregunte: "Mamá, ¿esto es el infierno?".

Ella se rió con un timbre alegre y claro como el agua cristalina que jamás había oído antes, y me respondió mirándome con ternura: "No, hija, esto sólo es una clínica".

"Vaya, yo que tenía una interesante historia que contar...".

18 diciembre 2006

De cientos de ordenadores y de tu ausencia

Hay días en que el trabajo me supera, pero al fin y al cabo esos días finalizan y, como es bien sabido, tras la tormenta llega la calma (o algo así dicen, si no me equivoco). Pero ese día en particular estaba siendo extremadamente difícil: tras la hora de comer, llegó el que entonces era mi jefe y su séquito de admiradoras cuales escarabajos peloteros persiguiendo al dios sol. Pensé: "¡Bien! Está de buen humor, eso es buena señal". Cómo me equivocaba.

Mientras me retiraban el plato de comida de la mesa y la camarera se dirigía a la puerta de la izquierda, donde se encontraba la cocina de tan enorme sala restaurante, el que fue mi jefe hasta hace dos años (lo llamaremos Ma) se sentó a mi derecha y mirándome fijamente a los ojos me dijo: "Esto tiene que estar listo cuando antes". "¿Cuántas posiciones son?", pregunté yo ligeramente preocupada mientras paseaba mi mirada por los aproximadamente mil metros cuadrados de sala que me rodeaban. Filas interminables en las que colocar centenas de ordenadores. Mesas que limpiar, sillas que apartar, alfombrillas de ratón que controlar, y todo eso sin tener en cuenta las innumerables interrupciones que sufriría por parte de, calculando rápido, un sesenta por ciento de los usuarios. "Todas". Fue la peor respuesta que me podrían haber dado jamás. "¿Para cuándo las necesitas?", escupí mientras intentaba mantener la calma. "Para esta tarde". "Bien", contesté, y automáticamente me giré para empezar a configurar el primer ordenador. Ma debió darse por aludido, bien por mi gesto ligeramente enfurecido, bien por mi cara de pocos amigos, bien por la nube de energía negativa que yo sabía perfectamente que se había formado a mi alrededor, por lo que se levantó de la silla y se reunió en la puerta de salida con sus admiradoras peloteras para seguir riéndose de la vida.

Realmente era imposible que pudiese terminar ese trabajo en una tarde. Aunque las torres de los ordenadores estaban colocadas en su sitio, no había ni un solo monitor colocado; se encontraban amontonados a la izquierda de la sala, mirándome apagados con sus ojos de búho medio dormido pero atento a todo. Eran monitores de tubo (la mayoría regalados y a punto de morir; las siglas TFT sólo podían significar "Te Falta Tefal" en el vocabulario cultural de esa gente), por lo que el panorama no era muy alentador.

Tenía ya preparados unos 5 ordenadores cuando empezó a llegar el personal del turno de tarde. Por suerte, el bloque de mesas donde yo me encontraba ya tenía todos los equipos en marcha, de modo que se fueron colocando en esas posiciones. Pero no podía ser tan sencillo. Una de las mujeres, pelirroja, de unos cuarenta y cinco años y con voz de pito, me dijo desde la fila siguiente: "Hoy me quiero sentar aquí, prepárame un sitio a mí y el de al lado a D.". "Maldita sea, ya empiezan", pensé. Sin dirigirle la palabra, y habiendo observado los azules ojos de Ma mirándome, hice lo que me pedía. Poco a poco la sala se fue llenando y la gente se iba sentando en posiciones aleatorias, por lo que tuve que ir de un lado para otro para que la gente pudiese trabajar.

"Me iré a las ocho, me da lo mismo lo que digan", decidí en mi interior. Aunque en teoría tenía que dejar listas unas trescientas posiciones, en realidad la plantilla no superaba la media centena, por lo que ¿para qué podían querer tantos puestos para ya? De modo que mientras las horas iban pasando, fui preparando equipos, uno a uno, hasta que acabé agotada, aunque no había hecho ni un cuarto de la sala. Y cuando estaba a punto de coger mis cosas e irme, Ma se acercó a mí.

"Oye déjalo, no te vas a quedar aquí toda la noche, ¿no?", me dijo con una sonrisa. En mi interior pensé: "Tampoco pensaba hacerlo, pero si es lo que quieres creer, no soy yo quien te diga lo contrario". De modo que me invitó a cenar con el resto de gente en un bar cercano. Le había cambiado el humor, o más bien él había cambiado su humor cada vez que habló conmigo; saltaba a la lista que era su táctica para que yo trabajara más ("Si está cabreada, querrá acabar cuanto antes y lo hará más rápido"), y yo me había dejado engañar como un gato al que le enseñan una golosina para que salga del dormitorio.

Y aunque fui con ellos al bar, yo había quedado contigo. A media tarde aproximadamente, habíamos hablado por teléfono, para quedar sobre las diez cerca de mi casa. Bueno, eran las ocho, de modo que podría estar un rato con esa gente y luego llamarte para saber dónde estabas e ir a verte. Así que acabamos en un bar pequeño pero acogedor, el típico bar de barrio pero sin sus borrachos y juerguistas de más de cincuenta años. Nos sentamos al fondo de todo, bastante cerca de la barra y justo al lado de los lavabos, y pedimos algo de beber. En total éramos ocho personas, amontonadas y apretujadas alrededor de dos minúsculas mesas, con lo que el contacto físico era inevitable y agobiante. Todo el mundo se reía y había un buen ambiente, y yo también hice bromas, despreocupándome por la hora y por todo el trabajo que me quedaba por hacer. Total, estábamos ya fuera del trabajo, así que podía hacer lo que me diese la gana.

Cuando ya me terminaba la Coca-Cola que me estaba tomando, las bromas ya no me parecían tan divertidas, y la conversación tocaba temas completamente desconocidos para mí, por lo que empecé a aburrirme. Miré distraída el móvil para darme cuenta que eran casi las diez de la noche, de modo que interrumpí amablemente la conversación para señalar que me iba un momento a llamar a la calle; la gente me miró sin prestar demasiada atención, y alguien dijo un "Sí, sí, vale" desinteresado que me hizo retirarme sintiéndome completamente ignorada.

Una vez en la calle, enfrente del bar, entre la gasolinera y la enorme avenida de mi izquierda, te llamé, pero no cogiste el teléfono. Pensé que no pasaba nada, que quizá estabas en el metro y no había cobertura. Te envié un mensaje: "Estoy con esta gente en un bar, llámame y te doy las indicaciones de cómo llegar, está cerca". Volví al bar y me senté de nuevo con esa gente, que ya estaba cenando. Dejé el móvil sobre la mesa, esperando una respuesta por tu parte. Pero pasaron veinte minutos y el teléfono no sonó, de modo que volví a salir a la calle y volví a llamarte, una y otra vez. Empecé a ponerme nerviosa, ¿te había pasado algo? Miles de opciones cruzaban mi mente, a cual menos alentadora, y aunque traté de encontrar una explicación lógica, la sensación de angustia e inseguridad fue ganando terreno, hasta que después de decenas de llamadas sin respuesta empecé a preguntar por tí en la calle, en la gasolinera, a los vecinos. "¿Habéis visto a un chico delgado, con el pelo algo largo, vestido seguramente de negro?". La gente me miraba mal y no me respondía. Volví al bar a preguntar a mis compañeros si te habían visto entrar mientras yo estaba en la calle; me miraron extrañados y me ignoraron completamente. El tiempo pasaba, eran las once y media. Salí una vez más al frío de la noche y grité tu nombre, preguntando dónde estabas. Grité a la gente, grité al cielo, grité a los coches y al móvil. Y una extraña certeza de que jamás volvería a verte me había invadido, y no entendí por qué tenía que ser así, ¿qué había hecho yo para perderte de esa manera? Sin explicaciones, sin un adiós, sin nada.

Acabé sentada en el suelo, llorando y sin saber qué hacer. La última vez que miré al móvil eran las dos de la mañana, pero la esperanza seguía clavada como una daga en la espalda. Y lo cierto es que nunca apareciste...

27 noviembre 2006

Del último día del mundo

Esa mañana estaba siendo tranquila, incluso aburrida. Los rayos de sol se colaban por las rendijas de las persianas de las tres ventanas que tenía la caravana. Era un vehículo grande y lleno de comodidades: un gran comedor, un dormitorio con cama doble, una cocina completa y un baño sencillo. Poco a poco habíamos ido llenando el espacio disponible con un montón de cosas útiles e inútiles: una televisión, un equipo de música, un par de videoconsolas y un montón de videojuegos, libros, bobinas de DVDs, un ordenador de sobremesa, bolígrafos, cuadernos de estudio, algunos posters de papel y tela, un montón de ropa de invierno y de verano, un radiador, un aire acondicionado, una manta de viaje para el sofá, una pequeña mesa de cristal, un cactus, juegos de sobremesa y barajas de cartas, un par de lámparas de diseño... Todo lo que pudiéramos llegar a necesitar estaba allí. Y lo que no, también.

El exterior estaba extrañamente tranquilo. Pesaba sobre nuestro estado de ánimo el ensordecedor ruido del silencio: no había tráfico, ni obras, ni metros, ni aviones, ni vecinos. Todo el ruido artificial que se había vuelto tan común en la vida de una gran ciudad emanaba únicamente de nuestra caravana. En contraste, el piar de los pájaros, el cristalino sonido de un riachuelo y el viento acariciando la hierba y las hojas de los árboles era lo único que se escuchaba al otro lado de la puerta. Era como haber aterrizado con una nave espacial en medio del Paraíso.

Hicimos algo de almorzar: unos cereales, un par de bikinis, un poco de coca-cola y algo de café. Pusimos la tele, y optamos por bajar el volumen; parecía que nadie se daba cuenta de lo que estaba a punto de suceder. El frenético ritmo de vida de las mentes de plástico y ceniza de las ciudades seguía su curso: peleas familiares y entre vecinos, luchas entre partidos políticos, guerras interminables en países subdesarrollados; la lotería, la prensa rosa, los conciertos y los deportes. Pero nosotros ya no estábamos allí, y de hecho ni siquiera estábamos seguros de que 'allí' siguiera existiendo.

Entró un amigo en el comedor, y sus fuertes pasos hicieron que la caravana se balancease ligeramente. '¡Ei! Buenos días, dormilones... ¿No salís un rato? ¡Hay que aprovechar al máximo!". Miré a mi pareja, que estaba estirada en el sofá-cama conmigo, en un lío de sábanas y mantas. "La verdad es que no me apetece en absoluto salir... Hoy ya no", le susurré al oído, y él le comunicó a nuestro amigo que no pensábamos movernos de donde estábamos. También tuvimos varias llamadas al móvil, pero ese día no queríamos ver a nadie. En el fondo sentía que, si pasábamos el día con alguien más, de algún modo ese alguien más estaría simbolizando algo especial, y yo no podía permitirme esa exclusividad, que rápidamente se convertiría en favoritismo dentro de mis esquemas mentales. De modo que preferí que nos quedáramos solos, en el ambiente cálido y acogedor que nos habíamos construido.

Pusimos algo de música. Incluso ésta se había vuelto aburrida y, de algún modo, incluso temible: melodías miles de veces escuchadas y grabadas a fuego en nuestras mentes cobraban ahora un nuevo significado ante esa precisa situación. Las canciones alegres me ponían melancólica; las agresivas, rabiosa; las tristes me dejaban indiferente.

Estuvimos un buen rato sin hacer nada. Quizá nos quedamos dormidos unas horas, ya que en un lapso de tiempo que me parece tan breve como extenso, la luz diurna se había vuelto de un intenso color anaranjado, casi rojo. Me puse bastante nerviosa, y no pude evitar pensar que me había dejado tantas cosas por decir a la gente, tantos lugares que visitar, tantos libros que leer, tantos juegos que probar, tantas cosas por escribir, tantas experiencias por vivir, que el torrente de ideas e imágenes irrealizadas me provocó angustia y me obligó a llorar como una niña. Pero poco a poco conseguí recuperar la calma: no conseguiría nada llorando por lo que se iba a perder, pues la mente de una sola persona no puede cambiar el curso de las cosas que escapan a su control. De modo que me apacigüé, me abracé a mi pareja, sentí su agradable y tan conocido olor, y deseé que todo acabara allí, en ese preciso instante.

Pero la temperatura iba en aumento. El calor, molesto al principio y ahora tan intenso como el color rojo sangre de la luz solar, me obligó a quitarme casi toda la ropa que llevaba encima. Aunque pusimos el aire acondicionado, éste parecía no tener efecto. De repente se oyó un crujido, como si la tierra se separase en dos, y la caravana se movió bruscamente. Miré por la ventana, para ver que la naturaleza de los vivos había desaparecido: sólo rocas rojas, un cielo naranja y un enorme sol reinaban a los pocos árboles muertos que quedaban. "Ya casi está", le dije a mi pareja. Él, estirado a mi lado, me miró con su rostro tranquilo y sus grandes y cariñosos ojos mientras jugaba con mi pelo.

Entonces miré la puerta de la caravana. La fuerza del árido viento podía abrirla en cualquier momento y matarnos a ambos. Entonces entendí que por esa puerta jamás volvería a entrar nuestro amigo, ni nos obsequiaría de nuevo con una hermosa vista al abrirla una mañana; la televisión, que había dejado de funcionar, jamás volvería a encenderse, siendo para siempre nada más que una caja llena de complicados mecanismos que no servían para nada; la nevera se apagó, y no volvería a refrigerar ningún alimento; la información del ordenador, que tan preciosa nos había parecido, era una simple maraña de ceros y unos que jamás nadie podría descifrar y de la que ni siquiera llegaría a conocerse su existencia; las bombillas no volverían a alumbrar en el silencio de la noche. Sólo quedarían reductos de escaso tiempo de vida: un reproductor de música portátil, si la batería no se fundía, seguiría deleitando al silencio con música que jamás volvería a sonar; la consola portátil esperaría durante un tiempo al siguiente jugador, que se proclamaría el mejor del mundo; los alimentos aguardarían a ser consumidos hasta pudrirse; el móvil buscaría desesperadamente una red a la que conectarse, sin encontrarla, y sus melodías no volverían a sonar; los libros, a menos que se quemaran, guardarían una valiosa información hasta convertirse en cenizas, y la palabra se perdería en la eternidad. Y así fueron pasando mis pensamientos, uno a uno, destruyendo la utilidad de las cosas para siempre, descubriendo su inutilidad como nunca.

Y así, le susurré a mi pareja al oído: "Hoy es el último día sobre la faz de la tierra... Estaremos juntos mientras el planeta muere... Y nunca diremos adiós". Y nos abrazamos como si no estuviera pasando nada, esperando a la hora de hacer la cena, deseando jugar un rato para después hacer el amor.

Y desde lo alto, las estrellas se reían mientras observaban otra pequeña mota de vida perecer en el universo.

20 noviembre 2006

De la noche que pasé en la Bahía de Tokio

En realidad he estado dos veces en la Bahía de Tokio. Y ambas fueron igual de hermosas y dolorosas.

La primera noche estaba muy nerviosa. Me habían avisado ese mismo día: "Tendrás que estar en Japón toda la noche, hasta las 6 de la mañana". "¿Qué tendré que hacer?", pregunté mientras me imaginaba caminando por las concurridas calles de Shibuya o Roppongi, comprando comida en un konbini, cantando en un karaoke, observando el horizonte desde lo alto de la Torre de Tokio. "Nada", fue la respuesta, "sólo estar allí, sin moverte. No tendrás que hacer nada más; es sólo por si acaso". Me dieron una dirección y una hora de llegada: las 21 horas. Me dieron las instrucciones: salir del metro, buscar un sitio donde sentarme, y esperar. Pero jamás moverme. Y tener suficiente batería en el móvil, "sólo por si acaso".

De modo que no pregunté más. No necesitaba maletas; en realidad el viaje sería corto, una media hora. La luz blanca y brillante del metro le daba un tono aséptico e irreal al trayecto, y en mi vagón sólo viajaban un par de personas cuyos rostros no recuerdo. Casi sin darme cuenta, llegué a mi destino; subí las pocas escaleras que daban a la calle, para encontrarme con la oscuridad de la noche, la calma del agua y una brisa helada que calaba hasta los huesos. Las farolas apenas alumbraban; no había coches, ni gente, ni ruido; todo era calma absoluta.

Me alejé unos metros de la radiante luz blanca que emanaba de la boca de metro. Debía encontrarme a las afueras de Tokio, puesto que casi no había edificios; a mi derecha, una hilera de pisos bajos y un par de tiendas, y a mi izquierda, la maravillosa vista de la Bahía de Tokio: quietud, agua, y más allá, la bulliciosa vida nocturna de la gran metrópolis.

Pude ver a lo lejos un largo y estrecho puente de hormigón que me llevaría hasta allí. Pero no podía; debía atenerme a las órdenes recibidas. De modo que busqué un sitio recogido donde sentarme: las sucias escaleras de la entrada a una tienda. Y allí me quedé, esperando a que el tiempo pasara, cansada pero sin sueño.

El agua de la bahía estaba en calma, y aunque sobre ella se reflejaban las lejanas luces de la ciudad, seguía siendo muy oscura. Si miraba al cielo podía ver un inmenso mar de estrellas, mientras escuchaba el suave sonido de las olas y las hojas de los árboles meciéndose al son de la suave brisa. A veces, el aire me obsequiaba con ruidos lejanos de coches, trenes, música y risas; tiendas que se cerraban, bares que abrían, pasos de gente, televisores y monedas. Y yo no podía llegar allí. Y cada vez sentía más frío.

Las horas pasaban, y empezaba a aburrirme. "Así que esto es Japón", pensó mi mente cansada. Por mi lado pasaba, de vez en cuando, gente feliz que se paraba a mirarme. Me encontré con algunos conocidos que, casualmente, habían decidido ir a ese lugar esa noche. "¡Hola! ¿Qué haces aquí tan sola? Vamos a tomar algo, ¿vienes?". Yo les decía que no podía, que estaba ocupada, que ya quedaríamos la semana siguiente; y aunque pueda parecer que me hubiese apetecido, en absoluto me llamaba la atención ir con ellos. Les veía cruzar el largo puente, y sólo podía pensar: "Ya vendré otro día...". Y aunque siempre había querido visitar Japón, de repente, quizá al estar ya allí, quedé desencantada y decidí que no quería volver, que no era para tanto, que era aburrido, que había otros lugares; otros lugares en los nadie podría encontrarme, otros lugares que sólo yo conociera, que sólo yo supiera que me tenían enamorada. Otros lugares sólo para mí.

Y así pasó el tiempo, hasta que pude volver a casa.

La segunda vez que fui a la Bahía de Tokio fue lo mismo: iguales órdenes, misma dirección, mismas sensaciones. La única diferencia era la emoción. No se trataba de algo nuevo; era el mismo viaje aburrido de la otra vez. Y una vez sentada en las escaleras, mientras leía no recuerdo qué libro y escuchaba no recuerdo qué música, se acercó una viejecita. "Joven", me dijo, "¿vuelves a estar por aquí? Veo que te ha gustado esto", me dijo con voz rota y una sonrisa. "Sólo es trabajo", le respondí yo con desdén; no quería que me dijera lo hermoso que era aquello. "Vuelve cuando quieras, pero que sea por placer", dijo alejándose. Más tarde, volví a encontrarme con unos conocidos. "¡Vaya! ¿Vendrás hoy con nosotros?". "No", respondí secamente. La rabia empezaba a crecer en mi interior. Mientras ellos ya se habían acostumbrado a Tokio, para mí el lugar seguía siendo nuevo y desconocido. ¿Por qué ellos podían disfrutar cuando quisieran de la vida en esa ciudad, y yo sólo podía observarla desde lo lejos? ¿Por qué me restregaban por la cara su suerte? ¿por qué?

Pero esa vez se hizo de día un poco más pronto. Y cuando la luz del sol ganó a la artificialidad de las luces de neón y plástico de la noche, pensé que quizá sí, quizá otro día, quizá a la hora de comer, quizá tras una buena siesta, me pasaría por allí. Sin órdenes, sin prisas, sin horarios. Había estado tan cerca y tan lejos... Sólo a media hora en metro, podía volver a recorrer medio mundo para llegar allí...

18 noviembre 2006

De cuando no pude pasar las Pruebas (o de cuando el Oráculo me habló)

Hace unos meses empezaron las Pruebas. Se realizaban en un pueblo en el que nunca había estado; parecía un pueblecito medieval pero moderno al mismo tiempo, como atemporal. Las calles tenían adoquines, y las casas eran pequeñas, con techos de paja, y estaban muy juntas las unas a las otras. Se respiraba un aire festivo, aunque había cierto nerviosismo en el ambiente; la gente reía y hacía bromas mientras entraba y salía de las distintas casas, la mayoría de ellas tiendas.

Yo iba sola, aunque me iba encontrando con gente que me acompañaba durante unos minutos. Como ya he dicho, era la primera vez que estaba allí, y me sentía muy perdida; admiraba la seguridad con la que el resto de personas iban de un lado para otro, ansiosas por pasar las Pruebas. Yo ni siquiera sabía de qué trataban, pero nadie me lo iba a explicar. Sólo me decían: "tú puedes", "ya verás que es sencillo", "las pasarás sin problemas", "esto no es nada para ti". Todo el mundo me animaba, y se sorprendía al saber que aún no las había pasado. "¿Cómo? ¡Pero si eres la persona más adecuada para ello! ¡Pero si tú estás preparadísima! ¡Todos confiamos en ti! ¿A qué esperas? ¡Siempre tan segura de ti misma, no puedo creer que ahora no te atrevas! ¡Pero si has pasado por cosas peores! ¡Eres la persona indicada para hacer historia! ¡Todo el mundo da por hecho que ya las has pasado! ¡No nos defraudes!". Todas esas palabras no me ayudaban en absoluto. Y aunque todo el mundo me animaba, en realidad estaba completamente sola.

Iba vagando por las calles, sin saber muy bien qué debía hacer. ¿Debía meterme en alguna de las casas? Cuando una puerta se abría, solo había oscuridad. Me detuve en un cruce, mientras el gentío seguía su camino sin hacerme caso. Entre tanta confusión, vi que alguien se acercaba a mí. Me sorprendí al ver que era un antiguo compañero de la escuela, quien con una sonrisa de oreja a oreja me dijo: "Voy a pasar las Pruebas ahora, ¡estoy nervioso! ¿Y tú? ¿Ya las has pasado?". Le respondí que no, y que ni siquiera sabía lo que tenía que hacer.

"Es muy sencillo", me respondió, "yo ya las he pasado varias veces. En principio con una sola vez basta, pero es un reto personal que me gusta conseguir cada cierto tiempo". Ahí alcé una ceja, ya que precisamente este chico era la última persona que habría podido imaginar enfrentándose a lo desconocido. De pequeño, al menos, había sido tímido e introvertido, y siempre parecía muy poco seguro de sí mismo. ¿De dónde sacaba esa fuerza?

"Mira, entra conmigo si quieres en esta casa", me indicó, señalando una de las pequeñas edificaciones. "Fíjate bien, pues no es una tienda; dentro no hay nada, sólo el más oscuro abismo. Lo único que tienes que hacer es entrar por esta puerta de aquí y salir por el otro lado, ¿ves? ¿No es emocionante? ¡Pero no pongas esa cara! Al principio da miedo, pero una vez lo has conseguido, verás que es como un juego de niños..." . Y, diciéndome esto, se dirigió corriendo a la puerta. Al llegar a ella, se giró y, con una amplia sonrisa, me gritó: "¡Estoy seguro de que lo conseguirás! ¡Nos vemos luego y me explicas qué tal!". Y desapareció.

Quizá lo que más miedo me daba era el hecho de que todo el mundo estaba muy seguro de sí mismo. Todas esas personas se enfrentaban a lo desconocido, a la muerte (pues había oído decir que en algunos casos la gente no llegaba a salir jamás de las casas), con una calma envidiable; realmente lo disfrutaban. ¿Era yo la única que lo veía como algo realmente peligroso? ¿Por qué debía pasar yo también esas pruebas? Mi angustia iba creciendo, y mi cuerpo parecía no responder a mi petición de moverse. Sólo quería llorar, quería irme, quería que toda esa gente supiera que yo no estaba preparada para esas pruebas, que no podía hacerlas.

Entonces se acercó otro amigo, al que hacía unos meses que no veía. Me miró amablemente y, abrazándome cariñosamente por los hombros, me sonrió y me dijo: "Estás nerviosa, ¿verdad?". Y en ese preciso momento me puse a llorar; rodeada de gente que esperaba tanto de mí y que no entendía mi inseguridad, al fin alguien empatizaba conmigo. Me empujó suavemente fuera de la multitud, diciéndome: "No te preocupes, deberás pasar las Pruebas, pero sólo cuando tú creas que puedes hacerlo, no cuando quiera el resto de la gente. No les hagas caso. Quizá aún no estás preparada, pero voy a llevarte a un lugar que podrá ayudarte".

De modo que me dejé llevar por su dulce abrazo protector, hasta que abandonamos el pueblo y el paisaje se tornó moderno y, de algún modo, futurista: amplias avenidas, enormes rascacielos, y plástico, cemento, acero y vidrio contrastaban con los caminos de tierra y las casas de adobe y ladrillo del pueblo. Tras entrar en uno de los rascacielos, subimos hasta la planta superior (entre la veinte y la treinta, creo recordar), y entramos en un enorme despacho. No había muchos muebles, sólo una hilera de sillas en una de las paredes, y enormes ventanales en otras dos. Al fondo de la habitación había una enorme mesa y una silla de despacho, y dos mujeres de edad avanzada paseaban arriba y abajo con un montón de papeles en las manos. Cuando mi amigo entró, lo saludaron: "¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te ha ido todo? ¡Se te ve muy bien!". A mí me ignoraron por completo, aunque creí notar una mirada de desprecio por parte de ambas mujeres.

Cuando terminaron de hablar, mi amigo me indicó que me sentara en una de las sillas, y él se sentó en la de al lado. Mirando a una de las señoras, le dijo: "Ella tiene que prepararse para las Pruebas, y yo, aunque ya las he pasado, quiero ayudarla". La mujer volvió a mirarme con desprecio, y acto seguido le dio un papel arrugado y un vaso de agua, y desapareció. Mi amigo, sin mirarme, puso el papel sobre el reposabrazos de la silla y tiró el vaso de agua por encima. Me quedé observando sus movimientos, seguros y precisos, mientras utilizaba el vaso para quitar las arrugas de la hoja, que por otro lado vi que estaba escrita a máquina, aunque no pude leer lo que ponía. Yo seguía estando angustiada, y no me creía capaz de hacer ni siquiera algo aparentemente tan sencillo como eso. Tras unos minutos de ver a mi amigo, empecé a darme cuenta de que quizá yo también sería capaz de hacerlo. Por algo debía empezar, ¿no? Mi amigo no me dirigía la palabra, pero supe que sólo tenía que imitar sus movimientos cuando yo quisiera hacerlo, aunque de algún modo su silencio me apremiaba a ello.

Y, tras varios minutos de indecisión, una oleada de atrevimiento me empujó a llamarle la atención a una de las mujeres. "Este es el momento; si dejo que esta sensación pase, quizá no vuelva a atreverme a nada en toda mi vida". La mujer me miró nuevamente con desprecio, y le pedí una hoja y un vaso de agua. Me miró sorprendida, y me tendió la hoja y el vaso. Empecé a tirar el agua sobre la hoja, y entonces la mujer se me acercó y me dijo: "Quizá deberías empezar a deshacerte de algunos problemas para poder afrontar otros nuevos con más fuerza, ¿no crees?". Y acto seguido desapareció de mi vista.

Jamás en mi vida unas palabras me habían afectado de esa manera. Me quedé paralizada, sintiendo como si alguien se hubiese metido en mi mente y hubiera recorrido hasta los rincones más escondidos de ella, descubriendo nuevos lugares que yo desconocía. Me sentí invadida y desnuda, pero la peor sensación de todas fue el darme cuenta de la razón que tenía la mujer, y de lo imperfecta que yo era... Porque esas palabras decían muchas cosas más, no sólo su significado. Fue como descubrir una parte de mí jamás conocida... Y esa era realmente la Prueba que debía pasar; conocerme a mí misma, no a través de la imagen que mostraba a los demás, sino llegando a todas esas partes de mí que no me gustaban.

Supongo que a día de hoy sigo pasando esa prueba...

16 noviembre 2006

Del viaje en tren y mi muerte en el mar

Todo el mundo sabe que, aunque he viajado poco, me encantan los viajes largos en tren. De hecho, hace un año hice un largo viaje hacia ningún lugar con un grupo de personas. Estaba nerviosa por el inicio del viaje, de modo que no recuerdo exactamente cómo fue la partida. Pero sí recuerdo el trayecto y el final.

Se trataba de un enorme y antiguo tren de los años 30, lujoso y cálido. El bar restaurante parecía en realidad una sala de baile, y los dormitorios también eran amplios y cómodos. Aunque el viaje comenzó al mediodía y se aventuraba divertido y emocionante (lo cierto es que no paramos de reírnos, jugar, observar el hermoso paisaje y cantar; hicimos una barbacoa en el vagón descubierto, y nos peleamos entre risas por poner la música que cada uno prefería), poco a poco la noche fue cayendo y la luz anaranjada de los compartimentos delataba el paso del tren a través de bellos parajes de árboles, ríos y lagos. Se podía sacar la cabeza por la ventana y mirar al frente, en el que se apreciaba, gracias a la pálida luz de la luna llena, la curvatura del horizonte y, a lo lejos, nuestro destino. Las diez personas que viajábamos solas en aquel tren comentábamos la extraña sensación de pérdida y cambio que nos embriagaba, y la emoción de empezar algo nuevo. Porque no había vuelta atrás.

Antes de irnos a dormir, estuvimos cenando en una enorme mesa victoriana de madera oscura en el vagón restaurante, iluminados por la suave luz de las lámparas de araña. Cogimos algunos libros del vagón biblioteca, utilizamos nuestros portátiles y jugamos a las cartas. Pero en menos de dos horas llegaríamos al final del trayecto, y había que planear cosas. Al cabo de un rato, ya nadie quería hablar; llevábamos muchas horas de viaje y una vez finalizado éste sabíamos que nuestros vínculos se irían deshaciendo poco a poco. Parecía como si esa camarada que había comenzado el viaje tan unida se hubiera empezado a separar antes de tiempo.

Algo cambió junto con nuestro estado de ánimo, o quizá fue nuestro estado de ánimo el que cambió nuestra forma de ver las cosas; el tren parecía haberse detenido, y todo lo que había a nuestro alrededor, mesas, sillas, lámparas, la tela verde de las paredes, los cubiertos y platos, había envejecido y se cubría poco a poco de una espesa capa de fino polvo. La luz también fue menguando, hasta que tuvimos que encender velas. No quedaba más comida, y el agua corriente no funcionaba. Habíamos realizado un viaje en el tiempo y nos habíamos parado en el futuro triste y silencioso de ese vagón de tren.

Algunos de nosotros nos alojábamos en una casa, de la que poco a poco iríamos saliendo uno a uno, cada uno hacia su destino. Cuando llegamos no deshicimos las maletas, pues la casa era también muy antigua y había poco tiempo. Decidimos acostarnos y despedirnos a la mañana siguiente, cuando todos saldríamos a la luz del sol, algunos para irse definitivamente, otros para despedirse de los que se iban y dar un pequeño paseo.

Dormimos apenas unas horas, y a la mañana siguiente, tras un almuerzo frugal, decidimos salir. Dos de nuestros compañeros ya se habían ido, y la sensación de pérdida y de profundo conocimiento de que jamás volveríamos a saber nada de ellos nos entristeció pero, al fin y al cabo, ese era nuestro destino. La casa se encontraba, según nos habían informado, al lado de un lago. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que la casa ocupaba prácticamente toda una pequeña isla. Mirando a nuestro alrededor, observamos que estábamos rodeados de incontables islas y, un poco más allá, vimos el mar abierto. Algunas islas eran más pequeñas, en las que apenas cabían tres árboles, y otras eran más grandes, con un par de pequeñas casas y una o dos tiendas. Todas las islas estaban unidas por puentes, algunos modernos, otros de madera y roídos por la humedad, y los ríos eran muy estrechos; tanto, que en algunos casos se podía avanzar dando un salto.

Nos acercamos al puente que nos llevaba a la siguiente isla. De repente, alguien comentó que aquellas islas eran flotantes. No sé cómo llegó a darse cuenta de eso, pero lo cierto es que el agua era muy profunda y turbia. Decidí ir a la tienda de la isla de la derecha y preguntar, ya que había visto a un hombre rubio pasear por allí. Parecía alemán, muy alto y con los ojos azules. Empecé a cruzar el puente e hice ademán de hablarle, pero de repente empezó a gritarnos: "¡No podéis abandonar la isla! No os aceptamos de ninguna manera, ¡volved!". Acto seguido comenzó a tirarnos piedras. En las otras islas se veían también personas que, alertadas por los gritos del hombre, nos miraban y lo imitaban. Sólo pudimos meternos de nuevo en la casa y esperar a que la gente se calmara.

Pasamos varios días en aquella situación, sin apenas comida y con el ánimo crispado. Ahora éramos menos: otros dos compañeros habían desaparecido. Uno de nosotros señaló que creía haber visto tierra firme más adelante, al lado del mar, de modo que decidimos coger nuestras bolsas y abandonar corriendo aquel lugar; era evidente que estábamos sitiados y que nos sería imposible sobrevivir y seguir con nuestras vidas si nos quedábamos allí. De modo que una mañana cogimos nuestras cosas y, en fila india, comenzamos a correr atravesando puentes e islotes, esquivando las piedras y soportando los insultos de la gente. Algunos nos empezaron a perseguir, puente tras puente e isla tras isla, y cada vez los puentes eran más largos y estaban más deteriorados, por lo que debíamos caminar con cuidado para no caernos al agua. De algún modo, sabíamos que caer sería el final.

Aunque los ríos habían parecido tranquilos, como si de canales venecianos se tratase, a medida que nos acercábamos más a tierra firme se volvían más agitados y peligrosos. Y en uno de esos ríos, nos topamos con unos simples tablones de madera que flotaban sobre el agua, sin nada donde agarrarse. Uno de nosotros cayó al agua, y en menos de un segundo un bombardeo de sentimientos nos invadió: primero sorpresa, después tristeza, más tarde comprensión y finalmente, olvido. Porque en el fondo, era lo mismo abandonar nuestra vieja casa de la isla que morir: finalmente, todos nos separaríamos y jamás volveríamos a saber nada de los demás.

Así pasamos otro puente, y otro y otro. Recuerdo perfectamente la urgencia por huir, el sentimiento de terror puro y el miedo que me provocaba la gente que nos perseguía. Estábamos en peligro: sólo queríamos salir de allí. Los demás empezaron a cruzar el puente corriendo, y me seguían dos personas. Y justo al pisar el puente, perdí el equilibrio.

Qué rápido se suceden los sentimientos y sensaciones cuando sabes que es el fin, y qué lento pasa el tiempo, de modo que te das cuenta de absolutamente todo lo que sucede alrededor tuyo. Mientras caía de espaldas, observé al chico que me seguía, y la sensación de peligro y la urgencia por querer seguir viviendo cambiaron a una completa comprensión cuando nuestras miradas se cruzaron: sus ojos brillaron un sólo momento con tristeza, y luego observaron fría y objetivamente mi caída. Yo me iba, y él debía seguir corriendo. Y entonces toqué el agua.

Estaba tibia, y aunque al principio intenté salir de ella forcejeando, aunque llegué a ver a mi compañero girándose y olvidándose de mí mientras yo le gritaba que me ayudara, poco a poco me fui hundiendo, mientras a través del agua observaba la furia del puente y a mis compañeros cruzándolos, ajenos a mí, como si yo jamás hubiese existido. Y fue entonces cuando entendí que ese era el fin, y que era imposible seguir luchando; y no me sentí triste, porque sabía que de tarde o temprano yo también me marcharía. Me dejé caer hacia la oscuridad, mientras observaba los islotes flotando sobre el agua y los rayos del sol creando hermosos efectos de luz. No había algas; no había peces. Sólo agua, azul y oscura, cada vez más fría. Me encogí como un feto, cerré los ojos y dejé que una enorme paz mental me invadiera. Ya había aceptado mi situación, y comprendiendo eso, intenté respirar.

Y pude respirar, poco a poco, suavemente, con la boca cerrada y sin que entrase agua por la nariz. ¡Y qué feliz me sentía! Porque quizá ahora iba a otro lugar... Y así, en un eterno suspiro, me fui hundiendo poco a poco.

22 octubre 2006

Del hombre que se ahorcó en mi habitación

Hace casi un año, si no me falla la memoria, un hombre decidió suicidarse en mi habitación.

Era una apacible mañana de sábado. Aun estando dormida, recuerdo perfectamente esa sensación de bienestar en la cama: abrigada por las sábanas, con el cuerpo descansado y disfrutando de un sueño tranquilo.

Pero de repente unos golpes me despertaron. Eran golpes rítmicos que parecían proceder de la pared opuesta a mi cama. Al principio pensé que algún vecino debía estar haciendo ruido, pero me estaba desvelando y decidí mirar mi habitación.

Serían las diez de la mañana. Por las rendijas de la persiana se colaba la luz del sol, confiriendo un ambiente cálido y cómodo al dormitorio. Podía oír el canto de los pájaros, y el agua correr en la pequeña fuente del patio de abajo. La atmósfera llamaba a un despertar perfecto si no hubiese sido por lo que sucedería después.

Los golpes seguían sonando rítmicamente en la pared. Miré por toda la estancia, pero mis ojos aún estaban dormidos. Al principio no vi nada, de modo que me volví a estirar en la cama. Pero ya me había desvelado, y los golpes comenzaban a ponerme nerviosa. Así que opté por levantarme, pero cuando me estaba incorporando, entonces lo vi.

Me pregunto cómo entró en mi habitación. Tampoco entiendo de dónde estaba colgado. Sólo sé que momentos antes, ese cuerpo inerte no estaba ahí; parecía haber surgido de la nada. Me froté los ojos y volví a mirar: el cadáver seguía ahí, en una esquina de mi habitación, balanceándose de izquierda a derecha, golpeando con sus pies la pared. ¡Qué horror sentí cuando mi mente comprendió que los golpes los producía una persona muerta! Porque, de algún modo, tenía la extraña sensación de que, aun muerta, esa persona golpeaba la pared a propósito...

Se trataba de un hombre de unos cuarenta años de edad, de constitución delgada pero musculada. Vestía con un traje cuyo color no supe reconocer, quizá debido a un juego de luces y sombras, pero diría que era gris oscuro o marrón. Pude ver un enorme reloj, probablemente carísimo, en su muñeca izquierda, y un anillo dorado en su mano derecha. También llevaba una corbata que había desabrochado, y la camisa blanca parecía sudada y sucia. Pero no pude ver su cara: el cadáver me daba la espalda casi todo el tiempo, y cuando se giraba, su rostro quedaba en la penumbra, lo cual no hacía más que acrecentar mi sensación de terror.

¿Quién era? ¿Cómo llegó hasta mi habitación? ¿Qué desafortunada cadena de hechos le llevaron a suicidarse? Y ante todo, ¿por qué en ese lugar? Mientras mi mente daba vueltas a todas esas preguntas, creo que me desmayé. Al cabo de un rato, no sé si minutos u horas, desperté para encontrar mi habitación, de nuevo, vacía.

El ahorcado había desaparecido. Quizá, al fin y al cabo, jamás había habido un cadáver colgando del techo de mi habitación...

21 octubre 2006

Del terremoto y los fantasmas de la empresa

Hace un mes aproximadamente, hubo un terremoto.

Esa noche no podía dormir. Desconozco la razón, pero estaba intranquila; no dejaba de dar vueltas en la cama, notaba mi mandíbula rígida y ya no sabía en qué posición quedarme. Quizá uno de los motivos fuese la cantidad de luz que entraba por mi ventana, aunque tenía echada la persiana. Parece ser que los vecinos de enfrente estaban celebrando una fiesta, porque la luz parecía provenir de un enorme foco, y se oían gritos y golpes.

Cuando finalmente, y debido al cansancio, conseguí conciliar el sueño, todo empezó a moverse. Noté primero una sacudida, y luego mis piernas, mis brazos y finalmente mi cabeza empezaron a temblar. Asustada, toqué la pared, que también se movía. Los sonidos del exterior cesaron, para dejar paso a un rugido profundo. Cuando al final todo pasó, decidí irme de ese edificio. Era como si un sexto sentido me hubiese advertido de que se acercaba un terremoto, y ahora un séptimo me aconsejaba que saliera de esa casa, que podía derrumbarse en cualquier momento. Así que, sin encender la luz, me vestí y decidí irme lejos: a la empresa en la que trabajo.

A unos 45 minutos de trayecto, quedaba lo suficientemente lejos y en una zona despejada, que me daba tranquilidad. No había nadie en la calle, y mucho menos en el edificio, aunque la puerta de la entrada estaba abierta. Entré, subí las escaleras y me encontré la enorme puerta principal abierta de par en par. Enfrente, el gigantesco recibidor estaba completamente vacío; sólo las luces de emergencia iluminaban la estancia, por lo que muchos rincones quedaban en la completa oscuridad. Durante unos segundos, mientras pensaba qué hacer, observé la fría hermosura de las plantas de plástico de la mesa, que parecían brillar con luz propia.

Probablemente debido a la preocupación por el terremoto y por mi seguridad física, me había desvelado completamente. Muchos despachos se encontraban cerrados y no me apetecía ponerme a buscar las llaves, así que mientras me paseaba por el estrecho pasillo de la derecha, recordé que en la sala de reuniones había una enorme televisión de plasma. Me acerqué a la puerta, y comprobé que estaba medio abierta, de modo que entré y miré la estancia. A la derecha, la enorme televisión; en medio de la sala, una también enorme mesa rectangular con un agujero en medio. En la pared opuesta a la puerta en la que me encontraba, a la derecha de la mesa, había una puerta corredera que daba a un balcón de unos tres metros de ancho; incluso en la penumbra podía ver la mesa y sillas típicamente playeras, como si esperaran a que saliera el sol.

Encendí la televisión, dejé mi bolso granate sobre la mesa, y con el mando a distancia en la mano, me senté en la parte opuesta de la misma. Empecé a cambiar de canal aburridamente; la programación a altas horas de la madrugada es realmente horrible. Me detuve en uno de los canales autonómicos, en los que ofrecían una entrevista a un hombre muy grande, muy gordo y muy rosa; de alguna manera, su traje marrón y su cara de cerdo me recordaron al protagonista de una famosa película de animación japonesa. Me quedé viendo el programa, y poco a poco, el sueño se fue apoderando de mí, hasta quedarme dormida.

Pero poco después desperté sobresaltada y, mirando el reloj a la luz gris del canal muerto de televisión, mi mente empezó a pensar con rapidez: eran casi las seis de la mañana, hora del primer turno de trabajadores. En cualquier momento aparecería el personal de seguridad y una parte de la plantilla, y ciertamente se sorprenderían cuando les explicara que había pasado la noche allí. Volví a sentir esa urgencia por huir de donde me encontraba: me dirigiría al metro, iría a almorzar, y más tarde volvería como si hubiese llegado desde mi casa. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me dí cuenta de algo que no había visto antes.

En el techo, un fino raíl colgaba en todos los pasillos y salas. ¿Cómo no lo había visto antes? Escuché unos pasos, y acercándome a la puerta, que había dejado abierta de par en par, miré a la izquierda, donde se encontraba la recepción, para ver una sombra que parecía un traje de seguridad. Me había despertado demasiado tarde; tendría que esconderme. Miré hacia la derecha, pero no pude ver nada: el pasillo estaba completamente a oscuras. Entonces escuché un click, y un zumbido de maquinaria poniéndose en marcha. Asustada, me giré, cogí el bolso rápidamente, y me volví a dirigir a la puerta. Pero cuando estaba a punto de salir de la estancia, vi algo que colgaba del raíl.

Un muñeco vestido de ejecutivo se mecía suavemente de un lado a otro, mientras avanzaba hacia la sala. Al llegar a la puerta, se había detenido, pero su balanceo no cesaba. Con una ligera forma de percha, su cuerpo ovalado y sin piernas y su cabeza de trapo negra y sin rostro me observaban fijamente, y su balanceo hipnótico me helaba. Me agaché y pasé de largo, notando mi corazón golpeando fuerte en el pecho, para encontrarme más muñecos vestidos de ejecutivo colgando en el raíl, con su balanceo horrible y su presencia aterradora. Iban de un lado para otro, cada uno a su despacho, y me vigilaban. Yo era una intrusa en ese lugar.

Mi mente objetiva sólo pudo susurrarme al oído: "Sólo son muñecos de trapo. No van a descolgarse del techo; sal corriendo y vuelve más tarde como si no hubiese pasado nada. Corre, ¡corre!". Así que, sin dejar de mirar a los raíles, y sabiendo que el muñeco de la sala de reuniones se había girado para seguirme, corrí hacia la salida.

Al llegar a la recepción, unos nuevos muñecos colgaban de los raíles: esta vez eran completamente blancos, y en su cara se dibujaban unos ojos y una sonrisa de color negro claramente pícaras. El zumbido de la maquinaria que supuestamente los ponía en movimiento seguía zumbando en el ambiente, y en cuanto uno de los muñecos blancos, que parecían fantasmas, me vio, todos empezaron a dirigirse hacia mí. Volví a correr, con la sola idea de salir a la calle, y cuando empecé a bajar las escaleras, uno de los fantasmas empezó a descender por un hilo, como si de una araña colgando de su hilo se tratase. Seguí bajando las eternas escaleras de caracol, con el fantasma pisándome los talones y bajando a mi ritmo, sin dejar de mirarme. No podía huir, no había escapatoria posible. Y sentí que, tan cerca de la salida pero tan lejos de la libertad, estaba a punto de desmayarme.

No recuerdo qué sucedió después de eso; sólo sé que desperté en mi cama, sin saber cómo había llegado hasta allí. Y ese día no quise ir a trabajar...

17 octubre 2006

De cómo aprendí a volar

Hace tiempo, cuando iba al colegio (debía tener unos 15 años), aprendí a volar.

Estaba en mi cuarto de baño, y acababa de salir de la ducha. Aún no me había vestido, y estaba envuelta por una toalla azul. Estaba de pie entre la ducha y la pica para lavarse las manos; mi cuarto de baño es muy estrecho. De repente, recordé cómo daba volteretas en el agua cuando iba a la playa, y la sensación que eso producía; desgraciadamente, sabía que si ahora quería dar una voltereta sobre mí misma, sólo conseguiría caerme de bruces. Pero aún así di un pequeño saltito, y cuál fue mi sorpresa cuando noté que mi cuerpo era mucho más ligero de lo que me pensaba. Volví a dar otro saltito, esta vez impulsándome hacia delante, y mientras caía la toalla que me cubría el cuerpo, conseguía girar en el aire sobre mí misma.

La sensación era la misma que al dar volteretas en el mar, pero multiplicada por mil gracias a la sensación de libertad que ofrece no estar rodeada de agua. No recuerdo haberme vestido, pero tampoco sé si estaba desnuda; salí rápidamente a mi balcón, queriendo experimentar más esta nueva característica.

Todo parecía mucho más amplio entonces, como si mi vista hubiese hecho un zoom al mundo. En el balcón, me encontré a una niña de unos diez años que no conocía, con sus pies y manos desnudos en la barandilla. La miré con curiosidad, y ella me devolvió la mirada con una sonrisa extraña, como diciendo: "Al fin lo has descubierto". Entonces la niña se levantó, de modo que sólo los dedos de sus pies tocaban la barandilla; con qué fluidez y experiencia se movía, sin miedo a caerse, tan segura de sí misma. Flexionó un poco las piernas para darse impulso, sonrió y se lanzó al vacío. En unos segundos la perdí de vista.

Quise seguirla, pero temía que no pudiera alzarme más de unos centímetros del suelo. Entonces recordé: en una plaza cuadrada, muy similar a la plaza de San Marcos en Venecia, yo había volado con las palomas. Recordé cómo primero había dado un pequeño saltito para darme impulso; recordé cómo mi cuerpo aún era pesado, por lo que sólo podía deslizarme a unos diez centímetros del suelo. Las palomas me rodeaban y volaban a mi lado, pero sin hacerme caso. Había una hermosa fuente en la plaza, y quise subir hasta lo más alto, dándome pequeños impulsos. No había llegado a volar más que unos segundos cada vez; parecía más bien como si la gravedad de la tierra fuera menor, lo que me permitía mantenerme flotando durante un breve lapso de tiempo.

Recordando todo eso, me convencí a mí misma de que era capaz de flotar durante unos minutos. Pero mientras subía a la barandilla imitando los movimientos de la niña, noté que mi cuerpo era muy pesado. Tuve miedo, pero mi curiosidad era mayor, por lo que sin pensarlo me lancé al vacío como había hecho ella. Al principio, sólo pude deslizarme muy cerca del suelo, rodeando un árbol, cerca de una pared. Poco a poco fui tomando impulso y subí hasta lo más alto del edificio más cercano. Desde allí, fui deslizándome, como dando grandes zancadas y planeando en el aire, de edificio en edificio, hasta llegar a una famosa avenida de mi ciudad.

Allí me noté muy cansada, por lo que decidí sentarme en una ventana. Los edificios parecían sacados de un videojuego de la época; las ventanas se repetían una y otra vez, como si de una textura se tratase. Y me encontré otra vez con la niña, que me miró y me sonrió de nuevo. No sé por qué, pero su presencia me agradaba, al mismo tiempo que me producía respeto y miedo. Su sonrisa era ambigua, como queriéndome explicar que yo acababa de descubrir un don maravilloso y al mismo tiempo peligroso. Por eso decidí que no quería volver a verla; quería descubrir yo sola hasta dónde podía llegar con mi nuevo don.

De modo que, aunque estaba muy cansada, volví a volar, y cómo me sorprendí al darme cuenta de que mi técnica había avanzado mucho. Ya no me deslizaba; ahora sí volaba sin problemas. No me era necesario darme impulso con los pies en ningún objeto sólido; sólo tenia que dirigir mi cuerpo en una dirección concreta, ya fuera arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda. Vi mi ciudad desde lo más alto; pude observar la curvatura del horizonte, como si el planeta fuese mucho más pequeño de lo que realmente es.

Y con esa maravillosa vista desperté... Incluso ahora, cuando salgo de la ducha y aún voy envuelta con mi toalla, me pregunto si sería capaz de dar un pequeño saltito y...

Sueños y pesadillas

Todo el mundo ha soñado alguna vez que vuela. O que no puede correr. O que ascensores, escaleras o algún transporte público se convierten en un laberinto. Yo también he soñado esas cosas, y otras muchas más.

Realidades paralelas, mundos inexistentes, caras desconocidas, situaciones imposibles. El día a día, amigos y enemigos, situaciones que se repiten. Todas esas cosas forman parte de nuestra vida nocturna, cuando el cuerpo se relaja y la mente queda libre para hacer, decir, pensar y mostrar lo que quiere. ¿Represión subjetiva? ¿Deseos y anhelos? ¿Vías de escape? ¿Simple descanso? Sea lo que sea, el mundo de los sueños, a veces, ha provocado cambios importantes en el curso de la historia: reyes y emperadores, nobles y plebeyos, consultaban a sus adivinos, almanaques y similares para encontrar un sentido a sus sueños y pesadillas, desde tiempos inmemoriales.

Muchas líneas se han escrito acerca de los sueños y su interpretación. Este blog viene a engrosar todo lo escrito antes. No voy a analizar mis sueños; me da miedo, y las interpretaciones me las guardo para mí. Sólo voy a narrarlos, ya sea porque me han parecido sorprendentes, ya porque los haya considerado hermosos. Quizá la gente que me conoce pueda llegar a sacar alguna conclusión más o menos acertada (espero leer opiniones); quizá los desconocidos lectores de este blog tengan una visión objetiva que también pueda ser de ayuda.

No añadiré nombres propios, y sólo si lo encuentro necesario, escribiré alguna inicial, no necesariamente la correspondiente al nombre propio de la persona. Lo mismo sucederá con lugares y empresas de mi entorno. A veces, no es tan importante con quién se sueña, sino el significado que ello conlleva: un amigo que se convierte en enemigo es, desde mi punto de vista, una manera de resumir la característica principal de la persona con la que se sueña, no de remarcar a la persona en sí. Nuestro mejor amigo puede simbolizar un sentimiento de amor universal, del mismo modo que nuestro peor enemigo puede significar la hipocresía, la maldad o incluso el reflejo de nuestros miedos.

Por eso este blog es completamente subjetivo, por diversas razones. Primero, porque no hay nada más subjetivo que nuestros propios sueños, y la manera en que los soñamos. Segundo, porque al despertar, cuando intentamos retomar todas las imágenes y situaciones inconexas, estamos añadiendo el ingrediente racional de nuestra mente despierta, lo cual puede distorsionarlos de manera que acaben siendo una borrosa fotografía de lo que fueron; ese ingrediente racional completamente subjetivo viene dado, claro está, por las sensaciones que el sueño o la pesadilla haya despertado en nosotros. Y por último, porque al igual que leyendo un libro o un poema, cada uno imagina los detalles de una manera única y exclusiva, y teniendo en cuenta los anteriores puntos, yo describiré mis sueños y pesadillas únicamente bajo mi punto de vista, y cada lector acabará dándole su propio punto de subjetividad a lo leído.

Bienvenidos al mundo de los sueños, en el que todo es posible.