24 marzo 2008

De la cámara de fotos

Hace años, cuando aún existían el EGB y el BUP, cuando no había palizas en el patio del colegio ni móviles con las que grabarlas, cuando la única conexión a Internet existente era un lujo de los colegios y universidades, y cuando no sabías nunca cómo había quedado una foto hasta que la revelabas, se programó un concurso de fotografía en mi curso (primero de BUP, catorce tiernos añitos). Se trataba de una excursión al zoológico, donde quien participara debería conseguir las mejores fotografías para llevarse un trofeo. Cuando nos lo dijeron en clase fui la primera en apuntarme.

El día de la salida el colegio estaba desierto. Era una mañana gris en la que los árboles del patio parecían tristes y las ventanas de las aulas nos miraban con ojos inquietos, como preguntándonos a dónde íbamos. Fui uno de los primeros alumnos en llegar, y ya hacía cola con otros compañeros, esperando impaciente la llegada del autocar que nos llevaría hasta el zoológico. Llevaba una mochila con una botella de agua, ropa de muda, un bocadillo de jamón en dulce, la cartera con algo de dinero y las llaves de casa. Y entonces me di cuenta: me había dejado la cámara de fotos en casa.

Sentí una especie de cosquilleo que parecía querer paralizar mis extremidades. ¿Me daría tiempo a ir a casa, coger la cámara y volver a la escuela antes de que el autocar se marchara? Miré angustiada a mis compañeros de clase, que me ignoraban por completo. Hacían corrillos, se enseñaban las cámaras los unos a los otros, se hacían bromas y se reían, y nadie se preocupaba por mi problema. Pero yo sólo podía pensar: ¿cómo voy a ser la única persona en todo el zoológico sin cámara de fotos? Viendo durante todo el día cómo el resto de niños se divertían sacando fotos mientras yo no podía hacer otra cosa que mirar cómo me quedaba fuera de su mundo por mi maldito despiste. No estaba dispuesta a ser desplazada... otra vez.

De modo que avisé a una de mis compañeras, que aún no me había negado la palabra. “No tardaré mucho, ¿me esperáis?”. “Sí, claro”, me respondió ella con una sonrisa para luego girarse y seguir cotorreando con sus amigas.

Intenté calcular mentalmente el tiempo que necesitaría para ir y volver a casa. “Son sólo cuatro paradas de metro... Diez minutos en metro para ir, cinco para subir a casa, coger la cámara y bajar, y otros diez para volver”. Eso sumaba una media hora, pero sólo faltaban diez minutos para que el autocar se marchara. En milésimas de segundo y con un nudo en la garganta cada vez más grande, me pregunté qué sería mejor: quedarme allí y ser ignorada por mis compañeros, sin poder participar en el concurso, o al menos intentar llegar a casa y, en caso de conseguirlo, pasar bien el día. Lógicamente, no sólo iba a quedarme sola en el zoológico, sino también los días siguientes: todos los niños comentando lo que habían hecho, enseñando sus fotos, celebrando la entrega de premios... No creí que pudiera soportarlo. Así que me decidí y salí corriendo por la enorme puerta metálica del patio principal.

En tan sólo cinco minutos salía por la boca de metro de mi barrio, y contenta subí a casa y cogí la cámara. Pero mi madre estaba allí, y me dijo: “¿Puedes subir el pan?”. Pensé que tardaría más tiempo intentando explicarle lo justa que iba de tiempo que haciéndole caso, de modo que bajé a la panadería: de hecho, había llegado mucho más rápido de lo esperado. Pero entonces me detuvo una vecina justo en la puerta de la tienda, preguntándome cómo se encontraban mis padres y cómo me iban a mí lo estudios, y yo iba mirando desesperada mi reloj, viendo que un minuto se convertía en cuatro y luego en siete... Estaba perdiendo demasiado tiempo.

Subí las escaleras de casa como un relámpago, intentando que las tres barras de pan que había comprado no se me escurrieran por debajo del brazo, volví a bajarlas como un huracán, entré en el metro y me planté en quince (¡quince!) minutos en la escuela. Todos se habían marchado ya.

Sopesé la situación: tenía mi cámara, pero nadie se había dado cuenta de mi ausencia y todo el mundo se había ido. ¿Qué opciones me quedaban? Estaba claro: o volver a casa e intentar explicarle a mi madre lo que había pasado, y pasarme el resto del día encerrada en mi dormitorio sin saber qué hacer pero siendo muy consciente de lo mal que lo iba a pasar durante los días siguientes, o coger de nuevo el metro y tratar de llegar al zoológico. Quizá, si nadie se había percatado de que yo no estaba, tampoco nadie se extrañaría de verme allí. De modo que, por cuarta vez en menos de una hora, volví a coger el metro.

Tenía que hacer trasbordo en la línea amarilla. Hasta entonces no había cogido sola el metro excepto para ir hasta la escuela, de modo que sentía ese nerviosismo de la primera vez al mismo tiempo que crecía mi orgullo al enfrentarme a lo que, para mí, resultaba ser un interesante reto. Pero desgraciadamente me perdí.

De hecho no supe que estaba perdida hasta que me apeé en la parada que en teoría debía llevarme hasta el zoológico, Ciutadella-Vila Olímpica. Esperaba encontrarme con el quiosco y el estanco, la amplia avenida y el enorme jardín, pero en su lugar sólo vi arena por todas partes, el mar en calma a lo lejos, y a mi derecha un colosal edificio de oficinas de cristal oscuro que parecía estar hundiéndose en la arena. Sin saber dónde me encontraba y dudando de mí misma, preguntándome si realmente no me había equivocado de línea o de parada, empecé a caminar por la arena hasta llegar a una extraña construcción flotando sobre la gigantesca playa. Parecía una colosal caja de muñecas abierta por la mitad, de modo que podían observarse todos los pisos y lo que en ellos había: productos de menaje, limpieza y para el hogar, plantas y cuadros, frutas, verduras y carnes, y cajas registradoras en la planta baja. Extrañamente, para llegar al interior de las instalaciones era necesario cruzar una puerta de seguridad y un torno, como si de un aeropuerto se tratase. Me dieron ganas de comprar algo, pero tras un buen rato paseándome por todas las secciones acabé pasando por caja con las manos vacías, mientras que una de las dependientas, vestida de azul y blanco, me decía de malas maneras: “Lo siento, no tenemos cal”. Yo no había pedido cal, pero le di las gracias con un susurro, preguntándome si se estaba dirigiendo a otra persona. No me giré para comprobarlo.

Al salir del centro comercial pensé que ya había pasado demasiadas horas perdida, por lo que volví a la boca de metro con la idea de volver a casa. Necesitaba comer algo y preguntarle a mi madre si sabía dónde había estado.

Quizá volví a despistarme y me metí en una boca de metro distinta, pero cuando pagué mi viaje y atravesé todo el pasillo hasta los andenes me encontré únicamente con una estrecha y polvorienta estación de metro en la que como máximo podía detenerse un vagón. Otras personas esperaban de pie pacientemente la llegada del convoy, todas ellas vestidas con ropas raídas y oscuras, como si fueran extras de una película de guerra que volvieran a casa tras grabar las últimas tomas. Le pregunté a un hombre de unos setenta años si aquello era el metro. “No”, me respondió con una seriedad que me dio a entender que no tenía demasiadas ganas de hablar (“Como si tuviese otra cosa mejor que hacer”, pensé yo), “esta es la parada de autobús”. ¿Un autobús que viajaba por lo que yo veía claramente que eran vías de metro? Bueno, quizá era un nuevo modelo o algo así. Calmadamente volví a preguntarle: “Disculpe de nuevo, pero... ¿esto me llevará hasta algún enlace con el metro?”. El viejo me miró por primera vez con unos ojos azules y llorosos, y pude oler su mal aliento cuando exhaló un sencillo “Sí”. “Gracias”, le dije tímidamente, y me alejé de él. Lo último que yo pretendía era meterme en problemas con un desconocido, por muy mayor que éste fuera...

Al cabo de unos minutos llegó el convoy: un cruce entre vagón de metro, autobús y tranvía, que a duras penas podía deslizarse por las vías. El interior era igual al de los autobuses que solía utilizar yo para moverme por mi barrio, por lo que supuse que se trataba de un modelo reutilizado. Busqué en su interior mapas que me indicaran dónde debía bajarme, pero no había ninguno. Quise preguntarle al conductor, pero los carteles de “No hablar con el conductor” siempre me habían impuesto mucho respeto y les hacía caso. No quería averiguar qué pasaría si por mi culpa lo despistaba y ocurría un accidente. Tampoco quise molestar a ninguno de los pasajeros, que me inspiraban tanta desconfianza como el hombre al que le había preguntado en la estación, por lo que me senté y esperé pacientemente a llegar algún sitio desde el que pudiera volver a casa.

El trayecto fue realmente corto: unos pocos minutos de túneles hasta salir a la superficie. Empecé a asustarme cuando vi que todo el mundo descendía del vehículo, y sentí que los ojos del conductor, ocultos tras unas oscuras gafas de sol, me invitaban a bajarme también. “Última parada”, espetó una metálica voz de mujer por unos altavoces que parecían sacados de la Segunda Guerra Mundial. No tuve más remedio que hacerle caso; ¿me había equivocado de dirección? Pude confirmar que así había sido cuando, al llegar al andén, vi en la vía opuesta un cartel en el que se leía claramente “Dirección: Barcelona”. Vaya, había salido de la ciudad. Interesante... y también tranquilizador, ya que al menos sabía por dónde volver, aunque me preocupaba la facilidad con la que me había perdido.

Según uno de los carteles informativos faltaba aún una hora para la próxima salida, de modo que decidí dar una vuelta por los alrededores. Debía estar realmente lejos de Barcelona, pues lo único que podía ver era un interminable campo de trigo y alguna masía a lo lejos. Sonreí y me perdí entre el trigo dorado, disfrutando de un soleado día que, cierto, nadie creería hasta que revelara mis fotos, pero que para mí se había convertido en una aventura digna de recordar. Y lo mejor de todo era que, aun habiéndome perdido, volvería a casa sana y salva y por mi propio pie, habiendo conocido lugares cuya existencia desconocía. Quizá mis compañeros de curso ganarían premios con su excursión al zoológico, pero yo había podido disfrutar de una aventura por la que muchos sentirían una enorme envidia. Quién sabe, quizá de ese modo mis compañeros volverían a respetarme...

3 comentarios:

  1. Muy entretenido. Al pfincipio veía mucho texto, y me parecía largo, pero luego se me ha hecho corto ;)

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  2. Muchas gracias, anónimo, me alegra que lo disfrutes, al menos tanto como yo lo hago al escribirlo.
    Gracias por tu comment, saludos!

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  3. Joder tía vaya parrafadas!!!
    Me molan mucho las comparaciones que haces.
    Todo esto que lo escribes al despertarte o en otro momento?

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