26 diciembre 2008

El momento de dormirse (invierno)

Es cualquier hora de la noche y me dispongo a dormir.

Como siempre sigo mi rutina. Me lavo la cara, me cepillo los dientes, meo, me pongo el pijama. Recojo un poco el dormitorio, dejándolo preparado para no tener que hacer gran cosa al día siguiente, si es laboral. Si es festivo, me da igual cómo o dónde estén las cosas.

Programo la estufa al mínimo para que la habitación no se enfríe durante la noche. La coloco de manera que el piloto rojo, que se enciende y se apaga cada ciertos minutos, no me moleste durante el sueño. No sería la primera vez que me desvela una intensa luz roja en medio de la oscuridad.

Apago el ordenador tras echar un último vistazo al correo y a mi gestor de descargas. No hay nada nuevo. Como casi siempre.

Dejo la bata sobre la cama, para tenerla bien a mano por la mañana. Compruebo que no hay nada cerca de la estufa para evitar cualquier percance. Todo está en su sitio.

Apago la luz. Hoy no me apetece leer, pero tampoco quiero quedarme a oscuras centrándome sólo en mi cabeza. Enciendo el televisor y lo programo para que se apague al cabo de dos horas. El volumen está al mínimo, pero en el silencio de la noche es audible y puedo seguir los diálogos. Emiten una película de acción en el canal autonómico.

Me meto en la cama y me tumbo sobre el lado derecho. Compruebo el móvil; no hay llamadas ni mensajes. Lo pongo en modo vibración. Luego en silencio. Al final lo dejo en modo normal; quizá alguien me llame o me envíe un sms. Desprogramo las alarmas. Mañana quiero despertarme cuando me lo pida el cuerpo.

Dejo el móvil sobre una de las baldas de mi estantería, junto al libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor. Cierro los ojos.

Empiezo a mover rítmicamente el pie derecho. Cuando estoy agotada este movimiento surge espontáneamente. Significa que me voy a dormir dentro de poco.

Dejo que mis pensamientos fluyan. Básicamente todo gira alrededor de mi nuevo trabajo. Del estrés que me produce, de los nervios que paso. Es normal: hace tan sólo una semana que comencé. Bueno, en realidad eso no es del todo cierto. Empecé hace dos, pero unas anginas y más de treinta y nueve de fiebre me obligaron a coger la baja el segundo día. A eso lo llamo yo empezar con buen pie (y con ironía). Tengo ganas de seguir trabajando, de seguir aprendiendo. Quiero que el tiempo pase rápido y amoldarme a la nueva situación, y que la nueva situación se amolde a mí y deje de ser nueva. Pero me da rabia no encontrarme bien. En dos meses y pico de paro he pasado por costipados, anginas y cefaleas en racimo. Nervios, tensiones y mucha tristeza. Como siempre supe que el trabajo no me faltaría, no me costó nada encontrarlo. Pero me preocupa que mi estado de salud se resienta con tanta facilidad últimamente. Quizá debería hacerme algunas pruebas. Un análisis de sangre. Quedarme tranquila. Lo cierto es que ya no sé si me encuentro mal debido a la tensión y el estrés acumulados, o si la tensión y el estrés acumulados me hacen creer que me encuentro mal. Y entonces recuerdo los motivos, las causas de esa tensión y ese estrés. Y mi pie no para de moverse, pero sigo despierta.

Me doy la vuelta, y me apoyo sobre mi lado izquierdo. Si abro los ojos puedo ver la fría luz de las imágenes del televisor danzando sobre las paredes de mi habitación. Los vuelvo a cerrar; ahora me siento algo más cómoda. Y sigo pensando.

Me centro en la película que están dando. Desconozco el motivo por el cual el canal autonómico se escucha más bajo que el resto. No puedo seguir los diálogos con fluidez, pero al menos los disparos y gritos no me molestan. Me siento algo acompañada. Hay luz y voces al otro lado de mis párpados. Eso me hace sentirme menos sola.

De repente pienso que no tengo ganas de que nadie me despierte con un sms intempestivo por la mañana. Me giro de nuevo y saco el brazo de debajo de las sábanas de franela. Hace algo de frío. Cojo el móvil y programo el modo silencio. Ha pasado media hora desde que me acosté; ahora es imposible que alguien me de señales de vida. Cierro la tapa, lo vuelvo a dejar al lado del libro que estoy leyendo, mi Nintendo DS y el mando a distancia del televisor, y recupero mi postura sobre el lado izquierdo. Me siento más tranquila.

Cierro los ojos. Esta vez ya no pienso tanto. Más bien dejo que las imágenes fluyan ante los ojos de mi mente. Mi trabajo, mis amigos, mi familia, yo misma. Lo que he vivido y lo que no he podido vivir. Dependiendo de lo que veo se me escapa alguna lágrima. Rápidamente paso a otra imagen; prefiero volver al trabajo. A mi ordenador, al despacho, a los ascensores. Ese entorno que para mí ahora mismo es tan nuevo y extraño, incluso levemente salvaje, se convertirá dentro de un tiempo en un lugar conocido y amable. Poco a poco iré acostumbrándome a él y él se irá acostumbrando a mí. Del mismo modo que mi mente se acostumbra poco a poco al suave sonido del televisor.

En ese momento me doy cuenta de que durante unos minutos no he sido capaz de escuchar nada. Tengo la sensación de haber apagado mis oídos durante un tiempo; ahora, al volver a activarlos, noto que el televisor está encendido. No me he quedado dormida, pero parece que mis sentidos han ido apagándose lentamente. He sido completamente consciente de mis pensamientos, pero los estímulos externos (la luz y el sonido del televisor) han desaparecido.

Me parece bien. Apenas muevo el pie un centímetro y de forma muy suave. Vuelvo a tumbarme sobre el lado derecho, colocando las sábanas y el edredón de modo que la pantalla del televisor no me ilumine directamente. Prefiero presentir las sombras que produce su luz. Y sigo dejando que fluyan las imágenes.

Retomo el hilo de mis pensamientos donde lo había dejado hace un momento. El dinero que tengo y el que no tengo; lo que puedo hacer con él y lo que no puedo. Me siento extraña al no sentir esa necesidad compulsiva de comprarme algo, sobretodo en estas fechas de bombardeo consumista. “Mejor”, acabo creyendo. Ahora mismo no me ilusiona nada material. Quizá se deba a que mi vacío es básicamente emocional. Ya llegará el día en que quiera, desee algo de veras, y pueda conseguirlo. Otra de tantas certezas. Tampoco espero regalos, ni los quiero. Luego aparecen las personas con las que me he encontrado y reencontrado últimamente. Como si de una muerte pasajera se tratase, empiezo a hilvanar todas las situaciones que me han llevado a conocer a esas personas y las relaciones que hay entre ellas. Retrocedo y avanzo en el tiempo, y apenas conscientemente me hago preguntas imposibles de contestar. Tampoco busco la respuesta; simplemente me resulta interesante y apasionante el cómo y el por qué suceden las cosas, y las consecuencias de todo lo que pasa. Intento imaginar mi futuro, aunque no me preocupa prepararlo. Simplemente barajo diversas opciones, intentando aceptar la quietud, frialdad y monotonía de mi presente. Lógicamente el invierno acabará pasando. Ahora sólo puedo soportar el frío e intentar protegerme de él.

Y durante ese somnoliento y apenas consciente filosofar quizá se me ocurra alguna frase increíble que escribir, o tal vez un buen argumento para desarrollar una historia, pero no quiero desvelarme de nuevo. Pienso: “Acuérdate mañana”. Aunque luego nunca me acuerdo.

Y mientras salto de una cosa a otra sin ningún esfuerzo, mis sentidos se han vuelto a desactivar y mi mente actúa cada vez con menos rapidez. Poco a poco el pie se detiene y mi respiración se vuelve más suave y tranquila. Ya no oigo el televisor aunque sé que todavía sigue encendido. Puedo notar levemente mi mejilla contra la almohada, bendita sensación de bienestar, y eso me ayuda a hundirme más en un profundo sueño.

Y al poco rato, perdida en mí misma, ya estoy dentro.

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