28 enero 2007

De los lobos

Cuenta la leyenda que cada cien años una manada de lobos de pelo el color de la tierra seca y ojos rojos como la sangre vuelve al mundo para llevarse a los que duermen. Siempre pensé que se trataba de un cuento para asustar a los niños, hasta que un día los vi con mis propios ojos.

Supongo que la gente no podrá creer lo que voy a explicar, pero pienso narrarlo tal y como fue; ésta es mi historia, y podéis convertirla en leyenda o mito, me da lo mismo. El tiempo acabará dándome la razón.

La luna llena brillaba altiva en el firmamento, y las estrellas parpadeaban con fuerza alrededor suyo, como intentando acercarse a la Tierra, imponentes, amenazantes, pero siempre tan lejanas. Yo miraba por la ventana mientras a mis espaldas la luz del televisor jugaba a crear y destruir sombras en mi dormitorio; y el sueño parecía haberme abandonado, y el cansancio se olvidó de mí, y finalmente opté por bajar la persiana y cerrar la ventana, apartándome por una noche del mundo lejano de las estrellas y los astros, para intentar dormir.

Pero al acostarme no podía cerrar los ojos. Dando vueltas en la cama, escuchaba atentamente el ensordecedor silencio de la ciudad, pues todos los sonidos parecían haber desaparecido: no había vecinos, los coches no circulaban por las calles, las parejas no paseaban románticamente por las plazas; no había música ni golpes, e incluso las hojas de los árboles parecían haberse callado para siempre; el agua de los estanques no fluía, los gatos callejeros no rebuscaban en la basura, y las cucarachas y las ratas hacía rato que habían dejado de corretear bajo nuestros pies. Los perros no aullaban a la luna, y los aviones no llegaban a despegar nunca; los bares habían cerrado, e incluso el tic tac de los relojes se había detenido. Todo estaba inmóvil, paralizado, congelado en el tiempo. Y yo escuchaba, única testigo de lo que estaba a punto de suceder.

Aunque no podía oírlos, sabía que mis padres dormían en su habitación en el lado contrario del piso; ni siquiera mi padre roncaba, y mi madre no se movía nerviosa en la cama. Tanta quietud empezó a asustarme; algo no iba bien. Decidí levantarme y mirar de nuevo por la ventana, intentando que la oscuridad aterciopelada de la noche invadiera mi mente y corazón y fuese cerrando lentamente mis párpados. Y cuando abrí la ventana, todo había desaparecido.

Allí delante, donde antes se habían alzado los incontables edificios de mi barrio y luego de mi ciudad, no había más que una inmensa pradera de malas hierbas y rocas resquebrajadas. La luna me proporcionaba la suficiente luz como para ver más allá de lo imaginable, pero ya no era del color de la plata, sino que se había vuelto roja, roja como la sangre más fresca, y el rojo de la luna y el verde de las malas hierbas y el extraño azul que parecía emanar del horizonte no tranquilizaron mi alma, pero de algún modo quise dormir.

Por un momento pensé: "Al fin te quedaste dormida, y ahora estás soñando, y nada de esto es real". Pero no osé moverme, pues hasta mis párpados producían un ruido ensordecedor en la sobrenatural calma que había cubierto el mundo. Entonces Volví a mirar por la ventana, esperando ver de nuevo ese enorme limonero enfrente a mi ventana, y más allá el edificio rosa, y un poco más allá la maraña de antenas y parabólicas, y más allá el cielo. Pero la llanura seguía allí, y aunque ahora todos los sonidos de la ciudad parecían haber vuelto sin avisar cuando ésta había desaparecido, también pude escuchar la furia del huracanado viento, y vi como éste arrancaba las rocas del suelo, y nubarrones del color de un televisor en un canal muerto se movían rápido en lo alto, amenazando lluvia.

Y en el horizonte aparecieron ellos. Al principio eran tres, grandes como un caballo y furiosos y hambrientos, y luego fueron apareciendo más, primero por la izquierda, luego por la derecha, y se fueron acercando para después perderse de vista tras mi habitación, que de repente estaba al nivel del suelo. Y entonces entendí que la leyenda era real, y supe que mis padres iban a morir. Mis padres, y toda la gente que en ese momento estaba durmiendo.

Recuerdo perfectamente lo que pensé entonces: "Soledad". Iba a quedarme sola, y seguiría viviendo hasta el final de mis días con el peso de haber estado despierta cuando todos dormían. Miraba por la ventana, recordando los edificios que habían desaparecido y la gente que había estado allí durmiendo perturbadores sueños o tranquilas pesadillas; toda esa gente llevaba tantos años viva, y habían aprendido a querer y amar y odiar y sentir y despreciar y sufrir igual que yo, para que cada una de esas vidas, tan ajenas a mí y que podían llenar multitud de libros con todas sus experiencias, tan personales, tan diferentes y al mismo tiempo tan similares a las del resto, acabasen en ese preciso instante. Pues los lobos habían llegado en uno de los momentos en el que el ser humano es más débil e incluso deja de ser consciente de sí mismo: la noche y el descanso, el momento del ansiado sueño.

Pero entonces caí en la cuenta: ¿habría alguien más despierto? No tuve demasiado tiempo para encontrar una respuesta que me satisficiera, ya que escuché un golpe procedente de la cocina. El piso estaba a oscuras, pero al salir de mi habitación no me atreví a encender la luz: prefería imaginar sombras a ver la realidad que me rodeaba.

Y, tal y como yo esperaba, allí estaba él, un lobo enorme y hermoso, con los ojos rojos y el pelaje marrón sucio y enredado. Sus patas eran fuertes y su lomo espléndido, y parecía invitarme a montar encima suyo, y toda su figura mostraba autoridad y respeto. Tenía las fauces abiertas y un hilo de saliva caía de su morro lleno de sangre, y sus orejas se giraban al mínimo sonido. Y entonces se giró hacia mí, y me miró con sus ojos carmesí, y aunque al principio parecía furioso, de algún modo su rostro se relajó, bajó la cabeza y me dio la espalda. Yo no era su presa. Yo estaba prohibida para él. Y, de algún modo, me debía respeto y me tenía miedo.

Pero en el preciso momento en que se cruzaron nuestras miradas, lo vi con toda claridad: el dormitorio de mis padres, y un enorme agujero en la pared por el que se colaba la luz de la luna, y sus cuerpos destrozados sobre la cama, y la sangre, dios mío, cuánta sangre. Y del mismo modo imaginé todos y cada uno de los cadáveres que aparecerían al día siguiente en la ciudad, si es que quedaba alguien para encontrarlos. Pero, sorprendentemente, la idea no me entristeció, y me sentí culpable al sentirme de algún modo liberada: un cambio, violento pero liberador; el mañana me esperaba, y los lobos se irían, y yo ya encontraría algo para hacer.

Porque, cómo iba yo a saberlo, quizá al día siguiente todo habría vuelto a la normalidad...

Y pensando en ello, y sin miedo a los lobos porque no podían tocarme, me volví a mi habitación, y me estiré en la cama... Y entonces decidí que me daba lo mismo seguir viva que morir. Porque el cansancio me invadía, y de repente tuve muchísimo sueño, y pensé que si no despertaba, daría lo mismo, pues estaría siguiendo el mismo camino que mis padres se habían visto forzados a tomar. Y entonces me dormí... pensando en las motivaciones de los lobos y en quién o qué los mandaba...

Y aunque al día siguiente todo volvió a la normalidad, de algún modo algo había cambiado. Los lobos se llevaron algo muy preciado... Algo que ahora sólo yo poseía, aunque nunca he sabido qué es...

09 enero 2007

De cuando mi barrio quedó desierto

Uno de mis primeros trabajos "en serio" fue en una panadería. Yo me encontraba en esa edad en la que ya es posible trabajar y en la que los Reyes Magos y la paga mensual desaparecen, y al mismo tiempo intentaba estudiar, por lo que cuando vi el cartel de "Se necesita aprendiz" no me lo pensé dos veces y solicité el trabajo. La encargada de la panadería me conocía desde que yo era muy pequeña, y no dudó al aceptarme.

Tenía que abrir la tienda realmente pronto: muchas veces, a la una de la madrugada ya tenía que estar preparando las pastas y algo de pan para los primeros clientes. En esa época la gente parecía no querer dormir por la noche, y por eso tuvimos que cambiar los horarios. Yo tampoco parecía tener demasiado sueño, por lo que durante el día estudiaba y pasaba las noches en la panadería, atendiendo a los clientes.

Una tarde, unas horas antes de que cayera la noche, quedé con unos amigos en un bar cercano a la panadería. El dueño del bar también me conocía desde hacía años, y siempre era agradable pasarse por allí. Me comentó que tenía que hacer un pedido de pastas saladas para esa misma noche, ya que no tenía suficiente pan para los bocadillos y no pensaba utilizar el mío para hacerlos. Sentados en la terraza, observamos cómo los clientes iban y venían: atareados siempre, cansados, amargados y preocupados. Nadie quería leer los periódicos entonces; todo el mundo sabía, sin quererlo, que la guerra era inminente. Y todo el mundo parecía querer negarlo.

En esa época, la calle era más ancha y había multitud de coches aparcados a todas horas. A la izquierda de la panadería, haciendo esquina con la calle en la que resido, había un bar en el que también se reparaban pequeños electrodomésticos. Pasada la panadería, en la misma manzana, había un supermercado enorme, y al lado un colmado. Al otro lado de la calle, el bar en el que tomábamos una cerveza, una tienda de electrónica y un mecánico. En la calle de arriba, unas enormes oficinas de La Caixa brillaban con su aséptica luz blanca, y las ventanillas siempre estaban abiertas al público. La calle rebosaba vida a todas horas, incluso de noche, ya que nadie cerraba.

Cuando cayó la noche, después de cenar y un poco antes de mi horario, me dirigí a la panadería y estuve un rato hablando con la dependienta. Llevaba muchas horas trabajando y me dijo que tenía hambre, por lo que me dio algo de dinero y me mandó al supermercado: unas naranjas frescas, algo de bollería industrial con mucho chocolate, y una cerveza. No había casi nadie en el supermercado, y la luz de los fluorescentes parpadeaba como si unas enormes polillas volaran alrededor de ellos. Charlé un rato con el dependiente, un chico de aproximadamente mi edad, y tras despedirme me dirigí a la panadería, como cada noche, con el cargamento de productos industriales para mi compañera. Más tarde, cuando ella ya había cogido el coche para irse, limpié los cristales, coloqué las pastas, preparé el pan, y me senté a esperar al primer cliente. De algún modo, tuve la sensación de que esa noche sería aburrida.

Al cabo de unas horas, antes de que amaneciera y cuando en teoría finalizaba mi turno, me sorprendió mi compañera apareciendo por la puerta. La calle empezaba a llenarse de gente y ruido a medida que el sol iba apareciendo: niños que iban al colegio, madres atareadas que hacían la compra, viejos contando batallitas y huyendo de la muerte. "¿Has preparado el pedido del bar?", me preguntó mi compañera. Le respondí afirmativamente mientras le señalaba los paquetes que había dejado sobre la barra. "¿Y aún no han venido a buscarlos?", me preguntó. "No", respondí ligeramente sorprendida. "Bueno... No te canses. Y por dios, si ves algo raro, VETE". Realmente me pareció que decía esa palabra con mayúsculas. "¿Qué puede suceder?", la interrogué. "¿Naciste ayer o es que te acabas de caer de un árbol? El ambiente está muy tenso, y de hecho se rumorea que la gente ya ha empezado a abandonar la ciudad. Si pasa algo, vete. Huye. ¿Me prometes que lo harás?". Yo no entendía nada, pero la miré y le dije "Vale...". Acto seguido, y viendo que no llevaba puesto el uniforme, le pregunté dónde lo había dejado. "Querida, yo me las piro ya. Dejo esta ciudad. Te tocará hacer mi turno también. Cuídate". Y acto seguido se dio la vuelta y corrió hacia el coche.

Lo cierto es que no volví a saber de ella.

Me senté sobre una de las neveras, esperando a los clientes mientras intentaba leer un libro y más tarde una revista, y lo cierto es que no recuerdo cuánto tiempo estuve ahí sentada, sin pensar en nada en concreto, pero de algún modo me pareció que se hacía de día y que volvía a caer la noche. Y con uno de esos amaneceres me di cuenta de que algo no iba bien. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba ningún cliente? Ahí seguía el pedido del bar, y el pan frío, y las pastas colocadas a la perfección. Y decidí salir a preguntar, y cuál fue mi sorpresa cuando vi que todo había cambiado.

Pues el cielo estaba nublado, pero no eran nubes naturales: era polvo y humo marrón lo que impregnaba mis retinas. Los edificios, los coches, los árboles, las señales de tráfico... Todo era marrón anaranjado, sucio y viejo. Las tiendas estaban cerradas, pero las terrazas de los bares no estaban recogidas, y quedaban dos o tres coches cubiertos de porquería. En el horizonte se observaba el cálido color del fuego, y un ruido constante de maquinaria llegaba a mis oídos, persistente pero sin ser ensordecedor. Volví a meterme en la panadería, pensando qué hacer. Sólo se me ocurría una cosa: coger toda la comida posible. Y eso empecé a hacer, cuando entró un hombre en la panadería. "¡Huye! ¡Ya están llegando!", me gritó, y salió corriendo.

Pero yo no podía irme, no debía dejar la tienda abierta. De modo que decidí llamar a la encargada de la panadería. Al preguntarle qué debía hacer, me sorprendió con su respuesta: "Haz lo que quieras. La gente se cree cualquier cosa. Yo te pediría que no te fueras, pero tú tomas la decisión, tú estas ahí". Y tras colgar, salí confundida a la calle, a observar la vida que ésta ya no tenía, y miré calle arriba, y vi gente corriendo lejos, y miré calle abajo y no vi más que el resplandor del fuego, y miré al cielo y vi enormes aviones pasar, y otro tipo de aviones más lejos, dejando caer objetos, y no supe qué hacer. No podía dejar mi vida, no podía irme, ése era mi barrio, muerto o no; la gente volvería, quería convencerme de ello, quería obligar a la gente a volver, y me senté sobre el asfalto marrón y esperé, mientras los aviones pasaban sobre mi cabeza con sus ensordecedores rugidos y el fuego se acercaba lenta pero decididamente, arrasándolo todo a su paso.

Y ahí me quedé, hasta que alguien vino a recogerme, y sin darme cuenta me encontré en el interior de un coche, mirando hacia atrás y llorando...

07 enero 2007

Despertar

Hace poco tuve un hermoso sueño, y cuando desperté todo se desvaneció para siempre.

Soñé con un abrazo de arena en una playa oscura, con la luna riéndose en lo alto y la multitud sin ojos apartándose de mi camino. Recuerdo cada detalle como si acabara de sentirlo: la brisa marina helándome la piel, la humedad de la arena bajo mis pies, y el tacto de unas manos agarrándome con fuerza; el sonido del suave oleaje meciéndose en la noche, y la ciudad anaranjada de fondo, con su falsedad y sus prisas.

Y al despertar, caí en la pesadilla. Miré a mi alrededor, preguntándome cómo había vuelto, por qué estaba sola, cuándo había sucedido todo aquello. Y la bruma fue desapareciendo, y las olas ya no intentaban atraparme, y la arena se había ido, y la luna se escondía tras los rayos del sol. Y yo estaba en mi cama, ubicándome de nuevo, como cada mañana, sabiendo que todo había desaparecido, que nada era cierto, y que me esperaba un día más.

Entonces ¿cómo distinguir sueño de pesadilla? Pues es el momento del despertar el que nos libera o nos condena. Morfeo me regaló un hermoso sueño para luego castigarme con dos despertares; el primero tan real como la vida misma; el segundo, un cruel espejo del primero. Amargo es el sabor de la consciencia, cuando sabemos que hemos perdido algo que jamás hemos tenido...

Si me dan a elegir, prefiero las pesadillas. Pues cuando la tensión aumenta y ya no sabemos a dónde huir ni de qué estamos huyendo, despertamos a la paz de nuestra cama y nos decimos: "Sólo fue un sueño". Y la angustia, el miedo, el terror y la tristeza desaparecen, y nos alegramos de haber despertado, y entonces el día se convierte en el sueño reparador que buscábamos.

Sueño y pesadilla van cogidos de la mano y se confunden y se hacen pasar el uno por el otro, y vienen y van como las olas de mi onírico mar, y cuando despierto los oigo reírse de mí, pues juegan con mis sentimientos y saben que les recuerdo, y que son importantes para mí, y que cambian mi vida poco a poco. Sueño y pesadilla son reyes que yo misma he coronado y me tienen a su merced, humilde sierva de unos inmaduros chiquillos que juegan con mi mente, y yo me arrodillo ante ellos e impaciente espero la caída de la noche, cuando me muestren a qué quieren jugar.

Y el despertar es el mejor de los regalos o el peor de los castigos...