10 noviembre 2007

De una tarde libre

Esta semana he cambiado mi horario laboral. Y ¡cómo se nota tener la tarde libre! Haciendo las mismas horas que en mi turno normal, he aprovechado cada día haciendo cosas para las que antes no tenía tiempo. Claro que a veces no todo sale como uno espera...

Una de esas tardes, tal y como había decidido, visité un nuevo centro de fisioterapia de mi barrio. Aunque ya hacía un tiempo que acudía a una fisioterapeuta autónoma con la que estaba muy contenta, en cuanto supe de la existencia del nuevo centro decidí que era una buena posibilidad para mejorar lo que ya tenía; un amplio grupo de profesionales del sector me atendería, y con sus avanzados métodos y su tecnología me ayudarían a estar mejor mucho más deprisa que de forma convencional.

Pero como suele suceder en estos casos, no es oro todo lo que reluce...

Llegué a la consulta poco antes de las cinco. Se trataba de un enorme y moderno edificio de cristal y hormigón de dos plantas: en la de abajo, una amplia recepción con mesas de vidrio y plantas de plástico; en la de arriba, las habitaciones para los tratamientos. Todo el recinto desprendía una aséptica y de algún extraño modo cálida luz azul, y la única separación entre ambos pisos era una enorme escalera de baldosas grisáceas que le confería al recinto un aire a aeropuerto. Todo era amplitud y espacios abiertos, pero se respiraba un ambiente de recogimiento, hermandad y cariño.

Me atendió una agradable señora con una bata blanca, como si de una enfermera se tratase. "Buenas tardes, es tu primera visita, ¿verdad?". Su sonrisa me relajó y me hizo perder el miedo a ser engañada: una persona con esa simpatía no podía desearme nada malo; de hecho, tanto ella como sus compañeros estaban allí exclusivamente para ayudarme y ganarse la vida de una forma honrada. De modo que le devolví la amable mueca susurrando un tímido "sí", y ella, con un ademán, me guió hasta las escaleras. "Sube y entra en la sala de la izquierda, querida", me indicó, "y ponte cómoda. En seguida estaremos contigo". Y diciendo esto, se fue alegremente a despedirse de una paciente que ya había salido de su visita. Mientras subía las escaleras aproveché para mirar a mi alrededor: un enjambre de personas yendo de aquí para allá sin descanso, pero sin perder nunca los modales y siempre con cara feliz. Definitivamente, me encontraba en una especie de aeropuerto en el que los médicos eran las azafatas y los pacientes, los viajeros.

Una vez arriba, me introduje en la sala que me había indicado la enfermera. La puerta era de cristal opaco y las paredes de color amarillo suave. No era una habitación cuadrada, sino que tenía cinco lados; en el más estrecho se observaba una frondosa planta artificial y una mesa baja cubierta de revistas y panfletos. En medio, la camilla donde me estiraría para los masajes; a mis espaldas, en la parte más larga del pentágono, un armario lleno de libros y utensilios. El zócalo anaranjado contrastaba con el verde suave del suelo, y en general, la sala desprendía tranquilidad y profesionalidad.

Me descalcé y me desnudé hasta quedarme en ropa interior. "Suerte que me he depilado", pensé vergonzosamente. Aunque habían bajado las temperaturas en el exterior y no vi ningún radiador o aparato eléctrico de calefacción, no tuve frío. Algo más tarde picaron a la puerta y, tras responder yo un "Sí" más decidido que el que había pronunciado antes, entraron otra enfermera y una mujer de unos cuarenta años que era claramente mi doctora. Llevaba una bata blanca con su nombre bordado en azul eléctrico en el bolsillo, pero no pude leerlo, y de hecho no recuerdo si la mujer llegó a decirme su nombre. Sólo sé que me sonrió, me dio la mano con firmeza y me invitó a que me sentara sobre la camilla. "Hola", me dijo sin dejar de sonreír, "¿cómo estás? Bueno, eso lo sabremos dentro de poco", y me guiñó un ojo. Ante ese gesto de complicidad dejé de sentirme nerviosa otra vez. "Eso es", agregó, "relájate. Estamos aquí para ayudarte y para que te sientas mejor, pero eras tú quien debía dar el paso". Al instante se dirigió a la puerta de la habitación y dejó entrar a tres o cuatro personas, todas ellas con bata blanca. Me miraron sonrientes mientras la mujer, alta y atractiva, se apartaba el pelo rizado de la cara y me decía: "Siempre trabajamos en grupo, para aprender los unos de los otros. Así nuestro tratamiento es más eficaz, como hemos comprobado". Yo miré sus caras y perdí todo el miedo, aunque una parte de mí estaba recelosa: ¿podía ser todo tan perfecto? Pero ya había llegado hasta allí; había confiado en ellos y les iba a dar una oportunidad.

"Bien, túmbate sobre la camilla boca abajo, por favor", me indicó la mujer. Yo le hice caso, y ella pasó sus manos cálidas por mi espalda, deteniéndose en aquellas zonas en las que detectaba mayor tensión. "Bien bien", iba murmurando. "Ahora ponte de pie". Todos me observaban con ojos de interés, como si estudiaran una nueva mariposa en una vitrina de cristal. No hablaban entre sí, pero parecían estar conectados de algún modo: se miraban, asentían y volvían a estudiarme. "Antes de nada necesitamos conocer tu cuerpo para poder tratarlo como es debido", me dijo la mujer. "Por favor, apóyate únicamente sobre la pierna derecha y mantén los brazos en alto".

Tal pose me intranquilizó ligeramente. "Todo sea por mi bien", me dije. Pero a los dos minutos de estar allí plantada, la mujer y sus colegas empezaron de golpe a hablar y a reírse, y poco después parecían haberme olvidado. No pude seguir sus conversaciones ya que estaba concentrada en no perder mi extraña posición, y tras unos momentos de titubeo les dirigí la palabra. "Disculpad", pronuncié un poco nerviosa, "se me empiezan a cansar los brazos...". En ese momento mi doctora se giró y haciendo ademán de sorpresa espetó: "¡Ah, sí!", y dirigiéndose a sus compañeros agregó: "Chicos, seguimos en un rato. Tú", dijo señalando a un joven muchacho, "quédate". El joven, a todas luces novato e inexperto, la miró con respeto y asintió. La mujer se sentía muy cómoda dominando la situación.

"Bien, jovencita", me dijo, "se trata de mantener el equilibrio. Quizá no lo creas, pero estamos nivelando tu cuerpo. Necesitamos que te pongas en diferentes posturas". Y así empezó a indicarme que me tumbara de lado, que me pusiera de cuclillas o que simplemente me sentara, haciéndome mantener la posición durante algunos minutos mientras ella y su colega hablaban de fiestas pasadas y de planes futuros. Pasó una hora y yo no me sentía más tranquila o relajada, sino más bien todo lo contrario: me iban a cobrar cincuenta euros por estar de cháchara mientras mi cuerpo se cansaba y tensaba. Definitivamente, me habían tomado el pelo.

Pero no dejaría que ellos se diesen cuenta, pues la venganza, como leí en Sinhué el Egipcio, es un plato que se sirve frío (aunque esta vez no habría ninguna calavera debajo). Tímidamente les pregunté: "¿Esto me va a ayudar? No me siento mejor...". La mujer se rió y el chico esbozó media mueca de ironía, y ella me dijo: "Claro que sí, jovencita, pero no lo notarás hasta dentro de un tiempo. Te esperamos aquí la semana que viene". "Por supuesto, creo que esto me va a venir muy bien", mentí con una sonrisa, y ambos salieron de la estancia para que me vistiera. Aunque había mantenido el tipo ante ellos por dentro me moría de rabia: me habían engañado y, aún peor, se creían que seguirían engañándome. Pero tuve claro que no volverían a verme.

Y mientras le daba vueltas a mi forma estúpida de regalar el dinero me vestí, descendí las escaleras y pagué, aún no recuerdo cómo ni a quién. Es curioso cómo el conocimiento cambia por completo nuestra forma de ver las cosas: ya no me rodeaba gente hornada y capaz realizando una bondadosa labor, sino que se habían convertido en lobos sedientos de dinero llevando a su cueva a ovejas descarriadas.

Al cruzar el umbral de la puerta miré las nubes: cielo encapotado en una tarde que se apagaba lentamente. Pero no me importaba: aún me quedaban cosas por hacer. Llamé a mi madre al móvil. "¡Hola! Acabo de salir de la fisio, ni se te ocurra probarla". Conozco bien a mi madre: se deja engañar tan fácilmente como yo. "Quiero comprarme un reloj, ¿me acompañas? Cojo el autobús" (me encontraba a dos paradas de mi casa) "y llego a casa, y desde ahí voy al centro comercial". Mi madre me respondió incrédula: "¿Andando? ¡Pero si está en la otra punta de la ciudad, casi en el estadio de fútbol!". "No, mamá, cómo se nota que sales poco. Está muy cerca, a unos quince minutos caminando". Y así cogí el autobús que me dejaría a medio camino entre mi casa y el centro comercial. Cuando bajé mi madre me estaba esperando. "¿Ves?", le dije, "estamos en el Puente del Trabajo; de aquí a las tiendas es un ratito caminando", añadí mientras señalaba con el dedo a la imponente estructura de metal blanco. Ella decidió ir en autobús: "Ya nos encontraremos allí". Y empecé a caminar, para darme cuenta al cabo de veinte minutos que el camino era más largo de lo que había creído y que, era cierto, tenía que cruzar muchas travesías para llegar. Andando, era un mundo; en autobús, un suspiro.

Aunque tardé mucho rato en llegar, el tiempo parecía haberse detenido, ya que el cielo seguía con su color gris pero sin nubes. El paseo en el que me encontraba estaba repleto de tiendas, y al apearme del metro (finalmente había optado por no pasarme la noche deambulando por las frías calles), vi una tienda de libros. "¡Mira!", te grité, pues nos habíamos encontrado bajo la fría y blanca luz de un vagón de metro, "¡libros!". Y me sentí como una niña rodeada de caramelos, y me dirigí corriendo al escaparate, mientras tu sonreías y te despedías de mí. Cuando me di la vuelta habías desaparecido. "Tendrá prisa...", pensé. Y me olvidé de los libros, y empecé a caminar por la calle.

Lo cierto es que no se trata de una calle normal, sino de un enorme centro comercial cubierto por una altísima cúpula de cristal. La avenida está siempre repleta de tenderetes en los que se vende de todo, como en un mercado de Navidad: ropa, accesorios, relojes, perfumes, libros y música. Desde la parada de transportes (autobús, tren y metro) se entra automáticamente al gigantesco recinto a través de una abertura de acero plateado; imagino que casi no había gente al tratarse de un día laboral. Empecé a pasear entre las tiendas mirando vitrinas llenas de anillos, colgantes y relojes: yo buscaba un reloj pequeño, cuadrado y a ser posible con la correa metálica. Al cabo de un rato, tras haber visto varios modelos y mientras intentaba recordar las tiendas a las que debería volver más tarde, me encontré con mi madre, quien me dijo que no había visto nada que le interesara. Paseamos juntas mirando más tiendas durante un rato, pero tengo que reconocer que con ella pierdo fácilmente la paciencia y me saca de mis casillas: cualquier cosa que vea y que me guste, para ella tiene como mínimo un defecto por el cual no debería ser comprada. A mí me hacía ilusión probarme algunas prendas de ropa que nunca antes me había planteado utilizar, como fulares, toreras y faldas cortas, y cada vez que veía algo que me quedaba bien mi madre le encontraba algún problema. Por ejemplo, encontré un hermoso pañuelo azul cielo con bordados en plata para el cuello y quise quedármelo, pero mi madre empezó a decirme que ese no era mi estilo, que cuándo me lo iba a poner, y que ahora que llegaba el invierno y el frío no podría utilizarlo ni lucirlo. Finalmente insinué que podríamos volver a casa ya y que yo no había visto nada interesante, pero mi intención real era dejarla a ella en casa y volver en autobús o en metro (cada viaje supondría tan sólo cinco minutos).

Cuando volví al centro comercial repasé de nuevo las tiendas en las que había visto relojes que me habían agradado. En una de ellas me probé uno de correa granate y esfera negra, y como no me decidía a comprarlo, el dependiente me permitió llevármelo, dar una vuelta con él y decidirme. "Vuelve cuando quieras, no te preocupes", me decía sonriente. Y aunque ya no me fiaba de las caras amables, me di cuenta de que realmente en esta persona podía confiar: ¡me dejaba que me llevara el reloj sin pagarlo! Y lógicamente, ante tal muestra de confianza yo no iba a defraudarle: si no se lo compraba se lo devolvería esa misma tarde y a cambio le compraría otro artículo.

Volví a casa mientras pensaba qué hacer con el reloj. Pasadas las siete llamé a una amiga al móvil y tras un par de bromas, unas risas y preguntarme por cómo me encontraba, me sugirió que quedásemos ese fin de semana. Yo le dije que ya la avisaría, ya que me apetecía quedarme tranquila en casa. Cuando volví al centro comercial, sin haber decidido aún qué hacer con el reloj, ya había anochecido, pero dentro del centro comercial parecía vivirse una eterna tarde de verano: el sol nunca se ponía. Esta vez entré por una puerta trasera, y hasta llegar a la avenida de tiendas tuve que recorrer multitud de oscuras y frías estancias marrones y vacías, probablemente pertenecientes a los trabajadores de tan gigantesco entramado comercial. "Hacen jornada intensiva durante todo el año, estoy convencida", pensé mientras escuchaba el sonido de mis zapatos de tacón alto golpeando el suelo de piedra (había decidido cambiarme y dejar mis Buffalo en el armario para ponerme algo más elegante, a juego con el reloj que llevaba. Básicamente, me había apetecido arreglarme, algo que ocurría con demasiada frecuencia últimamente). Salí a la gran avenida y sin mayor dilación me dirigí a la tienda del amable señor que me había prestado el reloj. "¿Ya te lo has pensado?", me preguntó pacientemente. "No, la verdad es que aún no sé muy bien qué hacer", le respondí con algo de vergüenza mientras me lo quitaba y se lo entregaba. Él sonrió complacido y yo me quedé merodeando por la minúscula tienda, observando todos sus rincones. Aunque no sabía si quedarme con el reloj que me habían prestado, sí había tomado una decisión: realizaría mi compra en ese local. Sólo por la atención, la confianza y el respeto que me habían mostrado, se merecían ganar una clienta más. Y les compraría un artículo, por pequeño que fuera. Por eso miré de nuevo guantes, pañuelos, anillos y perfumes, intentando convencerme a mí misma de que necesitaba comprar algo. ¿Una colonia quizá? La verdad es que la que usaba me irritaba la piel del cuello... pero no encontré ninguna otra colonia cuyo olor me agradara realmente y, cuando la encontraba, no podía comprarla (hay marcas que por orgullo, dolor y rabia no puedo utilizar, al menos de momento). Mi madre volvió a entrar en la tienda, preguntándome si pensaba volver a casa. "Claro que sí, pero ahora déjame sola, por favor, necesito concentrarme", le respondí. "No te preocupes", agregué, "volveré en bus, ya sabes que tardo diez minutos".

Me quedé merodeando un rato más en la tienda, buscando algo que comprar; salía y me sentaba en uno de los bancos grises de la avenida, entre sus palmeras y sus papeleras verdes, y miraba la multitud de minúsculas tiendas de cristal que me rodeaban. Si habéis estado alguna vez en la madrileña estación de tren de Atocha, os podréis hacer una idea de cómo era el centro comercial. Finalmente, y como ya estaba oscureciendo, me decidí: compraría un reloj; no el que me había llevado, sino otro de esfera redonda y correa de metal. "Hola de nuevo", le dije sonriente al hombre que me había atendido. "¿Ya te has decidido?", me respondió devolviéndome la sonrisa. "Sí...", le dije, y mirando la vitrina enfrente mío señalé el reloj que quería y añadí: "me llevaré este". "¿Estás segura?", me preguntó. "¡Claro!", respondí yo, y entonces me pregunté por qué me había costado tanto decidirme por un reloj si el que realmente quería lo tenía ante mis narices. El hombre volvió a sonreír, me cobró el artículo (aproximadamente sesenta euros que pagué en metálico) y lo guardó en una cajita de madera marrón que introdujo en una pequeña bolsa de terciopelo granate. "Aquí tienes, preciosa", siguió sonriendo, y no sé si fue por el piropo, por su educación y trato amable o porque al fin me había decidido, me despedí alegremente y salí de la tienda sintiéndome feliz. Al fin había conseguido lo que quería.

1 comentario:

  1. Me ha encantado este sueño! No se porqué. Será porque tengo muchos de este estilo, en el que empiezo en un sitio y acabo en otro diferente, haciendo cosas normales pero a la vez raras...
    Me imagino como es ese centro comercial! ;)

    Dulces sueños!!

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