09 marzo 2008

De una mudanza y la última decisión

El día del adiós el piso estaba casi vacío. Ya habíamos empaquetado y guardado los objetos de mayor importancia: ropa para unos días, algunos enseres del hogar, libros y ordenadores, productos de higiene y algún que otro recuerdo del que no queríamos desprendernos. Aún así yo miraba a mi alrededor nerviosa, intentando hacerme a la idea de que todo iba a cambiar: debíamos mudarnos a la casa de mis abuelos, a una hora y media de viaje de allí. Seguiríamos con nuestros trabajos, pero jamás volveríamos a esa vivienda. Y todo había sido tan repentino, tan forzado, que en mi mente sólo se agolpaban las dudas y una creciente sensación de que abandonar el hogar era un gravísimo error.

¿Por qué debía ser de esa manera? No éramos los únicos que nos íbamos del barrio. Desde hacía unos días habíamos ido observando cómo nuestros vecinos de enfrente habían ido desmantelando los tres pisos de los que eran propietarios. El enorme patio del que disponían, hasta hacía bien poco repleto de plantas y de maderas y cristales esparcidos por todas partes, estaba vacío y extrañamente limpio. Tan sólo unas horas antes mi padre y yo habíamos estado mirando desde el balcón, poco después de despertarnos, y escuchábamos cómo el dueño del edificio utilizaba por última vez esa horrenda máquina de cortar que tan a menudo nos había molestado.

– Vaya –le dije a mi padre–, ahora que nosotros nos vamos, el ruido cesa...

Él no me contestó, pero me pareció que asentía levemente con la cabeza.

Los otros vecinos, a nuestra derecha, también habían vaciado sus casas. Ahora estaban llegando los nuevos inquilinos, que se apresuraban en decorar los dos patios gemelos: cambiaban el color salmón de las paredes por un gris sucio, añadían una terraza al segundo piso, y la llenaban con estatuas plateadas de dioses griegos y romanos y con sendas columnas de estilo jónico, o quizá dórico, ahora no recuerdo, con horribles capiteles frutales que intentaban imitar de una forma hortera y futurista los majestuosos templos de antaño.

– Pero al menos no tendremos que ver esto cada día –dijo mi padre de pronto. Yo sólo conseguí lanzar un susurro que pretendía ser una afirmación.

Pues claramente no veía yo ninguna ventaja que pudiera decantar la balanza a favor de mudarnos de vivienda. Para mí vivir para siempre en casa de mis abuelos era más bien un castigo: compartir techo con aquellos a los que no podía soportar más de unas horas, con sus críticas y su anticuado punto de vista, me hacía sentir que retrocedía en mi camino antes que avanzar. Pues si ya me resultaba molesto a menudo saber que cuatro ojos conocían con toda precisión mis costumbres y hábitos, que sabían de mi vida más que nadie, la sola idea que se convirtieran en ocho simplemente me dejaba sin aire. Sin contar, por supuesto, con otros pequeños detalles desagradables: depender día a día del transporte público, más de tres horas entre ida y vuelta; no poder acceder a centros comerciales y tiendas a no ser que alguien me llevase en coche, no tener Internet o algo tan nimio como dormir en una cama extraña y entre unas paredes blancas que no eran las mías y que no podría decorar a mi gusto, me provocaban una sensación de vértigo insoportable, y sólo quería salir corriendo hacia ningún lugar, o quizá acostarme y dormir durante meses, hasta que todo hubiese cambiado.

Pero la suerte estaba echada y el destino era malvado, y no parecía haber salida para mí de aquella terrible situación. Mi madre nos apremiaba a recoger todas las cosas, repasando una y otra vez cuántas bolsas llevábamos y qué habíamos guardado en ellas, preguntando incansablemente qué debíamos llevarnos y qué teníamos que dejar atrás, increpando a mi padre continuamente por su tranquilidad y parsimonia.

– ¡Id metiendo a los gatos en los transportines! –gritaba–. Irán contigo en la parte de atrás –añadía mirándome.

Observé tristemente a mis dos gatos enjaulados, que me devolvían la mirada con ojos también tristes y asustados. Mi abuela no soportaba los gatos, y me aterrorizaba la idea de pensar cómo acabaría todo: obligados a regalárselos a alguien o, aún peor, a abandonarlos en cualquier sitio. Ya le había dicho a mi madre que no era buena idea que vivieran allí: acostumbrados al aséptico entorno de un piso de ciudad, contraerían enfermedades y acogerían a pulgas y garrapatas en sus peludos cuerpos felinos, lo que les haría sufrir sin sentido y, por ende, a nosotros nos acarrearían más preocupaciones. Pero ¿qué otra cosa podía hacerse?

En mi dormitorio, con el armario de la ropa abierto, con las estanterías casi vacías y con una cama sin sábanas ni edredón, cerré los ojos por unos instantes y visualicé los largos días venideros: nubes grises y lluvia melancólica que me recordarían con el lento avanzar de los segundos que me encontraba encerrada en un mundo que no estaba hecho para mí. Pero mi madre seguía increpándonos, y empecé a cerrar todas las bolsas con nerviosismo y lágrimas en los ojos, forzada a decir adiós a la vida que quería para mí y que jamás conseguiría. De un lado para otro, y con un creciente sentimiento de urgencia que empezaba a rozar el pánico, no me decidía a dejar nada allí, ninguna de todas aquellas pertenencias que poco a poco había ido atesorando en ese pequeño rincón en el que tantas experiencias había vivido.

– ¿Cuánto espacio libre queda en el coche? –pegunté con un grito. El automóvil tampoco era ya nuestro; un coche blanco y desgastado por los kilómetros de largos viajes cuyas ruedas cedían ante el peso de los años que queríamos llevar con nosotros. Miré mi televisor, y luego mi colección de dragones, y algunos de los libros que no podría llevarme. “¡Los relatos!”, pensé ansiosamente, pues con gran esfuerzo los había escrito y formaban parte de mí, y mientras los guardaba con prisas intentaba repasar mentalmente todo lo que quedaba atrás, y siempre me daba la sensación de que me dejaba algo importante; todo era imprescindible para mí, y me era imposible decidirme...

Entonces cerré los ojos con fuerza e inspiré lentamente para intentar calmarme. Y cuando abrí los ojos miré por la ventana de mi tan querida habitación y vi cómo estaba cambiando todo: el cielo se ennegrecía amenazando lluvia, los nuevos vecinos seguían decorando sus hogares mientras los viejos abandonaban los suyos, y estaba siendo todo tan rápido que parecía que el mundo era un tren en movimiento que se me escapaba. Y yo sólo podía correr y correr tras ese tren sin alcanzarlo jamás.

Entonces algo cambió en mi mente, un pequeño clic que llenó de luz el vacío oscuro que se había formado en mi corazón, y una sensación similar a una descarga eléctrica me atravesó el estómago.

Salí decidida del dormitorio y me dirigí al comedor. Observé lentamente los cuadros que iban a quedar colgados de las paredes y las copas que siempre estarían tras las puertas de cristal del armario, y mientras mi madre me gritaba histérica que qué me pasaba y que debíamos irnos ya, yo tensaba mis músculos, preparándome para lo que estaba a punto de decir.

Y entonces todo cambió.

– No voy con vosotros. Me quedo aquí.

Alguien pulsó el botón de pausa de la película de acción en la que se había convertido ese día de nuestras vidas, y los ojos brillantes de mis padres me miraron perplejos, intentando comprender. Nadie articuló palabra durante unos minutos, hasta que decidí romper aquel incómodo y tenso silencio.

– Sí... –empecé con un ligero temblor en mi voz–. Lo he estado pensando: no es nada positivo que vaya con vosotros; ya sabéis cómo es mi relación con mis abuelos. Por otro lado está el tema del transporte y todo eso. Y yo necesito quedarme aquí; no puedo abandonar este piso... De modo que si os parece bien puedo daros el dinero del alquiler cada mes; podéis iros y llevaros todo lo que queráis, pero yo me quedo.

– ¿Estás completamente segura? –me preguntó mi madre con preocupación. Miré a mi padre, que permanecía callado pero tranquilo, y en su rostro vi que al fin se había cumplido lo que él sabía que sucedería, lo que me dio fuerzas para seguir adelante con mi idea. De modo que respondí:

– Sí. No hay tiempo para dudas ahora, debéis marcharos cuanto antes. Mañana os llamo, cuando esté todo más tranquilo. Creo que... –y ahí me dejé vencer por el cansancio, y bajando la mirada y soltando aire, continué:– será lo mejor para todos.

Ni siquiera yo parecía darme cuenta de lo que estaba haciendo. Decididamente me había negado a irme de aquella casa, sopesando todos los pros y contras de tal cambio, pero aún no había tenido tiempo para asimilar lo que yo misma estaba diciendo: no sabía cómo iba a adaptarme a vivir completamente sola, dependiendo única y exclusivamente de mí misma para todo. Y de repente, como si hubiese abierto una caja de Pandora particular, vino todo a mi mente: cómo tendría que hacerme la comida y la cena cada día, las lavadoras que tendría que poner, cómo iba a mantener el piso limpio, sin contar, por supuesto, con los gastos fijos mensuales.

Pero nada de aquello me achicó, sino todo lo contrario: estaba ante uno de los retos más importantes de mi vida, y se me presentaba una oportunidad única que no pensaba dejar escapar. De modo que me di la vuelta con calma y decisión, volví a mi dormitorio y empecé a desempaquetar todo lo que ya había guardado.

Ya no había vuelta atrás. Estaba hecho; ya no tendría tiempo para volver a empaquetarlo todo, por lo que la suerte estaba echada.

Y así, perdida entre abrazos y llantos pero deseosa de empezar mi nueva vida, me despedí de mis padres y me dejé vencer por el agotamiento; medio atontada me preparé algo sencillo de cenar, hice mi cama y me puse a dormir. El mañana sería un nuevo día.

¡Y qué hermoso y soleado día resultó ser! Me desperté a primera hora ligeramente desubicada, y al subir la persiana y notar los rayos de sol bañar mi rostro me di cuenta de que estaba sola. Me paseé lentamente por el piso, observando todos aquellos huecos que habían dejado mis padres y que tendría que ir llenando yo poco a poco. Iba a transformar el piso, que iba a convertirse en un fiel reflejo de mis ansias de independencia, y no existirían críticas amargas ni ojos curiosos que observaran lo que yo hacía. Supe entonces que tenía el tiempo y el espacio en mis manos, y tal peso cayó sobre mí que me asusté y me sentí sola, muy sola, perdida en medio de huecos vacíos e ilusiones sin forma, y tal responsabilidad me dio miedo. Tenía tantas cosas por hacer que me quedé inmóvil, sin saber hacia dónde avanzar: llamaría a mis amigos para explicarles la buena noticia y para pedir consejo, limpiaría y reubicaría todo a mi antojo, compraría cuando y lo que me apeteciera, y... ¿con quién hablaría al llegar a casa tras una dura jornada de trabajo? Cambiaría el papel de las paredes, algo que mi madre siempre había querido hacer; los veranos serían más frescos, pues podría dejar puertas y ventanas abiertas en verano sin miedo a que ningún gato se escapara. Y del mismo modo que hasta hace poco había sentido que mi dormitorio se me había quedado pequeño, ahora todo un piso se me antojaba enorme...

Y miré a través de mi ventana y con una sonrisa pensé: “Tómatelo con calma... Empieza tu nueva vida”.

2 comentarios:

  1. La primera vez que uno saborea la libertad hay un delicioso cosquilleo producido por las mil vidas que lo están esperando en el siguiente minuto. Me ha encantado

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Linus, la verdad es que me encantó también escribir este sueño, pues aunque pueda parecer real, tiene algunos tintes oníricos (las estatuas, etc). Cuando me tambaleo a veces, intento recordar las sensaciones tan reales y vívidas de ese sueño...
    Saludos!

    ResponderEliminar