04 febrero 2007

De mis viajes a Venecia

He visitado Venecia en multitud de ocasiones, y en ninguna de ellas he podido aburrirme o dejar de descubrir algo nuevo.

Venecia es una ciudad pequeña, aunque hermosa, y si se sabe mirar sin ojos de turista puede mostrarnos muchos secretos. Por eso, mi primer viaje fue de lo más normal: cinco días sin parar, caminando de un lado para otro, intentando retener en mi retina y en el papel todo lo que me rodeaba. Muchas fotos, muchas risas, mucho calor, mucho prosciutto e melone, y un muy buen recuerdo.

Las otras veces, en cambio, fueron ligeramente distintas.

En una de ellas, sólo fui un par de días. A Venecia se puede llegar desde el aeropuerto de Marco Polo en Mestre de múltiples formas: una línea de autocar especial, el tren, que deja cerca de Ponte di Scalzi, en barco o en la lanzadera. Esa vez, opté por esta última: un corto impulso bajo un raíl rojo en forma de arcoiris en un asiento para una persona, y de repente, ahí estaba, pisando Tre Ponti, en una mañana de sol con niebla y una fresca y agradable temperatura, rodeada de venecianos y algún que otro turista despistado.

La Piazzale Roma, a la derecha llegando desde la carretera, era amplia y estaba desierta. Cogí mi bolsa de viaje y me dirigí un poco más a la derecha, donde se erigía un bajo edificio con una entrada pequeña y oscura: ese sería mi hotel para esa noche. Al entrar, vi que no había nada en el interior: sólo cuatro paredes sucias y oscuras, una mesa de recepción solitaria y destartalada, una planta medio muerta en un rincón a mi izquierda, y un sofá verde esmeralda lleno de polvo. En la parte más alejada de la habitación se podían intuir unas escaleras, por donde más tarde (mucho más tarde) apareció una vieja mujer que me dijo que sólo podía venir para dormir, y que ahora tenía que irme.

¿Habéis disfrutado alguna vez de un icono turístico sin gente y calor? Es algo hermoso. Me conocía todas las calles y puentes de Venecia, todos sus canales y sus escondrijos, y de algún modo y sin saber cómo, siempre acababa en un lugar nuevo. Y de vez en cuando me encontraba con algún conocido.

En esa ocasión, por ejemplo, yo había llegado sola a la isla, pero al poco rato llegaron mis padres, que aunque habían decidido venir por su cuenta, parecían no querer separarme de mí. Pero por suerte les convencí para que tomaran la ruta típicamente turista por el norte de la ciudad, con sus tiendas y su gentío, y que luego cogieran el vaporetto hasta la Piazza San Marco para visitar la Basílica y luego el maravilloso Palacio Ducal. De modo que cuando al fin conseguí que cruzaran el puente más cercano, me metí por una callejuela y caminé sin rumbo, con una sensación cada vez más intensa de querer comprar algo. Pero ¿el qué?

Hay algunas cosas en esta vida que no pueden evitarse: el nacimiento, la muerte, el hambre o la sed, y la plaga de las modas. Porque llegué a una plazoleta sin forma definida, apartada de los canales y el agua, y allí estaba, en el barrio de Santa Croce, una tienda de artículos góticos: cruces y calaveras, murciélagos, corpiños de piel y de látex, anillos y piercings y diseños de tatuajes de lo más macabro, guantes y medias de rejilla, símbolos satánicos y de locura. Pero opté por entrar, porque buscaba un objeto en especial, algo que me ayudase a destacar entre tanta parafernalia. Y de repente me encontré con mi mejor amigo y su novia, ambos diciéndome que estaban allí porque esa tienda estaba muy bien. Sinceramente, debo decir que me sentí ligeramente decepcionada: ¿no podía ir a ningún sitio sin que me persiguiera todo lo mundano que intentaba dejar atrás? Pero al menos nos echamos unas risas, me probé algo de ropa, y finalmente me fui con una cruz de plata sencilla al cuello (cruz que en otra ocasión, me preguntaría un camarero de la Piazza San Marco: "¿Es gótica?", pregunta ante la cual yo me quedaría sin palabras y sólo respondería un tímido "No sé"). Lo cierto es que fue como pasar la tarde con unos amigos en cualquier otro lugar del mundo, una tranquila tarde de otoño o primavera sin nada mejor que hacer...

Venecia de noche es muy hermosa, también, si se sabe a ciencia cierta que va a ser posible salir de ella. Si no me equivoco, fue precisamente en ese viaje cuando casi no consigo volver a casa. De hecho, llegaba ya tres horas tarde al aeropuerto: el avión salía a las siete, y ya eran casi las diez de la noche cuando comencé a caminar hacia tierra firme. Porque una vez habíamos salido de la tienda de artículos góticos, no se muy bien por qué, mi mejor amigo y su novia se pelearon y tuvieron que irse, y me dejaron caminando sola por la Fondamenta Nuove, en la zona de Cannaregio, con la Isola di S. Michele y su cementerio de fondo. No había nadie más en la calle: sólo algún que otro tenderete aquí y allá, y el suelo y las paredes en blancas, y el agua azul y verde. Y yo miraba los tenderetes, pero no encontré ninguna máscara veneciana, de modo que opté por comprar una cartera de Marilyn Manson para mi novio. Y lo cierto es que el tiempo se me fue de las manos, o me engañó con sus sucias artimañas, porque cuando me di cuenta estaba llamando a mis padres diciendo que había perdido el avión y que no sabía cuándo podría regresar, ni dónde dormiría ni qué cenaría. Pero me puse en camino al aeropuerto, perdiéndome en los cambios de luces del atardecer: primero ese color amarillo del enorme sol cerca del horizonte, más tarde el anaranjado del ocaso, luego el lila del anochecer, y al final el más oscuro negro de la noche. Y sin saber cómo, estaba caminando por la cuneta de una autopista, con multitud de coches corriendo a mi izquierda y hierbajos marrones a mi derecha. Pero aunque había perdido el avión, sólo tenía ganas de llegar al aeropuerto, comprar otro billete, embarcar, y de vuelta a casa.

Quizá el momento más peligroso que he vivido en esa ciudad es cuando me ahogué en uno de sus canales de agua sucia y lodo. Fue durante otro viaje, en invierno; se hacía pronto de noche y las calles estaban llenas de luces cálidas, toldos granates y verde oscuro, gente y música. En esa ocasión, encontré una tienda de antigüedades en el Campo San Stefano, en San Marco, pasado el Ponte Accademia. Era un lugar enorme, cálido y a rebosar de objetos de lo más curioso: desde las típicas plumas de cristal de Murano hasta elefantes y animales exóticos tallados en piedra, pipas hindús, alfombras voladoras, libros antiguos y pesados, inciensos y piedras preciosas. Los dueños de la tienda, una pareja de abuelos que hablaban un perfecto español, me guiaron por todos los objetos que poseían, y quise comprarlo todo, porque todo era muy bello y de algún modo mágico, pero yo únicamente buscaba un regalo para mi padre, y opté por una elegante plumilla anaranjada con detalles de oro en un hermoso estuche azul oscuro grabado en madera lacada.

Al salir de la tienda, me dejé llevar por la alegría del ambiente: música de violines, gritos y risas, fuegos artificiales y niños correteando de un lado para otro. En la entrada a cada restaurante encontré globos de luz rojos típicamente chinos, y en sus terrazas, la gente comía y bebía sin preocupación, ataviada de las más singulares formas: trajes de época, ropas medievales, armaduras de soldado de todas las épocas, trajes de negocios... Era como si el tiempo y el espacio hubiesen ido a parar allí y el resto de cosas no existiera. Caminé siempre a lo largo de los canales, viendo las góndolas festivas y las lanchas privadas pasar, y yo también reía y disfrutaba del ambiente. Y con esa despreocupación quise tocar el agua de los canales, y bajé por unas escaleras cubiertas de musgo verde sólo para ver reflejada mi cara en el agua, y entonces caí.

El agua estaba tibia y mis ropas pesaban y me hundían. Es curioso, porque siempre me he preguntado qué hay bajo las oscuras aguas de los canales de Venecia: lodo, y más abajo del lodo, secretos que ahora sólo yo conocería, si me mantenía con vida suficiente tiempo. Y aunque siempre creí que los canales no serían demasiado hondos, me di cuenta de que realmente eran muy poco profundos, y cuando toqué sus arenas movedizas, miré hacia arriba y pude ver que la fiesta seguía y que nadie se había dado cuenta de lo que me estaba sucediendo. Y aunque no podía respirar, me sentí muy tranquila, porque no quería subir a la superficie: me gustaba estar allí abajo, en los cimientos de la ciudad, tocando su más antigua historia, sintiendo la presencia de ella a mi alrededor, y me pregunté dónde estarían todos los cuerpos que allí abajo habrían llegado a parar, pero no quise despertar a los muertos, y caminé de puntillas por encima de ellos...

En ninguno de esos viajes llegué a visitar las playas del Lido, aunque siempre quise observar el Adriático y guardarme un poquito de arena en una bolsita. Y hace una semana, en mi última visita a la ciudad, pude acercarme un poquito más y vi sus blancas costas y la inmensidad azul del mar, pero no pude llegar a ella, porque yo estaba al otro lado y me era imposible cruzar, y aunque podía dar un pequeño salto, no era lo correcto. Unos metros tan cerca, y unos centímetros demasiado lejos.

Volveré a Venecia, estoy convencida, porque tiene algo que yo no he visto y que debo descubrir, y porque tiene algo que sólo yo he visto y que me susurra al oído...

1 comentario:

  1. Frase célebre: Un viaje es una nueva vida, con un nacimiento, un crecimiento y una muerte, que nos es ofrecida en el interior de la otra. Aprovechémoslo.

    ¿Cuántas veces nos gustaría nacer y morir? Un viaje es una nueva vida!!!! ¿Podemos resistir a la tentación de volver a nacer con conocimientos anteriores? ¿Estaría Muerte esperándonos al finalizar nuestros viajes?

    No dejes de soñar...

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