31 mayo 2008

De la catástrofe y el nuevo orden de las cosas

Cuenta la leyenda que el día en el que el Gran Ojo y la Perla Blanca se encontraron en las profundidades del mar una gran catástrofe sacudió el mundo. De una sola persona queda el testimonio de tal acontecimiento, y a través de sus ojos podremos conocer la verdad, o parte de ella, de lo que sucedió.

Una tranquila mañana de verano las gentes despertaban del sueño nocturno para incorporarse a sus quehaceres en el pequeño pero próspero pueblecito. Ordeñar vacas, sembrar y recoger frutos, abrir comercios, trabajar en algunas de las fábricas del lugar y, en definitiva, continuar con sus vidas como siempre.

El hombre se sentía inquieto. Tras encargarse de algunos recados aprovechó para escaparse a la tranquilidad del Lago Grande, una extensa superficie de agua que en su día había pertenecido al mar. Sentándose sobre una cálida roca observó la mansa superficie de las aguas y los rayos del enorme sol anaranjado que aún se encontraba bajo en el horizonte. Empezaba a hacer calor.

Con aire decidido, el hombre se despojó de todas sus ropas y, tras dejarlas sobre la roca en la que había estado sentado, caminó con paso firme sobre la verde hierba hacia el lago. El contacto frío del agua le hizo estremecerse, pero sin pensárselo dos veces se sumergió en ella de golpe, sintiendo el amable frescor del líquido que le envolvía por completo. Abrió los ojos y, conteniendo la respiración, observó por debajo de la superficie los suaves rayos de sol que se adentraban en el agua, dotándola de una extraña aunque agradable tonalidad verde azulada, como si un montón de cristales opacos quisieran ocultar los tesoros del fondo del lago.

El hombre asomó la cabeza sobre la superficie para coger aire y dio unas cuantas brazadas alejándose de la orilla. En teoría estaba prohibido bañarse en el lago, ya que regularmente se producían potentes torbellinos que más de una vez habían provocado una tragedia, pero al hombre parecía no importarle aquel peligro; más bien todo lo contrario, solía acariciar la idea de encontrarse de repente en medio de una catástrofe natural que podía cambiar su vida y hacerle protagonista de una gran aventura. En su mente jamás cupo la idea de morir; siempre había tenido, para su desgracia, demasiada buena suerte.

Quién iba a imaginar que sería precisamente él el único ser humano que iba a ser privilegiado espectador de los estremecedores eventos que estaban a punto de producirse. Al principio pudo observar, en una de sus zambullidas en el agua, un objeto brillante a lo lejos. Después vio algo similar a una enorme esfera roja y su curiosidad fue en aumento. Pensó que quizá estaba a punto de descubrir aquello que provocaba los torbellinos del Lago Grande; de ser así se convertiría en toda una personalidad y al fin podría escapar de la terrible monotonía en la que se había convertido su vida.

De modo que llenó sus pulmones de aire y volvió a zambullirse en el agua, nadando hacia los objetos que le habían llamado la atención. Le sorprendió notar que a medida que descendía, la temperatura del agua, lejos de enfriarse, se tornaba cada vez más cálida y agitada.

De repente aquellos objetos que habían llamado su atención se convirtieron en dos enormes esferas que surgieron ante sus ojos. La primera parecía una gigantesca perla deforme que rotaba sobre su propio eje. La segunda, en cambio, era perfectamente redonda y se dibujaba un iris marrón que seguía cada movimiento de la perla. El hombre, estupefacto, se mantuvo quieto observando tan impresionante escena, cuando de repente la perla blanca lanzó un destello plateado en dirección al ojo rojo, que inmediatamente después emitió un haz de luz roja hacia la perla. El agua comenzó a hervir y un estruendo resonó en los tímpanos del hombre, que percibió que el fondo marino se abría en dos y que toneladas de pesada roca se desprendían a lo lejos, cerca de las orillas del lago. Entonces el hombre, luchando por salir a la superficie, perdió el conocimiento.

*** *** ***

Las blancas luces del pasillo rebotaban sobre la superficie sucia y gris de unas paredes enmohecidas y desgastadas por el paso del tiempo. En su litera de sábanas blancas, el hombre despertó desconcertado y con la vista borrosa. Primero se miró las manos, luego se palpó la cara para encontrarse con una poblada barba, y acto seguido, incorporándose lentamente, observó su alrededor.

Una bolsa de suero pendía a su izquierda, cerca de la cabecera de la cama. Lo habían vestido con un pijama gris y áspero y habían colocado barrotes metálicos alrededor de la litera para evitar que cayese. El techo era bajo y también gris, y apenas había sitio para más que una mesilla de noche y un pequeño armario en una de las paredes.

Por la amplia abertura del dormitorio, que no tenía puerta alguna, apareció un gigantesco hombre de color con un uniforme azul oscuro y botas militares.

– Al fin despierto –le dijo con una voz grave y no muy amigable.

– ¿Dónde estoy? –balbuceó el hombre, todavía aturdido.

– Donde está todo el mundo… Un refugio. Vístete y preséntate en el pasillo en tres minutos.

Dicho esto, el soldado, si es que era ese su rango, dio un manotazo en la pared y desapareció por donde había venido.

El hombre bajó por la escalera metálica a los pies de su litera y encontró sobre un taburete unos tejanos azules y una camiseta de manga larga también azul, así como unos calcetines negros, unos calzoncillos blancos y unas botas militares. Se vistió lo más rápido que pudo y salió al pasillo.

Una mujer bajita y con aspecto nervioso se aproximó a él y, con una sonrisa, le dijo:

– Hola, yo soy la doctora que ha estado cuidando de ti. No sé qué te pasó, pero parece un milagro que hayas sobrevivido. – Y le tendió la mano amistosamente.

El hombre la saludó tímidamente y se sorprendió ante la firmeza de la mano de la mujer, que se le había antojado débil. Ella le hizo un ademán para que la siguiera y empezaron a recorrer el pasillo en silencio.

Mientras la mente del hombre se iba despejando poco a poco, éste aprovechó para mirar a su alrededor: más celdas como la suya, con la mayoría de literas y camas vacías. La doctora pareció darse cuenta de ello y le dijo sin mirarle y sin dejar de caminar:

– Es la hora de la comida, por lo que todo el mundo está en el comedor. Desgraciadamente no tenemos gran cosa, pero me temo que a ti te parecerá todo un banquete.

Al final del pasillo una puerta doble de color verde y con dos vidrios redondos se abrió de golpe y aparecieron algunas personas vestidas de manera similar a la del hombre, así como un par de soldados. La doctora mantuvo la puerta abierta y le permitió el paso.

– Siéntate a la mesa y espera a que te traigan la comida –le indicó–, no tardarán mucho. Cuando acabes te pondremos al día. –Y dicho esto se giró y volvió al pasillo sin mirar atrás.

El hombre, de quien desconocemos el nombre pero a quien llamaremos H a partir de ahora (quizá de Hugo, o de Herbert, o de Humphrey, o de Hernán, o de Héctor, o simplemente de Hombre), vio que el comedor tenía la misma anchura que el estrecho pasillo por el que habían venido. Una larga hilera de mesas ocupaba toda la sala, y en el extremo opuesto, a lo lejos, se veía una única ventana que daba a la cocina, de donde surgían sonidos de platos y cubiertos, agua hirviendo y voces de mujeres y hombres que daban órdenes severamente.

H se sentó en medio de una de las mesas cercanas, y aunque apenas había sitios libres, todos los hombres allí presentes hablaban tan bajo que sólo se apreciaba un tenue murmullo. Ante H aguardaba un enorme plato de sopa, y a su izquierda lo que parecía ser cordero al horno adobado con guisantes y patatas. En medio de cada mesa había una enorme fuente a rebosar de frutas.

El hombre de su izquierda se giró y le preguntó:

– Eres nuevo por aquí, ¿eh?

H no dijo nada, pero asintió levemente con la cabeza. Su interlocutor siguió hablándole con una amplia sonrisa bajo su espeso bigote oscuro:

– No te preocupes, esto no está tan mal como parece. Tenemos comida y alojamiento gratis todos los días del año, algunos días libres y todo por hacer algunos trabajos de vez en cuando. Al principio quizá cuesta acostumbrarse –dijo mientras señalaba con un dedo hacia ninguna parte–, pero ¿a quién no le cuesta cambiar radicalmente de vida, teniendo en cuenta lo que ha pasado? –añadió entre carcajadas. El resto de comensales también rieron.

– No estoy muy seguro de lo que ha pasado –dijo H en voz baja y sin dejar de mirar su plato.

– ¡Ah! –le respondió su compañero con sorpresa–. Entonces todavía no te han explicado nada. Será mejor que dejemos esta conversación aquí, entonces. –Y volvió a su plato, y de nuevo reinó el silencio en la sala.

H pudo saborear los magníficos manjares que le habían servido, y se preguntó para sus adentros en qué debía estar pensando la doctora cuando le había dicho que aquello “no era gran cosa”. Se sentía cada vez más satisfecho y lleno de energía, y miró la fuente de frutas para elegir su postre. ¿Uva, quizá? No, mejor una sabrosa naranja, o una pera dulce. ¡Cerezas! Le encantaban las cerezas, sobretodo las oscuras. Y cogiendo un puñado de ellas, una imagen se presentó en su mente: un enorme ojo rojo que lanzaba rallos…

Antes de que H pudiera reaccionar ante tan extraña visión, el soldado que antes le había hablado le dio unos golpecitos en la espalda.

– Eh, chaval, vuelve de donde quiera que estés –le dijo con brusquedad–. Vamos a cerrar el comedor y está prohibido entrar hasta la próxima comida. Acompáñame.

H se levantó, dejando disimuladamente sobre la mesa el hueso de la última cereza que se estaba comiendo y sintiéndose completamente lleno, aunque nervioso ante lo que parecía estaban a punto de explicarle. El soldado, sin dirigirle la mirada ni una sola vez, comenzó a caminar por el pasillo pasando de largo el dormitorio de H y habándole mecánicamente:

– Esto funciona así: tú trabajas en las labores que se te asignen y, por cada tarea correctamente realizada, serás recompensado. La recompensa… –y aquí hizo una breve pausa–, la recompensa no es dinero, como había sido antes. Tu única recompensa será poder seguir disfrutando de una comida al día, de días de libranza y de un sitio en el que dormir. Si tus esfuerzos son considerables serás trasladado a una residencia con mayores comodidades de las que tenemos aquí. Pero –y remarcó claramente la palabra con un giro de cabeza– si no cumples con tus deberes serás degradado y trasladado a otro lugar del que algunos no hablan muy bien.

Giraron por el pasillo hacia la derecha y en el fondo H vio una pared metálica. Poco antes de llegar a ella, el soldado se detuvo y le miró por primera vez a los ojos.

– Mira, muchacho –le dijo con un suspiro relajado–, las cosas son así y me temo que no van a cambiar en un tiempo. A nadie le gusta esto, pero el nuevo orden de las cosas puede ser muy provechoso en el futuro. De modo que, si me permites un consejo, y no te hablo como soldado, y no creo que tenga más oportunidades como esta para decírtelo, amóldate al máximo, no hagas preguntas e intenta mejorar. El resto llegará solo. –Y recuperando la postura erguida de soldado, abrió la puerta y salió al exterior seguido por H. –Vamos, métete en esa furgoneta. Te vamos a llevar al lugar donde vas a empezar a trabajar. Tu turno será de noche.

El vehículo estaba blindado y los cristales eran opacos, por lo que no se podía distinguir el interior. Alguien abrió la puerta lateral desde dentro y el soldado le indicó que entrara. Al sentarse en el oscuro interior de la furgoneta, H pudo ver que había otros dos soldados y seis hombres que, por sus miradas fugaces, no parecían demasiado felices.

Uno de los soldados, un chico joven de raza blanca y lleno de pecas, le habló:

– Hemos podido averiguar que vivías en una casa en la que se realizaba la confección de ropas para las gentes de tu pueblo. –Su voz sonaba ligeramente nerviosa; se trataba claramente de un novato–. Por este motivo has sido destinado a… –y miró la libreta que tenía entre las manos–, ¡vaya! Eres un hombre afortunado, H. Has sido destinado a un popular taller de confección de trajes para la alta sociedad. Ahora nos dirigimos allí, donde la dueña te dará las instrucciones que necesites. Por la mañana volveremos a buscarte y te traeremos de vuelta. –El chico miró a H intentando parecer resuelto y decidido, pero sus ojos parecían estar preguntándole si servía para ser soldado. Cerró la libreta con brusquedad y añadió:– Te deseo mucha suerte.

*** *** ***

Era noche cerrada cuando H fue conducido por las modernas calles de una ciudad vieja, como pudo observar al descender del furgón para inmediatamente después ser introducido en una de las casas. El soldado novato, sin articular palabra, le guió por unas escaleras descendentes hasta un sótano, en el que aguardaba una mujer gorda y entrada en años, vestida con una camisa brillante de color verde y unos amplios pantalones negros. Iba muy maquillada y con demasiadas joyas de oro, pero sus pies calzaban únicamente unas sandalias viejas y sucias. Antes de que H se diera cuenta, el soldado había desaparecido y la mujer lo saludaba con una sonrisa.

– Hola, soy la dueña de este taller –le dijo. H miró a su alrededor con más atención, observando las enormes mesas llenas de tejidos y retales, así como las máquinas de coser y las cajas a rebosar de hilos de distintos colores. La estancia, aunque amplia y de techo alto, estaba completamente desordenada. La mujer siguió hablando:– Tenemos bastante trabajo acumulado, de modo que tu primera tarea va a ser coser todos los dobladillos de ese montón de ropa que tienes ahí –dijo señalando hacia la izquierda de donde se encontraba H.– Como puedes ver, puedes probar cómo quedan las prendas en ese probador que tienes a tus espaldas. –H se giró y vio un pequeño cubículo con una persiana a modo de puerta, que no confería demasiada intimidad.– Mi hija bajará dentro de poco para enseñarte cómo debes hacerlo. En teoría tienes que tener listas veinte prendas como mínimo para esta noche, pero como eres nuevo y al parecer has despertado hoy mismo, te doy una noche más para que cumplas con la labor. Hay una máquina de agua en el fondo de la estancia, pero deberás esperar a volver al refugio para comer y hacer tus necesidades. Ah, por cierto –añadió como si hubiera estado a punto de olvidarse de algo importante–, deberás afeitarte. Tienes una cuchilla dentro del probador. –Y dicho esto, la mujer le sonrió con una extraña expresión de compasión y desapareció por una puerta cerrada con llave.

H rebuscó entre el montón de ropa que le había indicado la mujer. Todas las prendas eran camisas de color azul oscuro, similares a las de los soldados pero de una tela más agradable a la vista y al tacto. Las costuras estaban hilvanadas, y aunque H nunca había cosido a máquina, en multitud de ocasiones había visto a su madre hacerlo, de modo que el trabajo se le antojó fácil. “Toda una noche es mucho tiempo para coser veinte camisas”, pensó con tranquilidad, y comenzó a afeitarse en el probador, cuidando que el vello cayera sobre una especie de pica colocada ante el espejo, percatándose de que hasta ese preciso instante no se había detenido aún a pensar en su madre ni en toda la gente que le conocía; pero de algún extraño modo no se sintió intranquilo. No añoraba a nadie, quizá porque todo estaba sucediendo tan rápido que no había tiempo para llorar a aquellos de los que se desconocía su paradero. Y en vistas de lo que estaba sucediendo, supuso sin tristeza, más bien con indiferencia, que de estar vivas, todas aquellas personas que habían conocido a H tampoco habrían tenido tiempo para preocuparse por él.

Justo cuando estaba acabando de afeitarse la puerta por la que se había marchado la dueña se abrió y entró una joven, y H supuso que se trataba de la hija de la mujer. Pero sólo lo supuso, puesto que la muchacha no se parecía en nada a su madre: era bella y esbelta, y su pelo largo y rubio destacaba sus ojos azules y sus carnosos labios rojos. Llevaba un vestido blanco y vaporoso y no llevaba nada de maquillaje; tan sólo un reloj sencillo en una de sus muñecas y una fina cadena de oro con un colgante alrededor del cuello. H sintió una oleada de deseo que intentó controlar; hacía demasiado tiempo que no sentía nada parecido.

– Hola –saludó a la muchacha, que parecía algo tímida.

– Hola –le respondió ella, para añadir rápidamente, como si quisiera salir corriendo:– Vengo a explicarte cómo funciona todo esto. –Y sentándose frente a una de las máquinas de coser, cogió una camisa y empezó a explicarle:– ¿Ves este hilo blanco? Debes seguir su trazado con la máquina, intentando que no se hagan nudos.

Pero H le cortó rápidamente:

– Sí, sé cómo se hace, una vez lista la costura se tiene que deshilvanar, ¿cierto? –y sonrió a la muchacha en un intento de que se relajara, lo cual pareció surgir algo de efecto.

– Vaya, veo que conoces algo del tema –le respondió ella con una leve sonrisa.

– Sí –continuó él, buscando alargar la conversación al máximo. Desconocía qué tenía aquella muchacha que tanto le estaba gustando, pero sólo quiso seguir hablando con ella, conocerla más. De modo que siguió:– ¿Hace mucho que ayudas a tu madre?

– Sí… desde bien pequeña –le respondió ella–. Pero ahora las cosas han cambiado tanto…

– No tienes que hablar de ello si no quieres, De todos modos, no estoy muy seguro de lo que ha pasado.

Ella lo miró con interés y curiosidad.

– ¿No sabes nada? –le preguntó.

– No –le respondió él–. Lo único que sé es que vivía en un pueblo tranquilo, que una mañana me puse a nadar en el Lago Grande… y de repente me desperté en el refugio, hace tan sólo unas horas. Ni siquiera sé dónde estoy ni cuánto tiempo he pasado durmiendo.

– Vaya… –susurró la chica. Parecía que la historia de H le producía mucho interés. “¿A cuántos hombres enfurecidos y deprimidos habrá conocido esta pobre mujer?”, se preguntó H, pero no osó pronunciarse en voz alta.

Aún así, la chica le miró a los ojos como si buscara las respuestas a las dudas de H en lo más profundo de sus ojos. H volvió a sentir una punzada de deseo, pero intentó controlar su impulso de besarla. Era su primera noche allí, no podía permitirse empezar así.

Pero para su sorpresa la muchacha se levantó de la silla y se dirigió al probador.

– Ven –le dijo con un susurro.

Él la siguió, y a la brillante luz del cuarto se besaron y acariciaron todo el cuerpo, primero con sorpresa, más tarde sin vergüenza. La muchacha mezclaba sensualidad y ternura con pasión y deseo, una mezcla explosiva que hacía que H se perdiera entre gemidos, susurros y respiraciones entrecortadas. Ella parecía desearle tanto como él a ella, y apretaba su esbelto cuerpo contra el de H, presionando su zona púbica en la verga que cada vez se endurecía más bajo sus pantalones. Él quiso poseerla, y ella parecía estar deseándolo, por lo que la desnudó rápidamente y buscó entre caricias y mordiscos su maravilloso centro, a lo que ella respondió con un gemido de placer que a todas luces pedía más. Y así, de pie ante el espejo del probador, hicieron el amor de manera suave pero salvaje al mismo tiempo, como dos amantes largo tiempo sin verse. H no había conocido a ninguna mujer igual que aquella joven muchacha, y por primera vez en su vida pudo gozar de un intenso orgasmo, quizá el más intenso de su vida, mientras ella se retorcía de placer entre sus brazos. H jamás olvidaría aquella noche, pero tampoco volvería a ver a la muchacha.

Al cabo de un tiempo, cuando parecía que al fin ambos habían saciado su deseo, ella lo miró a los ojos y con una sonrisa le dijo:

– Me alegra haberte conocido. Vas a tener muchísima suerte. Pero ahora debo irme, estoy convencida de que mi madre se estará preguntando por qué tardo tanto en subir. Ya sabes… –añadió sonriendo con complicidad–, no suelo estar tanto rato aquí abajo. –Y le guiñó un ojo.

– Claro –le respondió él. Le entristecía enormemente separarse de aquella diosa del placer, de aquella desconocida que en tan sólo unas horas se había convertido en su mejor amiga. Le acarició la cara y le besó con suavidad los labios, y agregó:– Gracias.

– No me las des –le dijo ella–. ­Eres extraordinario, tienes algo especial en ti. Eres… especial.

Y le devolvió el beso, un último beso largo y cálido, lleno de ternura y pasión y cariño y entendimiento, y tras vestirse rápidamente desapareció por la puerta.

H aún estaba aturdido y se sentía cansado cuando miró el montón de ropa que en teoría debería estar ya cosida. Apenas le dio tiempo a acabar una camisa, y cuando estaba dando los últimos retoques apareció por la puerta el soldado novato.

– Volvemos al refugio –le indicó éste.

H miró por última vez el montón de ropa con una serenidad pasmosa: la próxima noche no sólo haría las diecinueve camisas restantes, sino que le pediría a la dueña que le diera más trabajo. Él sabía que podía hacerlo, y se sintió tranquilo.

*** *** ***

Y así fue construyéndose el nuevo orden de las cosas en una sociedad en la que H fue aumentando de estatus gracias a su efectividad en las labores que le eran asignadas, lo cual le permitió ir enterándose paulatinamente de lo que había sucedido. Tuvo esa oportunidad cuando le encargaron del reparto del correo postal por la ciudad, una vez ya había sido trasladado a una nueva residencia. Realizar el reparto en las horas indicadas le permitía hablar con todo tipo de personas, cada una de las cuales le aportaba nuevos datos acerca de la Gran Catástrofe y de las decisiones que se habían tomado a raíz de ella.

Al parecer la antigua teoría de la Pangea, es decir, el lento movimiento de las placas tectónicas de la corteza terrestre que habían ido segmentando un único y gigantesco bloque de tierra formando los distintos continentes, había “involucionado”. Los continentes se habían vuelto a unir en uno solo, surcado por incontables ríos y lagos que conferían a este nuevo terreno el aspecto de un enorme archipiélago de pequeñas islas. Tal unión eliminó fronteras y rehizo países y estados, y un nuevo mundo tuvo que ser redescubierto, y mientras científicos y estudiosos de todo el mundo se afanaban por reconstruir mapas y buscar indicios de tan repentino cambio, un gobierno militar se había instaurado en todo el planeta, que ahora se antojaba más pequeño. Política, economía y educación habían cambiado radicalmente, y el reparto de bienes entre los civiles, claramente diferenciados en estratos sociales impuestos por los militares, se basaba en la capacidad de cada uno para trabajar para la sociedad.

Para sorpresa de H, ninguna de las personas con las que entablaba conversación parecía estar disgustada con el nuevo orden de las cosas. Todos se habían amoldado rápidamente a él, quizá al ser la primera generación del Nuevo Orden, y recordaban las injusticias del Antiguo Orden. De hecho, en una ocasión una mujer le dijo:

– Es nuestra gran oportunidad para intentar mejorar el mundo y aprender de los errores del pasado, ¿no crees? Antes el mundo estaba tan dividido que habría sido imposible cualquier cambio… En realidad parece que era necesario que sucediera la Gran Catástrofe… Al menos ahora podemos intentar ser mejores. –Y habiendo dicho esto, le sonrió. Parecía que todo el mundo sonreía.

En otra ocasión, una madrugada cuando H volvía de su trabajo en la furgoneta del refugio (ese tipo de transporte era muy común en la nueva sociedad) se encontró con un hombre entrado en años que luchaba por acabar el reparto del correo a su debido tiempo. H pidió al conductor que detuviese el vehículo, y tras apearse se dirigió al amplio vestíbulo acristalado en el que se encontraba el abuelo.

– ¿Puedo ayudarle en algo? –le preguntó H.

El hombre se giró nervioso y empezó a llorar, afirmando que le quedaban aún tres entregas por realizar y que su turno finalizaba en diez minutos; le parecía imposible llevar a cabo su tarea, puesto que la máquina de recogida del correo del edificio se había estropeado y no parecía reconocer la identificación del trabajador.

Tras varios intentos, H consiguió que la máquina funcionara y el hombre mayor pudo realizar la entrega. Acto seguido H se ofreció a finalizar el recorrido en la furgoneta, de modo que el pobre hombre no tuviese que caminar distancias que en dos minutos podían ser salvadas con un vehículo. El abuelo, que parecía terriblemente asustado, le agradeció infinitamente su ayuda.

– Hace poco que me han trasladado aquí –le explicó a H en la furgoneta–. Soy ya mayor y mi salud no es buena, y aunque los médicos me ayudan en todo lo posible siempre hay contratiempos que dificultan que pueda realizar mis tareas a su debido tiempo. Tengo miedo de quedarme estancado hasta mi muerte…

H le tendió una barrita energética, algo muy común esos días entre los trabajadores. Se utilizaba únicamente en casos de extremo cansancio o enfermedad, pero el hombre la necesitaba a todas luces. Cuando éste acabó de comerla le cambió el color de la cara.

– De nuevo, muchísimas gracias. Suerte que hay gente como tú.

A H le agradaba poder ayudar a aquellas personas a las que más les costaba amoldarse. Se sentía feliz viendo que sus actos tenían algún significado para el resto, y aunque su vida al fin se había estabilizado y había logrado multitud de beneficios, un oscuro rincón de su ser había quedado vacío, o quizá ya estaba vacío mucho antes de la Gran Catástrofe. Con el paso del tiempo llegó a recordar aquella mañana en el Lago Grande, cuando había presenciado la lucha entre la Perla Blanca y el Gran Ojo, pero nunca le habló de ello a nadie; simplemente dejó por escrito aquello que recordaba, narrado en forma de leyenda, por lo que ahora es considerado un cuento para niños.

Si la Gran Catástrofe fue provocada por la avaricia de los gobernantes del planeta, o si se trató simplemente de un acto de la Naturaleza, es una cuestión que aún se debate en nuestros días. Y si la Perla Blanca y el Gran Ojo existieron realmente, y no se trató de ninguna alucinación de H, es algo que tardaremos mucho en saber, puesto que el secretismo entre las altas esferas es imperante.

Pero, como ya ha sucedido antes durante la Historia de la Humanidad, sólo podemos esperar a que las generaciones futuras acaben entendiendo por qué sucedió una catástrofe de tal magnitud, y desear que ello les ayude a aprender de los errores del pasado y a seguir construyendo un mundo mejor.

0 sueños:

Publicar un comentario