16 noviembre 2006

Del viaje en tren y mi muerte en el mar

Todo el mundo sabe que, aunque he viajado poco, me encantan los viajes largos en tren. De hecho, hace un año hice un largo viaje hacia ningún lugar con un grupo de personas. Estaba nerviosa por el inicio del viaje, de modo que no recuerdo exactamente cómo fue la partida. Pero sí recuerdo el trayecto y el final.

Se trataba de un enorme y antiguo tren de los años 30, lujoso y cálido. El bar restaurante parecía en realidad una sala de baile, y los dormitorios también eran amplios y cómodos. Aunque el viaje comenzó al mediodía y se aventuraba divertido y emocionante (lo cierto es que no paramos de reírnos, jugar, observar el hermoso paisaje y cantar; hicimos una barbacoa en el vagón descubierto, y nos peleamos entre risas por poner la música que cada uno prefería), poco a poco la noche fue cayendo y la luz anaranjada de los compartimentos delataba el paso del tren a través de bellos parajes de árboles, ríos y lagos. Se podía sacar la cabeza por la ventana y mirar al frente, en el que se apreciaba, gracias a la pálida luz de la luna llena, la curvatura del horizonte y, a lo lejos, nuestro destino. Las diez personas que viajábamos solas en aquel tren comentábamos la extraña sensación de pérdida y cambio que nos embriagaba, y la emoción de empezar algo nuevo. Porque no había vuelta atrás.

Antes de irnos a dormir, estuvimos cenando en una enorme mesa victoriana de madera oscura en el vagón restaurante, iluminados por la suave luz de las lámparas de araña. Cogimos algunos libros del vagón biblioteca, utilizamos nuestros portátiles y jugamos a las cartas. Pero en menos de dos horas llegaríamos al final del trayecto, y había que planear cosas. Al cabo de un rato, ya nadie quería hablar; llevábamos muchas horas de viaje y una vez finalizado éste sabíamos que nuestros vínculos se irían deshaciendo poco a poco. Parecía como si esa camarada que había comenzado el viaje tan unida se hubiera empezado a separar antes de tiempo.

Algo cambió junto con nuestro estado de ánimo, o quizá fue nuestro estado de ánimo el que cambió nuestra forma de ver las cosas; el tren parecía haberse detenido, y todo lo que había a nuestro alrededor, mesas, sillas, lámparas, la tela verde de las paredes, los cubiertos y platos, había envejecido y se cubría poco a poco de una espesa capa de fino polvo. La luz también fue menguando, hasta que tuvimos que encender velas. No quedaba más comida, y el agua corriente no funcionaba. Habíamos realizado un viaje en el tiempo y nos habíamos parado en el futuro triste y silencioso de ese vagón de tren.

Algunos de nosotros nos alojábamos en una casa, de la que poco a poco iríamos saliendo uno a uno, cada uno hacia su destino. Cuando llegamos no deshicimos las maletas, pues la casa era también muy antigua y había poco tiempo. Decidimos acostarnos y despedirnos a la mañana siguiente, cuando todos saldríamos a la luz del sol, algunos para irse definitivamente, otros para despedirse de los que se iban y dar un pequeño paseo.

Dormimos apenas unas horas, y a la mañana siguiente, tras un almuerzo frugal, decidimos salir. Dos de nuestros compañeros ya se habían ido, y la sensación de pérdida y de profundo conocimiento de que jamás volveríamos a saber nada de ellos nos entristeció pero, al fin y al cabo, ese era nuestro destino. La casa se encontraba, según nos habían informado, al lado de un lago. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que la casa ocupaba prácticamente toda una pequeña isla. Mirando a nuestro alrededor, observamos que estábamos rodeados de incontables islas y, un poco más allá, vimos el mar abierto. Algunas islas eran más pequeñas, en las que apenas cabían tres árboles, y otras eran más grandes, con un par de pequeñas casas y una o dos tiendas. Todas las islas estaban unidas por puentes, algunos modernos, otros de madera y roídos por la humedad, y los ríos eran muy estrechos; tanto, que en algunos casos se podía avanzar dando un salto.

Nos acercamos al puente que nos llevaba a la siguiente isla. De repente, alguien comentó que aquellas islas eran flotantes. No sé cómo llegó a darse cuenta de eso, pero lo cierto es que el agua era muy profunda y turbia. Decidí ir a la tienda de la isla de la derecha y preguntar, ya que había visto a un hombre rubio pasear por allí. Parecía alemán, muy alto y con los ojos azules. Empecé a cruzar el puente e hice ademán de hablarle, pero de repente empezó a gritarnos: "¡No podéis abandonar la isla! No os aceptamos de ninguna manera, ¡volved!". Acto seguido comenzó a tirarnos piedras. En las otras islas se veían también personas que, alertadas por los gritos del hombre, nos miraban y lo imitaban. Sólo pudimos meternos de nuevo en la casa y esperar a que la gente se calmara.

Pasamos varios días en aquella situación, sin apenas comida y con el ánimo crispado. Ahora éramos menos: otros dos compañeros habían desaparecido. Uno de nosotros señaló que creía haber visto tierra firme más adelante, al lado del mar, de modo que decidimos coger nuestras bolsas y abandonar corriendo aquel lugar; era evidente que estábamos sitiados y que nos sería imposible sobrevivir y seguir con nuestras vidas si nos quedábamos allí. De modo que una mañana cogimos nuestras cosas y, en fila india, comenzamos a correr atravesando puentes e islotes, esquivando las piedras y soportando los insultos de la gente. Algunos nos empezaron a perseguir, puente tras puente e isla tras isla, y cada vez los puentes eran más largos y estaban más deteriorados, por lo que debíamos caminar con cuidado para no caernos al agua. De algún modo, sabíamos que caer sería el final.

Aunque los ríos habían parecido tranquilos, como si de canales venecianos se tratase, a medida que nos acercábamos más a tierra firme se volvían más agitados y peligrosos. Y en uno de esos ríos, nos topamos con unos simples tablones de madera que flotaban sobre el agua, sin nada donde agarrarse. Uno de nosotros cayó al agua, y en menos de un segundo un bombardeo de sentimientos nos invadió: primero sorpresa, después tristeza, más tarde comprensión y finalmente, olvido. Porque en el fondo, era lo mismo abandonar nuestra vieja casa de la isla que morir: finalmente, todos nos separaríamos y jamás volveríamos a saber nada de los demás.

Así pasamos otro puente, y otro y otro. Recuerdo perfectamente la urgencia por huir, el sentimiento de terror puro y el miedo que me provocaba la gente que nos perseguía. Estábamos en peligro: sólo queríamos salir de allí. Los demás empezaron a cruzar el puente corriendo, y me seguían dos personas. Y justo al pisar el puente, perdí el equilibrio.

Qué rápido se suceden los sentimientos y sensaciones cuando sabes que es el fin, y qué lento pasa el tiempo, de modo que te das cuenta de absolutamente todo lo que sucede alrededor tuyo. Mientras caía de espaldas, observé al chico que me seguía, y la sensación de peligro y la urgencia por querer seguir viviendo cambiaron a una completa comprensión cuando nuestras miradas se cruzaron: sus ojos brillaron un sólo momento con tristeza, y luego observaron fría y objetivamente mi caída. Yo me iba, y él debía seguir corriendo. Y entonces toqué el agua.

Estaba tibia, y aunque al principio intenté salir de ella forcejeando, aunque llegué a ver a mi compañero girándose y olvidándose de mí mientras yo le gritaba que me ayudara, poco a poco me fui hundiendo, mientras a través del agua observaba la furia del puente y a mis compañeros cruzándolos, ajenos a mí, como si yo jamás hubiese existido. Y fue entonces cuando entendí que ese era el fin, y que era imposible seguir luchando; y no me sentí triste, porque sabía que de tarde o temprano yo también me marcharía. Me dejé caer hacia la oscuridad, mientras observaba los islotes flotando sobre el agua y los rayos del sol creando hermosos efectos de luz. No había algas; no había peces. Sólo agua, azul y oscura, cada vez más fría. Me encogí como un feto, cerré los ojos y dejé que una enorme paz mental me invadiera. Ya había aceptado mi situación, y comprendiendo eso, intenté respirar.

Y pude respirar, poco a poco, suavemente, con la boca cerrada y sin que entrase agua por la nariz. ¡Y qué feliz me sentía! Porque quizá ahora iba a otro lugar... Y así, en un eterno suspiro, me fui hundiendo poco a poco.

1 comentario:

  1. Frase célebre: Los viajes son como los libros, se inician con cierta incertidumbre, y se finalizan con nostalgia.

    Un viaje sin retorno puede ser el mejor de tus sueños, o convertirse en tu peor pesadilla.

    No dejes de soñar...

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