20 noviembre 2006

De la noche que pasé en la Bahía de Tokio

En realidad he estado dos veces en la Bahía de Tokio. Y ambas fueron igual de hermosas y dolorosas.

La primera noche estaba muy nerviosa. Me habían avisado ese mismo día: "Tendrás que estar en Japón toda la noche, hasta las 6 de la mañana". "¿Qué tendré que hacer?", pregunté mientras me imaginaba caminando por las concurridas calles de Shibuya o Roppongi, comprando comida en un konbini, cantando en un karaoke, observando el horizonte desde lo alto de la Torre de Tokio. "Nada", fue la respuesta, "sólo estar allí, sin moverte. No tendrás que hacer nada más; es sólo por si acaso". Me dieron una dirección y una hora de llegada: las 21 horas. Me dieron las instrucciones: salir del metro, buscar un sitio donde sentarme, y esperar. Pero jamás moverme. Y tener suficiente batería en el móvil, "sólo por si acaso".

De modo que no pregunté más. No necesitaba maletas; en realidad el viaje sería corto, una media hora. La luz blanca y brillante del metro le daba un tono aséptico e irreal al trayecto, y en mi vagón sólo viajaban un par de personas cuyos rostros no recuerdo. Casi sin darme cuenta, llegué a mi destino; subí las pocas escaleras que daban a la calle, para encontrarme con la oscuridad de la noche, la calma del agua y una brisa helada que calaba hasta los huesos. Las farolas apenas alumbraban; no había coches, ni gente, ni ruido; todo era calma absoluta.

Me alejé unos metros de la radiante luz blanca que emanaba de la boca de metro. Debía encontrarme a las afueras de Tokio, puesto que casi no había edificios; a mi derecha, una hilera de pisos bajos y un par de tiendas, y a mi izquierda, la maravillosa vista de la Bahía de Tokio: quietud, agua, y más allá, la bulliciosa vida nocturna de la gran metrópolis.

Pude ver a lo lejos un largo y estrecho puente de hormigón que me llevaría hasta allí. Pero no podía; debía atenerme a las órdenes recibidas. De modo que busqué un sitio recogido donde sentarme: las sucias escaleras de la entrada a una tienda. Y allí me quedé, esperando a que el tiempo pasara, cansada pero sin sueño.

El agua de la bahía estaba en calma, y aunque sobre ella se reflejaban las lejanas luces de la ciudad, seguía siendo muy oscura. Si miraba al cielo podía ver un inmenso mar de estrellas, mientras escuchaba el suave sonido de las olas y las hojas de los árboles meciéndose al son de la suave brisa. A veces, el aire me obsequiaba con ruidos lejanos de coches, trenes, música y risas; tiendas que se cerraban, bares que abrían, pasos de gente, televisores y monedas. Y yo no podía llegar allí. Y cada vez sentía más frío.

Las horas pasaban, y empezaba a aburrirme. "Así que esto es Japón", pensó mi mente cansada. Por mi lado pasaba, de vez en cuando, gente feliz que se paraba a mirarme. Me encontré con algunos conocidos que, casualmente, habían decidido ir a ese lugar esa noche. "¡Hola! ¿Qué haces aquí tan sola? Vamos a tomar algo, ¿vienes?". Yo les decía que no podía, que estaba ocupada, que ya quedaríamos la semana siguiente; y aunque pueda parecer que me hubiese apetecido, en absoluto me llamaba la atención ir con ellos. Les veía cruzar el largo puente, y sólo podía pensar: "Ya vendré otro día...". Y aunque siempre había querido visitar Japón, de repente, quizá al estar ya allí, quedé desencantada y decidí que no quería volver, que no era para tanto, que era aburrido, que había otros lugares; otros lugares en los nadie podría encontrarme, otros lugares que sólo yo conociera, que sólo yo supiera que me tenían enamorada. Otros lugares sólo para mí.

Y así pasó el tiempo, hasta que pude volver a casa.

La segunda vez que fui a la Bahía de Tokio fue lo mismo: iguales órdenes, misma dirección, mismas sensaciones. La única diferencia era la emoción. No se trataba de algo nuevo; era el mismo viaje aburrido de la otra vez. Y una vez sentada en las escaleras, mientras leía no recuerdo qué libro y escuchaba no recuerdo qué música, se acercó una viejecita. "Joven", me dijo, "¿vuelves a estar por aquí? Veo que te ha gustado esto", me dijo con voz rota y una sonrisa. "Sólo es trabajo", le respondí yo con desdén; no quería que me dijera lo hermoso que era aquello. "Vuelve cuando quieras, pero que sea por placer", dijo alejándose. Más tarde, volví a encontrarme con unos conocidos. "¡Vaya! ¿Vendrás hoy con nosotros?". "No", respondí secamente. La rabia empezaba a crecer en mi interior. Mientras ellos ya se habían acostumbrado a Tokio, para mí el lugar seguía siendo nuevo y desconocido. ¿Por qué ellos podían disfrutar cuando quisieran de la vida en esa ciudad, y yo sólo podía observarla desde lo lejos? ¿Por qué me restregaban por la cara su suerte? ¿por qué?

Pero esa vez se hizo de día un poco más pronto. Y cuando la luz del sol ganó a la artificialidad de las luces de neón y plástico de la noche, pensé que quizá sí, quizá otro día, quizá a la hora de comer, quizá tras una buena siesta, me pasaría por allí. Sin órdenes, sin prisas, sin horarios. Había estado tan cerca y tan lejos... Sólo a media hora en metro, podía volver a recorrer medio mundo para llegar allí...

3 comentarios:

  1. El verdadero mérito de muchas acciones consiste en saber esperar.

    Saber esperar es, en muchos casos, uno de los grandes méritos de ser hombre.

    Es preciso especializarse en esperar

    un turno,
    un día,
    una escena,
    el momento.

    Entretanto, esperar.

    La gente pasa.

    Es preciso seguir esperando.

    El pensamiento persigue a la voz que atravesó la tarde o al sonido de unos pasos que se acercan,
    se paran,
    vacilan
    y, por fin, se pierden.

    En la espera se sueña,
    se alargan amores,
    se manosean recuerdos.

    Una historia progresa a fuerza de desechar posibilidades que juntas
    serían otra historia.

    Es posible vivir todas las posibilidades mientras se espera lo único posible.

    El tiempo pasa.

    El verdadero mérito de muchas acciones consiste en saber esperar.

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  2. Esperar es de sabios.

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  3. Sabia que habías estado dos veces en Japón!! ;-)

    Dulces sueños!!

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