07 febrero 2008

De un anillo y el TransMarítimo

Hace un tiempo tuve que tomarme una tarde libre, pues sin conocer muy bien el motivo me sentía muy cansada. Había acompañado a mi madre a dar una vuelta y mis piernas parecían agotadas y rígidas, costándome horrores caminar dos pasos seguidos. De hecho, en el metro me encontré con M, una vieja amiga del colegio, que había jugado a básquet pero que había tenido que dejarlo, según me explicó rápidamente, por las dificultades que se vivían en su familia. "Estudio empresariales para poder ayudar a mi hermano en el negocio familiar que queremos montar", me dijo sonriente. Admiré su valentía y aunque deseaba abrazarla apenas pude levantarme para darle dos besos. Cuando al fin, tras muchísima angustia y esfuerzo, conseguí llegar a casa, puse la tele, reí un rato y cogí fuerzas, animada y con muchas ganas de salir de nuevo. La tarde se había vuelto fría y húmeda, pero aún así había quedado con un buen amigo para mirar libros. Él buscaba unos cómics en concreto (una serie manga de incontables números), y yo no me sentía interesada por nada. De hecho mi ánimo parecía haberse amoldado al ambiente: apagado, lúgubre y pesimista,.

Llegamos a la tienda tras subir una cuesta pronunciada: un pequeño cubículo sucio y maloliente abarrotado de revistas, libros, cómics y merchandishing de todo tipo. Como es de esperar en este tipo de comercios, no faltaban las sortijas y amuletos de series de anime, manga, cómics europeo y americano y, por supuesto, películas. Mientras mi amigo no paraba de mirar nervioso todo lo que le rodeaba ("¡Mira esto! ¿No te gusta? ¡Es genial!"), yo deseaba que llegara la hora de pagar e irnos. Iba deslizando mi mirada por los polvorientos estantes hasta que tropecé con un anillo. Con su destello plateado parecía destacar bajo la blanca luz entre tanta baratija, y me pareció hermosísimo: un grueso aro con una argolla y una finísima cadena de la que pendía un puntiagudo alfiler. Le pedí a la dependienta, una muchacha llena de piercings y tatuajes con un acento muy correcto y educado, que me dejara probar el anillo, y aunque me hice daño al ponérmelo y me iba enorme, me quedé enamorada de él. Pero no tenían más tallas: ése era el único que les quedaba. Me pregunté qué pasaría en caso de querer arreglarlo: ¿quedaría la marca? Seguramente el alfiler parecería demasiado grande al colgar de tan pequeña sortija. Y como no me decidía y me había pinchado y hecho sangre, la dependienta, muy amablemente, me hizo pasar a una sala contigua para atenderme.

Se puso unos guantes de látex mientras me indicaba que me sentara en una silla en uno de los extremos de la sala. Sólo había dos fluorescentes colgando del techo, un montón de armarios con puertas de cristal llenos de potes con pastillas, gasas y demás material sanitario, una camilla, un fregadero mohoso y una silla de oficina negra y desvencijada. En la pared al lado de la cual me senté se podía observar un agujero del tamaño de una persona adulta, como si de un nicho se tratara. La luz no llegaba a su interior, aunque pude entrever algo similar a una figura humana envuelta en una sábana amarillenta y sucia. Curiosamente, ese detalle macabro no me preocupó en absoluto.

La muchacha me curó la herida de la mano, por otro lado inexistente, pues aunque sentía el dolor como si me hubiese cortado con un cuchillo, no había señal alguna en mi piel. Me recomendó que me lavase con suero y que intentase mantener siempre las manos bien limpias, para que el dolor no volviera. Y regresamos a la tienda, en la que mi amigo aguardaba tras comprar varios libros y cómics. Me preguntó si me apetecía ir a cenar o a tomar algo, pero en ese instante llamó mi madre al móvil: estaba nerviosa, su tono era urgente, y tenía que darme una gran noticia. "¿Quieres cambiar de casa?". Había encontrado algo que quizá me interesaría y que a su parecer me iría como anillo al dedo, nunca mejor dicho. Es curioso cómo había estado un buen rato debatiéndome por un anillo demasiado caro y demasiado grande para mí, y de repente se me presentaba el gran dilema de cambiar de vivienda.

De modo que me disculpé ante mi amigo y me dirigí a casa. A la mañana siguiente mi madre nos informó a mi padre y a mí de que había oído un anuncio por la radio que informaba de la inauguración del TransMarítimo, un gigantesco puente que cruzaba todo el Mediterráneo y que parecía consistir, básicamente, en una autopista y casas adosadas a su lado, todo siempre sobre unas plataformas elevadas unos metros por encima del nivel del mar, como si de estaciones petrolíferas en miniatura se tratase. Al parecer mi madre ya había tomado nota del número de teléfono de contacto, había llamado y había reservado hora en las oficinas de una sucursal para pedir folletos y recibir toda la información que necesitáramos. Y nos pusimos en camino.

No recuerdo por qué extraña razón mi madre llegó antes a las oficinas, pero mi padre y yo nos quedamos rezagados, resoplando mientras subíamos unos interminables escalones metálicos que nos llevarían a los despachos de la empresa promotora de TransMarítimo. En varias ocasiones estuvimos a punto de caer al vacío, ya que en las pasarelas faltaban placas y teníamos que pasar corriendo, como si nos persiguieran, por miedo a caernos. Mi padre, que iba delante, no paraba de hablar de mi madre y de gritarme "¡Cuidado!", mientras yo iba respondiendo "Sí sí, ya lo he visto, ya veo" una y otra vez. Cuando finalmente nos encontramos ante las paredes y puertas de cristal de las oficinas, nos miramos y nos pusimos a reír: "¡Ay, si tu madre hubiese visto cómo subíamos! Seguro que nos criticaría por algo", me decía sonriente.

Entramos en uno de los despachos, y aunque esperamos pacientemente nadie vino a atendernos. De hecho todo el edificio parecía estar desierto. Ante nosotros había una mesa redonda también de cristal, y sobre la misma un cenicero limpio, tres vasos vacíos y una jarra de agua transparente, así como un montón de folletos explicativos de qué era el TransMarítimo. Fue la primera vez que vi una foto de la estructura. Y no me gustó en absoluto.

Tras muchos años de estudios y construcción en secreto ("¿En secreto?", me pregunté yo. "¿Y los pesqueros? ¿Los cruceros? ¿Los satélites?"), y habiendo pasado unos estrictos controles de calidad y seguridad, se había abierto al público con un enorme éxito el TransMarítimo, el puente más largo del mundo que atravesaba el Mediterráneo de punta a punta. Una autopista con dos carriles, cada uno en una dirección, y bloques de casas adosadas a su lado, conformaban el gigantesco y fino gusano que se decía superaba con creces incluso a la Gran Muralla China, y que se convertiría en el más importante y avanzado canal de transporte entre diversos puntos del planeta, residiendo su originalidad en las viviendas que discurrían a lo largo de todo su recorrido. Pero al ver las fotos sólo vi una carretera mal cuidada que acabaría oxidándose y llenándose de moho por culpa del salitre y el agua marina, y un montón de pequeñas chabolas tercermundistas que se convertirían con el tiempo en la residencia principal de camellos y ladrones. Parecía que pudiese observar la mayor obra de ingeniería del mundo pudriéndose en la lejanía del tiempo.

Cada casa tenía dos pisos de poca altura, una buhardilla y un pequeño párquing, así como un pedazo de tierra que querían hacer pasar por un "jardín propio, como en las casas señoriales de tierra firme". Toda la estructura era de metal negro y amarillo, lo cual le confería un aspecto de abejorro moribundo. "Qué mal gusto han tenido los diseñadores", comenté en voz alta. Nadie dijo nada, pero la cara de decepción de mi madre hablaba por sí sola. En ninguno de los folletos y revistas se mencionaba el tamaño de las viviendas, aunque no dejaban de repetirse términos como "amplitud, comodidad, excelencia y hermosas vistas". En todo el trayecto no había distinción entre una vivienda y otra, y por supuestas razones de seguridad se impedía a los inquilinos que las modificaran en cuanto a color, tamaño u objetos exteriores. De hecho, durante miles de kilómetros sólo se distinguiría una casa de otra por el número asignado. Nada más.

Entonces caí en uno de los principales problemas: la duración del trayecto entre extremo y extremo. ¿Dónde se supone que trabajaba toda la gente que se desplazara a vivir allí, en mitad de la inmensidad del mar, sin avistar jamás tierra firme, suspendidos siempre sobre un lecho infernal de agua gélida? ¿Dónde irían a comprar o de tiendas, o a divertirse, si no había más que casas y casas? ¿Cuánto se tardaría en llegar de una punta a otra? No aparecía ninguno de esos datos en el material informativo, aunque se hablaba del bajo coste de las viviendas, toda una ganga: menos de seis mil euros cada una, con gastos de peaje incluidos de por vida al ser residente (se aplicaban unas tarifas muy elevadas a los turistas y visitantes). Y al parecer ya se habían vendido más de la mitad de las viviendas, por lo que era necesario apresurarse para no perder tan suculenta oportunidad.

"Mamá, lo siento pero yo no me fío", dije. Luego miré a mi padre: "Es barato, pero está claro por qué. Y la gente pagará poco y podrá pavonearse ante los amigos, pero dentro de un tiempo la única ventaja, el precio, no será nada ante todas las desventajas". "Pues yo lo cogería, luego puedes alquilarlo", comentó mi madre con cierto tono despectivo. "¿A quién?", le respondí yo, "Nadie querrá alquilarlo cuando la gente empiece a cansarse de vivir entre cielo, agua, metal y asfalto...". Mi madre me miró y pareció entender. "Hagamos una cosa", continué con paciencia, "dejad que busque información en internet, sobretodo de las familias que ya se han trasladado allí, y entonces decidimos, ¿vale?".

Pero en ese momento alguien entró en el despacho: un hombre con traje marrón y un reloj enorme, medio calvo y con gafas, que con ademanes nerviosos nos sonrió y dio la mano: "Caballero, señora, señorita, les he estado observando y son la familia ideal para una de nuestras instalaciones. De hecho, incluso añadiría que pueden ser la familia ideal para DOS" (y en ese momento hizo hincapié en la palabra con un gesto de su mano derecha) "de nuestras instalaciones. ¿Qué les ha parecido?". Pero cuando me disponía a responder, me atajó rápidamente (buen vendedor... no dejes que el cliente potencial replique o ponga en duda, simplemente vende, vende, vende): "No respondan, aún no: les mostraré más información que aún no han visto y que, estoy convencido, les ayudará a decidirse". Y sacó un portátil de no sé dónde, en el que empezó a mostrar supuestas páginas web y vídeos de las primeras familias que se habían instalado.

Dejé que mis padres se tragaran toda esa porquería mientras yo me quedaba por detrás de ellos sin hacer demasiado caso. Finalmente el comercial empezó a discutir con ellos precios, contratos y demás papeleo, y en un momento de despiste pude acceder al ordenador. Fui rápida: www.youtube.com, Buscar: TransMarítimo. Muchos resultados. Todos los titulares eran negativos.

Puse un vídeo, y tan sólo ver las primeras imágenes quedé horrorizada. Ciertamente, nadie parecía haber pensado en las terribles tormentas que suceden en alta mar. Se trataba de un documental casero en el que se presentaba una de las viviendas en un hermoso día soleado, siempre con el sonido de los coches pasando por la carretera, por supuesto. La cámara sube unas escaleras metálicas, se encuentra ante una puerta, la puerta se abre y se ve a un niño pequeño con una bicicleta y a una madre consumida por los nervios, con delantal y el pelo enredado. Al fondo se observa la autopista. La madre se dirige a la cámara: "Vean, vean, cuarenta metros cuadrados y lo que ven es la cocina". Efectivamente tan sólo entrar en la casa uno ya se topaba con un escalón que daba a una pequeña habitación habilitada como cocina y lavadero: no cabía ni un alfiler. "Comodidad y lujo, nos dijeron", repetía la mujer, "pero lo único que deseo es irme de esta chabola". Y dicho esto, la mujer desapareció por la puerta tras despedirse de su hijo.

El niño, de unos diez años, miraba alegre la cámara, como extrañado, y cogiendo la bicicleta se dirigió al exterior. Pero entonces una emisora de radio empezó a informar de la terrible tormenta que se avecinaba. El reportaje era tan real que incluso pude sentirme en la piel del cámara. El cielo se oscurecía de repente, empezaba a soplar un fuerte viento y las olas lo inundaban todo, y todo eso en tan sólo unos pocos minutos. En la radio, claramente clandestina, se escuchaban unas palabras: "Nadie parece recordar que esta zona es la principal castigada por las llamadas 'Tormentas de Arena', curioso nombre en medio del océano". Pero no pudo oírse más: una gigantesca ola de agua y tierra azotó la estrecha autopista y la casa, y el cámara apenas pudo agarrarse para no perecer ahogado. Cuando pasó la ola el niño estaba ante su bicicleta, llorando y llamando a gritos a su madre, completamente sucio de lodo y algas. Paredes y suelo se habían cubierto por una fina capa espesa de arena húmeda, y la mujer llegó casi arrastrándose y escupiendo arena, sollozando y gritando: "¡Esto es lo que le ocultan al mundo! ¡Casas pequeñas y siempre sucias, indefensas ante la fuerza de los elementos! ¡Y nos tienen aquí encerrados, y no nos permiten hablar de ello, mientras ellos están tranquilamente pisando tierra firme! ¡Y no nos dejan marchar! ¡Preferiría morir antes que seguir aquí!". Y se introdujo en la casa con su hijo, cerrando la puerta tras de sí.

Entonces volvía a escucharse la radio de manera entrecortada: "Varios muertos... equipos de rescate... testigos presenciales... suicidios colectivos...". Palabras nada alentadoras. Pero en ese momento el comercial se dio cuenta de lo que yo estaba viendo, y no tardó nada en cerrar el portátil, mirarme enfadado y decirme: "Tus padres estaban a punto de firmar un contrato. Pero la cláusula de silencio ya está firmada. Podéis iros, pero jamás podréis hablar de ello con nadie". Y nos echó con muy malas maneras, aunque lo cierto es que me sentí aliviada al salir de allí.

No articulamos palabra durante un buen rato. Volvíamos a casa, decepcionados y sorprendidos, y yo ligeramente enfadada con mis padres por haber firmado aquél maldito papel. Pero ya no podía hacerse nada: dejaríamos pasar el tiempo y nos olvidaríamos de todo.

Aunque yo soy algo cabezota y la curiosidad me puede...

De modo que decidí visitar uno de los extremos del TransMarítimo. Busqué a alguien que se dirigiera al mismo lugar que yo, y lo cierto es que me sorprendí agradablemente cuando en unos veinte minutos a una velocidad estable (aún no llego a entender cómo no se producían atascos en la estrecha autopista) llegamos a nuestro destino: un pueblecito de tierra y casas bajas, lleno de árboles y en el que se respiraba un aire limpio y fresco. Tan sólo apearme del coche me dirigí a un humilde puesto de información en el que podían adquirirse mapas del pueblo y los alrededores, así como información básica acerca de los distintos servicios al ciudadano (sanidad, ayuntamiento, cuerpos de seguridad, etc). Me hice con un mapa y caminé durante un rato por un despejado camino de tierra, rozando con la yema de mis dedos la corteza de los árboles, hasta llegar a una inmensa construcción: la catedral del pueblo. No recuerdo muy bien lo estudiado en Historia del Arte, pero el estilo era una mezcla de románico y gótico, con enormes pináculos puntiagudos alzándose hacia el cielo y minúsculas ventanas oscuras en sus paredes. Había muchos niños y jóvenes por los alrededores, y a uno de ellos le pregunté acerca de tan magnífico edificio. "Es la Universidad", me dijo amablemente, "aunque antes era la catedral del pueblo. Pero ante la falta de espacio se decidió hace unos años reaprovechar el espacio llenándolo de libros y de aulas", finalizó. Me pareció impresionante: un remanso de tranquilidad y recogimiento para el estudio.

Me perdí entre los estudiantes, escuchando atentamente sus conversaciones, las cuales giraban, como es de esperar, en torno a los amigos y los exámenes. Hubo un detalle que me llamó la atención: nadie parecía quejarse, sino más bien todo lo contrario, se aceptaban las normas educacionales como correctas y se daba lo mejor para llegar a lo más alto. Rivalidades sanas y nada de estrés en unos jóvenes que amaban lo que hacían. Y en mi fuero interno no pude evitar preguntarme cuánto tiempo duraría su paz hasta que el TransMarítimo llenara sus costas de turistas ávidos de fotografías y recuerdos. La universidad era claramente el centro del pueblo, y a su lado se encontraban comercios y algunos de los edificios más importantes. Pero me había impactado de tal manera la filosofía de vida de aquellos jóvenes que finalmente pasé el día entero con ellos. Rápidamente me sentí integrada y quise quedarme allí para siempre, siendo un miembro más de una enorme familia bien avenida. Y el tiempo pasó como un suspiro...

Nunca les expliqué a mis padres mi experiencia en aquel pueblo. Sin mediar palabra habíamos firmado un pacto de silencio al respecto. Si nos preguntaban, simplemente decíamos que no nos interesaban ese tipo de anuncios y que no necesitábamos trasladarnos. Únicamente una vez se pronunció una frase al respecto, y la pronuncié yo.

Fue una mañana de sábado en la que mis padres y yo decidimos ir a visitar el puerto de nuestra ciudad. Alquilamos un helicóptero que pilotó mi madre, cualidad que hacía tiempo que tenía pero que no solía poner en práctica. Pero ese día parecía decidida: "Tengo ganas de pilotar. No os importa a dónde os lleve, ¿verdad?". Yo sólo quería ver de nuevo la ciudad desde el cielo y a mi padre le pareció una oportunidad perfecta para hacer fotografías, de modo que mi madre se puso delante, mi padre detrás y yo a su derecha. Y como era imposible comunicarse debido al intenso rugir de los motores de la aeronave, me puse los cascos y empecé a escuchar una canción en concreto, un mix de música electrónica de una hora de duración de uno de mis grupos favoritos. El helicóptero se elevó poco a poco, y aunque también me había puesto los cascos reglamentarios para volar, apenas podía escuchar la canción. Miré por la ventanilla sin temor a caerme y pude observar, mientras girábamos hacia la izquierda, la hermosura de la tecnología uniéndose al mar. Vi puentes y bloques de piedra y arena y turistas y petrolíferos y barcos de crucero, y dejé que mi mente vagara sin controlarla. Entonces vi uno de los puentes de hierro, de color negro y muy estrecho, y recordé el TransMarítimo. Le hice señas a mi padre para que hiciera una foto, y cuando hubo acabado volví a mirar por la ventanilla y, recordando el terror que había sentido al ver el vídeo en aquella oficina, murmuré: "Realmente el TransMarítimo debe ser un sitio horrible para vivir".

En ese momento el mundo pareció quedarse mudo...

1 comentario:

  1. Vaya con el TransMarítimo!! No me gustaría vivir allí!! :(
    Espero que no lea esto el comercial que os hizo firmar la cláusula de silencio!! ^^
    ¿Tu madre pilota helicópteros? Wow XDDD

    Dulces sueños!!

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