21 julio 2007

De cuando me ahogué en el mar

Llega el verano: mucho sol, demasiado calor, poca sombra al mediodía, aire cálido y bebidas refrescantes en terrazas de bares, con pantalones cortos o faldas y sandalias de todo tipo. Extranjeros que vienen de fuera y ciudadanos que un día fueron extranjeros se mezclan con los trabajadores que aún no tienen vacaciones o que ya las han disfrutado. Una explosión de color que no llega con la primavera sino con los primeros grados de más.

Con este panorama, a todo el mundo le apetece un buen chapuzón en la playa: pasar del calor más sofocante al frío helado del agua salada, una especie de auto castigo (todo el mundo lo pasa mal al meterse en el agua) en playas a rebosar y en las que parasoles y toallas cubren por completo la arena.

No suelo ir a la playa; es un hábito que quiero cambiar, ya que de pequeña me gustaba mucho: no había quien me sacara del agua, siempre jugando con la colchoneta o con una pelota. Me encanta nadar, aunque no muy lejos de la orilla, ya que el mar me produce un profundo respeto y un dulce temor: no pertenezco a él. Y esa lección la aprendí hace aproximadamente dos años.

Salí de la boca más cercana de metro, la que me llevaría directamente a la playa tras cruzar tres calles. Quizá fuese producto de mi imaginación, pero todo el barrio producía una extraña sensación de calor que invitaba a seguir caminando dirección al agua: una avenida amplia, con edificios y asfalto del color de la arena, contrastaba contra el azul impoluto del cielo; los bares hacían su agosto (qué peculiar frase) con sus terrazas, y todos los comercios, fueran del tipo que fuesen, vendían helados.

Yo llevaba días esperando ese momento: mi falda corta recién estrenada, mi camiseta de tirantes todo terreno, mis sandalias frescas, y mi mochila al hombro con lo esencial para un día de playa (una toalla, protección solar, las llaves de casa, la funda de las gafas, algo de dinero, documentación y tarjeta de metro). Mi acompañante de último momento estaba acostumbrado a ir a la playa, y conocía bien mi vergüenza: demasiado blanca a la luz del sol, me sentía como un copo de nieve en pleno desierto. Qué extraña ironía; hace siglos, las mujeres de piel blanca eran reconocidas como nobles, en contraste con la gente morena, signo de necesidad de trabajos en el campo. Ahora es al contrario: la tez blanca es sinónimo de rata de biblioteca o de complejidad. Yo, ese día, me armé de confianza y decidí olvidarme de mis libros y mis complejos.

Llegamos a la playa: un pequeño escondite en forma de U, tranquilo y no muy concurrido. Comenté con mi acompañante que me parecía divertido que todo el mundo pareciese querer ir siempre al mismo sitio: playas abarrotadas en las que se siente más el calor humano que el del sol; las playas vacías, le dije, siempre están vacías, para la gente que las busca. Él me respondió que ya se había dado cuenta de ello, pero que nunca se sabía qué sorpresas se podía encontrar uno en una playa.

No nos fue difícil encontrar sitio; extendimos nuestras toallas sobre la arena ardiendo y nos tumbamos al sol, observando a la gente de alrededor: parejas jóvenes, grupos de amigos, y alguna familia con los niños. Había poca gente en el agua, que estaba en calma, su superficie lisa como una sábana de seda azul. A nuestras espaldas quedaba la vía de tren, y un poco más lejos, unas cortas escaleras que llevaban a la pequeña plataforma con tres o cuatro carretas, lugares reservados para privilegiados (ese día yo era uno de ellos) donde descansar del sol y comer o echarse una siesta. De hecho, la mañana pasó rápido, y después de comerme un helado de chocolate, nos metimos en nuestra carreta.

Era pequeña, como una caravana, y oscura y fresca. Tenía una cama, una mesita con una tele, un montón de cortinas y una nevera pequeñita. Estuve tumbada un rato, mirando por la ventana en dirección a la playa (que quedaba a unos cien metros), observando cómo se iba llenando de gente poco a poco. Decidí esperar a que volviera a vaciarse por la tarde para volver a ella y nadar un rato.

Por la tarde no hacía tanto calor, pero el sol parecía no haberse movido del horizonte. Me senté en mi toalla, viendo cómo la gente se marchaba poco a poco. Quizá era producto de tanto sol, pero la playa parecía ensancharse y estrecharse; a veces parecía ser kilométrica, y otras veces me daba la sensación de estar en una pequeña cala perdida. Para despejarme un poco, me metí en el agua a nadar.

Hay un buen truco para superar los primeros momentos de frío al contacto con el agua: mojarse nuca, muñecas, cuello y torso, coger aire y, con paso decidido, meterse de cabeza en el agua rápidamente. De modo que eso hice, ¡y qué maravillosa sensación!, sumergiéndome en el agua, sin oír más que un ruido sordo, sintiéndome rodeada por un líquido refrescante, estando yo sola por unos instantes. No recuerdo cuánto tiempo estuve nadando, pero me sentí realmente bien al salir del agua. Debió ser bastante rato, porque cuando volví a la orilla, ésta era mucho más estrecha y su pendiente mucho más pronunciada, como si hubiera subido la marea.

Me senté de nuevo en mi toalla, mirando embobada cómo las olas iban acercándose a donde yo estaba, hasta que el agua me tocó los pies. Empecé a sentirme ligeramente inquieta, ya que la marea estaba subiendo demasiado rápido, pero la gente a mi alrededor parecía no darle más importancia, de modo que moví mi toalla de sitio y volví a tumbarme.

Y en la calma de esa tarde que parecía una mañana, alguien lanzó un grito. No entendí qué decía, pero la gente comenzó a correr de un lado para otro. La pendiente de arena ahora era muy empinada, y mirando a mi derecha vi que el mar estaba comiéndose literalmente la playa: la gente recogía rápidamente sus pertenencias y subía con esfuerzo la pendiente, y cuando llegaban arriba se quedaban mirando el mar con preocupación, gritando a los demás que subieran sin falta. Yo tardé un poco en reaccionar, y cuando cogí mi toalla y mi bolsa y empecé a subir la pendiente, una ola me golpeó en la espalda, haciéndome caer hacia atrás.

Intenté incorporarme, mirando hacia la gente que me observaba desde lo alto, y pedí ayuda. Pero nadie bajó a ayudarme; sólo me miraban con angustia en los ojos, apremiándome a volver a intentarlo. La arena bajo mis pies era muy poco estable y me costaba moverme; cada vez que trataba de subir la pendiente, se deshacía y me devolvía al mar, en el que las olas se peleaban por engullirme. Seguí intentándolo, agarrándome desesperadamente a la arena como si fuese una barandilla, sabiendo que eso no serviría de nada, sintiendo cada grano de arena clavándose en mi piel; el pánico se iba apoderando poco a poco de mí, y mis ansias por escapar eran cada vez más fuertes: ¿por qué no había sido más rápida cuando oí el primer grito? Y en un último esfuerzo desesperado, cuando casi estaba en la cima de la barrera de arena, una ola gigantesca me atacó por la espalda y me arrastró al mar.

Pude ver cómo la gente cogía mi toalla y mi bolsa, para luego mirarme con tristeza y pena. Al principio quedé muy aturdida, sintiendo todas las burbujas de aire recorriéndome el cuerpo, los finos granos de arena hiriéndome la piel por la fuerza de la corriente, el agua introduciéndose en mis oídos y nariz y obligándome a toser y atragantarme; y no sabía dónde estaba el arriba y dónde quedaba el abajo. Pude sacar la cabeza del agua unos instantes, y vi que la orilla quedaba ya muy lejos, pero las olas eran fuertes y me volvían a introducir en el agua, dejándome sin aire. Quise nadar y salir de allí; quizá si me aproximaba lo suficiente a tierra firme, alguien me lanzaría algo a lo que asirme para salir de allí. Pero cuanto más intentaba luchar contra el agua, más me engullía ésta, con el ensordecedor rugido del agua revuelta en mis oídos y la furia de las burbujas y la arena en mi piel.

La última vez que conseguí asomarme a la superficie, pude ver que la playa estaba ya muy lejos, y que unas espesas nubes grises cubrían todo el cielo. La gente apostada en lo alto de la cima de arena miraba desesperada y, poco a poco, fue dando la espalda al mar y marchándose; y supe que todo era en vano, y que no había manera de salir de allí. Entonces decidí que la próxima ola que me encontrara sería la última. Cogí aire, y cuando ésta llegó, me dejé llevar por la corriente, rindiéndome a la fuerza del líquido elemento al que tanto había respetado y temido, y que ahora me reclamaba enfadado, cual sacrificio humano. No pude evitar en ese momento: ¿aprenderán algo de esto? Y así, dejándome llevar, me adapté poco a poco a la fuerza del mar, y éste pareció relajarse y soltarme, pero yo ya estaba demasiado hundida, y entonces mé arropó con sus aguas cálidas y oscuras y me mimó mientras yo exhalaba los últimos restos de aire de mis pulmones...

5 comentarios:

  1. Prefiero llamarla "la mar" porque es bella, ondulante, misteriosa, insinuante y peligrosa.

    Cómo una mujer hermosa.

    En ocasiones se enfada pero es amable y tierna, como una madre (de hecho lo es).

    Al casarse con el Padre Sol se transformó en la fuente de la vida, y para los que podemos leer sus azules ondas, es tambien una fuente de felicidad.

    De ella salimos, y a ella volveremos, todo es cuestión de tiempo.

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  2. No me gusta el mar, siempre a sido un traidor y últimamente un sucio aparte de bisexual ya que puede se el o la Ò_ó.

    Aparte que no se nadar y está lleno de medusas ¬¬.

    Si en este mundo existe la expresión " me cago en la mar... " por algo será.

    Cuando el rio suena agua lleva... ( y claro va al mar ) todo está conectado LOL!

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  3. tienes pesadillas??? pobreta!

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  5. Prueba de El Corintio.

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