18 enero 2009

Del taxi a ninguna parte

Me había costado mucho dormirme. Necesitaba el sonido del televisor de fondo para no sentirme sola, pero la voz de Mercedes Milà me despertaba a cada rato con sus comentarios y equivocaciones. Podría haber apagado el televisor o quizá haber cambiado de canal, pero estaba demasiado atontada como para moverme, y por otro lado las sombras y luces de la pantalla me hacían sentirme algo más acompañada. Y entre sueño y sueño intentaba no pensar.

Desperté por la mañana con la sensación de no haber descansado en absoluto. El televisor se había apagado tal y como lo había programado, y el piloto rojo del standby me miraba paciente, como diciéndome servilmente que estaba a mi servicio para cuando volviera a necesitarlo. “La próxima noche”, pensé.

Como cada mañana, el mismo ritual: ir al baño, lavarme los dientes y darme una ducha. Tomar un café, preparar las cosas para irme. Miré el reloj un par de veces para darme cuenta de que se estaba haciendo tarde. Pese a eso me sentía bastante tranquila; me daba lo mismo no llegar puntual al trabajo. No quería prisas, agobios, carreras y nervios. Quería ir haciendo lo que tuviese que hacer y que cada movimiento requiriese el tiempo que fuese necesario.

Pero al final el tiempo se me echó encima. “No pasa nada”, pensé. “Cogeré un taxi y llegaré más rápido que en metro”. No sé qué me llevó a pensar así, puesto que a esas horas el tráfico probablemente sería denso, sobretodo en la zona de la ciudad en la que yo trabajaba. De todos modos cogí mis cosas y, antes de salir, pasé unos minutos frente a mis colonias y perfumes (¿quién me iba a decir que con el tiempo tendría varios?) intentando decidir cuál me pondría ese día.

Siempre he creído que los dos grandes acompañantes y peligrosos enemigos de la memoria son la música y los olores. Cada uno de nosotros crea su propia banda sonora en la vida, con sus distintas épocas y situaciones. Cuando al cabo de un tiempo, quizá años después, volvemos a escuchar una canción en concreto, una avalancha de recuerdos nos golpea en la mente como un martillo gigantesco, y las imágenes de aquella época pasan ante nuestros ojos haciéndonos revivir sentimientos, alegrías y decepciones. Y luego siempre queda esa horrible sensación de que todo aquello, después de todo, acabó pasando. Porque todo llega y todo pasa. En mi caso, todavía hay canciones hermosas que me prohíbo escuchar porque no quiero llorar más.

Con los olores el efecto es similar. Yo nunca había utilizado colonias ni perfumes en toda mi vida hasta hacía más o menos año y medio. Durante un tiempo estuve utilizando un dulce aroma diariamente, en una época llena de pasión, sentimientos positivos e ilusiones. Pero desgraciadamente esa época también había pasado, sin yo quererlo, y el bote de colonia seguía esperando a que volviese a utilizarlo. Sólo en los días en los que me sentía más fuerte era capaz de ponérmelo, y siempre volvían a mí las emociones de aquella época que tan intensamente viví. Inconscientemente asociaba un olor a unos recuerdos, o quizá ese olor me hacía asociar la colonia a una época, quién sabe.

Pero esa mañana no me sentía fuerte. Más bien todo lo contrario: una nube de melancolía y agotamiento me rodeaba y no podía evitar mirar cada bote de colonia e intentar decidir cuál de ellas sería la que menos daño me haría. La roja no; fue la primera que compré por una desafortunada recomendación. La media luna tampoco; fue la primera y única que me regaló, hace muchos años, una persona muy especial a la que sigo apreciando muchísimo y con la que todavía no sé cómo actuar. La dorada es demasiado fuerte y me gusta reservarla para ocasiones especiales, pero hace tiempo que las ocasiones especiales se terminaron. Además, fue otra desafortunada recomendación de quien después me dejó de lado. ¿Quizá la lila? Era la única que había comprado yo en un tiempo de mucha tristeza y lágrimas. Y por último la rosa, una oportunidad entre otras tantas, que había llegado a mí en un extraño momento de mi vida y que me arrastraba irremediablemente hacia algún lugar que me provocaba una extraña sensación de preocupación e intranquilidad.

Ese día elegí la lila, la única que yo había comprado. Pese a todo, los recuerdos de tiempos pasados e ilusiones no cumplidas me llegaron con la primera ráfaga de minúsculas gotas de aroma dulce que tocaban mi piel. Cada gota era un pequeño detalle que se había perdido, que había dejado de percibirse, que ya no era importante. De todas las colonias, ese día ésa era la menos mala.

Intentando controlar mis pensamientos y sentimientos acabé de prepararme y salí de casa. Ya era tarde y, mirando mi reloj (otro objeto que me traía demasiados recuerdos de una época mejor), calculé que llegaría una hora tarde al trabajo. Con la música en mis oídos y una bufanda protegiéndome del gélido aire, bajé hasta la gran avenida donde esperaba parar un taxi. Pero me apetecía pasear hasta que me cansara, de modo que seguí caminando en la dirección en la que me llevaría un taxi. Atravesé cinco calles y giré a la derecha. Allí había árboles y mucho tráfico. Volví a mirar el reloj, y decidí que era hora de ponerse en marcha.

Un taxi estaba estacionado en la acera. Corrí hacia él, aunque no tenía el piloto verde encendido, por lo que estaba ocupado. No me importó; sin pensármelo dos veces abrí la puerta de atrás y entré, sentándome tras el asiento del taxista. Pude ver que en el asiento del copiloto había una persona sentada, quizá quien había cogido antes el taxi. Me extrañó que no estuviera sentada detrás, como es normal. Pero cerré la puerta y me acomodé.

Nadie cruzó una palabra. De hecho el taxista se puso en marcha sin preguntarme mi destino. Yo tampoco creí necesario darle indicaciones. Era como si aquel hombre supiera a dónde me dirigía. O quizá sabía que yo misma no sabía hacia dónde me dirigía, y que el lugar al que llegara me era indiferente. El caso es que el automóvil se unió a la multitud de turismos que llenaban las calles, y poco a poco fue avanzando mientras yo miraba por la ventana y pensaba.

¿En qué pensaba? Más bien dejaba que mis pensamientos fluyeran sin control. Veía un árbol y luego otro y otro, y yo me concentraba en el verde de sus hojas perennes. Cuando nos deteníamos en un semáforo yo observaba un edificio a mi izquierda; vi un enorme bloque de oficinas con cristales oscuros en las ventanas y una sofisticada entrada de puertas giratorias por las que entraban y salían personas que sabían en todo momento quiénes eran, de dónde venían, a dónde iban y lo que querían y debían hacer. Seguramente aquellas personas ni siquiera podían imaginar que había alguien en el mundo que vivía sin rumbo. Probablemente, de saberlo, criticarían esa actitud. Y entonces el semáforo se ponía en verde y el coche volvía a arrancar.

Cruzábamos entonces amplias calles y girábamos en grandes rotondas, y yo miraba los coches que iban a nuestro lado. Coches caros y elegantes, y coches viejos y desgastados. Pero todos los conductores iban a algún sitio en aquella corriente de tráfico en la que yo me encontraba. Me sentía como un pez payaso que se hubiese equivocado de dirección e intentara remontar el curso de un río como un salmón, saltando y luchando con todas sus fuerzas. De vez en cuando me fijaba en las marcas y modelos de los otros coches, y eso también me traía recuerdos. Todo me traía recuerdos amargos. Y entonces me daba cuenta de que yo estaba en un taxi, en el que me había subido sin permiso y sin dar indicaciones, pero yo quería estar en otro coche completamente distinto, en el asiento del copiloto y escuchando una música que para mí ahora estaba prohibida, al menos durante un tiempo.

Al cabo de aproximadamente tres cuartos de hora el taxista detuvo el coche en una calle, y el copiloto se apeó tras pagarle la carrera. Pero el taxista no volvió a arrancar, y yo, que había estado sumergida en mis pensamientos, volví a la realidad cuando mi inconsciente se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin moverme. Miré entonces a mi derecha, y ahí estaba el hall de entrada del edificio de oficinas en el que yo trabajaba. Habíamos llegado.

Todavía no entiendo cómo pudo el taxista saber dónde tenía que llevarme, si yo no se lo había dicho. Yo también bajé del coche sin decir palabra, y no le pagué, pero el hombre tampoco hizo ademán de querer cobrarme. Llegaba una hora tarde al trabajo, pero al igual que a la hora de despertarme, eso no importaba. Durante todo el trayecto la nube de melancolía y agotamiento me había acompañado y seguía conmigo ahora, y sólo deseaba que el recorrido en taxi no hubiese acabado nunca, o bien que mi destino hubiese sido otro distinto, nuevo y desconocido para mí.

“Quizá en la próxima carrera”, pensé resignada, y entré en el edificio.

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