01 marzo 2008

De la extraña mascota

En un desvencijado garaje se reúnen a menudo un grupo de amigos. Una de las muchachas vive allí desde que se fue de casa. No tuvo miedo a lo desconocido: simplemente cogió algunas de sus pertenencias y se fue, para acabar en ese garaje sucio y desordenado. Pero ella se siente feliz.

Tiene un trabajo y un techo bajo el que vivir. Puede asearse y pagarse la comida. Y lo que más valora: tiene su propio espacio, sin esos ojos curiosos y cotillas que miran sin ver y conocen todos sus movimientos. Es libre, hermosa y valiosa. Única y diferente. Se siente, por una vez en la vida, ella misma sola ante el mundo, y también fuerte y tenaz.

El agonizante paso del tiempo pesa sobre su espalda. Una vida demasiado corta para todo lo que se desea hacer. Quiere, anhela crecer y mejorar. El primer escalón fue ese garaje oscuro y polvoriento; el siguiente quizá sea compartir piso. O puede que no sea necesario. No se trata del lugar, sino de cómo se siente la persona en el lugar. ¿Por qué ponerle una barrera estúpida de falsas necesidades a la felicidad?

Pero a veces la muchacha se amarga preguntándose si lo único que intenta es convencerse a sí misma de que no se ha convertido en el Gregor Samsa del siglo XXI, moviéndose entre basura, incomprendida por el resto.

Ha encontrado algo en un rincón de la estancia. Es una araña. Siempre ha odiado las arañas. De pequeña se unía a los niños de clase, que con arañas en las manos perseguían a las niñas para hacerlas chillar. De adolescente generó una fobia sin sentido hacia esos animales. De mayor simplemente siente una obligada y falsa indiferencia hacia ellos, aunque jamás los pierde de vista. Sólo por si acaso.

Pero esta araña es diferente: pequeña, de cuerpo ancho y patas cortas, está recubierta por un espeso y brillante pelaje negro azabache similar al de un gato. Parece suave. Lentamente la chica coloca su dedo índice ante la araña, que salta rápidamente sobre él. Ella se levanta poco a poco y mira al diminuto ser. Con la otra mano lo acaricia. Sí, es muy suave.

– ¿Quieres quedarte conmigo? –le pregunta.

No hay respuesta. Pero la araña parece acomodarse sobre la yema de su dedo.

– Vale –le dice la muchacha con una sonrisa.

Llena una caja de plástico transparente con agua limpia y arena oscura y espesa. Ya tiene mascota. Imagina que su nueva compañera, muy coqueta, querrá mantener su pelaje limpio. La deja sobre la isla de tierra, y la araña empieza a inspeccionar su nuevo hogar.

Un día la muchacha muestra su mascota a sus amigos, sorprendidos al principio, encariñados con tan exótico animal más tarde. Unos la tachan de rara, aunque ella ya está acostumbrada a ese apelativo. Otros alaban su originalidad.

Salen una noche de fiesta. La muchacha sigue necesitando trasnochar de vez en cuando para romper con la monotonía de su vida, pero es algo que hace cada vez con menos frecuencia. No le gusta. Prefiere la tranquilidad de su hogar.

Pero esa noche se deja llevar para luego arrepentirse. Se emborracha, y acaba con todos sus amigos a las dos del mediodía del día siguiente en las solitarias y tranquilas pistas de un aeropuerto. Los están echando. Ella, mareada por el sueño y los restos de alcohol que aún recorren sus maltratadas venas, camina dando tumbos hasta que se detiene de golpe.

– ¡Mi mascota!

La han olvidado por completo. Se imagina a la pobre araña cayendo por error en una zona demasiado profunda de su piscina particular, pidiendo ayuda con sus cortas patitas alzándose al vacío.

La muchacha vuelve a casa. Ha tenido una visión. Salva a su mascota por poco. Y la araña se lo agradece. Es tan pequeña, tan peludita y negra, que apenas se le ven los ojos, pero sabe expresar sus estados emocionales. A veces se ha enfadado, otras veces ha querido jugar, luego se ha retirado a dormir tras dar las buenas noches a su manera. También ha mantenido el hogar limpio de mosquitos y otros pequeños insectos. Y ahora agradece con su mudo inmovilismo a su cuidadora por haberle salvado la vida.

Los amigos llegan al garaje. Bueno, en realidad no son amigos. Son simples conocidos. Se lleva bien con ellos, pero son más compañeros para hacer el loco que gente a la que acudir en caso de necesitar ayuda o quedarse sin recursos. La muchacha los mira y empieza a pensar que es hora de cambiar su vida. Está cansada de hacer siempre lo mismo. Como si la arañita le hubiese mostrado una nueva puerta que abrir en el interminable e infinito laberinto de habitaciones de la vida.

– Quiero cambiar –dice–. Vamos a bailar.

Limpia el habitáculo de la arañita, se regala un largo y erótico baño, se pone una camiseta de tirantes, una falda y unas botas de tacón, se echa colonia y se prepara para salir. Ya no es la muchacha del garaje. Ahora es la mujer que sale del garaje.

Y acaba en un gimnasio en el que dan clases de danza.

– ¡Con esa vestimenta no puedes bailar! –le increpa insolente la profesora.

Ella se quita los zapatos y consigue que uno de los alumnos le preste unos pantalones ajustados. Y baila, y baila en pareja, y baila para ella misma y para su antiguo yo, despidiéndose de él con pasos recién aprendidos y todavía torpes. Baila hasta acabar rendida, y al salir del salón de danza mira el letrero amarillo:

“Clases particulares de baile y danza. 58,90 € al mes, material incluido. Prueba una de nuestras clases.”

– Entonces es cierto –dice alguien mirando también el letrero.

Pero ella no sabe a qué se refiere. Sólo sabe que tiene una nueva mascota y una nueva vida por delante.

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