29 marzo 2008

De las dos bodas en un día

La buena noticia llegó a casa durante una fría y gris tarde de domingo de invierno, justo después de comer. Lo celebramos con algunas copas y un montón de pastel, todos sonrientes y felices. Era un puro formalismo, aseguraban mis tíos, pero demostrar ante la ley que se amaba a otra persona conllevaba una obligada retahíla de beneficios para ambas partes y su descendencia (que en ese momento tenía casi quince años), por lo que habían decidido no posponer el evento por más tiempo.

Se decidió fecha y lugar: una tarde de sábado en alguna iglesia de la pequeña ciudad donde viven, cerca de Barcelona. Habían escondido el secreto durante el tiempo suficiente como para sorprendernos no sólo con la boda, sino con que todos los preparativos estaban listos: trajes, arras, restaurante y toda la parafernalia para declarar el amor de manera oficial, si es que quedaba algo de él. Más bien estaban declarando que no rechazaban los beneficios...

Yo no podía creerlo: sólo había estado en dos bodas, por obligación y siendo demasiado pequeña como para disfrutarlas de verdad, y de golpe tenía dos bodas a las que acudir en el mismo año. La primera, de mis tíos, era una simple formalidad, pero la otra era una declaración de amor en toda regla. Al fin, tras muchos quebraderos de cabeza, demasiadas lágrimas y mucha ilusión, mi mejor amiga se casaba. En varias ocasiones (demasiadas, suele decir ella entre risas) le habían pedido matrimonio (de distintos hombres), y ella siempre se había negado, por lo que si al fin había dado el “Sí”, era definitivo. Y mi alegría por ella no podía medirse de ninguna manera.

Pero, como ya se sabe, las amistades son libres como pájaros y vuelan en el momento menos pensado. La relación con mi amiga se fue enfriando hasta que perdimos el contacto casi por completo: yo salía de una depresión y ella estaba demasiado liada con todos los preparativos de la boda, por lo que apenas había tiempo para vernos y los cálidos abrazos dieron paso a fríos mensajes al móvil. Aun así mi alegría por ella no menguaba, ni lo hacía su ilusión. Si ella era feliz, yo era feliz. Iba a tenerme a su lado cuando lo necesitara, igual que yo a ella. Y mientras tanto las dos hacíamos nuestra vida mientras preparábamos las bodas.

El día tan esperado llegó, y en mi familia nos vestimos con las mejores galas. Todos estábamos guapísimos, y me sentí nerviosa y a la vez ilusionada por todo aquello. La parte más narcisista de mí misma, que había estado dormida durante demasiado tiempo y que aún tenía legañas en los ojos, se moría de ganas de ver cómo iba a quedar en las fotografías. Mi tío, ya vestido con el traje y bien guapo, nos fue a buscar con el coche a casa y nos acercó hasta Cerdanyola, donde se celebraría la ceremonia. No pudo llevarnos hasta la iglesia, según nos dijo, porque tenía que realizar algunas gestiones para que todo saliera perfecto, de modo que nos apeamos en medio de una carretera bastante descuidada cerca de la zona industrial. No había nadie por la calle y el cielo, aunque sin nubes, estaba más oscuro de lo normal. “¿Hoy hay eclipse de sol o algo así?”, pregunté en voz alta. “No, que yo sepa”, respondió mi padre.

Íbamos los tres hablando por el camino cuando comencé a inquietarme. Había algo que se me escapaba, pero no sabía qué era. Tuve esa sensación típica de dejarte algo tan importante como las llaves de casa o la tarjeta de embarque en la habitación del hotel cuando la abandonas; me había olvidado durante mucho tiempo de algo, pero no conseguía recordar de qué. Les pregunté a mis padres si no nos estábamos dejando nada, pero no era ese el problema. No tenía nada que ver con mis padres. ¿Qué era?

Finalmente decidí dejar de darle vueltas. Eso es como buscar las llaves de casa cuando no recordamos dónde las hemos dejado: suelen estar en el último lugar, el menos pensado, o bien no aparecen por ningún sitio hasta que aceptamos que las hemos perdido y de golpe, ¡plas!, justo antes de llamar al cerrajero aparecen misteriosamente encima de la cama, y a nosotros se nos queda esa cara de: “¿Pero no había mirado allí antes?”, y las llaves nos responden riéndose: “Sí, tres o cuatro veces, y en una ocasión casi nos aplastas con tu culo”. De modo que me concentré otra vez en la boda a la que nos dirigíamos, cuando se me ocurrió preguntar: “¿A qué hora empieza?”.

La ceremonia se iniciaría a la una del mediodía, y luego habría banquete y baile hasta las seis de la tarde aproximadamente. Eso me hizo pensar en el menú del banquete, y como suele sucederme en demasiadas ocasiones, comencé a enlazar ideas, saltando de una a otra veloz como un relámpago, hasta plantarme en la última de todas: ¡me había olvidado por completo de la boda de mi amiga!

“¡Mierda!”, grité en voz alta. Le pedí a mi madre que me diera el móvil (yo no llevaba bolso ese día), y rápidamente busqué el teléfono de mi amiga y pulsé la tecla de llamada. Beeeep, un tono, beeeep, dos tonos, por favor que lo coja, beeeep tres tonos, por favor por favor cógelo, beeeep cuatro tonos, ¡clic!. “¿Sí?”, me dijo una voz somnolienta desde el otro lado de la línea.

“¡Hola!”, grité feliz, “¡ya pensaba que no me cogías el teléfono!”, y antes de que ella pudiera responder continué: “Tía, me había olvidado por completo, y me sabe realmente mal y ya sabes, me considero una persona muy mala, pero hoy es tu boda, ¿no?”. Y mi cara se arrugó en una mueca de niño pequeño esperando recibir una bofetada de su padre tras haber hecho alguna fechoría. Pero sólo escuché una risa estridente: “¡Tía, que no pasa nada!”, y siguió riéndose. “Ya, pero”, seguí, “hace meses que no hablamos, y entre una cosa y otra...”. “No pasa nada, tranquila”, me respondió ella mientras intentaba calmar la risa, “en serio, no te preocupes. Contamos contigo, vendrás, ¿no?”. “¿A qué hora es la boda?”, pregunté nerviosa. “A las ocho de la tarde, ¿cómo puedes olvidarte?”, me dijo mi amiga entre risas. “Es que resulta que ahora mismo me dirijo a la boda de mis tíos, ¿te lo puedes creer?”, le expliqué. “¡No jodas!”, y estalló de nuevo en carcajadas. Yo conseguí reírme también y le dije: “Sí, pero tranquila, es a la una y acabaremos sobre las seis de la tarde, de modo que me da tiempo de ir para allá. ¿Me recuerdas dónde era? Le preguntaré a mi tío si puede acercarme, o si no ya pillo un taxi”. Ella me respondió: “Ah, perfecto. ¿Tampoco te acuerdas del lugar? ¡Eres un desastre!”, y volviendo a reírse, me indicó: “Es en la Biblioteca de Sant Antoni. ¿Sabrás llegar?”. “Sí, sí”, le respondí yo, y tras una pequeña pausa le pregunté tímidamente: “Una cosa... ¿Aún puedo hacer algo en la boda?”, y de nuevo mi cara se convirtió en la de un niño pequeño. “¡Claro, boba!”, me dijo ella, y añadió: “Como aún faltan unas horas, no te preocupes, lo decidimos y te decimos algo”.

Y así nos despedimos, ella enviándome besos y abrazos y tranquilidad y yo sin parar de pedirle disculpas. Le expliqué a mis padres lo sucedido, y ellos se rieron y me dijeron que no me preocupara, que me ayudarían a llegar a la otra boda sin contratiempos. Y me ilusioné con la idea de participar en el día más importante de una de las personas más importantes de mi vida, pero teniendo en cuenta que llevaba lo puesto y que le había prometido a mi amiga más de un año antes que el objeto prestado que ella llevaría ese día sería mi discreto anillo de plata con cara de gato, y lógicamente no iba a ser así, puesto que no lo llevaba encima, no estaba dispuesta a presentarme en el lugar con las manos vacías.

De modo que mis tíos se casaron, comimos y bebimos, y sobre las cinco de la tarde me disculpé ante mi familia y el resto de invitados, explicándoles la anécdota (no hay nada mejor que reírse de uno mismo para hacer reír a la gente) de que se me había olvidado la boda de mi mejor amiga y que debía ir a comprarle un anillo antes de personarme en la fiesta.

Encontré una pequeña joyería en una de las calles cercanas al restaurante donde se celebraba el banquete de mis tíos. Anochecía con rapidez y la mayoría de comercios ya habían bajado sus persianas, por lo que la blanca y tintineante luz del fluorescente de la tienda le confería un aire bastante tétrico. Entré decidida, explicando mi situación. “Tiene que ser algo prestado”, les dije. La dependienta me respondió amablemente: “Por supuesto, por lo que será mejor que a ti también te guste. Pero lamentamos decirte que no disponemos de ningún anillo en forma de gato o similar”. “No importa”, contesté yo, y le pedí que me enseñara los anillos de plata que tuviese.

En cuanto abrió el cajón vi claramente cuál iba a quedarme: un aro redondeado con una fina hada cuyas alas descendían puntiagudas por el dorso de la mano al colocarlo. La plata era vieja y saltaba a la vista que se trataba de un modelo que no se había vendido demasiado bien. En ese momento entró otra muchacha, muy nerviosa, diciendo a trompicones: “Por favor, me voy a casar pero no tengo los anillos, ¡necesito ayuda!”. Ante tal urgencia, y como yo ya me había decidido, le pedí a la dependienta que por favor ayudara a aquella pobre chica. Yo también fui mirando curiosa todas las arras (de oro blanco, tal y como lo había solicitado) que le mostraban, e incluso llegué a darle mi opinión a la joven, con la que congenié rápidamente. Me explicó cómo había ido todo, que se casaba esa semana y que estaba todo preparado menos las alianzas, y que había estado tan atareada con los preparativos que se había olvidado de lo más importante. Estaba realmente nerviosa ante tan importante evento; tan nerviosa que incluso me hizo dudar de mi decisión: ¿no sería mejor que le prestara a mi amiga un precioso anillo de oro blanco con un diamante incrustado? La muchacha empezó a contagiarme su ansiedad, hasta tal punto que, cuando finalmente se decidió, le dije: “¡Dios mío! Tengo la sensación de que yo también voy a casarme, ¡y me aterroriza la idea!”. La joven me miró paralizada y me respondió bajando la voz: “La verdad es que no estoy muy convencida de lo que voy a hacer... pero debo intentarlo al menos”. En ese momento pensé que ya la había fastidiado, puesto que le vi lágrimas en los ojos, y me había contagiado de tal manera su preocupación y nerviosismo que de mis labios brotaron las siguientes palabras: “No te preocupes, te entiendo... De modo que si no estás segura, no lo hagas, pero si realmente le quieres y no quieres que se te escape, ve a por ello. Luego ya lo arreglarás.”.

Ella alzó la mirada y me sonrió, dándome las gracias y llorando. Lo cierto es que no entiendo muy bien por qué le dije lo que le dije, pero si eso le ayudó en algo me doy por satisfecha, aunque espero que no le traiga malos momentos en el futuro. Cuando abandonó la tienda yo me sentí más tranquila, como si una nube gris de tormenta se hubiera desplazado para dejar brillar el sol, pero el ambiente estaba fresco aún con su lluvia, de modo que compré el primer anillo que había elegido, el del perfil de hada con las alas puntiagudas, y poniéndomelo en un dedo me despedí de la dependienta con un “¡Dios mío, me parece que me caso!”, y ella me respondió: “¡Que tenga buena suerte!”. “Buena suerte...”, pensé yo; no me parecía precisamente tener buena suerte el casarme cuando, aun enamorada, no estaba preparada para ningún tipo de compromiso, ni siquiera algo tan sencillo como tener novio... ¡Mucho menos podría atarme de por vida con alguien! (Y aún así, debo reconocer que una parte de mí estaba ilusionada... y la otra aterrorizada).

Y mirando el anillo e intentando recordarme a mí misma que no era yo la que se casaba, fui en busca de mis padres, que me ayudarían a llegar a la Biblioteca de Sant Antoni, y de golpe pensé: “¿Para quién será el ramo?”.

24 marzo 2008

De la cámara de fotos

Hace años, cuando aún existían el EGB y el BUP, cuando no había palizas en el patio del colegio ni móviles con las que grabarlas, cuando la única conexión a Internet existente era un lujo de los colegios y universidades, y cuando no sabías nunca cómo había quedado una foto hasta que la revelabas, se programó un concurso de fotografía en mi curso (primero de BUP, catorce tiernos añitos). Se trataba de una excursión al zoológico, donde quien participara debería conseguir las mejores fotografías para llevarse un trofeo. Cuando nos lo dijeron en clase fui la primera en apuntarme.

El día de la salida el colegio estaba desierto. Era una mañana gris en la que los árboles del patio parecían tristes y las ventanas de las aulas nos miraban con ojos inquietos, como preguntándonos a dónde íbamos. Fui uno de los primeros alumnos en llegar, y ya hacía cola con otros compañeros, esperando impaciente la llegada del autocar que nos llevaría hasta el zoológico. Llevaba una mochila con una botella de agua, ropa de muda, un bocadillo de jamón en dulce, la cartera con algo de dinero y las llaves de casa. Y entonces me di cuenta: me había dejado la cámara de fotos en casa.

Sentí una especie de cosquilleo que parecía querer paralizar mis extremidades. ¿Me daría tiempo a ir a casa, coger la cámara y volver a la escuela antes de que el autocar se marchara? Miré angustiada a mis compañeros de clase, que me ignoraban por completo. Hacían corrillos, se enseñaban las cámaras los unos a los otros, se hacían bromas y se reían, y nadie se preocupaba por mi problema. Pero yo sólo podía pensar: ¿cómo voy a ser la única persona en todo el zoológico sin cámara de fotos? Viendo durante todo el día cómo el resto de niños se divertían sacando fotos mientras yo no podía hacer otra cosa que mirar cómo me quedaba fuera de su mundo por mi maldito despiste. No estaba dispuesta a ser desplazada... otra vez.

De modo que avisé a una de mis compañeras, que aún no me había negado la palabra. “No tardaré mucho, ¿me esperáis?”. “Sí, claro”, me respondió ella con una sonrisa para luego girarse y seguir cotorreando con sus amigas.

Intenté calcular mentalmente el tiempo que necesitaría para ir y volver a casa. “Son sólo cuatro paradas de metro... Diez minutos en metro para ir, cinco para subir a casa, coger la cámara y bajar, y otros diez para volver”. Eso sumaba una media hora, pero sólo faltaban diez minutos para que el autocar se marchara. En milésimas de segundo y con un nudo en la garganta cada vez más grande, me pregunté qué sería mejor: quedarme allí y ser ignorada por mis compañeros, sin poder participar en el concurso, o al menos intentar llegar a casa y, en caso de conseguirlo, pasar bien el día. Lógicamente, no sólo iba a quedarme sola en el zoológico, sino también los días siguientes: todos los niños comentando lo que habían hecho, enseñando sus fotos, celebrando la entrega de premios... No creí que pudiera soportarlo. Así que me decidí y salí corriendo por la enorme puerta metálica del patio principal.

En tan sólo cinco minutos salía por la boca de metro de mi barrio, y contenta subí a casa y cogí la cámara. Pero mi madre estaba allí, y me dijo: “¿Puedes subir el pan?”. Pensé que tardaría más tiempo intentando explicarle lo justa que iba de tiempo que haciéndole caso, de modo que bajé a la panadería: de hecho, había llegado mucho más rápido de lo esperado. Pero entonces me detuvo una vecina justo en la puerta de la tienda, preguntándome cómo se encontraban mis padres y cómo me iban a mí lo estudios, y yo iba mirando desesperada mi reloj, viendo que un minuto se convertía en cuatro y luego en siete... Estaba perdiendo demasiado tiempo.

Subí las escaleras de casa como un relámpago, intentando que las tres barras de pan que había comprado no se me escurrieran por debajo del brazo, volví a bajarlas como un huracán, entré en el metro y me planté en quince (¡quince!) minutos en la escuela. Todos se habían marchado ya.

Sopesé la situación: tenía mi cámara, pero nadie se había dado cuenta de mi ausencia y todo el mundo se había ido. ¿Qué opciones me quedaban? Estaba claro: o volver a casa e intentar explicarle a mi madre lo que había pasado, y pasarme el resto del día encerrada en mi dormitorio sin saber qué hacer pero siendo muy consciente de lo mal que lo iba a pasar durante los días siguientes, o coger de nuevo el metro y tratar de llegar al zoológico. Quizá, si nadie se había percatado de que yo no estaba, tampoco nadie se extrañaría de verme allí. De modo que, por cuarta vez en menos de una hora, volví a coger el metro.

Tenía que hacer trasbordo en la línea amarilla. Hasta entonces no había cogido sola el metro excepto para ir hasta la escuela, de modo que sentía ese nerviosismo de la primera vez al mismo tiempo que crecía mi orgullo al enfrentarme a lo que, para mí, resultaba ser un interesante reto. Pero desgraciadamente me perdí.

De hecho no supe que estaba perdida hasta que me apeé en la parada que en teoría debía llevarme hasta el zoológico, Ciutadella-Vila Olímpica. Esperaba encontrarme con el quiosco y el estanco, la amplia avenida y el enorme jardín, pero en su lugar sólo vi arena por todas partes, el mar en calma a lo lejos, y a mi derecha un colosal edificio de oficinas de cristal oscuro que parecía estar hundiéndose en la arena. Sin saber dónde me encontraba y dudando de mí misma, preguntándome si realmente no me había equivocado de línea o de parada, empecé a caminar por la arena hasta llegar a una extraña construcción flotando sobre la gigantesca playa. Parecía una colosal caja de muñecas abierta por la mitad, de modo que podían observarse todos los pisos y lo que en ellos había: productos de menaje, limpieza y para el hogar, plantas y cuadros, frutas, verduras y carnes, y cajas registradoras en la planta baja. Extrañamente, para llegar al interior de las instalaciones era necesario cruzar una puerta de seguridad y un torno, como si de un aeropuerto se tratase. Me dieron ganas de comprar algo, pero tras un buen rato paseándome por todas las secciones acabé pasando por caja con las manos vacías, mientras que una de las dependientas, vestida de azul y blanco, me decía de malas maneras: “Lo siento, no tenemos cal”. Yo no había pedido cal, pero le di las gracias con un susurro, preguntándome si se estaba dirigiendo a otra persona. No me giré para comprobarlo.

Al salir del centro comercial pensé que ya había pasado demasiadas horas perdida, por lo que volví a la boca de metro con la idea de volver a casa. Necesitaba comer algo y preguntarle a mi madre si sabía dónde había estado.

Quizá volví a despistarme y me metí en una boca de metro distinta, pero cuando pagué mi viaje y atravesé todo el pasillo hasta los andenes me encontré únicamente con una estrecha y polvorienta estación de metro en la que como máximo podía detenerse un vagón. Otras personas esperaban de pie pacientemente la llegada del convoy, todas ellas vestidas con ropas raídas y oscuras, como si fueran extras de una película de guerra que volvieran a casa tras grabar las últimas tomas. Le pregunté a un hombre de unos setenta años si aquello era el metro. “No”, me respondió con una seriedad que me dio a entender que no tenía demasiadas ganas de hablar (“Como si tuviese otra cosa mejor que hacer”, pensé yo), “esta es la parada de autobús”. ¿Un autobús que viajaba por lo que yo veía claramente que eran vías de metro? Bueno, quizá era un nuevo modelo o algo así. Calmadamente volví a preguntarle: “Disculpe de nuevo, pero... ¿esto me llevará hasta algún enlace con el metro?”. El viejo me miró por primera vez con unos ojos azules y llorosos, y pude oler su mal aliento cuando exhaló un sencillo “Sí”. “Gracias”, le dije tímidamente, y me alejé de él. Lo último que yo pretendía era meterme en problemas con un desconocido, por muy mayor que éste fuera...

Al cabo de unos minutos llegó el convoy: un cruce entre vagón de metro, autobús y tranvía, que a duras penas podía deslizarse por las vías. El interior era igual al de los autobuses que solía utilizar yo para moverme por mi barrio, por lo que supuse que se trataba de un modelo reutilizado. Busqué en su interior mapas que me indicaran dónde debía bajarme, pero no había ninguno. Quise preguntarle al conductor, pero los carteles de “No hablar con el conductor” siempre me habían impuesto mucho respeto y les hacía caso. No quería averiguar qué pasaría si por mi culpa lo despistaba y ocurría un accidente. Tampoco quise molestar a ninguno de los pasajeros, que me inspiraban tanta desconfianza como el hombre al que le había preguntado en la estación, por lo que me senté y esperé pacientemente a llegar algún sitio desde el que pudiera volver a casa.

El trayecto fue realmente corto: unos pocos minutos de túneles hasta salir a la superficie. Empecé a asustarme cuando vi que todo el mundo descendía del vehículo, y sentí que los ojos del conductor, ocultos tras unas oscuras gafas de sol, me invitaban a bajarme también. “Última parada”, espetó una metálica voz de mujer por unos altavoces que parecían sacados de la Segunda Guerra Mundial. No tuve más remedio que hacerle caso; ¿me había equivocado de dirección? Pude confirmar que así había sido cuando, al llegar al andén, vi en la vía opuesta un cartel en el que se leía claramente “Dirección: Barcelona”. Vaya, había salido de la ciudad. Interesante... y también tranquilizador, ya que al menos sabía por dónde volver, aunque me preocupaba la facilidad con la que me había perdido.

Según uno de los carteles informativos faltaba aún una hora para la próxima salida, de modo que decidí dar una vuelta por los alrededores. Debía estar realmente lejos de Barcelona, pues lo único que podía ver era un interminable campo de trigo y alguna masía a lo lejos. Sonreí y me perdí entre el trigo dorado, disfrutando de un soleado día que, cierto, nadie creería hasta que revelara mis fotos, pero que para mí se había convertido en una aventura digna de recordar. Y lo mejor de todo era que, aun habiéndome perdido, volvería a casa sana y salva y por mi propio pie, habiendo conocido lugares cuya existencia desconocía. Quizá mis compañeros de curso ganarían premios con su excursión al zoológico, pero yo había podido disfrutar de una aventura por la que muchos sentirían una enorme envidia. Quién sabe, quizá de ese modo mis compañeros volverían a respetarme...

21 marzo 2008

El poder de los sueños

Hace poco soñé que publicaba unas novelas. Como ya expresé en mi primer post no es mi intención interpretar mis sueños, pues me da miedo y quizá éstos den una información demasiado íntima de mí que prefiero guardar en secreto. Pero tras muchos sueños publicados (y otros tantos que aguardan pacientemente su turno para ser escritos) no puedo hacer más que rendirme ante la evidencia que cada día se me antoja más clara: los sueños y pesadillas son el suave pero firme empujón que muchas veces nuestra mente cansada necesita para ver, darse cuenta y actuar.

El mundo de la vigilia nos presiona día a día con sus prisas, sus temores y necesidades artificiales, hasta el punto de agotarnos de tal manera que no somos capaces de ver más allá de unas cuantas monedas y un amargo café de máquina. Nos encerramos en lo que vivimos sin darnos cuenta de lo que no vivimos; la luz del sol nos ciega y nos escondemos bajo la fría luz de unos temblorosos fluorescentes que cansan nuestra vista. Y nos preguntamos si estamos donde queríamos estar, si nuestro destino estaba predeterminado, y nos asalta la duda: ¿nos estaremos dejando algo por el camino?

Hay muchas cosas que a todos nos atrae hacer: apuntarnos a un gimnasio, hacer un viaje, ir a comer a cierto restaurante con cierta persona o escribir una novela. Pero el mundo de la vigilia nos absorbe en una espiral de color blanco y negro que mientras gira no para de susurrarnos al oído que no hay tiempo, que hay cosas más importantes, que debemos elegir. Y nosotros, aletargados por su eterno vaivén, le hacemos caso sin darnos cuenta.

¿Por qué elegir? No es necesario sacrificar un bien preciado en aras de algo que no tenemos y que deseamos con todas nuestras fuerzas. Es posible compaginar ese obligado café amargo bajo la luz de un fluorescente con un delicioso sorbete de limón en una terraza soleada en verano; de hecho, es ese momento el que hará que los cafés sean un poquito más agradables. No hay que dejar escapar la oportunidad de ser felices en el ahora, puesto que el mañana es un concepto abstracto que el tiempo utiliza para que seamos sus esclavos. Lo bueno llamará a lo bueno; no lo dejemos pasar de largo.

Cuando desperté tras soñar con la publicación de mis novelas, algo parecido a una descarga eléctrica me atravesó desde la cabeza hasta el estómago, y entonces entendí: envuelta en mis problemas e inquietudes había olvidado una de las cosas que desde hace años me ha gustado hacer, escribir. Y pensé que mi sueño no era tan descabellado, que podía ser una meta, pero para llegar a la cima es importante dar el primer paso, y luego el segundo, y detenerse a descansar en un recodo del camino si es necesario, pero ante todo, disfrutar siempre de la travesía. Miraremos adelante y pensaremos: “Aún queda un buen trozo”, y luego nos giraremos y diremos con una sonrisa: “Pero esto es lo que he avanzado”.

Lo primero que hice al levantarme fue comprar el dominio www.sayanoyume.com. La idea me había rondado la cabeza desde hacía tiempo, pero nunca me decidía a cumplirla, poniéndome yo misma cortapisas con eternos por qués. Pero tras el sueño encontré la respuesta: “Porque me gusta”. De modo que compré el dominio, siendo ése el primer escalón que subí, y con cada sueño que publico subo otro escalón más. Fue ese sueño el que me invitó a tomar ese camino, el que me dio la fuerza que no sabía que tenía para mejorar algo por el simple hecho de disfrutar de ello.

Otros muchos sueños me han hablado y han activado esa parte adormecida de mí, dándome el impulso necesario para cumplirlos. Por supuesto, no quiere decir que esté en mi mente escribir tres libros. Simplemente ese sueño me dio la fuerza que había perdido para seguir adelante con el blog. Por lo que permitidme un consejo, o quizá una idea que, si os apetece, podéis poner en práctica: escuchad atentos a vuestros sueños, desgranadlos y quedaos con lo más importante, reflexionad y entonces descubriréis rasgos de vosotros mismos que creíais inexistentes...

20 marzo 2008

El extraño adiós de Morfeo

A veces me siento reina y señora del mundo de los sueños. Paseo por sus caminos, observo sus objetos, me ciego con sus luces y colores, y luego recuerdo y escribo. Pero este territorio tiene un rey, único soberano de todo lo que le rodea: Morfeo, el Dador de Forma, creador único de los mundos que visito cada vez que duermo.

Un día Morfeo se enfadó. O quizá simplemente sintió la necesidad de quedarse solo durante un tiempo. Me dijo que tenía ganas de llorar, pero en sus ojos nunca hay lágrimas. Me dijo que se retiraba durante un tiempo, pues el Caos se aproximaba, y me dejó a mí en un mundo de pesadilla. Y se fue para regresar cuando le viniera en gana.

Entonces no pude dormir. Largas noches de interminables segundos que con su sordo tic-tac me taladraban los tímpanos. Sábanas deshechas que maltrataban mi piel con sus infernales pliegues y costuras. Un calor asfixiante que pasaba a un sudor frío que me hacía caer enferma. Estaba siempre en vela, y cuando conseguía mantener los ojos cerrados durante un tiempo, la Nada: un vacío oscuro y sucio en el que mi mente me confinaba, quizá para protegerme, tal vez para castigarme. Una mente en blanco que sólo veía el cansado gris de un mundo sin sueños y el negro de la desesperación.

Pues la desesperación me visitó muchas veces, haciéndome llorar hasta caer rendida. El escozor de mis ojos se convertía en el latigazo que mi espalda necesitaba para convencerme de que estaba cansada, pero no lo estaba. Y aun así mi mente nunca se callaba, reviviendo el pasado, imaginando otro presente, deseando otro futuro. Y daba vueltas y vueltas, y me levantaba, y me volvía a acostar. Demasiado activa durante la noche y completamente atontada durante el día. Me dijeron que me estaba equivocando. Me aconsejaron que olvidara. Me pidieron que cambiara. Me amenazaron con abandonarme. Pero ¿qué pueden saber ellos? Nunca entenderán que mis sueños son mi vida y que sin ellos ésta carece de sentido.

Encontré la forma de dormir. Notaba la química haciendo efecto sobre mi cuerpo. Y ansiosa me dejaba llevar de su mano, pero Morfeo no estaba allí. Seguía sin venir a visitarme. Ya no había arena que tirar a mis ojos. Incansablemente lo busqué por todos los rincones de mi mundo, pero él no quiso aparecer. Y mi cuerpo despertaba sin hacer caso a la química, y seguí derramando inútiles lágrimas con sabor a cereza y agua de mar. Me agoté tanto que ya no sabía qué hacer. El Señor del Sueño me había abandonado sin dar explicaciones, arrancando una parte de mí y dejando que se pudriera bajo un cielo sin estrellas.

Fueron meses de interminable pesadilla, de agotamiento físico y mental, de dolor y rabia y odio y tristeza y ansiedad. Pero como en todas las historias en esta vida, siempre hay un inicio y un final, y el agua acaba volviendo a su cauce, y el río siempre desemboca en el mar. Fue entonces cuando decidí dejar de luchar, pero no por cobardía, sino para recuperar fuerzas. Había perdido una batalla, pero la guerra continuaba. Era mi guerra, personal y única, por recuperar aquello que había formado parte de mí y que se me había arrebatado sin preguntar.

Pero en el Reino de los Sueños existen otros seres a parte de Morfeo, y fueron ellos quienes, quizá por interés, o tal vez por pena, me guiaron en secreto por caminos ocultos hasta donde el Rey se encontraba. Lo vi sentado en un polvoriento rincón, con las manos en la cabeza y la frente apoyada en las rodillas. Me acerqué lentamente a él y con la llema de mis dedos rocé con suavidad y cariño sus manos. Él me miró y, con miedo en sus ojos, se esfumó, dejando tras de sí algunos granos de fina arena, que guardé en mi bolsillo y que sigo atesorando como si mi vida dependiera de ellos; soy un dragón cuidando de su amado tesoro.

Ahora consigo dormir sin la ayuda de elementos químicos. Cada noche cojo un grano de arena y lo escondo bajo mi almohada. He limpiado y cambiado de lugar mi atrapa sueños. Y cuando duermo vuelvo a pasear tranquilamente por donde me place, pero cada vez es más frecuente la desorientadora sensación de no reconocer qué es sueño y qué es real. Y a veces puedo escuchar la profunda voz de Morfeo susurrándome hermosas palabras al oído. Él me permite viajar por su reino, y yo a su vez espero paciente su regreso...

09 marzo 2008

De una mudanza y la última decisión

El día del adiós el piso estaba casi vacío. Ya habíamos empaquetado y guardado los objetos de mayor importancia: ropa para unos días, algunos enseres del hogar, libros y ordenadores, productos de higiene y algún que otro recuerdo del que no queríamos desprendernos. Aún así yo miraba a mi alrededor nerviosa, intentando hacerme a la idea de que todo iba a cambiar: debíamos mudarnos a la casa de mis abuelos, a una hora y media de viaje de allí. Seguiríamos con nuestros trabajos, pero jamás volveríamos a esa vivienda. Y todo había sido tan repentino, tan forzado, que en mi mente sólo se agolpaban las dudas y una creciente sensación de que abandonar el hogar era un gravísimo error.

¿Por qué debía ser de esa manera? No éramos los únicos que nos íbamos del barrio. Desde hacía unos días habíamos ido observando cómo nuestros vecinos de enfrente habían ido desmantelando los tres pisos de los que eran propietarios. El enorme patio del que disponían, hasta hacía bien poco repleto de plantas y de maderas y cristales esparcidos por todas partes, estaba vacío y extrañamente limpio. Tan sólo unas horas antes mi padre y yo habíamos estado mirando desde el balcón, poco después de despertarnos, y escuchábamos cómo el dueño del edificio utilizaba por última vez esa horrenda máquina de cortar que tan a menudo nos había molestado.

– Vaya –le dije a mi padre–, ahora que nosotros nos vamos, el ruido cesa...

Él no me contestó, pero me pareció que asentía levemente con la cabeza.

Los otros vecinos, a nuestra derecha, también habían vaciado sus casas. Ahora estaban llegando los nuevos inquilinos, que se apresuraban en decorar los dos patios gemelos: cambiaban el color salmón de las paredes por un gris sucio, añadían una terraza al segundo piso, y la llenaban con estatuas plateadas de dioses griegos y romanos y con sendas columnas de estilo jónico, o quizá dórico, ahora no recuerdo, con horribles capiteles frutales que intentaban imitar de una forma hortera y futurista los majestuosos templos de antaño.

– Pero al menos no tendremos que ver esto cada día –dijo mi padre de pronto. Yo sólo conseguí lanzar un susurro que pretendía ser una afirmación.

Pues claramente no veía yo ninguna ventaja que pudiera decantar la balanza a favor de mudarnos de vivienda. Para mí vivir para siempre en casa de mis abuelos era más bien un castigo: compartir techo con aquellos a los que no podía soportar más de unas horas, con sus críticas y su anticuado punto de vista, me hacía sentir que retrocedía en mi camino antes que avanzar. Pues si ya me resultaba molesto a menudo saber que cuatro ojos conocían con toda precisión mis costumbres y hábitos, que sabían de mi vida más que nadie, la sola idea que se convirtieran en ocho simplemente me dejaba sin aire. Sin contar, por supuesto, con otros pequeños detalles desagradables: depender día a día del transporte público, más de tres horas entre ida y vuelta; no poder acceder a centros comerciales y tiendas a no ser que alguien me llevase en coche, no tener Internet o algo tan nimio como dormir en una cama extraña y entre unas paredes blancas que no eran las mías y que no podría decorar a mi gusto, me provocaban una sensación de vértigo insoportable, y sólo quería salir corriendo hacia ningún lugar, o quizá acostarme y dormir durante meses, hasta que todo hubiese cambiado.

Pero la suerte estaba echada y el destino era malvado, y no parecía haber salida para mí de aquella terrible situación. Mi madre nos apremiaba a recoger todas las cosas, repasando una y otra vez cuántas bolsas llevábamos y qué habíamos guardado en ellas, preguntando incansablemente qué debíamos llevarnos y qué teníamos que dejar atrás, increpando a mi padre continuamente por su tranquilidad y parsimonia.

– ¡Id metiendo a los gatos en los transportines! –gritaba–. Irán contigo en la parte de atrás –añadía mirándome.

Observé tristemente a mis dos gatos enjaulados, que me devolvían la mirada con ojos también tristes y asustados. Mi abuela no soportaba los gatos, y me aterrorizaba la idea de pensar cómo acabaría todo: obligados a regalárselos a alguien o, aún peor, a abandonarlos en cualquier sitio. Ya le había dicho a mi madre que no era buena idea que vivieran allí: acostumbrados al aséptico entorno de un piso de ciudad, contraerían enfermedades y acogerían a pulgas y garrapatas en sus peludos cuerpos felinos, lo que les haría sufrir sin sentido y, por ende, a nosotros nos acarrearían más preocupaciones. Pero ¿qué otra cosa podía hacerse?

En mi dormitorio, con el armario de la ropa abierto, con las estanterías casi vacías y con una cama sin sábanas ni edredón, cerré los ojos por unos instantes y visualicé los largos días venideros: nubes grises y lluvia melancólica que me recordarían con el lento avanzar de los segundos que me encontraba encerrada en un mundo que no estaba hecho para mí. Pero mi madre seguía increpándonos, y empecé a cerrar todas las bolsas con nerviosismo y lágrimas en los ojos, forzada a decir adiós a la vida que quería para mí y que jamás conseguiría. De un lado para otro, y con un creciente sentimiento de urgencia que empezaba a rozar el pánico, no me decidía a dejar nada allí, ninguna de todas aquellas pertenencias que poco a poco había ido atesorando en ese pequeño rincón en el que tantas experiencias había vivido.

– ¿Cuánto espacio libre queda en el coche? –pegunté con un grito. El automóvil tampoco era ya nuestro; un coche blanco y desgastado por los kilómetros de largos viajes cuyas ruedas cedían ante el peso de los años que queríamos llevar con nosotros. Miré mi televisor, y luego mi colección de dragones, y algunos de los libros que no podría llevarme. “¡Los relatos!”, pensé ansiosamente, pues con gran esfuerzo los había escrito y formaban parte de mí, y mientras los guardaba con prisas intentaba repasar mentalmente todo lo que quedaba atrás, y siempre me daba la sensación de que me dejaba algo importante; todo era imprescindible para mí, y me era imposible decidirme...

Entonces cerré los ojos con fuerza e inspiré lentamente para intentar calmarme. Y cuando abrí los ojos miré por la ventana de mi tan querida habitación y vi cómo estaba cambiando todo: el cielo se ennegrecía amenazando lluvia, los nuevos vecinos seguían decorando sus hogares mientras los viejos abandonaban los suyos, y estaba siendo todo tan rápido que parecía que el mundo era un tren en movimiento que se me escapaba. Y yo sólo podía correr y correr tras ese tren sin alcanzarlo jamás.

Entonces algo cambió en mi mente, un pequeño clic que llenó de luz el vacío oscuro que se había formado en mi corazón, y una sensación similar a una descarga eléctrica me atravesó el estómago.

Salí decidida del dormitorio y me dirigí al comedor. Observé lentamente los cuadros que iban a quedar colgados de las paredes y las copas que siempre estarían tras las puertas de cristal del armario, y mientras mi madre me gritaba histérica que qué me pasaba y que debíamos irnos ya, yo tensaba mis músculos, preparándome para lo que estaba a punto de decir.

Y entonces todo cambió.

– No voy con vosotros. Me quedo aquí.

Alguien pulsó el botón de pausa de la película de acción en la que se había convertido ese día de nuestras vidas, y los ojos brillantes de mis padres me miraron perplejos, intentando comprender. Nadie articuló palabra durante unos minutos, hasta que decidí romper aquel incómodo y tenso silencio.

– Sí... –empecé con un ligero temblor en mi voz–. Lo he estado pensando: no es nada positivo que vaya con vosotros; ya sabéis cómo es mi relación con mis abuelos. Por otro lado está el tema del transporte y todo eso. Y yo necesito quedarme aquí; no puedo abandonar este piso... De modo que si os parece bien puedo daros el dinero del alquiler cada mes; podéis iros y llevaros todo lo que queráis, pero yo me quedo.

– ¿Estás completamente segura? –me preguntó mi madre con preocupación. Miré a mi padre, que permanecía callado pero tranquilo, y en su rostro vi que al fin se había cumplido lo que él sabía que sucedería, lo que me dio fuerzas para seguir adelante con mi idea. De modo que respondí:

– Sí. No hay tiempo para dudas ahora, debéis marcharos cuanto antes. Mañana os llamo, cuando esté todo más tranquilo. Creo que... –y ahí me dejé vencer por el cansancio, y bajando la mirada y soltando aire, continué:– será lo mejor para todos.

Ni siquiera yo parecía darme cuenta de lo que estaba haciendo. Decididamente me había negado a irme de aquella casa, sopesando todos los pros y contras de tal cambio, pero aún no había tenido tiempo para asimilar lo que yo misma estaba diciendo: no sabía cómo iba a adaptarme a vivir completamente sola, dependiendo única y exclusivamente de mí misma para todo. Y de repente, como si hubiese abierto una caja de Pandora particular, vino todo a mi mente: cómo tendría que hacerme la comida y la cena cada día, las lavadoras que tendría que poner, cómo iba a mantener el piso limpio, sin contar, por supuesto, con los gastos fijos mensuales.

Pero nada de aquello me achicó, sino todo lo contrario: estaba ante uno de los retos más importantes de mi vida, y se me presentaba una oportunidad única que no pensaba dejar escapar. De modo que me di la vuelta con calma y decisión, volví a mi dormitorio y empecé a desempaquetar todo lo que ya había guardado.

Ya no había vuelta atrás. Estaba hecho; ya no tendría tiempo para volver a empaquetarlo todo, por lo que la suerte estaba echada.

Y así, perdida entre abrazos y llantos pero deseosa de empezar mi nueva vida, me despedí de mis padres y me dejé vencer por el agotamiento; medio atontada me preparé algo sencillo de cenar, hice mi cama y me puse a dormir. El mañana sería un nuevo día.

¡Y qué hermoso y soleado día resultó ser! Me desperté a primera hora ligeramente desubicada, y al subir la persiana y notar los rayos de sol bañar mi rostro me di cuenta de que estaba sola. Me paseé lentamente por el piso, observando todos aquellos huecos que habían dejado mis padres y que tendría que ir llenando yo poco a poco. Iba a transformar el piso, que iba a convertirse en un fiel reflejo de mis ansias de independencia, y no existirían críticas amargas ni ojos curiosos que observaran lo que yo hacía. Supe entonces que tenía el tiempo y el espacio en mis manos, y tal peso cayó sobre mí que me asusté y me sentí sola, muy sola, perdida en medio de huecos vacíos e ilusiones sin forma, y tal responsabilidad me dio miedo. Tenía tantas cosas por hacer que me quedé inmóvil, sin saber hacia dónde avanzar: llamaría a mis amigos para explicarles la buena noticia y para pedir consejo, limpiaría y reubicaría todo a mi antojo, compraría cuando y lo que me apeteciera, y... ¿con quién hablaría al llegar a casa tras una dura jornada de trabajo? Cambiaría el papel de las paredes, algo que mi madre siempre había querido hacer; los veranos serían más frescos, pues podría dejar puertas y ventanas abiertas en verano sin miedo a que ningún gato se escapara. Y del mismo modo que hasta hace poco había sentido que mi dormitorio se me había quedado pequeño, ahora todo un piso se me antojaba enorme...

Y miré a través de mi ventana y con una sonrisa pensé: “Tómatelo con calma... Empieza tu nueva vida”.

02 marzo 2008

Del laberinto de escaleras

¿Te has perdido alguna vez? En un bosque, por las calles de una inmensa ciudad, por autopistas y autovías, dentro de un gigantesco bloque de oficinas. En caso afirmativo conocerás bien la sensación que invade tu mente cuando no eres capaz de reconocer dónde estás ni mucho menos de saber cómo has llegado hasta ese lugar. Se trata de una especie de desconcierto aterrorizante, unos pocos segundos en los que te das cuenta de que definitivamente no estás donde deberías. Si vas acompañada el mal es compartido y por lo tanto menor, pero si estás sola un sudor frío puede llegar a paralizarte e impedir que actúes durante unos minutos, hasta que tu instinto de supervivencia te obliga a reaccionar y te mueve nerviosamente en alguna dirección, que no tiene por qué ser la correcta.

Luego están los laberintos. En todo momento sabes dónde te encuentras y a dónde quieres llegar; la ventaja es que sabes desde un principio que vas a perderte, por lo que el efecto sorpresa desaparece y aceptas el desafío con una sonrisa. Y siempre consigues llegar al centro y volver a salir, victoriosa, como si hubieses derrotado al mismísimo Minotauro.

Pero ¿qué sucede cuando se mezclan ambos hechos en un entorno familiar?

Es lo que te sucede ahora, ¿verdad? Acabas de salir por la puerta de tu casa; te dispones a ir a la escuela. Ya te queda poco para ser toda una universitaria. Llevas a tus espaldas la mochila y no te ha dado tiempo ni de guardar las llaves, cuando te has dado cuenta de que algo ha tenido que pasar mientras dormías, pues algún gracioso (curioso mecanismo de defensa de la mente, la ironía en momentos difíciles) ha cambiado la disposición de las escaleras que te tienen que llevar hasta la puerta que da a la calle.

Por un momento observas tu alrededor, mientras ¡al fin! tu cabecita se da cuenta de que las llaves no te van a ayudar a bajar, de modo que las guardas. Miras arriba y abajo, buscando con tranquilidad el camino que te llevará a tu destino. “No tiene que ser tan difícil”, estás pensando.

Primero te diriges al pasillo que hay delante de ti, para asomarte y ver la puerta por la que se filtra la luz del sol rebotada por el asfalto. Hay algo de niebla en el ambiente, una mezcla de partículas de cenizas y polvo que danzan a tu alrededor. Ahora miras hacia arriba hasta encontrarte con el tragaluz, donde parece finalizar el recorrido de la escalera. Luego te giras a derecha e izquierda hasta que encuentras los escalones que descienden. “Es fácil”, piensas de nuevo, “sólo son dos pisos”. Y empiezas a caminar.

Sigues el recorrido de la escalera con la mirada y sin soltar la barandilla. Estás realmente convencida de que lo estás haciendo bien. Cuando llegas al primer piso te topas con una bifurcación: dos tramos de escalones que bajan. ¿Qué camino tomar? Miras a uno y a otro, y te asomas por encima de la barandilla para ver si puedes adivinar a dónde llevan. Pero no ves nada. “Prueba y error”, te dices. “Si me equivoco, retrocedo”.

Te lo estoy diciendo y no me haces caso... No es tan fácil, chiquilla ingenua.

Decides tomar el camino de la derecha. Bajas unos cuantos escalones y miras enfrente para comprobar que ya estás en la planta baja. Pero ¡te avisé!: no lees “Planta baja” sino que ves un simple “3”.

¿Perpleja? Claro que sí. ¿Estás segura de que los escalones descendían? Tu cabecita repasa mentalmente los movimientos que acabas de hacer hace unos instantes. Sí, estás convencida de que el camino bajaba. “No puede ser”. Ay, chiquilla, claro que puede ser. Tendrás que empezar de nuevo.

Vuelves a subir los escalones por los que acabas de llegar. “Si estoy en el tres, en teoría ahora llegaré al cuarto piso...”. Pero ¡qué grande y cínica decepción! Te encuentras justo en la puerta de tu casa. ¿Te apetece sacar las llaves y entrar a descansar un rato? Bueno, piénsalo de este modo: ahora puedes volver a bajar al primer piso y seleccionar el camino de la izquierda. Claro que ya no estás tan segura como antes, ¿cierto? En tu interior está creciendo la duda. “¿Podré llegar abajo? ¿Qué trampa es esta?”. Pero no te achicas, así me gusta. Una muchachita valiente y decidida. Puedes llegar lejos... O caminar kilómetros sin llegar a ninguna parte.

Inspiras con fuerza. Eso es, concentración. Vuelves a caminar hasta la bifurcación del primer piso. Derecha. Bajas. Y ¿qué sucede? ¡Vaya! Un “4” en la pared. Aprietas los ojos con fuerza y vuelves a abrirlos, esperando que el 4 se haya transformado en otra cosa mejor. Pero no, el 4 es bien real. Te acercas para tocarlo. Miras arriba y abajo. No es una broma: estás en el piso superior.

“Vale”, te dices mientras intentas calmarte. “Vale”, repites, “tiene que haber una lógica. Buscaré el camino aunque tarde horas. Seguro que existe”. Qué cabecita tan ingenua y perseverante la tuya, chiquilla. Está intentando racionalizar algo completamente surrealista, como un dibujo de Escher. Pero puedes intentarlo, por supuesto. Nadie te lo impide.

Ves a tu izquierda unos escalones que bajan, y a tu derecha unos que suben. Y entonces intentas analizar lo que te ha sucedido hasta ahora: si cuando bajas subes, quizá bajes cuando subas. Te sonríes confiada creyendo haber encontrado la clave del laberinto, y empiezas a ascender por el camino de la derecha. Cuando llegas al último, cierras los ojos con fuerza de nuevo. Luego los abres poco a poco esperando ver de nuevo el “3”. Y un sordo “¡No!” se escapa de entre tus labios cuando lo que tus ojos ven es un “5”.

Estás empezando a ponerte nerviosa. ¡Casi lo tenías! Pero no ha funcionado. Esa no es la clave. ¿Quién te ha dicho que haya alguna clave? Te sientas en el suelo intentando mantener la calma. Sabes que los nervios no son buenos compañeros ni consejeros audaces, ¿verdad?

Te quedas sentada unos minutos, y luego te levantas rápidamente. Empiezas a sentir la angustia de sentirte encerrada en una jaula cuya salida sabes que existe pero que eres incapaz de ver. La angustia es el principio del miedo, y luego viene la desesperación y finalmente el colapso. De modo que, adorable chiquilla, será mejor que no permitas que tu angustia aumente.

Vuelves por donde has llegado, pero esta vez ya no miras con curiosidad a tu alrededor. Empiezas a subir y bajar escalones de dos en dos. ¡Ve con cuidado! Sólo faltaría que te lesionaras. “¿No va a venir ningún vecino?”, piensas con tensión. Se te acaba de ocurrir lanzar un grito desesperado de ayuda, pero ¿qué sucedería si todo esto se tratase de alguna mala pasada de tu cabecita? ¿Quieres que te lleven al loquero y te empastillen hasta que parezcas una zombie? Yo de ti me guardaría esa carta para el final, querida.

La tensión está empezando a subir. Lo noto por tu ansiosa forma de caminar, y porque empiezas a sudar. Recorres escalones uno tras otro, asciendes y desciendes sin descanso, señalando en diferentes puntos con el dedo al suelo y murmurando indicaciones para ti misma. “Si antes he venido por aquí, entonces ahora debería llegar al 4, y a partir de ahí probar otro camino”. Estás haciendo de un laberinto irracional un problema de lógica. La lógica tiene que funcionar. Siempre lo ha hecho en tu vida.

Sigues subiendo y bajando, apareciendo cada vez en un lugar distinto. Empiezas a respirar demasiado rápido; deberías relajarte. Ahora ya no caminas; estás corriendo. Suerte que llevas una pequeña botella de agua en tu mochila. Bebes un trago y sigues avanzando, cada vez más nerviosa. Nunca llegas a leer el letrero que necesitas; por cada “1”, “2”, “3”, “4” o “5” con el que te topas se te escapa un grito de rabia. Estás empezando a llorar, aunque te dices que no debes perder la calma. “Shhhh”. Pero no sirve de nada. Miras tu reloj. Yo de ti no lo haría... Te desesperas cuando descubres que llevas ya toda la mañana deambulando por el inmenso e irreal laberinto de escaleras. Entonces te agarras a la barandilla y gritas: “¡Por qué me hacéis esto!”, y sigues llorando.

Te vuelves a sentar en el suelo sollozando. ¿Derrotada tan fácilmente? No puedo creerlo. No paras de mover la cabeza de un lado a otro, luego la escondes entre los brazos, y te agarras el pelo y gritas en susurros, y cuando levantas la mirada tus ojos rojos muestran que estás abajo, muy abajo, en algún oscuro pozo en cuyas paredes temes dejarte las uñas. Vuelves a esconder la cabeza, para agarrarte las piernas hasta hacerte daño; tu cuerpo se tensa completamente y lanzas un grito ahogado. Te estás perdiendo en algún callejón oscuro de tu mente. No puede ser que te des por vencida con tanta facilidad. Vamos, levántate. Venga. Arriba. Deja de llorar, cálmate. Busca al menos la puerta de tu casa. Entra y descansa, duerme y mañana vuelve a intentarlo. Recupérate, come algo. Arriba. Vamos.

Así me gusta. Ha costado, pero tu respiración vuelve poco a poco a la normalidad. Te secas las lágrimas de la cara con la manga de tu chaqueta. Eso no es demasiado pulcro, ¿no crees? Bueno, no lo tendré en cuenta debido a la situación en la que te encuentras. Vamos, puedes seguir intentándolo. Pero te avisé: no sería fácil.

Empiezas a moverte con lentitud y desgana, arrastrando los pies. Sólo quieres volver a casa. Volver, volver a casa. Ese rinconcito de soledad y bienestar en el que te sentirás tranquila y protegida. Y vagas por el laberinto y, sin apenas darte cuenta, ¡vaya! Has vuelto a la puerta de tu casa.

Sacas las llaves, abres la puerta. Sabes... Siempre creí que lo conseguirías. Al principio no, pero ahora estás a punto de hacerlo. Ya te lo advertí: no sería fácil. Pero no te preocupes: una vez descubras el modo de salir, serás dueña y señora del laberinto; será única y exclusivamente para ti.

Te dispones a girar la llave que ya has introducido en la cerradura. Estás triste pero tranquila. Y de golpe alzas la cabeza. ¡Oh! ¡Al fin lo has descubierto! Te das cuenta de lo único en lo que deberías haber pensado desde el principio.

En la meta. No en el medio.

Visualizas la puerta de la calle, en el pasillo que hay ante ella, y ves cómo las partículas de polvo brillan doradas en el aire. Te concentras en cómo la abres poco a poco, en cómo notas el aire fresco rozando la suave piel de tu cara. Sientes el frío contacto del pomo en la piel de la palma de tu mano y el esfuerzo que tienes que hacer para tirar de la puerta, pues es muy alta y pesada. Te imaginas avanzando un paso sobre el gris asfalto, luego otro, y escuchas cómo la puerta se cierra a tus espaldas, y entonces sabes que has conseguido salir.

Lo has logrado. El laberinto es tuyo.

Por ahora.

01 marzo 2008

De la extraña mascota

En un desvencijado garaje se reúnen a menudo un grupo de amigos. Una de las muchachas vive allí desde que se fue de casa. No tuvo miedo a lo desconocido: simplemente cogió algunas de sus pertenencias y se fue, para acabar en ese garaje sucio y desordenado. Pero ella se siente feliz.

Tiene un trabajo y un techo bajo el que vivir. Puede asearse y pagarse la comida. Y lo que más valora: tiene su propio espacio, sin esos ojos curiosos y cotillas que miran sin ver y conocen todos sus movimientos. Es libre, hermosa y valiosa. Única y diferente. Se siente, por una vez en la vida, ella misma sola ante el mundo, y también fuerte y tenaz.

El agonizante paso del tiempo pesa sobre su espalda. Una vida demasiado corta para todo lo que se desea hacer. Quiere, anhela crecer y mejorar. El primer escalón fue ese garaje oscuro y polvoriento; el siguiente quizá sea compartir piso. O puede que no sea necesario. No se trata del lugar, sino de cómo se siente la persona en el lugar. ¿Por qué ponerle una barrera estúpida de falsas necesidades a la felicidad?

Pero a veces la muchacha se amarga preguntándose si lo único que intenta es convencerse a sí misma de que no se ha convertido en el Gregor Samsa del siglo XXI, moviéndose entre basura, incomprendida por el resto.

Ha encontrado algo en un rincón de la estancia. Es una araña. Siempre ha odiado las arañas. De pequeña se unía a los niños de clase, que con arañas en las manos perseguían a las niñas para hacerlas chillar. De adolescente generó una fobia sin sentido hacia esos animales. De mayor simplemente siente una obligada y falsa indiferencia hacia ellos, aunque jamás los pierde de vista. Sólo por si acaso.

Pero esta araña es diferente: pequeña, de cuerpo ancho y patas cortas, está recubierta por un espeso y brillante pelaje negro azabache similar al de un gato. Parece suave. Lentamente la chica coloca su dedo índice ante la araña, que salta rápidamente sobre él. Ella se levanta poco a poco y mira al diminuto ser. Con la otra mano lo acaricia. Sí, es muy suave.

– ¿Quieres quedarte conmigo? –le pregunta.

No hay respuesta. Pero la araña parece acomodarse sobre la yema de su dedo.

– Vale –le dice la muchacha con una sonrisa.

Llena una caja de plástico transparente con agua limpia y arena oscura y espesa. Ya tiene mascota. Imagina que su nueva compañera, muy coqueta, querrá mantener su pelaje limpio. La deja sobre la isla de tierra, y la araña empieza a inspeccionar su nuevo hogar.

Un día la muchacha muestra su mascota a sus amigos, sorprendidos al principio, encariñados con tan exótico animal más tarde. Unos la tachan de rara, aunque ella ya está acostumbrada a ese apelativo. Otros alaban su originalidad.

Salen una noche de fiesta. La muchacha sigue necesitando trasnochar de vez en cuando para romper con la monotonía de su vida, pero es algo que hace cada vez con menos frecuencia. No le gusta. Prefiere la tranquilidad de su hogar.

Pero esa noche se deja llevar para luego arrepentirse. Se emborracha, y acaba con todos sus amigos a las dos del mediodía del día siguiente en las solitarias y tranquilas pistas de un aeropuerto. Los están echando. Ella, mareada por el sueño y los restos de alcohol que aún recorren sus maltratadas venas, camina dando tumbos hasta que se detiene de golpe.

– ¡Mi mascota!

La han olvidado por completo. Se imagina a la pobre araña cayendo por error en una zona demasiado profunda de su piscina particular, pidiendo ayuda con sus cortas patitas alzándose al vacío.

La muchacha vuelve a casa. Ha tenido una visión. Salva a su mascota por poco. Y la araña se lo agradece. Es tan pequeña, tan peludita y negra, que apenas se le ven los ojos, pero sabe expresar sus estados emocionales. A veces se ha enfadado, otras veces ha querido jugar, luego se ha retirado a dormir tras dar las buenas noches a su manera. También ha mantenido el hogar limpio de mosquitos y otros pequeños insectos. Y ahora agradece con su mudo inmovilismo a su cuidadora por haberle salvado la vida.

Los amigos llegan al garaje. Bueno, en realidad no son amigos. Son simples conocidos. Se lleva bien con ellos, pero son más compañeros para hacer el loco que gente a la que acudir en caso de necesitar ayuda o quedarse sin recursos. La muchacha los mira y empieza a pensar que es hora de cambiar su vida. Está cansada de hacer siempre lo mismo. Como si la arañita le hubiese mostrado una nueva puerta que abrir en el interminable e infinito laberinto de habitaciones de la vida.

– Quiero cambiar –dice–. Vamos a bailar.

Limpia el habitáculo de la arañita, se regala un largo y erótico baño, se pone una camiseta de tirantes, una falda y unas botas de tacón, se echa colonia y se prepara para salir. Ya no es la muchacha del garaje. Ahora es la mujer que sale del garaje.

Y acaba en un gimnasio en el que dan clases de danza.

– ¡Con esa vestimenta no puedes bailar! –le increpa insolente la profesora.

Ella se quita los zapatos y consigue que uno de los alumnos le preste unos pantalones ajustados. Y baila, y baila en pareja, y baila para ella misma y para su antiguo yo, despidiéndose de él con pasos recién aprendidos y todavía torpes. Baila hasta acabar rendida, y al salir del salón de danza mira el letrero amarillo:

“Clases particulares de baile y danza. 58,90 € al mes, material incluido. Prueba una de nuestras clases.”

– Entonces es cierto –dice alguien mirando también el letrero.

Pero ella no sabe a qué se refiere. Sólo sabe que tiene una nueva mascota y una nueva vida por delante.