23 febrero 2008

De un viaje en el tiempo y las novelas

Todo empezó con un simple proyecto: explorar el futuro para aprender de los errores cometidos; comprender los cambios sucedidos para entender el pasado y mejorar el presente. A veinte años vista, indagar, estudiar, observar y anotar para luego volver y reflexionar. Pero algo no funcionó.

Por un error mecánico, o de cálculo, o quizá humano, el viaje se detuvo a dos años vista. No era el 2028, sino el 2010. Las calles no habían cambiado tanto, algunos comercios aún estaban abiertos, todo era un poquito más caro, los móviles tenían más prestaciones, ya había llegado la televisión digital terrestre, algunas guerras seguían sacudiendo el mundo, los mismos políticos continuaban en el poder y, en definitiva, nada especial había sucedido.

A no ser por un simple detalle: perdidos en el túnel del tiempo, no podríamos regresar jamás.

Lo supimos tan sólo pisar el gris asfalto de la calle en un tardecer anaranjado. La máquina había dejado de funcionar, y por alguna extraña razón nadie sabría arreglarla y devolvernos a nuestra época real. No entendíamos del todo los motivos, pero la certeza de nuestra conclusión nos golpeó en el estómago como una bala a cámara lenta: para siempre atados a un tiempo que no era el nuestro, en el que vivía nuestro otro yo y a quien, quizá, era mejor no encontrarse. Desconocíamos las consecuencias que podrían acarrear nuestras acciones, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sólo buscar alojamiento e intentar pasar desapercibidos, escondidos en un momento del tiempo que no nos pertenecía y en el que éramos elementos hostiles. Personas non gratas. Fugitivos del mañana que se había convertido en el ahora.

Con tal desasosiego comenzamos a caminar por la avenida a la que habíamos llegado. Rodeados de coches y gente que regresaba al hogar tras finalizar la jornada laboral, nadie nos vería ni se preguntaría de dónde habíamos salido. El proyecto había sido preparado a conciencia: la máquina, con una protección óptica, sería invisible para cualquier persona excepto para nosotros, por lo que nadie nos creería si hablásemos de su existencia. De ese modo se evitaría tergiversar, manipular inconscientemente o contaminar los datos de nuestro estudio. No teníamos, por lo tanto, hogar ni vehículo que nos transportase. Únicamente poseíamos una pequeña bolsa cada uno con algo de dinero, ropa de muda y libretas. Pocas pertenencias para una estancia que tenía que ser eterna.

Tras una corta charla, apenas dos frases cruzadas, mi acompañante y yo decidimos buscar alojamiento y un sitio para comer. Se trataba de un buen amigo, una persona de confianza con la que había compartido muchas experiencias; una especie de alma gemela contemporánea. Ignoro por qué nos eligieron a nosotros para tan importante cometido, pero una cosa estaba clara: ante la dificultad, nos daríamos fuerzas mutuamente y nos apoyaríamos sin medida. Jamás nos quedaríamos solos... Aunque el proyecto fallara.

Anochecía con rapidez y la temperatura bajaba. La humedad era intensa y la niebla se avecinaba; las luces se iban apagando y entonces el mundo parecía un enorme monstruo naranja medio dormido, aunque siempre con un ojo abierto. Nos detuvimos ante el mapa de una boca de metro: cerca había un hotel. Ése sería, temporalmente, nuestro alojamiento.

Era un establecimiento sencillo y sin pretensiones; la habitación era pequeña y tenía un diminuto aseo, una ducha, un armario antiguo y dos camas con sus mesillas. Predominaba el color marrón, lo que le confería al conjunto un toque a pueblo, como si mirásemos una foto antigua. Era un lugar estrecho pero acogedor, y las bolsas con comida rápida y refrescos que habíamos comprado en un supermercado cercano ocupaban el poco espacio restante. Y aunque parezca extraña tanta calma ante la incertidumbre de nuestro futuro inmediato, conseguimos conciliar el sueño. Con el mañana llegaría la hora de reflexionar.

Dormimos durante horas. Pasado el mediodía nos despertamos en suelo extraño, mirando el extravagante cuadro de la pared. Desayunamos algo, recogimos nuestras pertenencias y salimos a buscar un sitio en el que comer. Compramos unos bocadillos y unos refrescos, y callados estuvimos paseando por las calles cercanas al hotel, observando a la gente que quizá habríamos conocido antes y que tal vez habría muerto en nuestro destino. Nos sentíamos dueños del tiempo que a su vez era nuestro dueño; únicos y solitarios reyes de un pedazo de segundos que jamás habían sido nuestros. El lento pasar de las horas se nos antojaba rápido tras haber jugado a ser dioses.

Sin darnos cuenta había vuelto el atardecer. Teníamos hambre, de modo que tras mirar algunas tiendas de objetos para el hogar, extraña contradicción pues ya no teníamos hogar al que volver, encontramos un hermoso restaurante de comida casera: decorado en maderas y telas a cuadros, desprendía un agradable olor a leña ardiendo. En el centro del comedor, tras subir tres escalones, había una preciosa fuente de piedra gris, pero no contenía agua, sino un extraño vapor blanco, como si de hidrógeno líquido se tratase. Me aventuré a tocar esa nube artificial con las yemas de mis dedos, pero éstos no se mojaron; nos miramos y, tras largo tiempo serios, sonreímos y recordamos una fuente similar que habíamos visto en una tienda de gangas un año atrás, o dos, o quizá tres, ¿cómo contar el tiempo ahora?

Cenamos copiosamente: vino blanco, carne roja y frutas variadas en enormes bandejas plateadas. Pagamos el recibo y salimos a la noche cerrada y artificial de la ciudad.

– No podemos vivir siempre con lo que tenemos ahora –comenté a mi acompañante–. Si tenemos que quedarnos en esta época para siempre, será mejor que recuperemos nuestras pertenencias.

– ¿Qué tienes pensado? –me respondió él.

– Yo iré a casa, guardo una copia de las llaves. Quizá mis padres están durmiendo.

Él me miró preocupado y respondió:

– No deberíamos, al menos no ahora. Esperemos unos días.

Y así lo hicimos. Pasamos unos días en el hotel hasta que decidimos cambiarnos a uno más lujoso.

– Si tenemos que vivir siempre en un hotel, mejor que sea espacioso y cómodo, ¿no? –me había dicho un día mi compañero.

De modo que encontramos alojamiento en un enorme hotel de cinco estrellas con todas las comodidades. En seguida empezamos a conocer a todos los trabajadores, sobretodo al encargado del comedor, con quien congenié rápidamente: un altísimo hombre de color sin un solo pelo en la cabeza y unos brazos y piernas anchos como troncos de árboles. Hablaba con una voz profunda y serena, pausadamente, remarcando cada palabra sin utilizar nunca más de las necesarias. Con el tiempo él se convertiría en nuestro confesor y maestro, y a veces su mirada transmitía una sensación extraña, similar a la complicidad que conlleva el conocimiento de un secreto, como si desde siempre hubiera estado esperando nuestra llegada.

Una noche nos dirigíamos al comedor para cenar, y al cruzar la puerta de cristal de la entrada nos saludó amablemente:

– Buenas noches, señorita, caballero –y sonrió. Acto seguido bajó la voz y mirándome fijamente añadió:– Creo que esta noche tienen visita.

Y haciendo un ademán con el brazo izquierdo nos invitó a pasar. Mis ojos siguieron el recorrido que indicaba su gesto, y pude ver bajo la suave luz del enorme salón vacío una sola mesa, la que siempre ocupábamos, con tres personas sentadas y cenando. Y el corazón me dio un vuelco.

Mi madre, mi tía política y mi abuela estaban allí.

Nos acercamos lentamente a la mesa, y no pude articular más que un “Hola” nervioso.

– ¡Hija! –gritó mi madre al verme mientras se le llenaban los ojos de lágrimas–. ¡Cuánto tiempo sin verte! Pensábamos que no volveríamos a veros jamás.

Nos abrazamos entre todos, aunque la emoción pasó a los pocos minutos, y pareció de golpe que siempre habíamos estado allí y que jamás se nos había echado de menos: la conversación entre las tres mujeres continuó donde la habían dejado, entre risas y críticas irónicas y más risas, mientras nosotros pedíamos nuestros platos. En un momento dado decidí conseguir algo de información, de modo que ante tanta frialdad pregunté:

– ¿Cómo está mi padre?

En ese momento se hizo el silencio en la mesa, y sólo se oía el suave hilo musical de la sala. Mi madre me miró nerviosa, como si hubiera estado esperando que jamás pronunciara esas palabras.

– Tu padre... –tartamudeó–. Tu padre fue en busca de tu abuelo, que lleva dos años desaparecido.

– ¿Cómo? –respondí rápidamente. No podía creer lo que estaba oyendo.

Al parecer mi abuelo había desaparecido misteriosamente una tarde de otoño, y se puso en marcha un dispositivo de búsqueda, pero la policía jamás consiguió dar con su paradero. Estaba muy enfermo y temíamos por su vida, aunque los investigadores daban por perdida la misión, aun sin haber encontrado el cadáver o pista alguna. Daba la impresión de que mi abuelo se hubiese volatilizado, como si jamás hubiese existido. De modo que ante la escasa colaboración de la justicia mi padre salió también a buscarlo... y jamás se volvió a saber nada de ellos.

– ¿Y quién los está buscando? ¿Quién lleva la investigación? ¿Se sabe algo? –pregunté atropelladamente.

– No, no se sabe nada, y hace tiempo que abandonamos la tarea de encontrarlos –dijo tranquila y fríamente mi tía. Acto seguido miró a mi abuela–. Pero señora... no negará que así se vive mejor, ¿verdad?

Y mi abuela, a quien pocas veces había visto sonreír, lanzó una carcajada y dijo:

– ¡Gloria bendita!

Mi madre, riéndose con las dos mujeres y mirando a mi tía como si esa fuese la enésima vez que tenían esa conversación, añadió:

– Lo dicho... ¡Ya se apañarán!

Y siguieron riéndose.

Algo oscuro se removió en mis entrañas, una mezcla de dolor e ira, de frustración y pérdida, de impotencia y ansiedad. ¿Perdidos? ¿Los dos? Nunca había tenido una relación estrecha con mi abuelo, pero el hecho de que mi madre se despreocupara tan descaradamente por mi padre tras tantos años de convivencia y experiencias se me clavó en el corazón como una daga ardiendo.

– ¿Y esto es lo que hacéis cada día mientras tanto? ¿Vivir la buena vida y reíros de dos personas que os querían y que puede que estén sufriendo muchísimo? –les pregunté enfurecida. Ellas me miraron como entendiendo mi enfado, pero no respondieron nada: simplemente bebieron de sus copas. De modo que añadí:– Acompáñame a casa, mamá.

Ella me miró extrañada.

– ¿Casa? No podemos volver a ese piso, hija. Nosotras nos alojamos aquí, hemos olvidado el pasado, no queremos volver.

Y siguieron las risas y las bromas, y ya no nos hicieron caso.

Salí velozmente del local, con una única idea en la cabeza.

– Voy a ir yo sola –le dije a mi compañero ante su idea de ir conmigo–. Cogeré algunas cosas y volveré al hotel; nos vemos allí.

No imaginé que aprendería algunas cosas en las que nunca antes había pensado.

El viaje en metro se me antojó rápido, y apenas recuerdo nada de él, pues iba yo enfrascada en mis pensamientos y en el torrente de intensos sentimientos que me invadían. Pero cuando llegué a mi dormitorio a oscuras me obligué que serenarme, recuperar la calma y pensar con frialdad.

El piso estaba desierto y olía a cerrado. Todas las que habían sido las pertenencias de mi familia continuaban allí: los cuadros de las paredes, los muebles, mis libros y álbumes de música, el ordenador, incluso el cajón de la tierra de los gatos estaba aún en el pasillo. Parecía que habiendo abandonado la vivienda, con ella había muerto una parte del mundo: el silencio era más profundo que de costumbre, y se escuchaban con demasiada claridad los ruidos del exterior.

Abrí el armario y rebusqué entre mi ropa: cogí todas las prendas que fui capaz de meter en una bolsa granate, pues tampoco quería cargar mucho peso y, en el fondo, la esperanza me obligaba a creer que un día volvería a vivir allí. Me negué a aceptar que quizá era la última vez que pisaba aquel suelo, que me tumbaba en aquella cama, que me miraba en aquel espejo.

Entonces un vecino dio unos golpes en la pared. Toc toc toc, y me sonreí recordando la de veces que, ante golpes, yo había dicho: “Si estás aquí, manifiéstate”, a lo que la gente solía responder: “De verdad que me das miedo”. Yo devolví los golpes. Y una voz se oyó claramente a través de la pared: “¡Hola! ¡Has vuelto!”.

Salí al balcón por la ventana (truco que había aprendido de pequeña y que me ahorraba tiempo) y, subiéndome sobre el fregadero, miré con curiosidad al edificio de al lado. Tres muchachos estaban allí, jugando a videojuegos y tomando unas cervezas, y me miraron sonrientes. El más alto me dijo:

– ¡Hola de nuevo! Te echábamos de menos.

– Lo siento, pero... ¿os conozco? –respondí yo titubeante.

– Bueno, deberías –rió otro de ellos–. Nosotros te conocemos bien a ti, ¿no ves que a través de estas paredes se escucha todo?

“¡Claro!”, pensé, y ligeramente asustada me acordé de todo lo vivido en aquella habitación: conversaciones por teléfono, unas con risas y otras con llantos, películas y música, y otros detalles más íntimos. En mi fuero interno sentí que mi intimidad había sido violada, y que algo parecido a un Gran Hermano conocía hasta mis pensamientos más animales. Y me sentí desnuda.

Mientras mi mente se paseaba por todas aquellas situaciones en las que yo había creído estar sola, los tres muchachos me miraban sonrientes, y en su cara se dibujaba una expresión que decía: “Al fin entiende”. Pero, si mi intimidad había sido invadida sin mi permiso y sin ser yo consciente de ello, estaba claro que ya no podía hacerle nada. De modo que les devolví la sonrisa y me resigné, y les dije:

– Sí, he vuelto, pero me voy de nuevo, y no sé si volveré.

El más joven cogió una cerveza, bebió un trago y me miró triste:

– Vaya... Qué lástima. Estábamos preocupados por ti... Los últimos meses que viviste aquí parecías muy triste, siempre estabas llorando. ¿Puedo pedirte al menos que nos digas si todo se ha resuelto? ¿Conseguiste superar aquella ruptura? ¿Y tu amiga se casó al final?

– Por favor, déjala en paz –le cortó el más mayor. Luego me miró:– Es cierto que echamos de menos saber de ti, tu vida parecía una serie de sobremesa, era muy interesante. Pero si no quieres contarnos nada no importa. –Y sonrió.

– Bueno... –les respondí yo bajando la cabeza–. Os puedo decir que las cosas han cambiado mucho... Y que todo aquello forma parte del pasado. –Volví a mirarles y les sonreí.– Gracias de todos modos... por preocuparos tanto por mí.

– Estaremos siempre aquí para lo que necesites –dijo seriamente el más mayor–. Sabes que nos preocupamos por ti. Vuelve cuando quieras, este es tu hogar y estaremos deseosos de saber de ti y de apoyarte.

– Gracias –les dije, y entonces me sentí calmada. Quién iba a decir que el hecho de que mi intimidad hubiese sido invadida estaba lejos de molestarme; aquellos desconocidos se me antojaban hermanos o ángeles de la guarda, que habían estado velando por mí durante tantos años. Y de hecho habían sido ellos quienes, ante mi fugaz vuelta a casa, me habían dado la bienvenida con sinceridad. Perdida en el tiempo me sentía un poquito más como en el hogar.

Y sonriendo me volví a meter en casa, cogí mis cosas y abandoné el edificio.

Cuando llegué a la calle me sentía más ligera y menos sola. En el portal estaba mi compañero:

– ¿De veras pensabas que te iba a dejar sola?

No preguntó qué había sucedido durante la hora que estuve arriba, ni yo sentí la necesidad de dar explicaciones. Era, paradójicamente, mi rinconcito de intimidad.

Cogimos el metro de vuelta al hotel. Iba bastante lleno, y en una de las estaciones se subió una chica hermosísima, de pelo castaño y lacio y rasgos orientales, que cantaba una canción. Mi pulso se aceleró al escuchar la letra, sencilla para quienes conocieran el idioma, y mi corazón se alegró enormemente, ya que por un momento me trasladé a aquella época a la que nunca podría volver y sentí aquella canción como mía. Con una amplia sonrisa miré a la muchacha y empecé a cantar con ella, queriendo hacerle saber que, aunque el resto de personas la miraran de manera extraña, no debía sentirse sola, pues yo conocía la melodía y su significado, y canté con ella: 「歌いたい あなたのために... 歌いたい 聴いている人達に... 何かを感じたり 伝えられたら... それだけで私は幸せ...」. Cogí fuerte la mano de mi acompañante, que me miraba sonriendo también, ya que él conocía también la canción y sabía sin que yo se lo dijera lo importante que era para mí.

La muchacha hizo ademán de bajarse del vagón, pero con las últimas notas se detuvo y se dirigió a nosotros:

– Veo que sabes la letra, pero ¿conoces su significado?

– Claro –le respondí yo con emoción–. “Quiero cantar para ti, quiero cantar para quienes escuchan; si te hace sentir o te transmite algo, sólo con eso ya soy feliz”.

– Exacto –me interrumpió ella con una sonrisa. Y añadió:– Jamás olvides esta canción.

Y se apeó en la siguiente parada.

Mi compañero y yo decidimos que a partir de entonces viviríamos siempre en el hotel que habíamos elegido y en el que también se alojaba mi familia. Me pareció una buena idea, ya que eso me facilitaría localizar a mi padre y mi abuelo cuando nadie se interesaba por su paradero. Yo los traería de vuelta al hogar y las caras de felicidad y despreocupación desaparecerían.

De modo que me puse manos a la obra. Primero contacté con el que había sido mi jefe: una persona a la que respetaba muchísimo tanto personal como profesionalmente, y que había sido mi inspiración durante mucho tiempo para seguir avanzando y aprendiendo. De hecho, cuando hablaba con él solía decirle: “Yo de mayor quiero ser como tú”, aunque era apenas tres años mayor que yo, y él me respondía: “Anda boba” y nos reíamos. Nos vimos un jueves por la tarde, y parecía estresado, pero se alegró de verme, aunque lo noté ligeramente distante.

– Cuéntame –me dijo rápidamente. No le gustaba andarse con rodeos.

– Mi padre y mi abuelo están desaparecidos, y nadie los está buscando. ¿Crees que podrías ayudarme?

Me miró pensativo durante unos minutos y luego me respondió:

– Sabes que siempre has tenido mi apoyo... Pero creo que en este caso no puedo hacer nada. Si me entero de algo te avisaré. Estaremos en contacto.

Y dicho eso me dio la espalda y desapareció girando una esquina.

Les expliqué lo sucedido a mi madre, mi tía y mi abuela, buscando su apoyo e intentando convencerlas de algún modo para que se unieran a mi búsqueda, pero parecían sumidas en un letargo de felicidad e indiferencia que sólo conseguía enfurecerme. De modo que decidí buscar otras opciones, acudiendo incluso a aquellas personas a quien no quería volver a ver. Y una de ellas era un bombero.

– Hola, soy yo –me presenté por teléfono–. Supongo que te acuerdas de mí, y de mis padres.

Se hizo el silencio unos segundos al otro lado de la línea, y luego una voz masculina me respondió:

– Claro que me acuerdo. Me sorprende tu llamada. ¿Sucede algo?

Secamente le respondí:

– Sí. Mi padre y mi abuelo están desaparecidos. Mi madre no sabe que te estoy llamando, y un compañero del trabajo no cree poder ayudarme. Pero quizá tú puedas echarme una mano y averiguar algo, ya que eres bombero. Tendrás influencias, ¿no? Y es lo mínimo que puedes hacer después de todo lo que pasó. Espero un sí como respuesta.

De nuevo, silencio. Y tras unos minutos:

– De acuerdo. Haré lo que pueda. Quedamos en una hora en el centro de la ciudad; ha habido un incendio allí. No tardes.

Y colgó la llamada.

Avisé a mi compañero y, con un par de mochilas al cuello, comenzamos a caminar por una estrecha avenida mientras comíamos unos bocadillos. Me sentía nerviosa ante la idea de volver a ver a aquel hombre; muchas veces me había acordado de él, pensando dónde estaría y que haría, y de golpe me encontraba a menos de una hora de verle para que me ayudase a encontrar nada más y nada menos que a mi padre. El destino era una compleja telaraña de irónicos reencuentros.

Cuando quedaba un cuarto de hora para la cita sonó mi móvil. Era él.

– Os estoy viendo; estoy unas calles más adelante.

Le hice un gesto a mi compañero para que mirase por la calle. Efectivamente, a unos cientos de metros se observaba una inmensa humareda de color blanco y varios camiones de la policía local y nacional estaban acordonando la zona.

– Sólo podréis pasar si os hacéis pasar por bomberos. Manteneos detrás del cordón de seguridad y os traeré unos trajes.

Miré a mi compañero con preocupación mientras guardaba el teléfono en un bolsillo. ¿Qué hacer? Si nos introducíamos en el perímetro acordonado tenía la certeza de que no saldríamos en mucho tiempo, y además nuestras vidas correrían peligro. Y entonces dudé: ¿realmente estaba siendo buena idea recurrir a aquella persona para buscar a mi padre y a mi abuelo? Sentí miedo y angustia al imaginarme rodeada de llamas y ceniza, y aunque mi compañero me apremió a caminar, le detuve y le dije:

– No es buena idea, no ahora. Pero al menos sabemos que podemos contar con él. Piénsalo: ¿para qué nos necesita presencialmente? Que busque él solo y que nos mantenga informados.

De modo que volví a llamarle, algo más tranquila al saber que no tendría que ver su cara de nuevo.

– Hola. Vemos que hay mucho follón donde estás... Mejor lo dejamos para otro momento. Aun así, por favor, si consigues algo no dudes en llamarme. Estaré esperando... Gracias.

Y sin esperar respuesta, colgué.

Nos dimos la vuelta y nos alejamos del incidente, de las sirenas de las ambulancias y de las cámaras de televisión que comenzaban a llegar al lugar, para caminar tranquilamente por una calle soleada y cálida. El mundo, de algún modo, parecía más tranquilo. Y entonces algo en mi mente hizo ‘clic’ y entendí, tristemente, que nadie me ayudaría en mi búsqueda. Recorreríamos calles, presentaríamos fotografías y preguntaríamos en comercios, empresas y lugares públicos, pero jamás los encontraríamos.

Pero no pensaba renunciar al intento. “Arrepiéntete de lo que no hagas, no de lo que hayas hecho” era uno de mis lemas en la vida. Y lo seguí fielmente, aferrándome a mis principios.

Pasaron meses de búsqueda interminable, durante los cuales fui conociendo a gente, haciendo nuevos amigos (mayoritariamente en el hotel), encontrando nuevos rincones en la ciudad y escribiendo sin descanso. Desgraciadamente mis esfuerzos nunca tuvieron éxito: parecía que mi padre y mi abuelo jamás habían existido, y con el paso del tiempo, cada vez que explicaba la situación en busca de ayuda aumentaban las miradas de compasión, y mis fuerzas fueron debilitándose. Me costó mucho darme por vencida, y la sola idea de no ver jamás a mi padre me hacía llorar por las noches y escribir durante el día. Para olvidar, acudía a las innumerables fiestas que se celebraban en el hotel, siempre sola, pues mi compañero no se atrevía a ir. Cierto es que yo siempre había sido más abierta a conocer a gente nueva y a moverme en distintos ambientes: podía acudir a un banquete de la alta sociedad o al barrio chino y hablar con prostitutas y drogadictos, y siempre fui respetada y querida, pues siempre respeté y quise. A donde fuese, recogía siempre tarjetas de restaurantes, en memoria de un buen amigo con el que, tras tan extraño viaje, había perdido el contacto por completo. Fue duro resignarse a tantas certezas...

Nuestro querido amigo del restaurante me informó una noche de una nueva fiesta: había una presentación de una novela y se celebraba la misma con gente importante del mundo de la cultura y las letras. No dudé ni un instante en acudir a ella, y por una vez conseguí convencer a mi compañero para que viniese.

La sala de fiestas había sido preparada para mostrar un ambiente de júbilo y despreocupación: poca luz y muchos focos de colores, barra libre y música con ritmo para recibir con energía al nuevo escritor y su obra. Rápidamente entablé conversación con los asistentes, y aunque hacía tiempo que mis esperanzas se habían ido apagando, hablé de mi padre y mi abuelo intentando no darle demasiada importancia y cambiando rápidamente de tema. No era mi intención aburrir ni dar lástima, sino hacer amistades que quizá un día pudieran ser realmente valiosas. Y de hecho, esa noche conseguí muchos contactos.

En un momento dado presenté a mi acompañante, que me seguía tímidamente a donde fuera, y él, poco hablador pero muy agudo, en seguida se sintió integrado en aquel ambiente al que no estaba acostumbrado. De hecho acabamos comiendo copiosamente, sobretodo la estupenda mousse de chocolate negro que había preparado nuestro amigo del restaurante: no podíamos parar de servirnos el mismo plato una y otra vez.

– ¿Ves? –le dije sonriendo y orgullosa de él–. No era tan difícil. –Y le guiñé un ojo, mientras él me devolvía una sonrisa de tranquilidad, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Y así continuamos viviendo durante un año, haciendo amistades y sintiéndonos cada vez más integrados en el tiempo al que habíamos llegado, olvidando poco a poco el pasado que había sido nuestro futuro. Rehacíamos nuestra vida, aunque de mi interior nunca desapareció esa amargura que provocaba el haber sido forzada a amoldarme a un tiempo y un espacio que no eran míos. No volvimos a saber del bombero o de mi jefe, y ninguno de mis intentos por encontrar pistas acerca del paradero de mis familiares dio frutos. Y fueron precisamente esos sentimientos, unidos a la tristeza de no volver a ver a mi padre, los que me inspiraron para escribir una trilogía de fantasía, al más puro estilo Dragonlance, en un breve espacio de tiempo. Y fue publicada.


«En un hermoso valle entre el Mar del Tiempo y las Tierras Baldías se encuentra una próspera ciudad rural sin murallas, en la que las gentes conviven en paz y armonía. No hay miedo a lo desconocido pues se considera que lo desconocido no existe; las leyendas sobre animales fabulosos y un pasado mítico son meros cuentos para niños y el ambiente es de tranquilidad y sosiego. No son necesarios ejércitos ni comandantes, aunque los que lo deseen pueden estudiar las artes militares en caso de que decidan visitar otras tierras más peligrosas. El orden público es un hábito, y la muerte se acepta como algo natural, pues siempre la preceden enfermedades típicas de la vejez.

Pero lo que no saben esas tranquilas gentes es que un terrible peligro les acecha.

Cuando la leyenda empieza a preocupar a un solo corazón éste traslada su miedo al resto, pero el que no quiere ser escuchado es rechazado y considerado mudo. En un ataque de locura abandona la ciudad gritando un extraño nombre y muere en un bosque cercano con un objeto en la mano, pero nadie quiere preocuparse, y todos hacen caso omiso a las señales.

Un día la bestia alada abandona su nido rocoso y ataca la ciudad, cuyos edificios de madera arden al instante bajo el fuego azul que exhala la quimera por sus fauces. Nadie había creído en ella, largo tiempo olvidada. Los dioses siempre deben ser respetados, pues en caso contrario la despreocupación de sus hijos se convertirá en la ira sagrada del padre y creador. Y así, con sus alas de murciélago extendidas, su brillante pelaje negro como el azabache brillando bajo la luz del sol, su pico de periquito engullendo a mujeres y niños, y sus garras de dragón destrozando lo que su ardiente aliento no puede quemar, la enfurecida quimera arrasa la ciudad por completo, lanzando una maldición sobre la misma: jamás dejará de arder.

Pocos habitantes sobreviven a la desgracia. Muchos consiguen huir a los bosques o por mar, pero la mayoría de ellos morirán a los pocos días. Sólo una chiquilla de unos doce años tiene el coraje suficiente para no huir y, aun así, salvarse de la muerte que la rodea. Cuando la bestia alada abandona el lugar, ella sale de su escondite con lágrimas en los ojos y tose ante el humo y las cenizas. El asfalto de las calles ha quedado inundado de cadáveres, pero la niña nunca encuentra los de su padre y abuelo. Se reúne con dos o tres personas más que, como ella, han conseguido salvarse, pero nadie puede ayudarla.

Y así la niña se convierte en mujer en un larguísimo viaje en busca de sus familiares, pues en su corazón algo le dice que no han muerto. Viaja por lugares conocidos y desconocidos, se enfrenta a otras costumbres y a muchos peligros, y al cabo de veinte años vuelve sola a la ciudad que la vio nacer.

Allí se reencuentra con su madre, y la alegría invade a ambas, aunque la búsqueda no ha dado sus frutos. La maldición sigue en pie: los edificios continúan ardiendo sin pausa, y el mundo se ha vuelto de color gris anaranjado. La ira del dios alado no se ha consumido, y reclama lo que es suyo: el recuerdo y la veneración.

La chica abandona la búsqueda de sus familiares, pero un día, paseando por el bosque cercano, encuentra medio oculta una cueva en cuyo exterior hay un pequeño huerto de hortalizas. Sorprendida y curiosa se adentra en la cavidad rocosa para encontrar sencillos muebles hechos a mano y unas mantas imitando una cama.

– ¿Hola? –pregunta titubeante al vacío–. ¿Hay alguien ahí?

De las profundidades de la cueva aparecen dos hombres, uno de ellos cojeando, el otro delgado y encorvado. Su padre y su abuelo están vivos.

Tan lejos ha ido la muchacha, tantas experiencias ha vivido para que finalmente sus familiares estuvieran tan cerca. Su abuelo le explica cómo huyó de la ciudad el día del ataque y encontró la cueva, donde se quedó para siempre, con miedo a volver. El padre de la muchacha, su yerno, había ido en su búsqueda a petición de la madre, y no tardó en encontrarlo, pero con el paso de los años creyó que todo estaba perdido y que no era posible volver a la ciudad, de modo que ambos habían estado viviendo allí durante todos esos años.

– Dime, nieta –le pregunta el abuelo al cabo de un rato, tras cambiarse la venda de la pierna lesionada–, ¿qué has aprendido en tu viaje?

La mujer se queda pensativa y entonces comprende: allá donde fuera, las divinidades eran respetadas y se aprendía de las guerras y las diferencias. En la historia de la humanidad siempre hay una balanza entre el bien y el mal, y unas veces se decanta hacia un lado, otras hacia el contrario, pero es imposible que se quede nivelada para siempre en el centro. Y así reflexiona ante su padre y su abuelo, a quienes convence para volver a la ciudad.

Y cuando entran por la calle principal y se acercan a la plaza en la que se encontraba su casa, las llamas que han ardido durante más de veinte años empiezan a extinguirse, la ceniza vuela hacia el mar y el humo se dispersa poco a poco. Una suave y refrescante lluvia limpia las calles y los escombros, y finalmente sale el sol.

Al fin han entendido.»


El primer domingo después de las rebajas de invierno, cuando los comercios seguían abiertos para presentar sus nuevas colecciones, me dirigí a un conocido centro comercial con la ilusión de ver en formato libro mis escritos. Al principio me resultó difícil encontrar la sección de literatura, ya que en una sola noche había cambiado toda la disposición de las tiendas, hasta que al fin entré en una sala repleta de libros y con unos enormes ventanales que daban a la zona de recreo del complejo. Las novedades se encontraban expuestas en una mesa en el centro de la sala, y allí vi mis libros, una edición humilde en tapa blanda. El diseño de las portadas poco tenía que ver con el contenido fantástico de las novelas: en tonos azulados, una inmensa y solitaria playa de arena blanca y un mar azul en calma, con un sol semioculto tras la niebla matinal. Y a lo lejos, al lado de las olas, la figura de una mujer con un vestido azul claro.

Una gigantesca sensación de orgullo me invadió al ver, al fin, lo que siempre había deseado: mis obras en papel impreso. Pero mi alegría se vio rápidamente empañada al ver que mi nombre no figuraba por ninguna parte, sino que se leía RHNE ZULUAGA por encima del título. ¿Rhne? ¿Se debería a un error de imprenta? ¿O quizá habían pretendido que utilizara un sobrenombre sin mi conocimiento? Rápidamente dejé sobre la mesa de libros mi chaqueta y mi bolso, cogí mi móvil e hice varias fotos de los tres tomos para enviárselos a mi compañero, informándole de lo que a mí me parecía un desastre. Una vez enviadas las fotos, rebusqué por las estanterías para encontrarme de bruces con otras ediciones similares de mis novelas, cada una con un nombre de autor distinto; en una de ellas ni siquiera aparecía mi apellido, sino que se le atribuía la autoría a un supuesto Alberto Gallarín. En todas las contraportadas se elogiaba la calidad de la obra, pero en ninguna de ellas, ni en las páginas interiores, aparecía mi nombre. Jamás se sabría que yo era la propietaria real de todas aquellas palabras. Incluso pude encontrar un cuarto volumen, escrito por un autor extranjero, y por lo que pude ojear había seguido la historia cuando yo ya la había cerrado, reinventando mundos e insertando personajes y situaciones extraordinarios, lo cual rompía completamente con el mensaje real de mi obra, lo que yo había querido transmitir: sentimientos antes que hechos, estados de ánimo, pasiones y dolor, antes que descripciones interminables de elementos sin importancia.

Mi obra había sido robada y transformada en algo de lo que yo siempre había intentado escapar: la falta de originalidad.

Desesperada, compré varios ejemplares de las distintas ediciones y volví al hotel para explicar a mi amigo del restaurante, que en ese momento se encontraba preparando los postres, lo sucedido. Él se entristeció enormemente ante la noticia, pero me agradeció que le regalase la trilogía bajo el nombre de Rhne Zuluaga, el nombre que más se acercaba al mío. Y entonces me dijo:

– No registraste la obra. De ese modo, cediste todos los derechos a la editorial, que ha tenido total libertad para hacer con ella lo que quisiera. Lo siento mucho, pero... –Y en ese momento su semblante mostró dolor–. Jamás podrás demostrar que esto lo has escrito tú.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, y la gente que estaba a mi alrededor intentó animarme con palabras agradables.

– No te preocupes, nosotros sí sabemos la verdad y nos sentimos muy orgullosos de ti –me decían unos.

– Tranquila, seguro que encuentras la manera de reclamar lo que es tuyo –seguían otros.

– Además, tu sueño era ver publicada tu obra en formato de novela, y lo has conseguido. Esto no volverá a pasarte –me sonreía el resto.

Y mi buen amigo de color me miraba sonriente y orgulloso de mí, y yo le dije:

– Tienes razón, quizá no podré demostrar jamás que esto es mío, pero no volverá a sucederme. Tengo otras historias preparadas y no caeré en el mismo error. Y además –añadí tras unos segundos de silencio–, estoy convencida de que mi padre estaría orgulloso de mí. A través de estas novelas es como si ya lo hubiese traído de vuelta... Sé que de algún modo estará siempre conmigo. Y por otro lado la gente que realmente me conoce y me apoya sabe la verdad, y respetan y admiran lo que he hecho. Con eso ya me basta. El resto... llegará poco a poco. –Y volví a sonreír, animada a cumplir mis sueños.

Y de este modo me dirigí hacia la lavandería con algunas de mis pertenencias, y mientras disponía sobre la bandeja de una de las máquinas todos los objetos que iba a lavar, reflexioné y me di por vencida: ése era el tiempo y el mundo en el que tendría que vivir, y rompería con mi pasado, y sería feliz... Aunque jamás olvidaría.

07 febrero 2008

De un anillo y el TransMarítimo

Hace un tiempo tuve que tomarme una tarde libre, pues sin conocer muy bien el motivo me sentía muy cansada. Había acompañado a mi madre a dar una vuelta y mis piernas parecían agotadas y rígidas, costándome horrores caminar dos pasos seguidos. De hecho, en el metro me encontré con M, una vieja amiga del colegio, que había jugado a básquet pero que había tenido que dejarlo, según me explicó rápidamente, por las dificultades que se vivían en su familia. "Estudio empresariales para poder ayudar a mi hermano en el negocio familiar que queremos montar", me dijo sonriente. Admiré su valentía y aunque deseaba abrazarla apenas pude levantarme para darle dos besos. Cuando al fin, tras muchísima angustia y esfuerzo, conseguí llegar a casa, puse la tele, reí un rato y cogí fuerzas, animada y con muchas ganas de salir de nuevo. La tarde se había vuelto fría y húmeda, pero aún así había quedado con un buen amigo para mirar libros. Él buscaba unos cómics en concreto (una serie manga de incontables números), y yo no me sentía interesada por nada. De hecho mi ánimo parecía haberse amoldado al ambiente: apagado, lúgubre y pesimista,.

Llegamos a la tienda tras subir una cuesta pronunciada: un pequeño cubículo sucio y maloliente abarrotado de revistas, libros, cómics y merchandishing de todo tipo. Como es de esperar en este tipo de comercios, no faltaban las sortijas y amuletos de series de anime, manga, cómics europeo y americano y, por supuesto, películas. Mientras mi amigo no paraba de mirar nervioso todo lo que le rodeaba ("¡Mira esto! ¿No te gusta? ¡Es genial!"), yo deseaba que llegara la hora de pagar e irnos. Iba deslizando mi mirada por los polvorientos estantes hasta que tropecé con un anillo. Con su destello plateado parecía destacar bajo la blanca luz entre tanta baratija, y me pareció hermosísimo: un grueso aro con una argolla y una finísima cadena de la que pendía un puntiagudo alfiler. Le pedí a la dependienta, una muchacha llena de piercings y tatuajes con un acento muy correcto y educado, que me dejara probar el anillo, y aunque me hice daño al ponérmelo y me iba enorme, me quedé enamorada de él. Pero no tenían más tallas: ése era el único que les quedaba. Me pregunté qué pasaría en caso de querer arreglarlo: ¿quedaría la marca? Seguramente el alfiler parecería demasiado grande al colgar de tan pequeña sortija. Y como no me decidía y me había pinchado y hecho sangre, la dependienta, muy amablemente, me hizo pasar a una sala contigua para atenderme.

Se puso unos guantes de látex mientras me indicaba que me sentara en una silla en uno de los extremos de la sala. Sólo había dos fluorescentes colgando del techo, un montón de armarios con puertas de cristal llenos de potes con pastillas, gasas y demás material sanitario, una camilla, un fregadero mohoso y una silla de oficina negra y desvencijada. En la pared al lado de la cual me senté se podía observar un agujero del tamaño de una persona adulta, como si de un nicho se tratara. La luz no llegaba a su interior, aunque pude entrever algo similar a una figura humana envuelta en una sábana amarillenta y sucia. Curiosamente, ese detalle macabro no me preocupó en absoluto.

La muchacha me curó la herida de la mano, por otro lado inexistente, pues aunque sentía el dolor como si me hubiese cortado con un cuchillo, no había señal alguna en mi piel. Me recomendó que me lavase con suero y que intentase mantener siempre las manos bien limpias, para que el dolor no volviera. Y regresamos a la tienda, en la que mi amigo aguardaba tras comprar varios libros y cómics. Me preguntó si me apetecía ir a cenar o a tomar algo, pero en ese instante llamó mi madre al móvil: estaba nerviosa, su tono era urgente, y tenía que darme una gran noticia. "¿Quieres cambiar de casa?". Había encontrado algo que quizá me interesaría y que a su parecer me iría como anillo al dedo, nunca mejor dicho. Es curioso cómo había estado un buen rato debatiéndome por un anillo demasiado caro y demasiado grande para mí, y de repente se me presentaba el gran dilema de cambiar de vivienda.

De modo que me disculpé ante mi amigo y me dirigí a casa. A la mañana siguiente mi madre nos informó a mi padre y a mí de que había oído un anuncio por la radio que informaba de la inauguración del TransMarítimo, un gigantesco puente que cruzaba todo el Mediterráneo y que parecía consistir, básicamente, en una autopista y casas adosadas a su lado, todo siempre sobre unas plataformas elevadas unos metros por encima del nivel del mar, como si de estaciones petrolíferas en miniatura se tratase. Al parecer mi madre ya había tomado nota del número de teléfono de contacto, había llamado y había reservado hora en las oficinas de una sucursal para pedir folletos y recibir toda la información que necesitáramos. Y nos pusimos en camino.

No recuerdo por qué extraña razón mi madre llegó antes a las oficinas, pero mi padre y yo nos quedamos rezagados, resoplando mientras subíamos unos interminables escalones metálicos que nos llevarían a los despachos de la empresa promotora de TransMarítimo. En varias ocasiones estuvimos a punto de caer al vacío, ya que en las pasarelas faltaban placas y teníamos que pasar corriendo, como si nos persiguieran, por miedo a caernos. Mi padre, que iba delante, no paraba de hablar de mi madre y de gritarme "¡Cuidado!", mientras yo iba respondiendo "Sí sí, ya lo he visto, ya veo" una y otra vez. Cuando finalmente nos encontramos ante las paredes y puertas de cristal de las oficinas, nos miramos y nos pusimos a reír: "¡Ay, si tu madre hubiese visto cómo subíamos! Seguro que nos criticaría por algo", me decía sonriente.

Entramos en uno de los despachos, y aunque esperamos pacientemente nadie vino a atendernos. De hecho todo el edificio parecía estar desierto. Ante nosotros había una mesa redonda también de cristal, y sobre la misma un cenicero limpio, tres vasos vacíos y una jarra de agua transparente, así como un montón de folletos explicativos de qué era el TransMarítimo. Fue la primera vez que vi una foto de la estructura. Y no me gustó en absoluto.

Tras muchos años de estudios y construcción en secreto ("¿En secreto?", me pregunté yo. "¿Y los pesqueros? ¿Los cruceros? ¿Los satélites?"), y habiendo pasado unos estrictos controles de calidad y seguridad, se había abierto al público con un enorme éxito el TransMarítimo, el puente más largo del mundo que atravesaba el Mediterráneo de punta a punta. Una autopista con dos carriles, cada uno en una dirección, y bloques de casas adosadas a su lado, conformaban el gigantesco y fino gusano que se decía superaba con creces incluso a la Gran Muralla China, y que se convertiría en el más importante y avanzado canal de transporte entre diversos puntos del planeta, residiendo su originalidad en las viviendas que discurrían a lo largo de todo su recorrido. Pero al ver las fotos sólo vi una carretera mal cuidada que acabaría oxidándose y llenándose de moho por culpa del salitre y el agua marina, y un montón de pequeñas chabolas tercermundistas que se convertirían con el tiempo en la residencia principal de camellos y ladrones. Parecía que pudiese observar la mayor obra de ingeniería del mundo pudriéndose en la lejanía del tiempo.

Cada casa tenía dos pisos de poca altura, una buhardilla y un pequeño párquing, así como un pedazo de tierra que querían hacer pasar por un "jardín propio, como en las casas señoriales de tierra firme". Toda la estructura era de metal negro y amarillo, lo cual le confería un aspecto de abejorro moribundo. "Qué mal gusto han tenido los diseñadores", comenté en voz alta. Nadie dijo nada, pero la cara de decepción de mi madre hablaba por sí sola. En ninguno de los folletos y revistas se mencionaba el tamaño de las viviendas, aunque no dejaban de repetirse términos como "amplitud, comodidad, excelencia y hermosas vistas". En todo el trayecto no había distinción entre una vivienda y otra, y por supuestas razones de seguridad se impedía a los inquilinos que las modificaran en cuanto a color, tamaño u objetos exteriores. De hecho, durante miles de kilómetros sólo se distinguiría una casa de otra por el número asignado. Nada más.

Entonces caí en uno de los principales problemas: la duración del trayecto entre extremo y extremo. ¿Dónde se supone que trabajaba toda la gente que se desplazara a vivir allí, en mitad de la inmensidad del mar, sin avistar jamás tierra firme, suspendidos siempre sobre un lecho infernal de agua gélida? ¿Dónde irían a comprar o de tiendas, o a divertirse, si no había más que casas y casas? ¿Cuánto se tardaría en llegar de una punta a otra? No aparecía ninguno de esos datos en el material informativo, aunque se hablaba del bajo coste de las viviendas, toda una ganga: menos de seis mil euros cada una, con gastos de peaje incluidos de por vida al ser residente (se aplicaban unas tarifas muy elevadas a los turistas y visitantes). Y al parecer ya se habían vendido más de la mitad de las viviendas, por lo que era necesario apresurarse para no perder tan suculenta oportunidad.

"Mamá, lo siento pero yo no me fío", dije. Luego miré a mi padre: "Es barato, pero está claro por qué. Y la gente pagará poco y podrá pavonearse ante los amigos, pero dentro de un tiempo la única ventaja, el precio, no será nada ante todas las desventajas". "Pues yo lo cogería, luego puedes alquilarlo", comentó mi madre con cierto tono despectivo. "¿A quién?", le respondí yo, "Nadie querrá alquilarlo cuando la gente empiece a cansarse de vivir entre cielo, agua, metal y asfalto...". Mi madre me miró y pareció entender. "Hagamos una cosa", continué con paciencia, "dejad que busque información en internet, sobretodo de las familias que ya se han trasladado allí, y entonces decidimos, ¿vale?".

Pero en ese momento alguien entró en el despacho: un hombre con traje marrón y un reloj enorme, medio calvo y con gafas, que con ademanes nerviosos nos sonrió y dio la mano: "Caballero, señora, señorita, les he estado observando y son la familia ideal para una de nuestras instalaciones. De hecho, incluso añadiría que pueden ser la familia ideal para DOS" (y en ese momento hizo hincapié en la palabra con un gesto de su mano derecha) "de nuestras instalaciones. ¿Qué les ha parecido?". Pero cuando me disponía a responder, me atajó rápidamente (buen vendedor... no dejes que el cliente potencial replique o ponga en duda, simplemente vende, vende, vende): "No respondan, aún no: les mostraré más información que aún no han visto y que, estoy convencido, les ayudará a decidirse". Y sacó un portátil de no sé dónde, en el que empezó a mostrar supuestas páginas web y vídeos de las primeras familias que se habían instalado.

Dejé que mis padres se tragaran toda esa porquería mientras yo me quedaba por detrás de ellos sin hacer demasiado caso. Finalmente el comercial empezó a discutir con ellos precios, contratos y demás papeleo, y en un momento de despiste pude acceder al ordenador. Fui rápida: www.youtube.com, Buscar: TransMarítimo. Muchos resultados. Todos los titulares eran negativos.

Puse un vídeo, y tan sólo ver las primeras imágenes quedé horrorizada. Ciertamente, nadie parecía haber pensado en las terribles tormentas que suceden en alta mar. Se trataba de un documental casero en el que se presentaba una de las viviendas en un hermoso día soleado, siempre con el sonido de los coches pasando por la carretera, por supuesto. La cámara sube unas escaleras metálicas, se encuentra ante una puerta, la puerta se abre y se ve a un niño pequeño con una bicicleta y a una madre consumida por los nervios, con delantal y el pelo enredado. Al fondo se observa la autopista. La madre se dirige a la cámara: "Vean, vean, cuarenta metros cuadrados y lo que ven es la cocina". Efectivamente tan sólo entrar en la casa uno ya se topaba con un escalón que daba a una pequeña habitación habilitada como cocina y lavadero: no cabía ni un alfiler. "Comodidad y lujo, nos dijeron", repetía la mujer, "pero lo único que deseo es irme de esta chabola". Y dicho esto, la mujer desapareció por la puerta tras despedirse de su hijo.

El niño, de unos diez años, miraba alegre la cámara, como extrañado, y cogiendo la bicicleta se dirigió al exterior. Pero entonces una emisora de radio empezó a informar de la terrible tormenta que se avecinaba. El reportaje era tan real que incluso pude sentirme en la piel del cámara. El cielo se oscurecía de repente, empezaba a soplar un fuerte viento y las olas lo inundaban todo, y todo eso en tan sólo unos pocos minutos. En la radio, claramente clandestina, se escuchaban unas palabras: "Nadie parece recordar que esta zona es la principal castigada por las llamadas 'Tormentas de Arena', curioso nombre en medio del océano". Pero no pudo oírse más: una gigantesca ola de agua y tierra azotó la estrecha autopista y la casa, y el cámara apenas pudo agarrarse para no perecer ahogado. Cuando pasó la ola el niño estaba ante su bicicleta, llorando y llamando a gritos a su madre, completamente sucio de lodo y algas. Paredes y suelo se habían cubierto por una fina capa espesa de arena húmeda, y la mujer llegó casi arrastrándose y escupiendo arena, sollozando y gritando: "¡Esto es lo que le ocultan al mundo! ¡Casas pequeñas y siempre sucias, indefensas ante la fuerza de los elementos! ¡Y nos tienen aquí encerrados, y no nos permiten hablar de ello, mientras ellos están tranquilamente pisando tierra firme! ¡Y no nos dejan marchar! ¡Preferiría morir antes que seguir aquí!". Y se introdujo en la casa con su hijo, cerrando la puerta tras de sí.

Entonces volvía a escucharse la radio de manera entrecortada: "Varios muertos... equipos de rescate... testigos presenciales... suicidios colectivos...". Palabras nada alentadoras. Pero en ese momento el comercial se dio cuenta de lo que yo estaba viendo, y no tardó nada en cerrar el portátil, mirarme enfadado y decirme: "Tus padres estaban a punto de firmar un contrato. Pero la cláusula de silencio ya está firmada. Podéis iros, pero jamás podréis hablar de ello con nadie". Y nos echó con muy malas maneras, aunque lo cierto es que me sentí aliviada al salir de allí.

No articulamos palabra durante un buen rato. Volvíamos a casa, decepcionados y sorprendidos, y yo ligeramente enfadada con mis padres por haber firmado aquél maldito papel. Pero ya no podía hacerse nada: dejaríamos pasar el tiempo y nos olvidaríamos de todo.

Aunque yo soy algo cabezota y la curiosidad me puede...

De modo que decidí visitar uno de los extremos del TransMarítimo. Busqué a alguien que se dirigiera al mismo lugar que yo, y lo cierto es que me sorprendí agradablemente cuando en unos veinte minutos a una velocidad estable (aún no llego a entender cómo no se producían atascos en la estrecha autopista) llegamos a nuestro destino: un pueblecito de tierra y casas bajas, lleno de árboles y en el que se respiraba un aire limpio y fresco. Tan sólo apearme del coche me dirigí a un humilde puesto de información en el que podían adquirirse mapas del pueblo y los alrededores, así como información básica acerca de los distintos servicios al ciudadano (sanidad, ayuntamiento, cuerpos de seguridad, etc). Me hice con un mapa y caminé durante un rato por un despejado camino de tierra, rozando con la yema de mis dedos la corteza de los árboles, hasta llegar a una inmensa construcción: la catedral del pueblo. No recuerdo muy bien lo estudiado en Historia del Arte, pero el estilo era una mezcla de románico y gótico, con enormes pináculos puntiagudos alzándose hacia el cielo y minúsculas ventanas oscuras en sus paredes. Había muchos niños y jóvenes por los alrededores, y a uno de ellos le pregunté acerca de tan magnífico edificio. "Es la Universidad", me dijo amablemente, "aunque antes era la catedral del pueblo. Pero ante la falta de espacio se decidió hace unos años reaprovechar el espacio llenándolo de libros y de aulas", finalizó. Me pareció impresionante: un remanso de tranquilidad y recogimiento para el estudio.

Me perdí entre los estudiantes, escuchando atentamente sus conversaciones, las cuales giraban, como es de esperar, en torno a los amigos y los exámenes. Hubo un detalle que me llamó la atención: nadie parecía quejarse, sino más bien todo lo contrario, se aceptaban las normas educacionales como correctas y se daba lo mejor para llegar a lo más alto. Rivalidades sanas y nada de estrés en unos jóvenes que amaban lo que hacían. Y en mi fuero interno no pude evitar preguntarme cuánto tiempo duraría su paz hasta que el TransMarítimo llenara sus costas de turistas ávidos de fotografías y recuerdos. La universidad era claramente el centro del pueblo, y a su lado se encontraban comercios y algunos de los edificios más importantes. Pero me había impactado de tal manera la filosofía de vida de aquellos jóvenes que finalmente pasé el día entero con ellos. Rápidamente me sentí integrada y quise quedarme allí para siempre, siendo un miembro más de una enorme familia bien avenida. Y el tiempo pasó como un suspiro...

Nunca les expliqué a mis padres mi experiencia en aquel pueblo. Sin mediar palabra habíamos firmado un pacto de silencio al respecto. Si nos preguntaban, simplemente decíamos que no nos interesaban ese tipo de anuncios y que no necesitábamos trasladarnos. Únicamente una vez se pronunció una frase al respecto, y la pronuncié yo.

Fue una mañana de sábado en la que mis padres y yo decidimos ir a visitar el puerto de nuestra ciudad. Alquilamos un helicóptero que pilotó mi madre, cualidad que hacía tiempo que tenía pero que no solía poner en práctica. Pero ese día parecía decidida: "Tengo ganas de pilotar. No os importa a dónde os lleve, ¿verdad?". Yo sólo quería ver de nuevo la ciudad desde el cielo y a mi padre le pareció una oportunidad perfecta para hacer fotografías, de modo que mi madre se puso delante, mi padre detrás y yo a su derecha. Y como era imposible comunicarse debido al intenso rugir de los motores de la aeronave, me puse los cascos y empecé a escuchar una canción en concreto, un mix de música electrónica de una hora de duración de uno de mis grupos favoritos. El helicóptero se elevó poco a poco, y aunque también me había puesto los cascos reglamentarios para volar, apenas podía escuchar la canción. Miré por la ventanilla sin temor a caerme y pude observar, mientras girábamos hacia la izquierda, la hermosura de la tecnología uniéndose al mar. Vi puentes y bloques de piedra y arena y turistas y petrolíferos y barcos de crucero, y dejé que mi mente vagara sin controlarla. Entonces vi uno de los puentes de hierro, de color negro y muy estrecho, y recordé el TransMarítimo. Le hice señas a mi padre para que hiciera una foto, y cuando hubo acabado volví a mirar por la ventanilla y, recordando el terror que había sentido al ver el vídeo en aquella oficina, murmuré: "Realmente el TransMarítimo debe ser un sitio horrible para vivir".

En ese momento el mundo pareció quedarse mudo...