20 septiembre 2008

De un único beso

Una solitaria jovencita, todavía inocente aunque tempranamente decepcionada con el mundo, camina con su vieja y desafinada guitarra por una amplia avenida cercana a su colegio. Ha vuelto de casa de una compañera de clase tras unas horas cantando y riendo en su terrado. Pero aun habiendo reído y cantado se siente triste.

El ambiente ha refrescado y la joven necesita calor para no dejarse llevar por la ilusión de luces de neón azul y anuncios baratos que regalan felicidad de marca a cambio de unos papeles cuyo único valor es un bien subjetivo. Quiere ir un poco más allá; quiere sentir. Mira a su alrededor para ver únicamente coches de colores apagados, asfalto gris y cielo nublado. Incluso el verde de los árboles no brilla como debería. “Quizá caiga una tormenta”, piensa desganada.

No le apetece volver a casa. Se sienta en un banco, saca su guitarra y toca para la multitud que sólo existe en su cabeza. Pues el resto de gente la mira de manera extraña. “Molestas”, dicen sus ojos. “Estorbas”, cantan sus pasos. “Sobras”, cuentan sus giros de cabeza. Y ella recoge su guitarra y sigue caminando.

Y entonces se encuentra con el esplendor de dos hermosos dragones dorados volando en un atardecer sangriento sobre una interminable muralla blanca, entre nubes de papel arrugado y por encima de ríos, lagos y montañas de cartón piedra. Y ella mira sus ojos verdes y se deja llevar por sonidos que apenas reconoce, cuerdas suave y decididamente acariciadas en una lejana escala que evoca lluvia y paz.

Entra en el subterráneo, alejado de los ojos de aquellos que pueden ver pero no saben mirar. El rugido de los motores de la gran avenida parece el eco de una tormenta de verano cuando la muchacha entra en el templo sagrado del saber milenario. Tranquilo aun estando repleto de gente. Silencioso pese a las incontables conversaciones. Acogedor a pesar de ser un lugar completamente desconocido.

Pide algo para beber y se sienta en una mesa granate. Observa el techo, artificial firmamento regido por el fénix y el dragón, lo femenino y lo masculino, el yin y el yang. Querría quedarse en ese maravilloso lugar para siempre.

Se dirige al baño. Y cuando sale de él, allí está el muchacho. Delgado, de pálida piel y ojos oscuros y rasgados. Ella se queda paralizada mientras él la desnuda con la mirada. “Tantos años”, le dicen sus ojos, “tantos años viéndote y al fin puedo tenerte delante”. Y ella piensa: “Tantos años… Tantos años observándote servir mesas y chapurrear español y ahora...”.

Y entonces él se dirige a ella de esa forma brusca que sólo los orientales parecen haber aprendido con el arte de la guerra, y su cara queda a pocos milímetros de la de ella. “No hay demasiado tiempo”, piensan los dos sin articular ningún sonido. Y ella se mueve y lo acorrala entre su joven e inmaduro cuerpo y la pared, y se acerca poco a poco a sus labios mientras él se amolda suavemente a su gesto, y cuando sus labios se encuentran la calidez de tan leve contacto humano llena un poquito más el alma perdida de la muchacha. Y el mundo parece girar y girar a su alrededor cuando sus lenguas se entrelazan apasionadamente, como dos amantes largo tiempo sin verse; sus bocas se amoldan a la perfección, llenándose ambas sin dejar ningún resquicio para el vacío. La muchacha despierta a un mundo de sensaciones jamás vividas, despertando también su cuerpo palpitante y deseoso de caricias. La calidez de la boca de él recorre el cuerpo de ella hasta su entrepierna mientras su corazón parece querer salirse del pecho. Y así sucede el más hermoso de todos los besos que se hayan dado jamás sobre la faz de la tierra, fénix y dragón en un abrazo celestial, perdidos en un mundo de demonios occidentales.

Pero no hay tiempo, y ambos lo saben. Una vez saciada su mutua curiosidad por el otro se separan lentamente y se miran a los ojos, sin emitir ningún sonido. Ambos se desean, más allá de idiomas y culturas, de prejuicios y peligros. Ambos se temen, tan cercanos y al mismo tiempo desconocidos, tan desarmados ante el deseo pero siempre atentos a un posible ataque desconfiado. Él sonríe; ha querido ofrecerle esos minutos como regalo. Ella devuelve agradecida la sonrisa, sabiendo que ese momento no se volverá a repetir, pero no es necesario, puesto que quedará grabado en su retina para siempre.

La muchacha camina sonriente hacia la puerta, pasando por delante del joven chino que sin perder la sonrisa la sigue con la mirada. Y ella ya no se atreve a mirarle a los ojos, de modo que cuando pasa por su lado le hace una leve reverencia con la cabeza, y él se la devuelve. Respeto mutuo. Satisfacción conseguida. La comunión de dos almas solitarias atrapadas en un extraño lugar.

Jamás volverán a verse; el muchacho dejará de trabajar en ese restaurante y ella conocerá otras almas similares, aunque no podrá olvidar la pasión de ese único beso. Y desde su estantería, la interminable colección de dragones chinos que a partir de entonces comenzará le devolverá siempre algo de ese momento.

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