09 enero 2007

De cuando mi barrio quedó desierto

Uno de mis primeros trabajos "en serio" fue en una panadería. Yo me encontraba en esa edad en la que ya es posible trabajar y en la que los Reyes Magos y la paga mensual desaparecen, y al mismo tiempo intentaba estudiar, por lo que cuando vi el cartel de "Se necesita aprendiz" no me lo pensé dos veces y solicité el trabajo. La encargada de la panadería me conocía desde que yo era muy pequeña, y no dudó al aceptarme.

Tenía que abrir la tienda realmente pronto: muchas veces, a la una de la madrugada ya tenía que estar preparando las pastas y algo de pan para los primeros clientes. En esa época la gente parecía no querer dormir por la noche, y por eso tuvimos que cambiar los horarios. Yo tampoco parecía tener demasiado sueño, por lo que durante el día estudiaba y pasaba las noches en la panadería, atendiendo a los clientes.

Una tarde, unas horas antes de que cayera la noche, quedé con unos amigos en un bar cercano a la panadería. El dueño del bar también me conocía desde hacía años, y siempre era agradable pasarse por allí. Me comentó que tenía que hacer un pedido de pastas saladas para esa misma noche, ya que no tenía suficiente pan para los bocadillos y no pensaba utilizar el mío para hacerlos. Sentados en la terraza, observamos cómo los clientes iban y venían: atareados siempre, cansados, amargados y preocupados. Nadie quería leer los periódicos entonces; todo el mundo sabía, sin quererlo, que la guerra era inminente. Y todo el mundo parecía querer negarlo.

En esa época, la calle era más ancha y había multitud de coches aparcados a todas horas. A la izquierda de la panadería, haciendo esquina con la calle en la que resido, había un bar en el que también se reparaban pequeños electrodomésticos. Pasada la panadería, en la misma manzana, había un supermercado enorme, y al lado un colmado. Al otro lado de la calle, el bar en el que tomábamos una cerveza, una tienda de electrónica y un mecánico. En la calle de arriba, unas enormes oficinas de La Caixa brillaban con su aséptica luz blanca, y las ventanillas siempre estaban abiertas al público. La calle rebosaba vida a todas horas, incluso de noche, ya que nadie cerraba.

Cuando cayó la noche, después de cenar y un poco antes de mi horario, me dirigí a la panadería y estuve un rato hablando con la dependienta. Llevaba muchas horas trabajando y me dijo que tenía hambre, por lo que me dio algo de dinero y me mandó al supermercado: unas naranjas frescas, algo de bollería industrial con mucho chocolate, y una cerveza. No había casi nadie en el supermercado, y la luz de los fluorescentes parpadeaba como si unas enormes polillas volaran alrededor de ellos. Charlé un rato con el dependiente, un chico de aproximadamente mi edad, y tras despedirme me dirigí a la panadería, como cada noche, con el cargamento de productos industriales para mi compañera. Más tarde, cuando ella ya había cogido el coche para irse, limpié los cristales, coloqué las pastas, preparé el pan, y me senté a esperar al primer cliente. De algún modo, tuve la sensación de que esa noche sería aburrida.

Al cabo de unas horas, antes de que amaneciera y cuando en teoría finalizaba mi turno, me sorprendió mi compañera apareciendo por la puerta. La calle empezaba a llenarse de gente y ruido a medida que el sol iba apareciendo: niños que iban al colegio, madres atareadas que hacían la compra, viejos contando batallitas y huyendo de la muerte. "¿Has preparado el pedido del bar?", me preguntó mi compañera. Le respondí afirmativamente mientras le señalaba los paquetes que había dejado sobre la barra. "¿Y aún no han venido a buscarlos?", me preguntó. "No", respondí ligeramente sorprendida. "Bueno... No te canses. Y por dios, si ves algo raro, VETE". Realmente me pareció que decía esa palabra con mayúsculas. "¿Qué puede suceder?", la interrogué. "¿Naciste ayer o es que te acabas de caer de un árbol? El ambiente está muy tenso, y de hecho se rumorea que la gente ya ha empezado a abandonar la ciudad. Si pasa algo, vete. Huye. ¿Me prometes que lo harás?". Yo no entendía nada, pero la miré y le dije "Vale...". Acto seguido, y viendo que no llevaba puesto el uniforme, le pregunté dónde lo había dejado. "Querida, yo me las piro ya. Dejo esta ciudad. Te tocará hacer mi turno también. Cuídate". Y acto seguido se dio la vuelta y corrió hacia el coche.

Lo cierto es que no volví a saber de ella.

Me senté sobre una de las neveras, esperando a los clientes mientras intentaba leer un libro y más tarde una revista, y lo cierto es que no recuerdo cuánto tiempo estuve ahí sentada, sin pensar en nada en concreto, pero de algún modo me pareció que se hacía de día y que volvía a caer la noche. Y con uno de esos amaneceres me di cuenta de que algo no iba bien. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba ningún cliente? Ahí seguía el pedido del bar, y el pan frío, y las pastas colocadas a la perfección. Y decidí salir a preguntar, y cuál fue mi sorpresa cuando vi que todo había cambiado.

Pues el cielo estaba nublado, pero no eran nubes naturales: era polvo y humo marrón lo que impregnaba mis retinas. Los edificios, los coches, los árboles, las señales de tráfico... Todo era marrón anaranjado, sucio y viejo. Las tiendas estaban cerradas, pero las terrazas de los bares no estaban recogidas, y quedaban dos o tres coches cubiertos de porquería. En el horizonte se observaba el cálido color del fuego, y un ruido constante de maquinaria llegaba a mis oídos, persistente pero sin ser ensordecedor. Volví a meterme en la panadería, pensando qué hacer. Sólo se me ocurría una cosa: coger toda la comida posible. Y eso empecé a hacer, cuando entró un hombre en la panadería. "¡Huye! ¡Ya están llegando!", me gritó, y salió corriendo.

Pero yo no podía irme, no debía dejar la tienda abierta. De modo que decidí llamar a la encargada de la panadería. Al preguntarle qué debía hacer, me sorprendió con su respuesta: "Haz lo que quieras. La gente se cree cualquier cosa. Yo te pediría que no te fueras, pero tú tomas la decisión, tú estas ahí". Y tras colgar, salí confundida a la calle, a observar la vida que ésta ya no tenía, y miré calle arriba, y vi gente corriendo lejos, y miré calle abajo y no vi más que el resplandor del fuego, y miré al cielo y vi enormes aviones pasar, y otro tipo de aviones más lejos, dejando caer objetos, y no supe qué hacer. No podía dejar mi vida, no podía irme, ése era mi barrio, muerto o no; la gente volvería, quería convencerme de ello, quería obligar a la gente a volver, y me senté sobre el asfalto marrón y esperé, mientras los aviones pasaban sobre mi cabeza con sus ensordecedores rugidos y el fuego se acercaba lenta pero decididamente, arrasándolo todo a su paso.

Y ahí me quedé, hasta que alguien vino a recogerme, y sin darme cuenta me encontré en el interior de un coche, mirando hacia atrás y llorando...

2 comentarios:

  1. ¿Quién es el responsable? ¿Quién crea el mundo? Tal vez el mundo no se hace. Tal vez nada se hace. Tal vez simplemente "es", "ha sido", y "siempre será"

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  2. Frase célebre: Siempre hay un tiempo para marchar aunque no haya sitio a donde ir.


    Empezar una nueva etapa es siempre emocionante pero a la vez cuesta dejar tantas cosas atrás. Antes del cambio ya se empieza a notar todas las cosas que se van a extrañar.


    No dejes de soñar...

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