16 febrero 2011

Del apagón

Siempre llovía, a todas horas. Los días se hacían bastante aburridos y melancólicos. Quizá suene un poco cruel, pero desde la enorme casa con porche donde me alojaba veía una parte de la ciudad y yo siempre esperaba ver algún accidente, alguna catástrofe que me sacara de la monotonía. Pero nunca pasaba nada. Sólo llovía.

Hasta ese día.

No fue gran cosa, cierto. La temperatura era fresca, la típica de las zonas más altas del Caribe, y gruesas nubes cubrían el cielo. Se podía sentir esa extraña quietud que precede a la tormenta, como si el tiempo se detuviese. El ambiente estaba cargado y era, de algún modo, sobrecogedor.

De todos modos yo era la única que tenía esa sensación. En la casa había otras tres personas: una chica y dos chicos. Ellos estaban tranquilos, pensando qué hacer de cenar, a qué hora levantarse mañana, dónde ir el fin de semana. Pero yo estaba inquieta, saliendo y entrado de mi dormitorio sin parar, comprobando que todo estuviera en su sitio: la maleta medio vacía, la ropa, los medicamentos, el libro que me estaba leyendo, mi netbook y el disco duro portátil, el bolso, las llaves. Toda mi vida cabía en una habitación de tres metros cuadrados, y todavía me sobraba espacio. Y de golpe tuve una infantil necesidad de dejar todas las luces encendidas: la lámpara del techo y la del escritorio, y la linestra sobre la cabecera de la cama. Incluso me aseguré de que el brillo de la pantalla del portátil estuviera al máximo para que diera toda la luz posible.

Llamadlo intuición, suerte, casualidad o sexto sentido. Pero tan sólo media hora después de que el atardecer finalizara, cuando el cielo es del mismo color a las seis y media de la tarde que a las dos de la madrugada, se fue la luz. No fue un apagón normal, de esos que viven de la luz de los ordenadores portátiles, las linternas, los teléfonos móviles y las velas. Hubo una sacudida, similar a una onda expansiva, cuando miles de electrodomésticos se detuvieron al mismo tiempo: lavadoras en pleno centrifugado, cepillos de dientes eléctricos, neveras, equipos de sobremesa, batidoras, televisores y radios, secadores de pelo, aires acondicionados. El mundo se volvió sordomudo durante la milésima de segundo que tardó en reaccionar tras entender que también se había quedado ciego. Entonces lo único que se oyó con total nitidez fue la lluvia.

Es realmente sobrecogedor el amplio espectro de sonidos que de repente éramos capaces de apreciar. Porque las gotas de agua producen un sonido diferente dependiendo de la superficie en la que caen. Asfalto o cristal, aluminio o plástico, madera o tierra. Y millones de gotas en el silencio dibujaban ondas de extensas gamas colores mientras los corazones se achicaban y los gatos callejeros buscaban refugio.

Yo no me asusté. Supongo que me lo esperaba. Lo había intuido, como dicen que les pasa a ciertos animales, que intuyen los terremotos. Por eso había dejado todas las luces de mi dormitorio encendidas, y por eso ahora ésa era la única luz existente en muchos kilómetros a la redonda.

Porque, como dije, no fue un apagón normal. Cuando salí al porche por la puerta principal y miré la ciudad, no la pude encontrar. Simplemente había desaparecido. Engullida por las tinieblas. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la oscuridad; ese proceso extraño en el que uno pasa de creer que tiene un muro delante hasta que al fin es capaz de distinguir algunas sombras, como si el muro se fuese alejando lentamente. La muchacha que estaba con nosotros estaba muerta de miedo y se agarraba a mí temblando. No dejaba de preguntarme qué había pasado. "Un apagón", le decía yo. Y seguía escrudiñando el horizonte.

Entonces lo vi. Un poco a la izquierda, en el valle entre los dos montes más altos de la ciudad. Eran nubes espesas de color rojizo, de ese rojo apocalíptico que le hace pensar a uno que está soñando o que se ha vuelto loco, cuando lo más sensato es creer que se trata de un incendio. Pestañeé varias veces para asegurarme que mis ojos no me estuvieran jugando una mala pasada. Incluso le pregunté a la chica: "¿Lo ves? ¿Ese brillo rojo a lo lejos?". Ella afirmó con la cabeza. Lo sé porque estaba pegada a mí y pude sentir el gesto de asentimiento. Más a la izquierda, donde tenían que estar las casas más caras de la ciudad, no se veía ni un solo destello de luz. ¿Nadie encendía velas? ¿Y los ordenadores portátiles que tuvieran batería? ¿Y qué había de las linternas a pilas? Pero por más que buscaba, sólo había una oscuridad uniforme que parecía atraerme hacia ella. Miré a la derecha.

Allí tampoco había nada. Ni siquiera podía distinguir la casa más próxima, que había estado a unos cien metros. No podía ver la carretera ni los coches aparcados ni las farolas. Sólo la misma oscuridad que lo envolvía todo. Y en ese momento pude sentir la presencia de la montaña ante mí. Quiero decir que la oscuridad era tan penetrante que me hacía dudar de que allí hubiese habido jamás una montaña, pero ésta parecía gritarle a mi mente que allí estaba, que no me dejara convencer por las tinieblas. Y creí encontrarme en una surrealista lucha entre dos extraños mundos, sin pertenecer yo a ninguno de ellos. Pero nada se movía, nada cambiaba; sólo llovía. Y nosotros sólo podíamos observar sin ver.

Nunca supimos qué había pasado. Nunca supe por qué mi dormitorio fue el único que continuó con luz. Los dos chicos y la chica acabaron quedándose a dormir en la casa donde yo estaba alojada, todos en mi habitación, al abrigo de las bombillas. A la mañana siguiente el mundo se despertó perezoso y confundido, y se comentó en las calles lo que había pasado, y la noticia ocupó las primeras páginas de los periódicos, que habían sacado sus primeras ediciones con bastante retraso puesto que la energía no había vuelto hasta que salieron los primeros rayos de sol. Y cuando volvió a caer la noche ésta fue como otras tantas noches; nada extraño volvió a suceder. Con el paso del tiempo el suceso cayó en el olvido y ahora apenas se comenta como una leyenda más.

Y precisamente por eso yo contaré esta historia tantas veces como haga falta antes de tener que abandonar este lugar, y ahora te la cuento a ti mientras bajamos al pueblo con la multitud, pero aunque parezca que sólo tú eres mi oyente, en realidad hablo para todos aquellos que caminan a nuestro lado, para que no olviden lo que sucedió, para que se enfrenten a sus miedos y recuperen la curiosidad.

Porque eso es lo único que ha cambiado, y es que desde aquel extraño apagón ya nadie siente curiosidad por nada.

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