08 febrero 2011

De cuando tuve que cortar una pierna

¿Alguna vez habéis tenido que cortar carne humana?

Los cirujanos y bomberos están exentos de responder esta pregunta. Más bien va dirigida a la gente como yo; a ese tipo de personas que ni siquiera hemos tenido que rebanarle el cuello a una gallina, y que la única carne que hemos cortado es la de un buen entrecot o solomillo ("poco hecho" sería la mejor aproximación en este caso).

A veces imagino que lo más cercano a lo que yo viví es lo que hacen los carniceros en los supermercados. Si tienen que rajar y deshuesar ellos serán los que mejor entiendan lo que voy a explicar a continuación. Aun así su experiencia queda lejos de la mía. Digamos de momento que la carne que yo tuve que cortar todavía no había muerto.

Fue durante un día de playa, que había comenzado con una magnífica mañana soleada y una temperatura agradable, en parte gracias a una suave brisa marina que refrescaba la piel al salir del agua. Recuerdo que nadé muchísimo ese día, y que cada vez que me tumbaba en la arena me quedaba medio dormida. Mi única preocupación en esos momentos era calcular cuándo debía darme la vuelta para no quemarme, o si me apetecía más beber agua o un refresco, o qué prefería comer, si tapas o un bocadillo. Esos eran mis grandes dilemas.

Sobre las tres de la tarde aparecieron las primeras nubes. Eran gruesas y de color metálico, de esas que amenazan tormenta. En cuanto una tapaba el sol el mundo se volvía un lugar más peligroso; el mar era oscuro y amenazador, y lo que antes habían sido aguas azul turquesa se volvían turbulentas y espesas de color verde musgo. La arena dejaba de brillar y parecía volverse fango y el mundo era un poco más sombrío e infeliz.

La tormenta se desató a eso de las cinco. Empezó con una suave lluvia bastante agradable. Siempre me ha parecido inquietante la sensación que produce nadar en el mar mientras llueve. Quizá porque los colores son más apagados y tristes, y el mar entonces produce más respeto y resulta más amenazador, o porque en ese momento uno se da cuenta de que está a completa merced de la magnífica fuerza de los elementos naturales, y entonces ve lo insignificante y débil que es.

Pronto la suave lluvia se convirtió en un poderoso aguacero. Las gotas eran gigantescas y caían con fuerza, produciendo un estruendo ensordecedor que a veces era acompañado por potentes truenos que hacían temblar el suelo. Teníamos la tormenta justo sobre nuestras cabezas; debíamos buscar refugio. Y lo encontramos en un chiringuito de playa abandonado.

Todos estábamos bastante nerviosos. Debo decir que lo que más nerviosa me ponía a mí era precisamente el nerviosismo innecesario y sin sentido del resto. El histerismo de las chicas y el enfado y la poca paciencia de los chicos. Era impensable abandonar el refugio con el temporal que había afuera, y ellos discutían acaloradamente sobre qué hacer, si arriesgarse a ir a buscar el coche o quedarse allí sin hacer nada a la espera de que la tormenta cediera, hecho que por supuesto no sabíamos cuándo sucedería. Yo no me pronuncié al respecto, pero en mi interior ya había decidido que iba a esperar. El resto que hiciera lo que quisiera.

Y ellos quisieron irse. En el chiringuito sólo quedamos otra chica y yo. Apenas hablamos, pero no era necesario. Cada una se sumió en sus propios pensamientos, a la espera de que algo cambiara en el exterior.

No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que de golpe me despertó de mi ensueño el sonido de un claxon. Alguien lo hacía sonar insistentemente, provocando en mí algo más cercano a la irritación que a la urgencia. Así que cogí una pala (no preguntéis por qué) y salí al exterior. La tormenta había amainado, y empezaban a abrirse claros en el cielo.

Entonces lo vi. En la parte trasera del coche, cubierto por mantas llenas de sangre, se encontraba uno de mis compañeros. El conductor me miró nervioso. "¿Qué ha pasado?", le pregunté enfadada. "Le cayó un árbol encima cuando corríamos hacia el coche", me respondió al borde del llanto. "Creo que tiene una pierna rota, o no sé, no para de sangrar, tiene mucha fiebre...", siguió balbuceando. "Cállate", espeté. No tenía ganas de seguir escuchando sus lamentos infantiles. "No haber salido de aquí", murmuré para mis adentros. Y grité el nombre de la chica que se había quedado conmigo en el refugio.

Yo recordaba haber visto una sierra para cortar madera en uno de los armarios del chiringuito. Le pedí a la muchacha que me la trajera, junto con un cuchillo deshuesador que había visto en la cocina, una toalla, alcohol, una cuerda y un trozo de madera pequeño. En mi bolsillo llevaba un mechero. Y mientras ella buscaba los objetos que le había pedido, me subí al coche y observé a mi agonizante compañero.

"Esto te va a doler mucho", le dije fríamente. Él no parecía oírme. Sólo se retorcía de dolor y supuse que en su mente intentaba huir a algún lugar para no sentirlo. Suspiré y cerré los ojos.

Quizá estéis pensando que soy una persona con una mente fría y calculadora, sin escrúpulos ni corazón. No os equivoquéis; yo estaba aterrada. Me estaba enfrentando a una situación que jamás habría imaginado posible. La gente estaba recurriendo a mí para nada más y nada menos que salvarle la vida a un amigo. ¡A mí! No a un hospital ni a una ambulancia, sino a mí. Y esa responsabilidad me aterraba, pero más me enfadaba la ineptitud de mis amigos. De ahí que mi rostro fuera impasible y no mostrara ninguna debilidad. Pero os aseguro que por dentro estaba muerta de miedo. Estaba a punto de hacer algo que no quería hacer y que jamás podría olvidar.

Cuando abrí los ojos el cielo volvía a estar terriblemente oscuro y el viento soplaba con fuerza. La muchacha me había traído todo lo que le había pedido y miraba de reojo mis movimientos, como si estuviera viendo una película de terror. Le puse a mi amigo el trozo de madera en la boca, para que no se mordiera o tragara la lengua por el dolor. Rocié su pierna con alcohol y le hice un torniquete cerca de la ingle con la cuerda. Coloqué la toalla bajo el muslo y cogí la sierra.

Y empecé a serrar.

Al principio no estaba muy segura de la presión que debía ejercer sobre la carne. El primer movimiento apenas causó un arañazo superficial en la piel. Ya os he dicho que estaba aterrada, de modo que me temblaba ligeramente el pulso y respiraba con dificultad. Paré durante unos segundos, intentando calmarme. El corazón me golpeaba con fuerza el pecho, como queriendo escapar de la escena que estaba a punto de producirse. En mi cabeza resonaba el eco del grito que aún no se había producido. Me sentí acalorada, aunque el sudor se helaba rápidamente en contacto con el viento.

Cerré los ojos con fuerza, y lo volví a intentar.

Esta vez sí que brotó sangre. El primer corte debió ser de unos tres milímetros de profundidad. El segundo se hundió más de medio centímetro. A partir del tercero mi amigo comenzó a chillar y a convulsionar, lo que me obligó a pedirles a gritos a la chica y al conductor del coche que me ayudaran a agarrarlo. Seguí serrando, cada vez con más fuerza y determinación, mientras intentaba no pensar en lo que estaba haciendo.

La sierra era dentada, y hubo un momento en el que debí toparme con tendones o nervios gruesos, ya que se me quedó encallada. La sensación me produjo arcadas e hizo que algo se rompiera dentro de mí, como si me hubieran atravesado el pecho con una lanza. Tuve que forcejear para conseguir que la sierra volviera a moverse. No sé qué era peor, lo que estaba sintiendo al mover la sierra, o el sonido que esos movimientos producían. Aquella escena parecía sacada de una película gore; el sonido de la carne rasgándose, de la sierra cortando un tendón, de la sangre brotando… Todo parecía haber sido ampliado y magnificado para darle más realismo. A mayor profundidad, más costaba cortar. Un sentimiento de urgencia empezó a invadirme; no podía demorarme demasiado si no quería que mi amigo muriese desangrado. En cuanto acabase de cortar tendría que quemar la herida. Tenía que ser rápida.

Tras muchos esfuerzos llegué al hueso, que tuve que cortar con el cuchillo de cocina. Lo cierto es que no recuerdo ese momento con tanta claridad como cuando corté la carne. Creo que en mi mente no cabían más imágenes desagradables. O quizá el olor a sangre fresca que impregnaba el ambiente me había mareado y sedado. Simplemente seguí actuando como una autómata, con movimientos rápidos y certeros, y acabé mi trabajo sin apenas darme cuenta. Me pasé la mano por la frente para quitarme el sudor que me caía sobre los ojos, pero me llené de sangre y el mundo se volvió rojo y los gritos de mi compañero resonaban aún más potentes que los truenos de la tormenta que había vuelto…

Creo que entonces me desmayé. No lo recuerdo muy bien. Sólo sé que mi amigo murió. Y yo me pregunto si fue todo en vano.

Ni qué decir tiene que no he vuelto a probar la carne desde entonces. Y que me entran escalofríos cada vez que recuerdo la sierra encallándose en los tendones y en los nervios…

1 comentario:

  1. Anónimo3/5/17 12:53

    la policía sabia que asuntos internos les tendía una trampa?

    ResponderEliminar